lunes, 30 de noviembre de 2020

4. No compares a tus hijos: se mueren por tu amor y respeto

 


Venimos de aquí: Que se les escuche y se les corrija: lo que necesitan los jóvenes (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/32-que-se-les-escuche-y-se-les-corrija.html).

Los hijos...

No quieren ser comparados
No hay que hacer comparaciones con los hijos de otras parejas o con sus propios hermanos: “Mira qué ordenado tiene su cuarto y mira el tuyo”, “mira como él se lo come todo y tú eres el más delicado del mundo”. La realidad es todo esto les hiere en grado sumo porque los avergüenza ante todos y los deja en evidencia. Eso no es educar; es provocar una herida: “Un error muy común es la comparación con otros. Que tonto eres hijo, mira a fulano qué listo es. Esto provocará la rivalidad, la envidia y el odio hacia sí mismo, hacia el padre y la persona con quien se le compara. Las comparaciones deforman la identidad personal. Somos personas individuales, únicas e irrepetibles, no soldaditos de plomo”[1].
Si como adultos no nos gusta que hagan eso con nosotros, cuánto más a un joven. Se sienten humillados, marcados y descalificados, lo que les lleva a desconfiar de sus padres. Si ya de por sí les cuesta tener una sana estima propia, esto lo empeora: “En otras ocasiones el mensaje es muy sutil: ´¿por qué no obtuviste mejores calificaciones? A tu hermano siempre le iba bien`. ´¿Por qué sales con ese individuo? No sirve para nada`. Algunos conocemos las miradas de nuestros padres, las muecas de desagrado, el encogerse de hombros, el señalar con el índice, el tono de voz o el suspiro de resignación. Todos estos mensajes son violentos. Son el resultado de una ira indebida que se expresa mal y cuya intención no es la crítica constructiva o la disciplina. Son mensajes violentos porque provocan heridas duraderas y perniciosas en las víctimas”[2].
En la Biblia vemos un claro ejemplo de los efectos perniciosos que puede llevar que un padre se comporte de manera diferente con sus hijos. Es el caso de Jacob, quien cometió un grave error. Dice la Palabra: “Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque lo había tenido en su vejez; y le hizo una túnica de diversos colores. Y viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente” (Gn. 37:3-4). Puede ser razonable que le tuviera un cariño especial a José por haber nacido “fuera de tiempo” y de forma inesperada. Además, fue engendrado por Raquel –el verdadero amor de Jacob, por encima de Lea, su primera esposa y que fue impuesta-, que fue estéril hasta que Dios revirtió la situación. Pero de ahí a amarlo más que a todos sus hijos... Nada lo justifica.
Ponte en la piel de ellos y pregúntate cómo te sentirías. Seguro que muy mal. Como ser humano –aunque no comparta dichos sentimientos- comprendo que el resto de sus hermanos no le tuvieran mucha simpatía a José, e incluso celos. El origen de los mismos partió de la actitud errada del padre. Aunque Dios tenía un plan mayor, sabemos en primera instancia lo que hicieron los hermanos de José: quisieron matarlo y finalmente lo vendieron como esclavo. No los defiendo ni mucho menos; solo señalo de dónde partió todo: del error de un padre.
Que un padre pueda apreciar de forma distinta a dos hijos propios es comprensible, igual que nos podemos sentir más cercanos a un hermano o a un amigo que a otro porque compartimos forma de ser, valores, gustos, etc. Pero es cruel que haya diferencias en la actitud ante un hijo y otro. No puede haber tratos de favor para uno y todo lo contrario para el otro. Es injusto ser “paciente-impaciente”, “perdonar todo-no pasar ni una”; “justificar los errores-acusarlo por todo”, dependiendo del hijo.
Por eso la actitud que tuvieron Isaac y su esposa Rebeca con sus hijos resulta condenable: “Y crecieron los niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas. Y amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob” (Gn. 25:27-28). El mal ejemplo de los padres –al amar más a un hijo que a otro- provocó que incluso Jacob (el hermano pequeño) hiciera lo que ningún hijo se hubiera atrevido a plantear: embaucar a su hermano para que éste le vendiera los derechos de primogenitura, y todo por un mísero plato de lentejas. Incluso su madre conspiró con él para engañar a su padre y lograr la bendición que le correspondía a Esaú (cf. Gn. 27). ¿Cuáles fueron las consecuencias entre ambos hermanos? Y aborreció Esaú a Jacob por la bendición con que su padre le había bendecido, y dijo en su corazón: Llegarán los días del luto de mi padre, y yo mataré a mi hermano Jacob” (Gn. 27:41). Los celos, las envidias, el odio, las malas actitudes y los engaños entre hermanos tuvieron su origen en el favoritismo y en la diferencia de trato y sentimiento de cada padre hacia sus hijos. Es un caso que lamentablemente se repite una y otra vez, y cuya lección deberían aprender los padres para no cometer tales errores.

Respeto
El adolescente tiene que tener la seguridad de que no se van a burlar de sus palabras y sus sentimientos. Cuando se produce algún tipo de menosprecio (con risas, comentarios sarcásticos o malas caras), el joven tenderá a encerrarse. Nadie en su sano juicio hablaría si sabe que se van a reír de él y no lo van a tomar en serio: “Nuestras palabras forman imágenes y construyen el pensamiento (cf. Pr. 23:7). A menudo usamos palabras fabricadas que repetimos a nuestros hijos de manera mecánica sin darnos cuenta del daño que producen. Por ejemplo: este niño es muy malo. Esta expresión le afirmará más aun en la maldad. El niño acabará respondiendo a lo que se dice de él: eres un inútil y lo serás toda la vida. Esto es como una profecía que pesará como una losa en su alma”[3].
Cuando los padres se quejan de que el hijo apenas les cuenta nada de sí mismo, deberían analizar si buena parte de la culpa es más de los progenitores que del chico, por la actitud previa que han mostrado hacia él de forma reiterativa. Es completamente imposible que el adolescente esté cómodo y relajado con sus padres cuando éstos se dirigen a él exclusivamente para desaprobarle. A los jóvenes les pesa como una losa esas miradas que les dedican, hasta el punto de que no pueden ni mantener el contacto visual, por lo que evitan mirar a los ojos directamente.
Por ejemplo, una desconsideración que tienen que evitar es hablar en términos negativos de él en presencia de amigos propios o de los suyos y de familiares –con una especie de actitud despistada como si él no estuviera presente y no les oyera-, y sacar un listado de todas aquellas cosas que no hace bien o en las que ha errado. Deberían ser momentos para reafirmarlo y mostrar cuán orgulloso se sienten de él por diversos aspectos de su personalidad.
También hay que huir de gastarles bromas a costa suya si no les agradan. Cuando somos adultos resulta muy sencillo reírse de uno mismo y no tomarse tan en serio, pero de joven no resulta así, y las burlas pueden herir y marcar profundamente.

Distintas muestras de amor
Instintivamente, los padres piensan que amar a su hijo es todo aquello que citamos en capítulos anteriores: prepararles la comida, comprarles ropa, llevarles en el coche al instituto, darles dinero, etc. Y en el cuidado que tienen de ellos, estos elementos son una parte, pero ni mucho menos debe ser el todo. El amor se demuestra de muchas maneras, pero no se compra regalándole la nueva PlayStation ni con 200 euros para que se vaya de compras con los amigos o de viaje de fin de curso. Eso, por sí solo, es malcriarlo. Abarca, principalmente y por encima de todo, lo que hemos visto en este capítulo y en los anteriores: valoración, comprensión, ser escuchados y respeto.
A esto tendríamos que añadir un apunte más: las muestras físicas de afecto. Durante la infancia hay multitud de carantoñas, besitos, abrazos, miradas cómplices y de alegría. Por alguna razón, poco a poco todo esto va desapareciendo hasta convertirse en un lejano recuerdo. Y claro, si después de muchos años los padres abrazan a sus hijos adolescentes, éstos se sentirán violentos e incómodos. Antes de que esto ocurra y sea demasiado tarde, ¡no dejes nunca de abrazar! ¡No dejes nunca de besar! ¡Míralos con ternura cuando quieras mostrarle tu afecto! ¡Pon tus manos sobre las suyas! ¡Reconforta con tus brazos apoyándolos en sus hombros! Puede que esto se vea como algo extraño en este mundo –para algunas cosas tan formal y para otras tan informal-, pero, si no lo haces, se lanzará sobre el primero que se lo ofrezca. Como acertadamente apunta Virgilio Zaballos: “Abrazar a nuestros hijos y manifestarles cariño y afecto les evitará tener una carencia que buscarán llenarla de otra forma y en otros lugares”[4].
Por la edad en la que se encuentra, casi con total seguridad, no le gustará que lo hagas en público. Pero ahí tienes tu casa. Algunos adolescentes dirán que ya no son niños para que sus padres les besen cuando se levantan por la mañana o antes de acostarse, pero, en el fondo, se mueren de ganas por recibir distintas muestras físicas de afecto. Hay hijos que guardan buenos recuerdos de que cuando estuvieron enfermos. Algo contradictorio, ¿verdad? Pero si lo afirman es porque confiesan que las únicas veces en que sus padres les tocaban era cuando les ponían la mano en la frente para comprobar si tenían fiebre. Esa es la razón que lleva a algunos adolescentes a fingir enfermedades leves como dolor de cabeza, mareos, problemas estomacales, etc. Es la manera que tienen de llamar la atención de sus padres para sentir amor de esta manera tan concreta. 
Recuerda el segundo gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mr. 12:31). Junto a tu cónyuge, tu hijo es tu prójimo más cercano y al primero al que debes amar: “Jugad con vuestros hijos, divertíos con ellos, alegraos de tenerlos cerca. No digáis que son una carga. Decidle con frecuencia que les queréis. Son cosas que no basta con sentirlas”[5].

Continuará en: Tu hijo necesita que hables con él de todo(https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/04/51-tu-hijo-necesita-que-hables-con-el.html).


[1] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 54.
[2] Vallejo-Nágera, Alejandra. Hijos de padres separados. Temas de hoy. Pág. 99.
[3] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 54.
[4] Ibid. Pág. 61.
[5] Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo digas a mis padres. Ariel. Pág. 201.

lunes, 23 de noviembre de 2020

3.2. Que se les escuche y se les corrija: lo que necesitan los jóvenes

 

(No, así no)

Venimos de aquí: Los jóvenes y los adolescentes piden que sus padres les valoren y les comprendan (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/31-los-jovenes-y-los-adolescentes-piden.html).

Ser escuchados
Escuchar va implícitamente unido a la “comprensión”. Lo que muchos padres entienden por escuchar es: “Me parece muy bien, pero la decisión está tomada”. Es decir, de antemano ya está todo dictado. El adolescente no es realmente oído y le resulta por su parte una pérdida de tiempo expresar sus pensamientos.
Escuchar es prestar verdadera atención a los argumentos de la otra persona. Es la primera parte de dialogar. Si no existe lo primero, automáticamente se descalifica como dialogo. La exhortación de Santiago es genérica y no excluye a los padres respecto a su relación con sus hijos: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” (Stg. 1:19).
Por eso, un gran consejo para los padres: “No deje el televisor encendido mientras comen o cenan. Son momentos únicos en los que todos los miembros de la familia están juntos, y por tanto, ideales para intercambiar información, comentarios, bromas, etc. Si la televisión está encendida, el diálogo es inexistente”[1].
Hablar es dialogar, no situarse tras el púlpito hogareño para sermonear y convertirlo en un monólogo que se concluye con un “¿amén?” y otro par de gritos por si no ha quedado claro, mientras que el joven escucha, calla y obedece sin derecho a opinar.
Lamentablemente, he visto a hijos –buenos hijos- llenos de buenas intenciones y mejores palabras, señalarle a alguno de los padres un error que les afectaba personalmente y que le hería, y éstos recibirlo con ira. Llenos de sarcasmo, el padre o la madre decían gritando a los cuatro vientos: “¡Qué bien! ¡Siempre lo hago mal! ¡Siempre soy el malo! ¡Y quién te crees que eres tú, don perfecto, para decirme nada!”. Por el contrario, está más que comprobado que si al hijo se le ocurre responder a sus padres de la misma manera ante la corrección recibida, será acusado de maleducado y sinvergüenza, aparte de que estará un mes sin salir y tres meses sin paga.
¿Qué ocurre cuando somos adultos y nos corrige una persona que es un mal oyente, que es duro, verbalmente agresivo y de mirada intimidatoria? Que no le hacemos ningún caso, aunque lleve toda la razón, o al menos parte de ella. Pero si alguien, que se ha ganado nuestro corazón con su amabilidad, con sus buenas intenciones, con su nobleza e integridad, nos expresa los mismos argumentos, aunque nos duela oírlos, lo escucharemos atentamente y le haremos caso si está en lo correcto. Con los hijos respecto a sus padres sucede exactamente igual. Si los padres son del primer tipo, seguramente el adolescente tomará dos caminos:

- Seguirá haciéndolo mal, enrabietado por la mala actitud que tienen con él.
- Dejará de hacerlo mal delante de sus padres, pero seguirá igual a sus espaldas, simplemente para no escucharlos más.
Por el contrario, si los padres se han ganado el cariño del hijo y éste sabe que las  palabras de sus progenitores no son de condenación sino de verdadero interés por su crecimiento personal, y llenas de amor –aunque sean duras en su contenido-, cambiará por convencimiento y no por obligación.

Corrección
Nada de esto quita la realidad: los padres tienen que ser firmes a la hora de educar en valores, en el establecimiento de normas y límites, y decirles “no” a sus hijos cuando toca. Pero muchos también tienen que revisar la forma de llevarlo a cabo. Lo uno no quita lo otro: “Si se ha de castigar, debe quedar claro que se castiga una conducta determinada, nunca a la persona. No se trata de ´fastidiar` al hijo, sino de ejercer de padres. Cuando imponemos un castigo, podríamos decirle a nuestro/a hijo/a: ´Te quiero mucho, pero lo que has hecho no está bien`, sería una forma de que entendiera que no estamos actuando contra él o ella, sino contra lo que ha hecho. Esto implica “avisar sobre las posibles sanciones o premios. En ciertos casos se pueden llegar a pactar. Si nuestro/a hijo/a sabe que se quedará sin salir mañana si hoy llega tarde, no sólo es más fácil que llegue puntual, sino que aceptará el castigo sin falta de una discusión innecesaria”[2].
Por supuesto que hay que indicarles qué tienen que cambiar y qué están haciendo mal, porque si solo se les muestra sus virtudes y nunca sus defectos ni errores terminarán viviendo en un mundo irreal de autocomplacencia donde se creerán su perfección, convirtiéndose en pequeños monstruitos altivos y narcisistas. Como bien explica Virgilio Zaballos, cuando hay que corregir hay que hacerlo claramente, puesto que “si no corregimos a tiempo esos desajustes, y nos dejamos llevar solo por la idea de hablar y hablar y volver a hablar, dedicando demasiado tiempo a una infinidad de explicaciones que nunca comprenderán porque está en la esencia que nos separa (hay cosas que un hijo no comprende, aunque estés un día entero dando explicaciones, lo comprenderán más adelante), nunca sabrán que hay un rol distinto entre padres e hijos. No hablo de autoritarismo, cerrando toda discusión con ´aquí se hace lo que mando yo`; no es eso. Hay que explicar, persuadir y convencer, pero si no se llega a un acuerdo, debe prevalecer el principio de autoridad en amor. Nunca debemos demorarnos en resolver los desafíos porque no se disuelven solos, se acumulan. Fallar en esto por cobardía, comodidad o permisividad nos puede llevar a sorpresas desagradables y la incomprensión de no saber cómo se han gestado, aunque seamos actores pasivos de ellas”[3].
Ya vimos en el aspecto anterior que los jóvenes tienen que ser escuchados. Ahora bien, “los padres no tienen por qué doblegarse y ceder en el límite impuesto, pero, sin duda, deben escuchar. Si el argumento del adolescente es razonable, sereno y válido, los padres pueden considerarlo, dialogar sobre él y actuar en consecuencia. Si por el contrario el joven insiste en embestir a capricho contra la norma, solo conviene escucharle hasta cierto punto y en un determinado momento hay que dar por zanjada la cuestión. [...] Los especialistas ofrecen una receta infalible: mientras el hijo viva con sus padres, aunque discuta o se ponga muy incómodo, no debe salirse con la suya. Fácil decirlo y complicado hacerlo, porque no explican dónde entra el tacto en tan loable propósito. La clave del éxito se halla en guiar al hijo sin que lo note, exigirle sin que se sienta explotado, educarle sin ataques”[4].
Sabemos lo que pasó con los hijos de Elí porque éste no supo disciplinarlos convenientemente (cf. S. 2:12-4:22): “Eran impíos, y no tenían conocimiento del Señor.  Su pecado era en que siendo los hijos del sumo sacerdote, aprovechaban su condición de privilegio para sacar beneficio propio. Se estaban enriqueciendo y lucrando de manera impía, por el mal uso de su posición como hijos del sacerdote Elí, y usando la piedad como fuente de ganancia. Todo ello mostraba su ignorancia en el conocimiento de Dios, vivían sin temor de Dios, y provocaban el menosprecio de los hombres hacia las ofrendas. Estaban deshonrando a su padre y por supuesto al Dios de Israel ante el pueblo. Esta actitud fue muy desagradable a los ojos de Dios, que decidió desecharlos del sacerdocio y escoger a Samuel. Además, se beneficiaban de su situación ejerciendo dominio sobre las mujeres que acudían al lugar del sacrificio y conseguían favores sexuales, acostándose con ellas. Hacían pecar al pueblo de Dios con su mal ejemplo. En todo esto, el padre los corrigió levemente, era consciente de su mal ejemplo y las consecuencias nefastas que acarrearía sobre ellos mismos y el pueblo del Señor. Pero no fue lo suficientemente firme para poner fin al pecado de sus hijos; por eso Dios le reprendió. Es muy importante entender que Dios pidió responsabilidad al padre del comportamiento de los hijos. No fue suficiente saber que eran mayores de edad. Eli tenía la obligación de corregir lo deficiente de sus hijos y mantener el sacerdocio limpio de iniquidad. La ligera corrección de Elí a sus hijos no fue suficiente para Dios, especialmente porque su conducta no cambió, y Elí permitió que se mantuviera la iniquidad. A veces los padres nos excusamos con el argumento de que ya le hemos dicho a nuestros hijos que no hagan lo que sabemos está mal; pero no es suficiente decirlo. La corrección tiene que alcanzar a un cambio de actitud. A menudo decimos a nuestros hijos cuando son pequeños que dejen de hacer alguna cosa, pero lo hacemos de tal forma, sin convicción, que ellos mismos captan nuestra falta de firmeza y no tienen suficiente fortaleza para mover su voluntad. Podemos acostumbrarnos a repetirles palabras sin que supervisemos su obediencia, que acabamos creyendo que por haberlo dicho es suficiente y nuestra conciencia se calma. Pero eso no es suficiente, hay que esperar que nuestras palabras tengan consecuencias y sean obedecidas; de lo contrario estamos hablando al aire y enviamos un mensaje a nuestros hijos de que hablamos por hablar, echamos la bronca y ya está. Con esto adquieren la costumbre de esperar a que sus padres olviden el asunto para seguir haciendo lo mismo. Este engaño también opera en nosotros mismos como padres; nos hace creer que estamos haciendo lo que debemos, pero no recibimos ningún resultado. [...] ¿Cuántas familias están rotas hoy porque sus hijos no han sido estorbados por sus padres en el momento oportuno? Han sido flojos, indiferentes o permisivos en la educación; los han dejado en manos de la televisión, los colegios, los amigos, y cuando han reaccionado estaban metidos en droga, alcohol, en una vida sexual promiscua y los padres sin saberlo. Despertar de este sueño es algo terrible. Claro que en ocasiones hacemos todo lo posible para proteger a nuestros hijos y ejercemos un control tan hechicero que provocamos el efecto contrario: se sienten tan oprimidos que están deseando alejarse de nuestro control y desenfrenarse como efecto pendular a nuestra represión contraproducente. Todos los extremos son perjudiciales. No es fácil encontrar el camino equilibrado en esta responsabilidad, pero nunca debemos soltar a nuestros hijos de tal manera que queden a merced de las corrientes de este siglo. Debemos estar cerca sin agobios, supervisarles y atender a las señales de sus estados de ánimo; sin oprimirles ni mantener una actitud de desconfianza continua. Y cuando sabemos que es la hora de pararles frente a nosotros y confrontarles con sus errores, hacerlo con la firmeza y ternura necesarias hasta conseguir los resultados deseables. En estos tiempos no podemos estar ausentes, ni ser pasivos, ni flojos, ni cobardes, especialmente si es el tiempo de la adolescencia. Necesitarán nuestro apoyo, que les oigamos, que sientan que estamos con ellos y que les amamos a pesar de las restricciones que debamos aplicar. Nunca son medidas populares en su origen, pero a la larga darán fruto de justicia: ´Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados` (He. 12:11)[5].
La historia de los hijos de Elí –y las que vemos en el día a día o conocemos personalmente- nos muestran la sublime importancia de corregir a los hijos. ¡Cuántos hijos han avergonzado a sus padres porque previamente no fueron reprendidos!: “La vara y la corrección dan sabiduría; Mas el muchacho consentido avergonzará a su madre” (Pr. 29:15).
Corrige a tu hijo siempre que tengas que hacerlo y te dará descanso, y dará alegría a tu alma” (Pr. 29:17), pero recuerda que “el corazón del justo piensa para responder” (Pr. 15:28). Cuando cometa una mala acción, piensa bien qué vas a decirle y cómo. El propósito es que aprenda, no que lo humillen. La manera en que hables marcará la diferencia entre un hijo emocionalmente sano y maduro a un hijo que no lo será.

Continuará en: No compares a tus hijos: se mueren por tu amor y respeto. https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/4-no-compares-tus-hijos-se-mueren-por.html


[1] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág. 240.
[2] Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo digas a mis padres. Ariel. Pág. 140.
[3] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 60.
[4] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág. 63, 97.
[5] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 42-45.

lunes, 9 de noviembre de 2020

3.1. Los jóvenes y los adolescentes piden que sus padres les valoren y les comprendan

 


Venimos de aquí: Jóvenes y adolescentes que viven con sus padres pero se sienten huérfanos (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/10/2-jovenes-y-adolescentes-que-viven-con.html).

La base de las siguientes líneas se basan en lo que vimos en el capítulo anterior y en estas palabras de Bernabé Tierno: “Una de las causas de frustración juvenil es la frustración por insatisfacción de necesidades básicas –de afecto y estima, de seguridad y aceptación- que se colman durante los años de la infancia o dejan un vacío para toda la vida”[1].
Aunque añadiré algunos puntos y lo expresaré con otras palabras, lo que necesita un hijo es lo mismo que señala Virgilio Zaballos: “Podemos resumir en tres apartados la responsabilidad de los padres sobre los hijos: enseñar o instruir. Los padres deben instruir al niño desde la niñez (Pr. 22:6). Disciplinar. Los padres deben corregir a los hijos, no los hijos a los padres, para que crezcan seguros y protegidos. La disciplina debe ser aplicada en amor, nunca como violencia. Y amar: tanto la enseñanza como la disciplina tiene que tener su punto de partida en el amor. La firmeza y la ternura deben actuar juntas”[2].
De igual manera que no deberían casarse personas inmaduras, no deberían tener hijos aquellos cristianos (hombres y mujeres) que no tienen asentados y formados sus valores morales ni son capaces de ofrecer a sus hijos lo que necesitan. Si, a pesar de esto, contraen matrimonio –como suele acontecer en demasiadas ocasiones-, no podrán educarlos ni instruirlos en el camino de Dios (cf. Pr. 22:6).
Es cierto que en las últimas décadas la sociedad se ha transformado de tal manera que los padres del presente se enfrentan a situaciones que ellos no tuvieron que afrontar en su día. Esto dificulta sobremanera su tarea. Pero también es palpable que, al igual que los casados olvidan cómo se sentían cuando eran solteros y tratan a estos de la misma manera que no les gustaba que les trataran a ellos mismos, los padres olvidan cómo eran, cómo pensaban y cómo sentían cuando eran adolescentes.
Los padres deberían conocer la esencia profunda de sus hijos, y estos deberían poder mostrarla y expresarla ante ellos con total naturalidad. La realidad es que sucede todo lo contrario: los padres no conocen la parte mas profundo de sus hijos –lo cual es muy triste-, a pesar de que viven con ellos, y estos no la muestran porque han aprendido que hacerlo es sinónimo de rechazo, incomprensión y desvalorización. Esto les lleva a crear una jaula emocional en la que solo dejan entrar a los amigos más cercanos.
Tanto si sus vidas cuando eran pequeños eran mejores o peores, no deben compararse con lo que ellos como hijos tuvieron o no tuvieron. Si un padre fue infeliz o tuvo serias carencias emocionales en el pasado, no tiene que reprochárselo a sus hijos, puesto que ni habían nacido ni son responsables de lo que sus abuelos hicieron. Lo que tiene que hacer dicho padre es aprender para no cometer los errores que cometieron con él y darle a sus hijos lo que merecen y necesitan.
Para esto, hay que ir al fondo del asunto. Si eres padre, lo primero que tienes que hacer es empatizar con los deseos que citamos en la primera parte de este escrito y que tienen los adolescentes –y, en general, todos los seres humanos a cualquier edad-, para ver qué tienes que cambiar. Puede que tus hijos aún sean pequeños o ya sean adolescentes, pero tanto para lo uno como para lo otro te servirá. Los primeros para prepararse ante lo que viene y saber cómo actuar, y los segundos para ver qué tienen que mejorar y cambiar.

Valoración y palabras positivas
No sé si esto ya lo he contado en alguna ocasión, pero recuerdo que, cuando tenía 16 años, un profesor, que jamás había hablado antes conmigo ni me conocía de nada, por el simple hecho de confundirme en un elemento de la tabla periódica, me dijo en voz alta ante toda la clase: “Tú no vales”. Si los sentimientos se pudieran expresar visiblemente como si fueran la viñeta de un cómic, lo que se hubiera reflejado en el instante en que dichas palabras llegaron a mis oídos era un dragón llorando y a la vez vomitando fuego hasta convertir en cenizas a ese maestro carente de empatía. Ese es el poder que tienen las palabras: pueden llevarnos a sentir lo peor de nosotros y de nuestra naturaleza.
Algo parecido a lo descrito es lo que hacen muchos padres con sus hijos. Tienen una feísima costumbre que consiste en dedicar diez minutos de forma íntegra a lanzar decenas de palabras contra el hijo cuando este se equivoca o hace algo mal, y menos de un minuto a felicitarlo cuando acierta o lo hace bien, ni a mostrarse amables con ellos: “Con el tiempo se crea un abismo emocional entre padres e hijos: poco afecto, pero mucha crítica y fricción”[3].
En otras ocasiones se les castiga con el silencio, no dirigiéndoles la palabra. Todo esto desmoraliza a muchos jóvenes y los desmotiva. Sienten que, hagan lo que hagan, sus padres nunca están contentos y que los miden en función de sus errores y defectos.
“Frases como ´si suspendes no vas a ser nada en la vida`, ´si no estudias, no sales de casa`, ´no vas a aprobar`, ´mejor ni lo intentes`, ´esto no se te da bien` han sonado, al menos, una vez en la vida de cualquier estudiante en nuestro país. ¿Qué consecuencias tiene utilizar este tipo de expresiones cuando nos dirigimos a los menores?”[4].
Como nos explica en una entrevista Luis Castellanos –autor del libro Educar en lenguaje positivo- y que debería hacer reflexionar a todos los padres: “Que el pensamiento moldea el cerebro está demostrado científicamente, con estudios que analizan cómo una mala palabra disminuye la capacidad cognitiva del sujeto. Hasta ahora, la Humanidad ha sobrevivido gracias a una serie de emociones negativas, como el miedo, porque el miedo nos defendía ante las amenazas. Pero esto ya no es necesario. Influimos en las capacidades de los niños a través del lenguaje y de las palabras que usamos con ellos. [...] No se trata de un optimismo buenista, sino de dar herramientas para el día a día. El error ha sido pensar que el éxito en la vida dependía de una consecución de cosas: estudios, trabajo, casa, pareja, hijos. ¿Eso garantiza una vida feliz? No, los padres no quieren que los hijos sean clones de ellos, sino que sean felices, que su historia de vida sea digna. El mundo nos duele porque nos han apretado los tornillos en la cabeza que son las palabras. No hemos prestado atención en la enseñanza y en casa al lenguaje que utilizamos hacia nosotros mismos y hacia los demás. [...] El cerebro es maleable y las conexiones sinápticas se ven influidas por las palabras [...] Hace años publicamos en Plos One los resultados de un experimento que hicimos con deportistas y estudiantes. Buscábamos ´palabras clave`, positivas o negativas, y medíamos cómo reaccionaba el sujeto a los estímulos cuando escuchaba unas u otras. Medimos las reacciones cerebrales con resonancia magnética y electroencefalografía. Y comprobamos cómo, ante las palabras positivas, los sujetos eran más rápidos en la prueba y acertaban mejor a los estímulos. Esto es clave en la enseñanza y la comunicación con los estudiantes. Mejora su rendimiento cognitivo y su memoria con solo introducir cambios en el lenguaje con el que nos dirigimos a ellos. [...] No somos conscientes del daño que hace el castigo del silencio. Se le pasan mil cosas por la cabeza a ese niño: ´¿qué he hecho mal, y si mis padres ya no me quieren, y si no me vuelven a hablar?` Su autoestima empieza a descender. El silencio se convierte en el mayor bullicio negativo en la cabeza de una persona. Un niño al que sus padres han castigado con el silencio en la infancia lo usará también como presión hacia sus iguales en su madurez. Tenemos que tomar conciencia de todo esto y ´habitar` las palabras: escogerlas. Hasta ahora no sabíamos que una mala palabra a un niño puede llevarle a la autodestrucción o la destrucción de los otros. Pero ahora que lo sabemos, no podemos ignorarlo. El futuro de nuestros hijos, sus vidas, depende de ese uso del lenguaje. [...] Fue asombroso comprobar cómo un año de trabajo introdujo grandes cambios en las clases, incluso con los niños más ´disruptivos`, aquellos sentados en la última fila, capaces de romper una clase. Utilizamos todas las herramientas disponibles, como pegar palabras concretas en sus zapatos, escribir una frase motivadora en la pizarra… escribir el ´Cuaderno de las Palabras Habitadas`, con objetivos. En un curso escolar vimos el cambio, que nos sorprendió a todos: los niños mejoraron su rendimiento, su capacidad de concentración y su relación con los iguales, con los profesores y sus padres. Solo hizo falta cambiar el lenguaje que se utilizaba en el día a día”[5].
En lugar de centrarte únicamente y de manera exclusiva en lo malo, valora los aspectos positivos que poseen, ¡y díselos! No lo hagas “mentalmente”, sino con palabras. Si es una persona simpática, ¡díselo! Si es amable, ¡díselo! Si es educado con el prójimo, ¡díselo! Si es dadivoso, ¡díselo! Si es íntegro, ¡díselo! Si se mantiene puro en medio de esta perversa generación[6], ¡díselo! No basta con que tú lo sepas, ¡tienes que decírselo! ¡Felicítalo por ello! ¡Alégrate con él de que así sea! Es la manera de reforzar lo bueno que pueda haber en él. Y, sobre todo, ¡dile que le quieres! Ya no son niños, ¿y qué? Aunque hayan crecido, lo necesitan igualmente. Los piropos y señalar lo positivo no puede acabar al mismo tiempo que concluye la infancia. Tampoco quiere decir que seas falso o lisonjero para hablar bien de tu hijo. Es ser justos en lo que es verdadero y de forma medida: “Demuestre satisfacción, comprensión y cariño, no solo cuando el alumno saque buenas notas. Valore sus habilidades (seguro que las tiene), aunque sean distintas de las que aprecia el Ministerio de Educación”[7].
Si los piropos sanos no se dicen en la infancia y en la adolescencia, casi con total seguridad ya no surgirán ningún efecto en la vida adulta. La persona no los creerá ya que no le llegarán a la mente ni le impactarán el corazón.
Sin ánimo vanaglorioso, también debes apreciar e incentivar con tu apoyo los talentos que pueda tener y todo aquello que se le dé bien, como tocar algún instrumento musical, dibujar, escribir, las manualidades, los deportes, etc. Y, en muchas ocasiones, no tanto los logros alcanzados, sino el esfuerzo realizado. Si no lo haces lo estarás atrofiando y desanimando, ya que pensará que sus padres no lo valoran ni lo tienen en cuenta, aparte de que ni él mismo lo considerará importante. Aún así, recuerda: lo más importante es la clase de persona que es, sus valores internos, por encima de sus talentos o lo que pueda llegar a hacer a través de su cuerpo. La sociedad valora a deportistas, cantantes y demás estrellas, a pesar de que sus valores morales son despreciables. Por eso hay padres que, mientras saque buenas notas, miran para otro lado cuando el hijo es promiscuo o sale de botellona a emborracharse. No cometas este error.

Comprensión
Esto es un claro ejercicio de empatía. Entrar en sus mentes para comprender el porqué actúan como lo hacen. Esto no significa que tengas que estar de acuerdo, pero si eres capaz de vislumbrar las razones y motivaciones que hay en su corazón, llegarás a entender su forma de actuar y qué se esconde detrás, por lo que hablar con ellos será más productivo.
Esto implica a su vez no tratarlos ya como niños. En lugar de imponer (“por que lo digo yo”, “por que esta es mi casa” o “por que yo soy tu padre” al estilo Darth Vader) tendrás que argumentar y razonar tus ideas. Quizá los gritos eran el método tradicional que usabas en el pasado y durante su infancia para acabar un berrinche del niño. Ante esto, el pequeño no tenía capacidad de réplica, ni a nivel físico ni verbal, dada la superioridad en ambos aspectos de los padres. Pero en la adolescencia esas fuerzas se equilibran por completo, e incluso son superadas por los jóvenes.
El adolescente no es un robot al que se pueda programar para que obedezca órdenes y sea un clon de los padres, sino que es un proyecto de persona que ahora mismo es inmadura y que tiene los sentimientos a flor de piel, por lo que hay que ofrecerle argumentos convincentes y no caprichosos para que sepa elegir lo correcto y lo sano, llevándolo a crecer y madurar: “Al madurar intelectualmente, el joven se vuelve incómodo, porque discute más y se conforma menos. Es una señal de evolución correcta. Considerar que el joven necesita un lugar seguro para estrenar y ensayar las nuevas alas intelectuales. Cuando discute con los padres acerca de la injusticia en el mundo, las drogas, el sexo, cuando defiende su ansia de libertad, está descubriendo hasta dónde puede llegar con su recién estrenada independencia intelectual. Escuchar sus opiniones, aunque no las comparta, es la mejor forma de conocer cómo piensan sus hijos y el único camino para encarrilar su futuro”[8].

Continuará en: Que se les escuche y se les corrija: lo que necesitan los jóvenes (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/32-que-se-les-escuche-y-se-les-corrija.html)


[1] Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100 preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 197.

[2] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 42.

[3] Cury, Augusto. Padres brillantes, maestros fascinantes. Zenith. ePUB v.1.0. Pág. 8.

[5] Ibid.

[6] Filipenses 2:15.

[7] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág. 215.

[8] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy.