martes, 27 de enero de 2015

Cuando la pérdida de la inocencia nos hace naufragar


Nacemos ciegos. ¿Ciegos? Efectivamente. Aunque nuestros ojos físicos comienzan desde el momento del parto a contemplar muy lentamente una nueva realidad, somos ciegos durante muchos años al mundo que nos rodea y a las personas que habitan en él. Es una ceguera emocional.
A esas edades tempranas, nuestra mayor preocupación era conseguir la pegatina que nos faltaba para completar el álbum de cromos. Y todos nuestros esfuerzos estaban centrados en hallar nuevas maneras de divertirnos con aquellos que eran iguales de enanos que nosotros. Imaginábamos con nuestros muñecos grandes batallas contra ladrones, piratas, indios y romanos, que representaban a “los malos” (los clásicos estereotipos). En ese enfrentamiento usábamos para vencerlos a todo el ejército de playmobil, junto a incontables refuerzos: aviones, portaaviones, helicópteros, misiles, coches de policía y de bomberos, dragones y superhéroes. Todo muy surrealista pero fantasiosamente real en nuestras mentes. Pasaron los primeros años y todo seguía igual: deseando que llegara el fin de semana para escaparnos con nuestros amigos a jugar al escondite, a saltar como canguros, a correr detrás de un balón como un enjambre de abejas, a montar en bicicleta y a perdernos en bosques misteriosos. Todo lo vivíamos como una aventura fascinante.
Es cierto que no todo era maravilloso. En muchas ocasiones nos sentíamos incomprendidos por los adultos al creer que no nos tomaban en serio. No comprendíamos las razones por las cuales nos decían “no” ante nuestros deseos. También nos afectaban a nuestra frágil autoestima las críticas, independientemente de las intenciones con las que fueras realizadas. Y que te pusieran un negativo con un bolígrafo rojo en el cuadernillo se vivía como el fin del mundo. Pero aunque no todo era perfecto, nos sentíamos como los pasajeros de un transalántico de lujo, disfrutando de una fiesta continua. Pero, en algún momento del viaje, nos aconteció como en la película “La aventura del Poseidón” (1972): un Tsunami lo volcó todo. Lo que estaba arriba, ahora estaba abajo. Nuestros pies no eran capaces de sostener el equilibrio. El salón de baile se hundía. Las lámparas ya no brillaban. Las luces se apagaron y todo se volvió oscuridad. Los platos volaban y los cristales nos provocaban multitud de cortes. El agua comenzó a llegarnos al cuello y nos costaba la misma vida respirar. El cuerpo se adormecía y perdía sensibilidad. Así que comenzamos a sangrar y a gritar desesperados. Aunque nos manteníamos a flote, tomamos conciencia de la realidad: el mundo no era un parque de atracciones. En ese momento, perdimos la inocencia. 

El Tsunami
Esa ola gigantesca que nos despierta violamente a la realidad y nos muestra la fragilidad que nos envuelve está llena de matices dependiendo de la persona que la sufre: para unos es el fallecimiento de sus padres de la manera más inesperada. O no sentirse querido por ellos. Para otros es una tragedia familiar, la ruptura de una relación de pareja o la violencia de género, incluso los abusos psíquicos y sexuales. Puede que una enfermedad. O no encontrar trabajo por mucho que se intenta.
Vivimos en un mundo a todas luces imperfecto, pero muchas de las tormentas que experimentamos en nuestro foro interno como consecuencia de factores externos son provocadas por el concepto que tenemos de lo que debería ser este planeta en el que habitamos. De pequeños creíamos que el tiempo estaba congelado. Aunque nos viéramos más altos, nuestra idea era que lo que nos rodeaba era inalterable y que no habría desengaños. Nos daba igual que los coches no tuvieran dirección asistida ni tampoco pensábamos en cosas que ni existían, como los móviles o las tablets. Con volar en nuestra imaginación a esa Luna descrita por Julio Verne nos bastaba. Pero, de manera repetida, nuevos “Tsunamis” se apoderaban de nosotros y nos convertían en títeres sin control alguno de las circunstancias.
Creíamos que nuestros familiares (padres, tíos, hijos, etc.) serían inmortales y la muerte no los tocaría jamás. Estábamos firmemente convencidos de que nuestros cuerpos siempre estarían robustos, no envejecerían y no enfermarían. Pensábamos que nuestros amigos y nuestra esposa lo serían para toda la vida. Dábamos por hecho que nuestros jefes reconocerían los esfuerzos que hicimos por la empresa y nos harían fijos.

Lo que nunca imaginé
Cuando era un nene, jamás imaginé que existiera algo como el “aborto” o los llamados “países del tercer mundo”. Nunca pude creer que hubiera familias que comieran de un contenedor de basura. Pensaba que todas los hombres y mujeres solo hacían “cositas de mayores” cuando se casaban, que eran fieles y que permanecían juntas para toda la vida. No sabía que tener esas ideas eran consideradas antiguas y de carca. ¿El divorcio? No habría sabido ni buscar esa palabra en el diccionario. ¿Miles de jóvenes bebiendo alcohol en las llamadas “botellonas”? Ni la más remota idea de qué era eso. ¿Seres humanos que ofrecían sus cuerpos por dinero? Era una broma de mal gusto. Tampoco aparecían en mis peores pesadillas personas matándose unas a otras por una bandera, por pedazos de tierra, por ideologías, por una religión o por el color de la piel. La Guerra Civil y la dictura que asoló mi país era como un cuento lejano de la que no fui partícipe ni me afectó. Hitler y Stalin eran leyendas urbanas. ETA, las FARC, el IRA y Hezbolá solo se veían en televisión como si fueran los malvados de una película que tarde o temprano serían derrotados y donde la sangre de los inocentes era irreal. La primera guerra que contemplé fue la del Golfo Pérsico, y parecía un videojuego.
Aunque los detalles y las historias personales varíen, la inmensa mayoría de nosotros éramos inconcientes de la realidad, fruto de la edad. Vivíamos en otro mundo “mental”. En mi caso, con tener 100 pesetas (0,60€) para una partida de billar la tarde de los viernes, jugar al ping-pong y tomar polo-flash entre partidos, hacer deporte con los amigos, ir al Restaurante de mi padre a comer ortigas fritas, cenar en el Bar “del sordo” huevos fritos con patatas, ver al Real Madrid por televisión e ir a la piscina, a los “cochecitos de choque” y al Mcdonals una vez al año cuando iba a casa de mis hermanos, era más que suficiente para seguir en mi Disneylandia particular. El mejor selfie era el que guardaba en mi memoria y en la retina del corazón de todos esos momentos.
De igual manera –y tras un largo periodo de oscuridad que duró buena parte de la adolescencia y de mi primera juventud, donde la vida no tenía propósito ni la existencia sentido alguno-, me convertí en cristiano con 23 años y todo cobró sentido (aunque los detalles personales no los narré, aquí expliqué en que consiste eso de ser “cristiano”: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html).
Entonces di por seguro que “to er mundo é güeno”. Pensaba que todos los que estaban a mi lado eran también creyentes que habían “nacido de nuevo”. Pensaba que todos enseñaban la pura verdad y que no existían falsas doctrinas. Pensaba que no existía el orgullo, la hipocresía, la altivez, la mentira ni la arrogancia. Pensaba que el interés hacía mí se basaba en el amor genuino que me profesaban y no buscando un interés personal que me convirtiera en un número más dentro de la cadena de montaje de una empresa multinacional. Al tener esas ideas erróneas, pequé de ingenuo. Pero al reincidir una y otra vez en la misma idea en todos estos años, se puede considerar que pequé de tonto.  
¿Existen verdaderos cristianos? ¡Por supuesto que sí! Algunos maravillosos, pero no es oro todo lo que reluce. Aun así, hay una parte de mí que quiere creer lo contrario: que todo es oro. Me gustaría creer que no existe la malicia ni las dobles intenciones. Me gustaría creer que todos los creyentes son capaces de reconocer que están equivocados cuando lo están. Me gustaría creer que no existen aquellos que usan a los demás para lograr la fama. Me gustaría creer que no hay personas que se llaman a sí mismas cristianas y te sacan el dinero para cumplir sueños que no proceden de Dios. Hay una parte de mi “niño interior” que anhela con toda su alma sentirse como me sentía en el patio de la guardería: tranquilo, disfrutando de la compañía, riendo, compartiendo sobre nuestros sueños y esperanzas, en paz y con libertad para tener opiniones diferentes. Pero ahora siento como en su día experimentamos la adolescencia: con ese miedo que teníamos al rechazo de la chica que nos gustaba, a los complejos por el físico, a ser objeto de burlas maliciosas por ese compañero de clase que disfrutaba con ello, a fallar la ocasión que decide el partido o a quedarse en blanco cuando el profesor nos hacía una pregunta.  
  
Cuando la visión idealista se desmorona hay que empezar de nuevo
Con el paso del tiempo, tanto en el plano personal como en el de la fe, te das cuenta de que esta era la visión idealista que muchos teníamos (y yo no era una excepción), hasta que la realidad nos abrió los ojos. Dicen que “ver” es fruto de la madurez, pero en ocasiones me gustaría volver a ser ciego porque la realidad duele. ¿Por qué es desolador? Porque se ven las tinieblas. Y ahí se pierde la inocencia.
En estas condiciones, es fácil, muy fácil, que esos Tsunamis, que el salmista llama “valle de sombra de muerte”, nos arrastren sin remedio al desaliento, a la apatía, al desconsuelo y al hastio de la vida. Es fácil, muy fácil, desconfiar de todo el mundo. Es fácil, muy fácil, perdernos en ese camino de desolación. Es fácil, muy fácil, quedarse anclado en el pasado y en el dolor. Es fácil, muy fácil, perder la sonrisa y el buen ánimo. Es fácil, muy fácil, descuidarse físicamente. Es fácil, muy fácil, volverse un cínico. Es fácil, muy fácil, encerrarse en uno mismo y recluirse de todo. Es fácil, muy fácil, sentirse solo, lo estés o no realmente. Es fácil, muy fácil, caer en la conmiseración y perder de vista que hay millones de personas en todo el mundo cuyos situaciones personales son realmente dramáticas a causa del hambre, la falta de medicinas básicas, la guerra, la ausencia de derechos humanos y de libertades sociales por la represión de sus gobiernos, y donde el arco iris rara vez asoma para ellos. Sinceramente, no quiero dejarme dominar por esa manera de pensar y de sentir.
El problema surge cuando buscamos soluciones y respuestas de maneras erradas. Algunos buscan en múltiples compañeros sentimentales lo que les falta. Otros creen que una relación de pareja será la panacea. O sencillamente se han incorporado al mundo de los adultos sin ninguna dificultad y les basta con sus actividades de ocio, sus trabajos y sus amigos. Y por último están los que terminan por perderse y se vuelcan en alguna clase de hedonismo. Hay tantos que para qué enumerarlos.
Ante todo esto, y aunque hayamos perdido la inocencia de la infancia, es necesario desintoxicarse y desembarazarse de muchos conceptos. Quizá sea necesario rehacerse y reinventarse como seres humanos. Quizá tengamos que recuperar la capacidad de disfrutar en el corazón de los pequeños detalles de la vida. Quizá tengamos que rendirnos sin demora a dejar que Dios haga Su obra en nosotros en medio del dolor y de las circunstancias incomprensibles. Quizá tengamos que aprender a descansar en Él. Quizá debamos dejar una vez más que nos renueve y nos refresque, en lugar de dejarnos contaminar por el salistre del mar que nos oxida al contemplar las tinieblas que nos rodean. Puede ser el tiempo de crear nuevos hábitos y rutinas. Es hora de que todo vuelva a girar en torno a Jesús, la luz del mundo, y de guiarnos en medio de la niebla por su faro, que es Su Palabra. Es el momento de tomar nuevamente la actitud de Samuel: Habla, porque tu siervo oye” (cf. S. 3:10). Es hoy cuando hay que comenzar a cambiar actitudes viciadas. Es el momento de pararse a reflexionar cómo servir a Dios de manera sencilla según los principios escriturales y no por los shows mediaticos que solo mueven nuestras emociones y nos terminan desencantando.
Tenemos que recordar que fuimos redimidos a precio de sangre (cf. Ef. 1:7), que teniendo sustento y abrigo tenemos que estar contentos (cf. 1 Ti. 6:8), que el Reino de Dios no es de este mundo (cf. Juan 18:36) y que nuestra ciudadanía está en los cielos (cf. Fil. 3:20). Así pondremos nuestra vida en la perspectiva correcta y comenzará una nueva etapa. Y aunque todo lo digo en plural, mi intención está en el singular: no esperes a que otros cambien; hazlo tú, independientemente de lo que hagan o dejen de hacer los demás.
Sería conveniente que guardaras estas palabras en tu mesita de noche para volver a ellas cada cierto tiempo y refrescarlas. Dar un paso atrás nos sirve en muchas ocasiones para seguir avanzando y crear una nueva inocencia. Mirar a los ojos de los niños ayuda.

El naufragio de Pablo
He escuchado multitud de veces a cristianos narrar la historia de Jesús durmiendo plácidamente en medio de una tormenta, y también cuando caminó sobre las aguas embravecidas. He oído en decenas de ocasiones cómo Pedro comenzó a hundirse cuando dejó de mirarle y la manera en que fue rescatado por Él. Yo mismo he usado esos pasajes para compartirlos y he aprendido mucho de ellos. Están grabados en mi corazón y son de ánimo en muchas ocasiones. Pero, personalmente, nunca he oído a nadie compartir sobre el naufragio de Pablo. Y esta es la historia que ahora necesito, en primer lugar para mí mismo, y en segundo para el que desee tomar de ella en el presente si se encuentra arrastrado por un Tsunami o para el futuro si acontece.
Pablo, como ciudadano romano de pleno derecho, solicitó que se le juzgara en Roma ante las acusaciones de los judíos por anunciar a Jesús como Mesías. A pesar de no ser hallado culpable de nada, su deseo fue concedido. Lo entregaron junto a otros presos a un centurión llamado Julio y embarcó en una nave adramitena rumbo a Italia, donde sufrieron vientos contrarios cerca de Chipre. En otra embarcación, en este caso alejandrina, llegaron a duras penas a Gnido porque nuevamente lo impedía el viento, y costearon Creta con dificultad. Pablo comenzó a tomar conciencia de lo que iba a acontecer si no detenían su marcha en algún puerto: “Varones, veo que la navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no sólo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras personas” (Hch. 17:10).
 Como no tuvieron en cuenta sus palabras, lo vaticinado no tardó en hacerse realidad. Si ya de por sí las condiciones eran complejas, se complicaron aun más: dieron contra un viento huracanado llamado Euroclidón: “Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar” (Hch. 17:15). Quedaron a la deriva y al día siguiente fueron combatidos por una furiosa tempestad, por lo que finalmente quedaron a la deriva: “Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos” (Hch. 17:20). Tras el amanecer de la decimocuarta noche, encallaron definitivamente cerca de la isla de Malta. La popa comenzó a rajarse y no les quedó más remedio que lanzarse al mar para llegar a la playa, unos nadando y otros encima de algunas tablas.

Nuestro naufragio
Oscuridad absoluta. Vientos huracanados. Dos semanas perdidos en medio del mar. Aunque el pánico que tuvieron que experimentar es difícilmente imaginable para nosotros, sí podemos sentir las mismas tinieblas cuando una ola nos golpea en nuestra vida y perdemos el control de la situación. En ocasiones no cambiamos el rumbo a tiempo por falta de sabiduría, afectados también por nuestra propia naturaleza caída. En otras, no hay manera de esquivar el oleaje. Ya hemos visto, que hay multitud de “Tsunamis” que se pueden originar en el momento más inesperado. Y tenemos la certeza por la Biblia y la propia experiencia de que van a venir, aunque no nos gusten. Mientras pisemos este mundo, habrá ocasiones en que encallaremos y sintamos que nos hundimos. Cada cual sabe en qué situación se encuentra a día de hoy. También desconocemos qué nos deparará exactamente el futuro a nivel individual y colectivo, como enfermedades propias o de seres queridos, fallecimientos, rupturas sentimentales, viudez, desempleo, exclusión social, decepciones personales, persecución, la degeneración moral de la sociedad, crisis económicas, guerras, catástrofes naturales y medioambientales, desastres provocados por la mano del hombre, violencia, terrorismo, etc. Todo ello es posible que suceda.
Habrá épocas que nos sentiremos como náufragos en una isla perdida. Allí no habrá hoteles de cinco estrellas ni playas paradisiacas, sino insectos y una humedad que nos calará hasta los huesos. Tendremos ganas de escondernos en medio de la selva, como el japonés Hiroo Onoda, que durante 29 años creyó que la Segunda Guerra Mundial no había finalizado. Por eso tenemos que aferrarnos a varios conceptos para construir la casa sobre la roca (la cual es Cristo) y sostenernos en esos tiempos oscuros, sean breves, largos o de por vida. Y para eso vuelvo al relato del naufragio de Pablo y lo que aconteció a posteriori:

1. Se puso en pie en medio de la embarcación y dijo: “Esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna isla” (Hch. 17:23-26). Y así fue. La voluntad de Dios se cumplió a pesar de que naufragaron. En nosotros acontecerá de la misma manera: aunque naufraguemos en multitud de ocasiones, vivamos más o menos, sea cual sea nuestra salud, nuestra economía, pasemos por más o menos sufrimientos, descansemos en saber que la voluntad perfecta de Dios para nuestra vida se cumplirá y que llegaremos a la tierra celestial con cuerpos glorificados. En Él confiamos.  

2. En aquella época no existía la brújula ni el sextante, por lo que ante la oscuridad y las nubes que ocultaban el sol y las estrellas no tenían manera de saber dónde estaban. Gracias a Dios, nosotros sí tenemos una LAMPARA que nos guía, nos trae consuelo y esperanza en el desfallecimiento, aun en medio de la peor tormenta: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; Aunque bramen y se turben sus aguas, y tiembles los montes a causa del mar” (Sal. 46:1-3).

3. Me resulta muy llamativo que los nativos de la isla, sin conocerlos de nada, trataran a los náufragos cordialmente con todo tipo de atenciones, e incluso los invitaran a acercarse a una fogata que encendieron a causa del frío (cf. Hch. 28:2). Esto me recuerda que el Señor no nos ha dejado solos y que hay otros que están dispuestos a compartir la vida con nosotros, tanto las alegrías como las cargas. Puede que pocos, incluso contados con los dedos de una mano. Pero es suficiente. A veces seremos nosotros los que nos tengamos que acercar a ellos y en otras ocasiones serán ellos los que tendrán que hacerlo. No podemos enclaustrarnos, que es lo que solemos hacer cuando el dolor se hace presente. Cada uno tendrá que poner su granito de arena para ser de bendición y aportar una pequeña llama. 

Pase lo que pase, venga lo que venga, prosigamos “a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). El Señor prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt. 28:21). Que al final del camino (que es el comienzo de uno completamente nuevo), a pesar de haber sido revolcados por multitud de olas, podamos decir como Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Ti. 4:7).





viernes, 16 de enero de 2015

Frustrado


Como un fantasma que se pasea cada noche en un lúgubre castillo arrastrando sus pesadas cadenas, así reaparece cada cierto tiempo en mí el sentimiento de frustración. Me embarga de tal manera que por momentos me desalienta por completo. Me roba el sueño y se apodera de mis pensamientos. Y ahora estoy pasando por una de esas etapas. El origen de tal emoción me resulta fácil de describir. Para que lo entiendas, te haré una sencilla pregunta para que ejercites un poco la empatía hacia mí: ¿Cómo te sentirías si tu profesor de Matemáticas comenzara a enseñar que 2 x 2 = 5, y toda la clase le creyera? Dependiendo del carácter de cada persona, algunos se callarían para no meterse en problemas. Otros levantarían la mano, protestarían y dejarían al descubierto la mentira. Ahí cabrían dos opciones: el maestro se bajaría del burro y rectificaría o, por el contrario, se empecinaría en su idea. Si se diera el segundo caso, el resto de los alumnos comenzarían a mirar con recelo al que se atrevió a contradecir al “pedagogo”. Finalmente, harto y abrumado, el jovencito se levantaría para marcharse y no volver más, ante el jolgorio de los presentes.
Para alegría o desgracia personal, soy de los que no puede callar ante el error. Por eso he escrito dos libros y tengo otros esperando ser publicados, aparte de los diversos artículos que publico en este blog, aunque eso me suponga tener una mala imagen ante personas que me estigmatizan. Mi problema, y ahí está la raíz de mi frustración, es que sigo pecando de ingenuo al creer que tengo el “poder” de cambiar las ideas de las personas. Sigo pensando que cuando les demuestre que sus argumentos cojean sin remedio, modificarán su manera de pensar. Y no, no tengo esa potestad. Es más: nadie la tiene. Pero no termino de aprender y no paro de chocarme contra muros de hormigón.  
Como cristiano, me ilusiono al mostrar ciertas verdades ante otros creyentes, esperando que así rectifiquen si están errados. No lo hago con el ánimo de jactarme o porque me considere superior. A mis amigos ya no tengo nada que demostrarles al respecto porque saben mis intenciones y cómo soy realmente. Y los que me consideran enemigo, nada de lo que haga o diga les hará cambiar de opinión, así que no me esfuerzo en intentarlo ya que siempre señalarán mis errores y defectos. Si escribo y confronto es porque, como dijo Jesús, conocer la verdad nos hace libres (cf. Jn. 8:32). Y a medida que se profundiza más y más en las evidencias, mayor es la libertad. Es como respirar aire puro del campo y sin contaminación. Esa es la libertad que no me canso en dar a conocer.

Muros contra los que no tengo poder
Como he comentado líneas atrás, hay asuntos (muros) con los que me topo continuamente, concretamente dentro de las dos ramas principales del cristianismo: la católica romana y la protestante. Por un lado, la católica: si sus seguidores quieren aceptar la interpretación que hace el Magisterio, ¿quién soy yo para cambiarles? Si quieren rezar por los difuntos y por las almas del purgatorio, que recen. Si quieren creer que el Papa es el representante de Cristo en la tierra, que lo crean. Si creen que los “santos” son aquellos que han hecho varios milagros, que los declaren como tales. Si quieren llenar sus templos de imágenes, que los llenen. Si quieren confesar sus pecados ante los curas, que los confiesen. Si no quieren que los sacerdotes se casen, que continúen como hasta ahora. Si aceptan que María es mediadora ante Dios, que sigan aceptándolo. Si quieren bautizar a los niños, que los bauticen. 
La otra rama, la conocida como “Protestante”: dentro de amplios sectores de la llamada “iglesia evangélica” (gracias a Dios, no toda), se han infiltrado en los últimos cincuenta años tantas herejías, legalismos y praxis eclesiales deformadas que para encontrar al Cristo del Nuevo Testamento hay que hacer malabares. Si miles de personas quieren creer en la terrible “Teología de la prosperidad”, yo no puedo impedirlo. Si quieren pactar, proclamar y decretar bendiciones, que lo hagan. Si quieren cambiarse el nombre porque creen que el original tiene una maldición, que se lo cambien. Si quieren culpar a los espíritus de sus propios pecados, que los culpen. Si quieren atar y reprender al demonio, que aten y reprendan todo lo que quieran. Si quieren obedecer a los pastores que llaman “los ungidos de Jehová” o “apóstoles”, que los obedezcan sin rodeos. Si quieren creer que juzgar los errores es pecado, que lo crean. Si arminianos y calvinistas se llaman unos a otros falsos maestros, que sigan haciéndolo. Si quieren seguir llamando “iglesia” y poniéndole nombre al lugar donde se reúnen, que sigan así. Si quieren diezmar, que diezmen. Si quieren valorar la espiritualidad de los creyentes por la asistencía a las reuniones y demás actividades, que sigan evaluándose de la misma manera. Si quieren que sus vidas giren en torno a las cuatro paredes del local, que sigan girando. Si quieren beber gasolina “ungida”, que la beban. Si quieren hacer cultos especiales para echar a los espíritus malignos que habitan en los mismos cristianos, que hagan todos los rituales que quieran. Si quieren seguir admirando a los Benny Hinn, Joyce Meyer, Cash Luna, Joel Osteen y compañia, que los admiren.
Tanto católicos y protestantes, si quieren creer todas esas mentiras, que las sigan creyendo. Y no lo digo con acritud, sino con sosiego. La culpa es mía por creer que van a cambiar así como así. Tengo presente las palabras de Judas sobre las falsas doctrinas: “A algunos que dudan, convencedlos” (Jud. 1:22). Pero yo no puedo convencer a nadie que no quiere oír, y menos cuando ni siquiera se plantea la posibilidad de que puede estar equivocado. Todo esto no quita que me llene de tristeza. Salvando las distancias y sin ninguna intención de compararme, puedo entender las lágrimas que Jesús derramó por Jerusalén: !!Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! !!Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23:37).
Si algo he comprobado día tras día en estos últimos quince años es que nadie cambia de opinión porque otros intenten que lo haga, aunque los argumentos que se le presenten sean irrebatibles. Siempre encontrará la manera de defender o justificar lo que cree. Por ejemplo, le puedo mostrar que en ningún lugar de la Biblia indica que Pablo se cayó de un caballo, pero si quiere creerlo no voy a obligarle a puñetazos a que modifique su idea. Y si en algo sin importancia muestra esta actitud, cuánto más en temas importantes. Los seres humanos somos así: nos cuesta la misma vida reconocer que podemos estar equivocados. A muchos les da pánico. Aceptar el error hiere el orgullo propio. Y eso duele. Por eso me he dado cuenta de que, en la mayoría de las ocasiones, la única manera de que un cristiano rectifique es que pase por una mala experiencia y Dios la use para abrirle los ojos.

La parte que me toca
¿La verdad? Estoy cansado de ser el niño que levanta la mano para decirle al “profe” que, por favor, lea nuevamente el libro de cálculo para que compruebe la tabla de multiplicar. Estoy aburrido de pedirle a esos alumnos que lean por sí mismos antes de dar por hecho lo que otros les enseñan. Estoy apesadumbrado de ver a tantos creyentes genuinos desilusionados y desencantados por el cristianismo que les han vendido. Estoy fatigado de ver que no hay verdadero crecimiento en la Iglesia (porque la multiplicación no es sinónimo de desarrollo), aunque los números y las masas se vendan como “avivamientos”. Estoy hastiado de las barbaridades que se dicen y se hacen “en el nombre de Dios”. Estoy roto por las falsas conversiones y la doble ética. No es negatividad por mi parte, sino una bofetada de realidad. Ante todo lo que he expresado, lo fácil es caer en la amargura. Y he tenido que poner medidas para que no me ocurra.
Nada de esto significa que me vaya a detener o a callar. Tarde o temprano, volveré a sentirme como ahora. Olvidaré nuevamente mi incapacidad de lograr que cambien aquellos que no quieren hacerlo y caeré otra vez en la frustración. ¿El lado positivo? Que termina por redundar para bien en mi alma. Es como una descarga de electricidad que me reactiva. Mi celo por la verdad aumenta cada vez que me sucede. Aún así, tengo que apropiarme en su totalidad de las palabras de Pablo: Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Co. 3:6-7). La obra no es mía, sino de Dios.
No creo en los grandes cambios de grupos ni colectivos, porque las estructuras son iguales en todas las partes del mundo y resultan intocables. Pero sí creo en las transformaciones individuales. He visto ambas actitudes una y otra vez. Creo que sigue existiendo un remanente noble que quiere aprender, que no se conforma y que escudriña las Escrituras como los de Berea (cf. Hch. 17:11). Creo que quedan hombres como David, que cuando son confrontados por algún Natán reconocen sus errores (cf. 2 S. 12). Creo que quedan mujeres como María, que guardan las palabras de Dios en el corazón (cf. Lc. 2:19). Creo que hay hermanos fieles como lo había en Colosas (cf. Col. 1:2). Creo que aún quedan personas como el etíope eunuco que buscan a Dios y aceptan su mensaje de salvación tras comprenderlo y sin poner excusas (cf. Hch. 8:26-39). Creo que quedan verdaderos cristianos que no doblan su rodilla ante el pecado que se ha infiltrado en la Iglesia, junto al humanismo y el hedonismo imperante de esta sociedad (cf. 1 R. 19:18). Creo que hay personas que entienden que la verdadera Iglesia no es el lugar donde asisten ni que pertenecen a ella por haber sido bautizados, sino que solo la conforman aquellos que han sido redimidos por el sacrificio expiatorio de Cristo que pagó por nuestros pecados (cf. Ro. 4:25).
A todos ellos les seguiré dedicando mi esfuerzo porque merece la pena. Es el ejemplo que encuentro en Jesús, aunque en ocasiones me pueda sentir “frustrado”.