lunes, 30 de marzo de 2020

2. ¿Qué puedes aprender de la crisis del coronavirus? Que tienes que mirarte menos al ombligo

* Por si alguien no entiende el título y no sabe lo que significa el clásico enunciado español “mirarse al ombligo”: “Es una expresión que se usa para dar a entender que una persona se abandona a la autocomplacencia y al egocentrismo, es decir, se enfoca en sí misma y se olvida de los demás. El origen de esta expresión proviene de una antigua costumbre cristiana de los monjes hesicastas de la iglesia griega ortodoxa, quienes acostumbraban dejar caer la cabeza durante la meditación, como si se estuvieran viendo el ombligo”[1].

Venimos de aquí: Coronavirus: ¿Cómo es el mundo ahora y cómo será después? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/03/1-coronavirus-como-es-el-mundo-ahora-y.html)

Lo mejor y lo peor del ser humano
La psicóloga y escritora Lidia Martín, escribía hace unos días estas palabras: “Tímidamente empiezan a verse determinados gestos prosociales hacia los afectados por la situación, pero lo que se sigue palpando en el ambiente es un terrible egoísmo. Esos gestos de cada uno de nosotros llegan tarde. Porque ninguno nos preocupamos lo suficiente cuando esto afectaba solo a China y nadie más. Incluso aunque ahora nos hayamos subido a cierto carro solidario, lo hemos hecho porque nos salpica. Y la compasión hacia uno mismo no sé si es de tanta calidad como la que deberíamos tener hacia los demás, sálvese quien pueda. Eso es lo que el coronavirus y su expansión han puesto de relieve para vergüenza de todo el mundo”[2].
En estos días estamos viendo lo mejor y lo peor de la sociedad, lo que es digno de aplaudir y lo que es pura mezquindad. Por un lado, a todos los que están arriesgando sus propias vidas, muchos de ellos conviviendo con el miedo, para poder ayudar en esta situación tan dramática: todo el personal sanitario, farmacéuticos, limpiadoras, cajeros de supermercados, transportistas, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, personas que ayudan como voluntarios en situaciones complejas, que ofrecen sus casas a médicos, que cuidan de sus hijos armándose de una paciencia infinita, que ayudan a sus padres y ancianos en casa en la medida de sus posibilidades, que ofrecen donaciones millonarias o que cosen mascarillas para los sanitarios de forma altruista.
Por el otro, mientras la lista de muerte asciende a más de 30.000 en todo el planeta, vemos a desalmados saltándose el confinamiento –yendo a la playa, al campo, e incluso reuniéndose en la calle para cantar o beber,- sin importarles la propagación del virus. A individuos que tratan de hacer negocio con la necesidad y venden mascarillas a precio de oro. A estafadores que anuncian curas y fármacos falsos contra el Covid-19. A la fugada Clara Ponsatí burlándose de los muertos en Madrid con el mensaje “De Madrid al cielo”, retuiteado a su vez por el también prófugo Puigdemont. A Bolsonaro, el presidente de Brasil, señalando que el coronavirus es un “resfriadito”. A la famosa actriz de la serie “Perdidos”, Evangeline Lilly, afirmando que ni ella ni sus hijos guardarán la cuarentena. A la nadadora Mireia Belmonte quejándose porque el Gobierno no le facilita una piscina para seguir entrenando. Al vice gobernador de Texas, Dan Patrick, apuntando a que los ancianos estarían dispuestos a sacrificar sus vidas y dejarse morir para así salvarguardar la economía americana. A Carmen Calvo –la vicepresidenta del Gobierno- y a Irene Montero –Ministra de Igualdad-, entre otras más, animando a asistir a las manifestaciones feministas del 8 de marzo, cuando sabían que los contagios estaban desbordados y a pesar de las tajantes recomendaciones de la OMS. A Rita Ortega, concejal socialista, burlarse de una persona que decía que iba a “rezar” por una señora infectada. A un grupo de unas 60 personas de La Línea de la Concepción insultando y apedreando un autobús y a varias ambulancias llenas de ancianos que estaban siendo realojados en una residencia de dicha ciudad. A Sofía Suescun –una tertuliana veinteañera de programas de telebasura y a la que hasta hace unos días ni sabía de su existencia- presumiendo con su novio de su lujosa vida con un plato de mariscos diciendo que si de ella dependiera la cuarentena sería eterna. A los gobiernos alemanes y holandeses poniendo trabas a las ayudas económicas que necesitan urgentemente Italia y España.
Aunque quiero creer que algunos son meros comentarios desafortunados de personas que han errado sin mala fe, todas estas palabras están carentes de empatía y de completa sensibilidad hacia los miles de afectados y víctimas, sumando actitudes sin solidaridad alguna. Muestran muy claramente que mientras que a ellos no les afecte, el resto del mundo no les importa lo más mínimo, como si los problemas de la humanidad no fueran los suyos, y que lo único que quieren es seguir con sus propias vidas.

¿Y el resto del mundo? ¿Y nosotros?
Esto es lo que sucede cuando las personas se miran única y exclusivamente al ombligo. Quizá nos lleguemos a estos niveles de desaprensión hacía el prójimo pero también caemos en lo mismo. Pero la realidad es que solo nos acordamos de los más de 34.0000 muertos anuales en México por violencia cuando vemos la serie “Narcos” en Netflix. Solo nos acordamos de los inmigrantes que huyen de sus países cuando los vemos pasear por nuestras ciudades y los consideramos un estorbo para nuestra propia economía. Solo nos acordamos del medio millón de muertos en la eterna guerra de Siria cuando vemos en televisión que un bombardeo errado ha matado a decenas de niños. Y nadie se acuerda de los 8500 niños que mueren cada día en el mundo de desnutrición –algo evitable-, unos 6,3 millones de niños menores de 15 años, uno cada 5 segundos.
Y así podría poner infinidad de ejemplos: Venezuela, Corea del Norte, diversos países del continente africano, de Oriente Medio, de Latinoameríca, etc. Si somos sinceros, la inmensa mayoría dirá que nada de esto le inquieta el sueño lo más mínimo. La indiferencia de la población ante esta realidad es pavorosa. Ha tenido que venir un virus a recordarnos de golpe nuestra debilidad y que cualquier fatalidad puede afectarnos a los europeos al igual que a cualquier otro ciudadano del mundo. Mientras tanto, la inmensa mayoría de la población se dedica a discutir por sandeces y a poner mala cara, y a enfadarse absurdamente por temas de la vida cotidiana que no tienen mayor importancia.
Igualmente, durante estos días, muchos de los que están sanos se sienten amargados por el “sacrificio” y el “fastidio” que les supone estar encerrados en casa y no poder disfrutar de todo aquello que les gusta: espectáculos deportivos, salir a cenar, a los centros comerciales a pasar la tarde o a comprar, a fiestas, a pubs, a discotecas, a botellonas donde corra el alcohol, etc. Y todo eso a pesar de que –salvo los que están al pie del cañón jugándose su propia salud y a aquellos que están enfermos o han perdido seres queridos-, están cómodamente en sus casas, donde tienen suministro eléctrico, agua, refrescos, comida, butano, Internet, televisores de alta definición y todo tipo de artilugios electrónicos como móviles, ordenadores y tablets. Lo único que desean es que la crisis del coronavirus acabe para volver a retomar la misma senda anterior y olvidar esta situación que consideran una pesadilla porque ven que el infortunio y la muerte les puede alcanzar.
Dicho esto, no me olvido de otra realidad: si el resto de Europa no deja su egoísmo a un lado y arrima su hombro, la crisis económica que se nos viene encima a ciertos países puede ser bastante aguda. En el sur de Italia es algo que ya están empezando a comprobar las familias más necesitadas. Es por eso comprensible cierto componente de ansiedad que pueden estar experimentando muchas personas sobre el porvenir. Como de la ansiedad sobre el futuro hablaré ampliamente en otra de las lecciones, me limito ahora a señalarla. Mientras, retomemos el tema.
La sociedad –especialmente la Occidental- vive en una burbuja donde el fin máximo es la búsqueda del placer personal. Mentalmente está adormecida en su “Matrix” particular, la cual ha sido programada por las élites que nos gobiernan y nos ofrecen Panem et circenses, logrando que la población cierre sus ojos ante la realidad en que viven millones de personas en el mundo. Son las consecuencias visibles de una sociedad moralmente enferma. En muchos aspectos, tenemos el mundo que nos merecemos y que nosotros mismos hemos forjado día a día con ahínco.
Por eso, padeciendo “la enfermedad del ombligo”, ensimismados como estamos en nosotros mismos, parece que lo único que nos importa son “mis problemas”, “mis carencias”, “mis necesidades”, “mi dolor”, “mi tristeza”, “mi vida”, “mi felicidad”, “mis sueños”, “mis anhelos”, “mi bienestar”, “mi yo yo y yo”. Nos creemos el centro del mundo. Infantilismo y “ombliguismo” puro y duro.

¿Cómo revertir nuestra actitud?
¿El ejemplo a seguir para revertir este trastorno del alma? Nuevamente lo hallamos en Jesús. Fíjate en la escena de la cruz y visualízala en tu mente:

- Había sido apaleado.
- Físicamente estaba exhausto.
- Tenía una sed angustiosa.
- El dolor que le provocaban los clavos era insufrible.
- El esfuerzo que tenía que hacer para levantar su caja torácica y respirar resultaba agonizante.
- Siendo quién era, estaba soportando la humillación de los que se burlaban.

¿Qué hizo “en medio de” dicho calvario?

- Se preocupó por su madre, hasta el punto de decirle que no quedaría sola puesto que Juan sería su nuevo “hijo” (cf. Jn. 19:26).
- A su vez, le dijo a su amigo Juan que María sería “su madre” y que la cuidara (cf. Jn. 19:27).
- Animó a un ladrón y asesino arrepentido crucificado a su lado prometiéndole que en ese mismo día estaría con Él en el paraíso (cf. Lc. 23:43).

¡No pensó en Él sino en los demás! ¡Asombroso! ¡Digno de imitar! Mirar por los demás fue una máxima que cumplió durante toda su vida, le fuera bien o le fuera mal en esos momentos a nivel personal: Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mt. 8:36). En Él vemos la plena demostración del amor de Dios. Por eso el texto más famoso de la Biblia, o al menos el más citado, es Juan 3:16: Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
¿Es desagradable al paladar e incomoda la situación que estamos viviendo? Sin duda alguna. Pero, teniendo este modelo de conducta, en lugar de anclarnos y abrazarnos a aquellas circunstancias negativas o indeseables que vienen a nuestra vida –unas que lo son realmente y otras que son banales pero que nosotros engrandecemos- debemos aprender a mirar al prójimo y a sus necesidades en particular y la situación mundial en general, grabando a fuego en nuestras mentes que “más bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20:35). Y esto nos debe servir ahora que estamos en medio de una crisis como para el resto de la vida, que esperamos y deseamos sea en mejores condiciones que las presentes.

Conclusión
Desde que la humanidad se separó en la Torre de Babel y tiró cada cual por su camino, el egoísmo ha reinado sobre el planeta. Eso hay que revertirlo, al igual que el orden de las prioridades, al menos a nivel personal, aunque la mayoría no lo haga. Jesús dijo: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mt. 7:12). Algunos se toman estas palabras como “no hacer nada malo a nadie”, como una actitud pasiva. Sin embargo, como bien dijo un amigo mío, es un llamado a ser PROACTIVOS. Y hay mil maneras de serlo. ¿Las formas concretas de hacerlo? Eso ya lo dejo para tu propia meditación.
Recuerda que los problemas personales –aunque puedan llegar a ser grandes- se empequeñecen cuando se mira a los demás, al mundo en su conjunto y se pone la vida y la propia existencia en perspectiva. Si eres capaz de asimilar en su conjunto lo que hemos analizado, también te servirá para no enojarte por naderías ni crisparte por cuestiones intrascendentes.



lunes, 23 de marzo de 2020

1. Coronavirus: ¿Cómo es el mundo ahora y cómo será después?


Si hace unos días te hubieran dicho que ibas a tener que estar confinado en tu casa sin poder salir y que se iban a cerrar las fronteras del territorio nacional, como en las películas “Los últimos días” y “Contagio”, no te lo hubieras creído. Posiblemente te habrías reído y burlado del comentario. Ahora mismo esa es la realidad: en España –que es de donde escribo- las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, junto al Ejército, patrullan las ciudades, impidiendo la libre circulación a la inmensa mayoría de la población. Este jueves pasado, la UME (Unidad Militar de Emergencias) desinfectaba el Puerto de mi ciudad, Algeciras. Lo mismo que en otros muchos lugares, donde vemos imágenes de ciudades fantasmas.
A lo largo de mi vida he leído varias novelas sobre distintos virus que arrasaban el mundo, como “Apocalipsis” del célebre Stephen King. Pero una cosa es leer una ficción y otra vivirla en persona. Sin llegar a semejante escala, los muertos ya se cuentan por miles y no sabemos hasta dónde llegará el contador. Es una tragedia que decenas de ancianos estén muriendo en apenas unas horas y sin la presencia de sus seres queridos para acompañarlos en sus últimos momentos, velarlos y enterrarlos. Al propio cerebro le cuesta asimilar las imágenes de hospitales de campaña. Sobrecoge contemplar por televisión a todo un convoy de camiones militares en Italia con decenas de féretros. Y qué decir de las escenas grabadas que muestran una panorámica de las UCI desbordadas con los enfermos graves intubados. Sabiendo que al escenario actual le queda bastante tiempo para que se resuelva por completo, no sabemos lo que nos queda por ver.

Cómó lo está viviendo los distintas franjas de la sociedad
Ya conté hace poco que salir a comprar es extraño: verte a ti mismo y a los demás con guantes y mascarillas resulta surrealista. Contemplar las calles vacías y no oir nada, en un silencio por momentos absoluto, impresiona. A mí me encanta leer por las noches en completo silencio, pero el actual resulta hasta antinatural. La única algarabía diaria se produce a las 8 de la tarde, mientras resuena de fondo y de forma emotiva el himno nacional y el pueblo se asoma a las ventanas para aplaudir el esfuerzo de los miles de sanitarios y personas en general que están luchando contra la plaga a riesgo de sus propias vidas.
En los supermercados, los hombres y las mujeres apenas hablan y no se oyen los coches y a los perros ladrando. Es fácil intuir que el hecho de ir a solas por la calle multiplica en muchos el sentimiento de aislamiento social. Los miras a los ojos y lo que se observa es desánimo, incluso abatimiento. Cada uno lo sobrelleva como puede y sabe. Unos con mucho humor o entregándose a diversos tipos de entretenimientos y a las redes sociales hasta el hastío. Otros siendo solidarios con el prójimo y ayudando a sus familiares cuando se requiere. Y por último, ese sector que se está mostrando de forma ruin al romper el confinamiento –y están siendo multados e incluso detenidos-, cuando estamos obligados para no contaminar a nadie ni exponernos nosotros mismos. Por todo esto, propuse una serie de “medidas” para paliar, en la medida de lo posible, las emociones negativas que puedan surgir (https://www.facebook.com/photo.php?fbid=1450295675170324&set=a.123310907868814&type=3&theater).
Es una situación compleja. Como ha dicho Angela Merkel, la canciller alemana, nos encontramos ante el mayor desafío desde la 2ª Guerra Mundial. Igualmente, el presidente Pedro Sánchez –nos guste más o menos que esté en el poder- señaló que es la situación más difícil para España desde la Guerra Civil. Cada día se infectan más y más personas, al mismo tiempo que el número de defunciones aumenta considerablemente. Tengo una cuñada que trabaja en el laboratorio de un hospital de la Comunidad de Madrid, siendo el lugar más afectado hasta ahora. La expresión que ella usó para describir lo que se está viendo fue: “Es desgarrador”.
Lamentablemente, y usando el término más suave que puedo usar para describirlos, todavía hay inconscientes proclamando a los cuatro vientos que esto es solo una gripe y que no es para tanto. Ni siquiera el desfile de muertos diarios les remueve el corazón. Estas palabras suelen venir de aquellos que no han sido infectados –ni sus familiares- y están en la comodidad de sus casas parapetados detrás de la pantalla de un móvil o un ordenador. La falta de empatía y el grado de indiferencia que muestran ante el sufrimiento ajeno es terrible. Mientras que a ellos no les toque este mal, tengan Internet, videojuegos y Netflix, lo que le pase al resto del mundo les trae sin cuidado. Ni sienten ni padecen. Eso sí, cuando su equipo de fútbol pierde o el protagonista de su serie favorita sufre una desgracia o muere, patalean, lloran y se compungen. Este tipo de individuos son un reflejo de la deshumanización de parte de la sociedad, y a los cuales no se les ha educado en valores, en obligaciones y en responsabilidades personales, solo en derechos.
Conforme pasan las semanas, la situación se está replicando en distintos países del mundo que se creían libres del peligro y seguían viviendo como si a ellos no les afectara. Se lo tomaron a broma –y algunos dirigentes y políticos siguen haciéndolo- y ahora la ola les va a golpear de lleno por necios, siendo la población la que pague el precio y la que le demandará cuentas a su debido momento. Muchos no se han enterado aun que estamos en “tiempos de guerra”, donde las bombas no caen del cielo desde los aviones y bombaderos sino que proceden del universo microscópico que se pasea a nuestro alrededor y que no destruye edificios pero mata igualmente, siendo el fruto de una naturaleza que está caída y mutada a causa del pecado.
En términos económicos, el impacto también va ser grave. En España se estima que se perderán millones de puestos de trabajo en breve y cuyo futuro es incierto. Los cimientos de esta nación están siendo tambaleados, pero están resistiendo gracias a las estructuras del Estado y a pesar de sus gobernantes. La situación nacional y mundial me recuerda a unas palabras de Jesús –en un contexto semejante pero no igual- donde dijo que los hombres desfallecerían “por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra” (Lc. 21:26). Así se sienten muchas personas que no saben qué va a ser de ellos ni qué va a pasar en los meses venideros, y cómo les va a afectar en su capacidad económica y en sus relaciones humanas, que es lo que le ofrece “salsa” a la vida.

Cuando regresemos a la normalidad
Aun así, quiero creer en que lo que estamos viviendo pasará y será una etapa más de nuestras vidas que se contará como una pesadilla a las generaciones venideras. Habrá recuerdos de todo tipo: de dolor entre los que perdieron a familiares y a amigos a causa del virus, de ansiedad, de tristeza y de algunos buenos momentos compartidos entre los que estuvieron confinados. Si una Europa arrasada hasta los cimientos fue reconstruida desde sus cenizas tras la mayor guerra que ha visto este mundo, también lo hará en el presente.
Dicho esto, también afirmo que me puedo equivocar por dos razones muy sencillas de explicar: la primera es que no sabemos exactamente qué efectos económicos, sociales, laborales y gubernamentales tendrá la actual crisis para los países afectados y cada uno de sus habitantes. Puede que la situación en esos aspectos no sea favorable y la incertidumbre se extienda durante años. Y la segunda: Jesús mismo dijo que nadie –excepto el Padre- sabe el día y la hora de su regreso (Mt. 24:36). Así que no podemos descartar ni saber exactamente el grado de relación que tienen los acontecimientos que el planeta está experimentando en las últimas décadas respecto a la Parusía. Obviamente, si esto aconteciera, ninguna de las letras que vienen a continuación tendrían sentido ya que la realidad cambiaría por completo. Pero dejando estas dos opciones a un lado –sin olvidar que la segunda puede hacerse realidad en cualquier momento- me centraré en la hipótesis de que la calma volverá tarde o temprano.
La reclusión forzosa no sabemos exactamente cuándo concluirá. La crisis sanitaria en sí no tendrá un punto y final hasta que se halle una vacuna infalible, lo cual los expertos consideran que tardará de 12 a 18 meses. Mientras tanto, tendremos que aprender a convivir con ella una vez se levante el estado de alerta. Puesto que las primeras pruebas en humanos acaban de comenzar, pasará bastante tiempo hasta que podamos gritar “¡VICTORIA!”. Ese día, estoy más que convencido, habrá un gran jolgorio en todos los países afectados. Incluso no sería de extrañar que se estableciera como una fecha concreta de recordatorio anual para la humanidad, y se homenajeará con todos los honores a los fallecidos, al personal sanitario y a todos aquellos que lucharon contra la pandemia.
Ahora bien, avancemos un poco en el tiempo y veamos qué sucederá cuando estos tiempos oscuros lleguen a su fin. La situación presente es “anormal”, al menos para los ciudadanos en Occidente, para nada acostumbrados a vivencias desagradables de esta magnitud e índole. Es decir, es un periodo extraño donde la cotidianidad se ha perdido. ¿Qué buscarán las personas cuando todo concluya? Retomar la normalidad -que es la que nos hace sentir cómodos y seguros-, regresar a la rutina diaria que se tenía antes y volver a los planes que quedaron aplazados. Así:

- Los estresados buscarán la manera de desestresarse.
- Los que no han podido hacer deporte, ir al cine y a los restaurantes, volverán a hacerlo.
- Los que se han quedado sin ver las ligas de fútbol, las competiciones de motos, de coches y de cualquier otro espectáculo deportivo, volverán a disfrutar de ellos.
- Los familiares y los amigos volverán a verse con asiduidad.
- Los abrazos y los besos retornarán al día a día.
- Los niños que no pudieron jugar en el parque, volverán a abarrotarlos.
- Los adultos que se quedaron sin vacaciones, disfrutarán de ellas.
- Los que tuvieron que anular sus bodas, se casarán.
- Los que estaban en trámites de separación, pondrán el sello final.
- La llamada “televisión basura”, que ahora está en cuarentena, volverá al prime time.
- Los eventos y fiestas patronales que se suspendieron, se llevarán a cabo.
- Los que perdieron el trabajo volverán a él o buscarán uno nuevo.
- Los que tuvieron que cancelar sus agencias ideológicas (como las feministas, abortistas, nacionalistas supremacistas, etc.), volverán a la carga.
- Los que no pudieron salir de fiesta, recuperarán el tiempo perdido.
- Los que han dejado de comprar en centros comerciales ante la imposibilidad de hacerlo, arrasarán con toda la ropa y todo tipo de artilugios.
- Los adúlteros crónicos, los ladrones, los drogadictos, los borrachos, los mentirosos y todo lo que podamos imaginar, volverán a las andadas.

Los haters de las redes sociales –con coronavirus o sin él- nunca descansan, así que a ellos no los incluyo en esta lista.
¿Cambiarán las formas de gobierno, el control que ejercen sobre los ciudadanos, las políticas de cada país, la economía, las relaciones comerciales y la forma en que se estructura la sociedad? Todavía no lo sabemos y habrá que estar muy atentos al respecto. Pero, en términos individuales, cuando la crisis concluya, la inmensa mayoría retornará a la normalidad que prevalecía antes de que se desatara este caos. Llevará semanas en algunos casos concretos y en otros meses. Y con ello, tanto lo bueno como lo malo, lo mejor y lo peor, tanto lo agradable como lo desagradable que anida en el corazón de cada ser humano, tomará de nuevo su lugar.

Vaya a cambiar el mundo mucho o poco, falte mucho o poco para la 2ª Venida, hay lecciones “presentes”, “futuras” y “eternas” que debemos y tenemos que aprender “ahora”, tanto cristianos como especialmente los que no lo son. No es momento de esperar a que la crisis pase: es en medio de ella cuando todo puede cambiar para nosotros. Debe haber un antes y un después. Si no lo aprendemos en esta época de nuestra vida, difícilmente lo aprenderemos en otras por venir.


lunes, 9 de marzo de 2020

Irene Montero comete el mismo error de los fariseos: Los violadores no dejarán de violar por su “Ley de Libertades Sexuales”


Cuando el autor de Eclesiastés señaló que “nada nuevo hay debajo del sol”, reflejó una realidad atemporal en todos los aspectos. Tanto lo bueno como lo malo que se observa en el mundo hoy en día no es novedoso: ha existido en todos las épocas pasadas; lo único que cambian son las formas, pero los hechos son iguales o extremadamente semejantes. En el caso que nos atañe, lo vemos repetido en la “Ley de Libertades Sexuales” que quiere establecer la ministra española Irene Montero –y cuya valoración a su persona prefiero omitir ya que no es relevante- para conseguir un fin en concreto: que los abusos sexuales y las violaciones contra las mujeres disminuyan y se corten de raíz. Para que esto suceda, y resumiendo uno de los aspectos de la nueva ley, establece que la relación sexual debe ser notoria y explícitamente consentida por la mujer. Dice así: “Se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente, por actos exteriores concluyentes e inequívocos, conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto”. Vamos, lo mismo que el Código Penal ya señala desde hace mucho tiempo. Lo único es que ahora, la señora Montero, abanderada y paladín de la versión más radical y recalcitrante del feminismo, lo ha enmarcado en términos rimbombantes para venir a decir lo mismo. De ahí el porqué de los dos eslóganes con los que lo está promocionando: “Sólo sí es sí” y “Sola y borracha, quiero llegar a casa”, siendo este último uno de los peores lemas que han salido de la mente humana en toda su historia.
Con esta ley cree que así, el que quiere violar, ya no lo hará. Cree que así, el que quiera abusar sexualmente, ya no lo hará. Ella cree que legislando lo logrará. Y lo dice satisfecha y, aparentemente, convencida, aunque me cuesta creer que en el fondo lo crea realmente. Si a esto le añadimos que la palabra de la mujer en caso de demanda tiene preeminencia ante el hombre –incluso sin pruebas tangibles, tal y como describimos en Y la mujer de Potifar le gritó a José: “El violador eres tú” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/01/y-la-mujer-de-potifar-le-grito-jose-el.html)-, pues ya está el pastel completo, a pesar de que abogadas como la penalista Bárbara Royo muestre la inutilidad de dicha ley: “No hay más violadores ahora que hace 20 ó 30 años. Intentar acabar con los violadores a base de condenar sin pruebas a cualquier hombre español que no consiga demostrar que es inocente, como pretende la ministra Montero, es una utopía infantil”[1].
La realidad es que la señora “Ministra de Igualdad” ha caído en el mismo error que cometieron los fariseos hace más de 2000 años. Explicaré el porqué de forma sencilla.

La hipocresía de los fariseos
Para el que no lo sepa, los fariseos eran un grupo de judíos religiosos que promulgaban una obediencia meticulosa a la Ley de Dios. En su origen, ellos eran sinceros y querían agradarle. ¿Qué sucedió con el tiempo? Que se volvieron tan estrictos que comenzaron a añadir más y más leyes que no procedían de parte del Altísimo: tradiciones, ritos y reglas fueron sumadas y puestas al mismo nivel –incluso por encima- de los mandamientos divinos. Por eso Jesús se enfrentó en múltiples ocasiones con ellos y les dijo: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombresPorque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes. Les decía también: Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición (Mr. 7:6-9).
Los fariseos no creían en Jesús porque rechazaba sus tradiciones. Ellos creían que eran buenos y santos porque:

- Se lavaban las manos en varias ocasiones de una forma ritualista y muy concreta antes de comer (cf. Mr. 7:3).
- Daban su dinero en el templo en lugar de usarlo para ayudar a sus padres, que era lo que Dios mandaba: “Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido” (Mr. 7:10-13).
- Dejaban de comer ciertos alimentos los sábados (Mt. 12:2).
-  Ayunaban dos veces a la semana (cf. Lc. 18:12), cuando la Ley solo pedía una vez al año (cf. Lv. 16:29-31).
- Hacían largas oraciones, lo cual era un pretexto para apoderarse de las casas de las viudas (Mt. 23:14).
- Diezmaban la menta, el eneldo y el comino, algo que Dios no exigía (Mt. 23:23).

Y así, con una lista que prácticamente no tenía fin.

Nada de esto era demandado por Dios. Cayeron en tal grado de orgullo que se consideraban mejores que aquellos que no cumplían sus normas, hasta el punto que no se juntaban con pecadores, algo que Jesús sí hacía y se lo echaban en cara. Eran tantas las leyes que habían impuesto, que ni ellos mismos las ponían en práctica: Y él dijo: !!Ay de vosotros también, intérpretes de la ley! porque cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar” (Lc. 11:46).

La hipocresía & El corazón
Aquí es donde llegamos al quid de la cuestión: los fariseos, al igual que la ley de Irene Montero, creían que lo importante era el cumplimiento externo de todas estas leyes en cada pequeño aspecto de la vida diaria, pero se olvidaban de lo más importante: la actitud interna y el corazón. Cumplían muchas de las normas –principalmente por vanagloria, orgullo, sentimientos de superioridad y búsqueda de reconocimiento y alabanzas- pero sus corazones seguían siendo iguales. Por fuera “eran buenos” pero por dentro “era malos”. Tenían una doble moral, una doble conciencia: “!!Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia.  !!Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio.  !!Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.  Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad” (Mt. 23:25-28). Se sentían limpios cuando en verdad eran como “sepulcros blanqueados”, es decir, hermosos en apariencia pero corruptos por dentro.
Por eso Jesús los llamó hipócritas, y de ahí el uso que damos a dicho término: “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades, generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”. Y el llamado a todos nosotros fue el mismo que le hizo a sus discípulos: Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía” (Lc. 12:1). Como analizamos en Westworld: ¿Quién serías si pudieras ser quién quisieras? ¿Y qué harías? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/07/westworld-quien-serias-si-pudieras-ser.html) y Cuando los cristianos ofrecemos un mal ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html), hay muchos creyentes que tienen dos caras: una la externa que muestran ante los demás y otra la interior, que es la auténtica: cuando ambas no coinciden, la hipocresía es evidente.
Las leyes de Montero no van a cambiar el corazón de nadie, al igual que las leyes farisaicas –que en su origen tenían buenas intenciones- no cambiaron el corazón de ningún judío. Por la ley de Dios tenemos conocimiento del pecado, del bien y del mal (cf. Ro. 3:20), pero la ley en sí no cambia a nadie, ni lo hace mejor o peor. Sin renovación interior, lo de afuera no sirve de nada. Como señala José de Segovia –haciendo mención a Romanos 7:14-25-, “la ley no solo no transforma a la gente. Es que tampoco puede. Esta es la diferencia entre la Ley y el Evangelio. [...] Su confusión es el origen de todos los problemas de la religión cristiana. [...] Busca obtener por la Ley, lo que sólo la Gracia puede conseguir”[2].
La raíz de todo está en el corazón, de donde, como bien explicó Jesús, “salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19). El violador no va a violar menos porque lo diga una ley. El asesino no va a asesinar menos porque lo diga una ley. El ladrón no va a robar menos porque lo diga la ley. Los que adulteran, fornican, mienten y blasfeman no dejarían de hacerlo aunque se estableciera una ley contra dichos actos: “Todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos” (Mt. 7:17-18).
Jesús puso el dedo en la llaga al señalar que el problema de todo hombre y de toda mujer estaba en el corazón: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo” (L. 6:45). Nadie en cuyo corazón reside el mal va a dejar de adulterar, fornicar, mentir ni blasfemar. Y nadie en cuyo corazón reside el bien va a adulterar, fornicar, mentir ni blasfemar. Por lo tanto, en este sentido, la ley en sí es inútil. La propia magistrada Natalia Velilla, sin necesidad de tener conocimientos teológicos, expresa lo que es evidente: “La solución a las violaciones no va a venir de la mano de más Código Penal”[3].

La transformación sobrenatural del corazón
Aparte de morir en la cruz por nuestros pecados, fue precisamente el corazón lo que Cristo vino a cambiar, no a aumentar el número de prohibiciones y a añadir o disminuir Sus leyes. La promesa que Dios le hizo al pueblo judío se extiende por los siglos a toda persona que se acerca ante Él: “Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios” (Ez. 11:19-20).
Por supuesto que debe haber leyes que sirvan para la buena convivencia entre semejantes, pero cualquier ley que tenga como propósito regular el corazón, está condenada al fracaso. Solo Dios puede cambiar los corazones, y no por la Ley sino por Su Gracia. Por eso, el mensaje que deberían anunciar los políticos –y que ellos mismos deberían aplicarse- es el mismo que hizo Pedro ante la multitud: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado” (Hch. 3:19-20). Mientras que esto no sea promulgado y llevado a cabo, ni un millón de leyes podrán transformar al ser humano desde lo más profundo de su ser.