lunes, 26 de febrero de 2024

Ataque a los Titanes: el ciclo de odio y violencia de la humanidad, y de algunos cristianos, que no tiene fin... hasta que llegue el día

 


De principio a fin, desoladora; profundamente desoladora. Así definiría rpidamente la serie de anime japonés “Ataque a los Titanes” (Shingeki no Kyojin), basada en la obra homónima del autor Hajime Isayama. A pesar de haber visto y leído otras, como la maravillosa “Monster”, “Barrio Lejano” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2023/06/barrio-lejano-si-pudieras-viajar-al.html) o “El recuerdo de Marnie” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/10/1-jovenes-y-adolescentes-perdidos-que.html), entre otras muchas, a día de hoy, puedo afirmar que es la mejor serie de animación que nunca he visto. Es más, después de pensarlo durante varios días, me atrevería a decir que, en un top donde incluyera a las de actores reales, estaría arriba del todo.
La historia en sí desborda imaginación y originalidad. Épica, dramas familiares y generacionales, intrigas palaciegas, misterios, thriller, terror, violencia inusitada y un tipo de acción jamás vista, conforman una mezcla de géneros apabullantes y grandiosos. Si a eso le sumamos la soberbia construcción y evolución constante de los personajes –donde todos importan, desde los principales hasta cualquier secundario, sea niño, adolescente o adulto-, y una banda sonora impactante, hacen que sea una verdadera obra maestra. Lo que, en sus primeros compases, podría parecer un relato más de aventuras con tintes terroríficos y apocalípticos, termina por convertirse en una joya transcendente, con muchas capas de lectura, digna de reflexión, y que reflejan nuestro mundo y el corazón humano. 
Su único pero ha sido la inusual tardanza en completar los ochenta y nueve capítulos que la componen. Por diversas razones, comenzó a adaptarse en 2013 y acabó a finales de 2023, con parones que duraban años. En mi caso, la abandoné hacia la mitad y decidí verla desde el comienzo cuando estuviera concluida, algo que he podido hacer hace escasas fechas.

¿Bélica o antibélica?
Antes de explicar brevemente su trama y analizar la brutal crítica que hace del ser humano como especie –y que extenderé a ciertos cristianos-, haré un conciso: si te preguntaran sobre la película “Salvar al soldado Ryan”, ¿la considerarías como “bélica” o “antibélica”? La respuesta correcta sería la segunda. Mientras que muchos largometrajes de acción escenifican y coreografían la violencia de tal manera que parecen glorificarla, hay otras como la obra de Steven Spielberg – o “Hasta el último hombre” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/03/hasta-el-ultimo-hombre-despreciando-los.html) y “La tumba de las luciérnagas”-, que muestra el horror de la guerra para que sintamos verdaderas nauseas y la rechacemos por completo.
Es la misma estrategia que lleva a cabo Hajime Isayama: siendo extremadamente violenta y explícita –no apta, ni mucho menos, para todos los estómagos y paladares-, nos ofrece la realidad de este planeta donde vivimos, tanto pasado como presente, que es como es por la locura de la violencia, el odio y la venganza que anida en el corazón de toda persona, en mayor o en menor grado, por unas causas u otras.

Una ucronía oscura y dramática
La humanidad fue atacada hace cien años por unos seres gigantes, con forma humanoide, aunque deformes en mayor o menor grado, a los que llamaron Titanes. Su altura oscilaba entre los tres y los quince metros, y su único objetivo era la aniquilación. La forma en que lo hacían era, literalmente, comiéndoselos –de ahí su crudeza-, a pesar de que no tenían necesidad de alimentarse. Eran invencibles, ya que las armas no les hacían efecto alguno, ni siquiera los cañones, puesto que sus cuerpos terminaban por regenerarse. Nadie conocía su procedencia ni la razón de su comportamiento, ya que era imposible comunicarse con ellos, al carecer de inteligencia. Sus sonrisas macabras y, al mismo tiempo, infantiles y grotescas, creaban verdadero pavor.
Finalmente, el millón de supervivientes se parapetaron tras tres murallas de enormes proporciones, separadas cada una de ellas por varios cientos de kilómetros, donde vivían recluidos, pero seguros, puesto que impedían a los Titanes superar dichos obstáculos. Nadie, en teoría, sabía qué había más allá, el propio origen de los muros y de aquellos seres monstruosos.
Esta es la historia que los actuales descendientes saben por los libros, pero, por alguna razón, la verdad les es oculta. Todo cambia cuando un Titán colosal, completamente diferentes al resto, de sesenta metros de altura, e inteligente, destruye uno de los muros... Y ahí comienza la serie: el drama, el terror, la esperanza, la desesperanza, la muerte y la destrucción... junto con la revelación de la cruda realidad.
Con el tiempo, se descubrió que tenían un punto débil: una zona en la nuca de apenas unos centímetros. Para enfrentarse a ellos y descubrir qué había más allá de los muros, se creó un cuerpo de caballería, armados con dos espadas afiladas para golpear a los titanes en el cuello. Aun así, resultaba casi imposible matarlos, por la dificultad que entrañaba golpearlos en dicho lugar, y el número de bajas en cada expedición era dantesca e inasumible.
Sin explicar el sobrecogedor momento en que se explican quiénes son los titanes “puros” (“no inteligentes”), y sin entrar en mil detalles que darían para decenas de páginas, diré que la evidencia no se conoce hasta bien avanzada la trama; incluso, en algunos aspectos, en el capítulo final (a partir de aquí, todo son spoilers): hará dos mil años, una aldea fue quemada y arrasada por Fritz, el jefe de Eldia, una tribu de guerreros que mataban a diestro y siniestro. Una niña superviviente, de nombre Ymir, fue tomada como esclava por los eldianos. Tiempo después, tras ser acusada de haber dejado escapar a unos cerdos que servían como alimento, llevaron a cabo un juego enfermizo con ella: la dejaron escapar, para luego cazarla y matarla, por parte de un grupo de soldados que la perseguía a caballo y con perros. Herida por varias flechas, agotada, acorralada y malherida, observó un árbol enorme con una gran abertura. Allí entró para esconderse y, nada más hacerlo, cayó a una profundidad incalculable. En dicho lugar, entró en contacto con un extraño ser orgánico, con forma de ciempiés transparente, procedente del espacio exterior y cuya antigüedad era indeterminada, y que se adherió al cuerpo de Ymir.
Desde entonces, ella podía transformarse en un ser gigante: un Titán, con una fuerza inconmensurable. Fritz le perdonó la vida, la convirtió en su concubina y la usó para hacer de Eldia en un imperio mundial: cultivó tierras y construyó puentes, mientras que expandía sus dominios, atacando y sometiendo a otras naciones, como la de Marley. Tras la muerte de Ymir, las tres hijas que tuvo con el malvado Fritz, consumieron el líquido de su médula espinal, ya que así se heredaba el poder del Titán. Pero el rey número 145 de Eldia, se sintió terriblemente culpable por los crímenes que había cometido su nación en el pasado, por lo que renunció a la guerra y decidió exiliarse voluntariamente en una isla, Paradis, junto con la mayoría de los eldianos. Usando sus poderes, levantó los tres muros antes mencionados y le borró la memoria a sus habitantes. Y eso es lo que vemos al comienzo de toda la serie: los eldianos viviendo tras unas murallas, creyendo ser los únicos humanos del mundo, y sin saber las razones de todo ello.
Desde entonces, la nación de Marley, que se había hecho con los descendientes de los titanes, enviaban a Paradis a titanes “puros” para matar a los eldianos, en venganza por los que sus antepasados les habían hecho, y los de Eldía asesinaban a los de Marley porque les enviaban Titanes para matarlos. Como ambos bandos reconocieron más adelante, se había convertido en una rueda de odio y violencia, que se repetía generación tras generación, entre descendientes de un lado y de otro, entre padres y padres, entre hijos e hijos. Hasta los propios progenitores reconocían que enviaban a la guerra a sus primogénitos para que vengaran a sus predecesores. 

Venganza y más venganza & Odio y más odio
Lo que se muestra en esta serie es lo mismo que vemos día tras día en nuestro planeta desde que Caín mató a Abel. Un hombre mata al miembro de otra familia, y esa familia se venga asesinando a su esposa e hijos. Igual entre las pandillas juveniles, siendo las maras de las más conocidas.
Las invasiones bárbaras, vikingas y musulmanas en los llamados “años oscuros” (aproximadamente entre el 476 d. C y el 1000 d. C.), lo atestiguan en el pasado. Y en el presente todo sigue igual: los soldados nazis mataban a la población civil sin hacer discriminación y violaban a las mujeres europeas. Como respuesta, los soldados rusos, durante la reconquista del continente, hicieron lo mismo. Así fue también en la guerra civil de Yugoslavia, a finales del siglo pasado, o durante el genocidio de los hutus a los tutsis en Ruanda, donde no quiero nombrar las barbaridades que se cometieron, con un millón de muertos y medio millón de mujeres violadas. Sus atrocidades y actos violentos fueron conocidos, y pocos hicieron algo para evitarlo o detenerlo. 
Por la masacre que perpetraron unos hombres el 11-S, una Alianza, encabezada por Estados Unidos, atacó Afganistán e Irak, donde fueron incontables las víctimas civiles. Como consecuencia, unos hombres se organizaron para vengarse y fundaron el llamado Estado Islámico, donde asesinaban y torturaban a los que consideran sus enemigos. Así podría seguir y no acabar nunca. La lista de ejemplos es infinita.

La violencia verbal de la que muchos son partícipes
Casos como los citados los hay por millares. La humanidad tiene las manos manchadas de sangre. Y no solo en el sentido literal y físico, sino también en el figurado, que destruye voluntades, estados de ánimo y autoestimas.
Los otros tres casos, donde predomina la violencia verbal, suele verse en:

1) Las redes sociales, que son un vertedero, donde se vomita el odio que el anonimato y una pantalla permiten impunemente, por absolutamente cualquier tema (política, deportes, cómics, comidas, televisión, cine, música, etc.). Conozco personas que, externamente, se muestran educadas, formales y amables, pero cuando toman un móvil entre sus manos y escriben... y todo por el simple hecho de que otros les llevan la contraria. No es que expresen que están en desacuerdo con lo que el otro expone, sino que derrochan un desprecio absoluto con palabras, muchas de ellas malsonantes, hasta el punto de desearles lo más desagradable que se puedan imaginar. 

2) El día a día, donde personas adultas, pero con faltas en el carácter, con la mecha muy corta, con la escopeta de la lengua siempre cargada, y que saltan a la mínima. Basta cualquier circunstancia en la que se sientan contrariados para explotar, gritando y dejándose llevar por la ira, sin pensar en el efecto que provocan sus palabras y el tono empleado en los demás. No se preocupan en corregir sus defectos, pero disfrutan señalando los ajenos. Cuando alguien de su alrededor está mal de ánimo, en lugar de alentar, la desalienta todavía más con sus reproches. Ven la paja en el ojo del otro, pero no la viga en el propio. Muchos de ellos son incapaces de ver las virtudes en los que no piensan como ellos. Convierten cualquier minucia en un problema. La suma de los aspectos reseñados, les lleva a convertirse en ladrones de la paz.
En todo esto, se hace real lo dicho por Santiago: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (Stg. 3:6).
El problema es que las palabras vertidas nunca se olvidan y quedan en el recuerdo para siempre. Si quien las pronuncia tomara conciencia de esta verdad, posiblemente cambiaría.

3) Como cristiano, me apena sobremanera decir esto, pero es lo que observo en las mismas redes, y a veces hasta en persona: calvinistas que menosprecian a arminianos, arminianos burlándose de calvinistas, premilenaristas y postmilenaristas arrojándose versículos bíblicos con aires de superioridad. No es que debatan o disientan como hermanos en la fe, sino que se muestran arrogantes. Y no me refiero a herejías que hay que denunciar, sino a todo aspecto bíblico abierto a interpretación, y que ni los grandes teólogos de la historia han sabido resolver. Sobre este asunto, hablé largo y tendido aquí, mostrando un caso terrible: “El trol cristiano: burlador, desalentador profesional y juez implacable” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/09/el-trol-cristiano-burlador-desalentador.html).

Cómo se logra matar, física o verbalmente, al que no es como tú?
La respuesta es simple: de la misma manera en que hacían los marlyanos: considerando a los eldianos como si fueran demonios. Es lo mismo que hacemos nosotros con los contrarios: los despersonalizamos, los caricaturizamos, los consideramos grotescos, indignos, inferiores, como si fueran sabandijas. Y todo ello por no empatizar, por no conocerlos personalmente, por no esforzarnos en conocer sus trayectorias vitales y sus circunstancias. Olvidamos que, al igual que nosotros, son padres, son hijos, son tíos y sobrinos, son abuelos y abuelas, y que TODOS ellos fueron una vez bebés y niños pequeños. Cada uno con virtudes, anhelos, y donde la mayoría desearía vivir en paz.
Si fuéramos capaces de ver esta realidad, todo el mundo dejaría de luchar, de pelearse y de guerrear. En este anime, un pequeño grupo de eldianos y marlyanos no se entendieron hasta que se sentaron alrededor de una fogata a hablar de sus propias vidas: sus familias, sus sueños, sus pensamientos y todo aquello que les hacía iguales; en definitiva: humanos. Allí, lo que comenzó con todo tipo de reproches y acusaciones mutuas, termina con llantos, remordimientos y profundos sentimientos de culpa por el dolor que han causado a familias enteras. ¡Ay, si los soldados de cada país hicieran lo mismo! A menos que fueran psicópatas, las lágrimas, la pesadumbre y el arrepentimiento no tardarían en hacer acto de aparición.
El problema es que unos, por causa directa de la naturaleza caída que anida en nosotros, y otros, porque la sociedad les ha instrumentalizado, para ser herramientas de odio, terminamos matándonos. De ahí que sea tan cierta esa frase del difunto fotógrafo Erich Hartmann (1922-1999): “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”. Todos los políticos, a través de los siglos, hayan sido  dictadores o elegidos democráticamente, han mandado matar a otras personas desde un cómodo despacho. El último caso llamativo es del ruso Putin, que usa a sus compatriotas como carne de cañón mientras se le llena la boca hablando de gloria y honor. He citado uno reciente, pero siempre es igual, sea en una época u otra. Al final, todos estos políticos son unos canallas en cuerpos adultos, pero irresponsables, inmaduros y moralmente enfermizos.
¿Alguien se imagina que todos los soldados (americanos, coreanos, venezolanos, cubanos, españoles, marroquís, absolutamente todos, de cualquier lugar), se negaran a obedecer, reunieran en un mismo lugar todas las armas existentes, desde balas, proyectiles y misiles, hasta tanques, aviones, helicópteros, barcos, portaviones y submarinos, y los quemaran? Luego, se irían a sus casas a vivir en paz, y ya no matarían más por una bandera, un trozo de tierra, el color de la piel, una religión o la lengua que se habla.

¿Se cerraría así el círculo, acabándose el odio y la venganza?
Sí y no. Dicen que, a las personas de este mundo, les mueve el poder, el dinero y el sexo. Pueden ser las tres cosas, pero basta con que sea una de ellas. La historia demuestra que siempre hay grupos que necesitan quedar por encima de los demás en un aspecto u otro. Es lo que hace el ego. Esto los conduce a que no puedan vivir en armonía. Por eso, aunque todas las armas del mundo desaparecieran, seguirían matando a los que no son como ellos, aunque fuera usando puñetazos, palos, piedras, lanzas de madera con puntas afiladas, aceite hirviendo, pólvora o cualquier otro objeto para lograr sus fines, como hacían en la antigüedad. Es la consecuencia directa de corazones no regenerados, muertos en sus delitos y pecados (cf. Ef. 2:1). La raíz de todo mal está en el corazón, de donde, como dijo Jesús mismo, “salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19).
Mientras eso no cambie, a través del nuevo nacimiento (cf. Ez. 11:19-20; Jn 3), todo seguirá igual. El odio seguirá siendo odio, y no se sustituirá por el amor, el arrepentimiento y el perdón.

Conclusión
El final de la serie es el más amargo que jamás he visto, tanto que me generó ansiedad y desasosiego, y no solo por el desenlace de muchos de sus protagonistas, que también, sino por la crónica en general, ya que, una vez más, refleja la condición humana: a pesar de que los titanes se extinguieron, quedando como una leyenda del pasado, las guerras volvieron siglos después, con todo tipo de armas sofisticadas, hasta que una nueva guerra puso punto y final, con apenas un puñado de seres vivos entre las ruinas de la civilización. Incluso así, en el epílogo, un niño se encuentra con el mismo árbol gigantesco donde entró Ymir, y se dispone a entrar, dando a entender que todo volverá a empezar. Como ya dije, nuestra historia humana es semejante: cíclica, y que se repite a lo largo de los siglos.
¿Qué avances científicos y médicos se darían si todo el dinero que se han gastado todos los países en armas desde la 2ª Guerra Mundial hasta el presente? ¿Si se hubiera invertido en hacer, de este, otro mundo, infinitamente mejor? Conociendo la respuesta, por momentos me angustio y desespero. Me hace sentir rabia.
Por eso, esperar que la paz venga de nosotros mismos, es una quimera: es como creer que ya nadie le será infiel a su cónyuge o que no se verán como trozos de carne de los que servirse para el propio placer. La paz solo vendrá de arriba cuando el Rey de Reyes regrese. Entonces: “Juzgará entre las naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Miq. 4:3). Ahí se acabará todo mal; para siempre.

1 comentario:

  1. Ciertamente nuestra naturaleza es mala y no hay solución por nuestra parte. Esta circunstancia nos desespera y es bienvenida si en nuestra desesperación miramos hacia donde hay que mirar, solo Dios puede salvarnos. Fmd: Manolo Benítez.

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