lunes, 18 de diciembre de 2017

¿Te sientes en ocasiones un fracasado como persona y como cristiano? & Fúsi: un corazón gigante



Por desgracia, los seres humanos tendemos a prejuzgar sin conocer realmente a las personas y sin saber cómo piensan. A su vez, dentro de los prejuicios, la humanidad suele dividir a la población en dos sectores: los que tienen éxito en la vida y los que fracasan en la misma.
El problema –que habría que señalar en mayúscula porque muchos cristianos cometen la misma falta tanto con los demás como con ellos mismos-, es el concepto que se suele tener de lo que se entiende por éxito y por fracaso. Cuando esos principios están errados –y lo están, y mucho- y nos valoramos a nosotros mismos y al prójimo creyendo ideas erradas, se cae en un terrible disparate de consecuencias funestas. 
Para corregir muchas ideas desacertadas que están instaladas en la mente y en el corazón de millones de personas, aparece la película islandesa Corazón gigante (titulada Virgin mountain en inglés y Fúsi en el original, el nombre del protagonista), premiada en el Festival de Cine de Tribeca de 2015 al mejor argumento y mejor actor (Gunnar Jónsson), y en el Festival de Valladolid también al mejor intérprete, y que se ha convertido en una joya trascendente para todo los que se hayan detenido a contemplarla. Las sensaciones y la entrañable ternura que transmite la interpretación del actor principal son impagables. Es imposible no empatizar y no sentirse identificado en algún aspecto porque, como él, es muy fácil sentirse “inadaptado” a este mundo y desorientado.


¿Quién es Fúsi?
Fúsi es un hombre a punto de cumplir los cuarenta y dos años, y que pesa, calculando a ojo, unos 150 kilos. Lleva el pelo largo sujeto a una coleta, la cual no oculta su incipiente calvicie.
A simple vista, podemos ver que es introvertido y poco hablador, apenas ríe, tiene pocas habilidades sociales, es asustadizo y no destaca precisamente por su inteligencia. Tiene un trabajo completamente rutinario como mozo de carga y descarga en un aeropuerto, donde sus compañeros se mofan de él, le acosan y le gastan bromas pesadas. Sus aficiones son las figuras (que él mismo pinta), las maquetas de la 2ª Guerra Mundial y el heavy metal. Desayuna cada día cereales con leche, llama cada noche a la misma radio para pedir una canción y todos los viernes va a cenar sin la compañía de nadie a un restaurante chino, donde siempre pide el mismo plato. Solo tiene un amigo con el que juega a recrear batallas de la susodicha guerra. Aparte de este compañero de juegos, nadie le hace partícipe de su vida.
Por lo demás, vive con su madre (viuda o divorciada, nunca se especifica), que está con un hombre que se burla de sus “juguetes” y de su forma de ser. Para animarlo, y sin decirle nada a Fúsi, le apuntan a clases de country. Al principio no quiere ir, pero se arma de valor y allí se presenta. Dada su torpeza y timidez, se marcha y se queda en su coche, mientras que una tormenta de nieve arrecia. Una chica de la clase se le acerca y le dice si puede llevarla a casa dado el temporal, a lo que accede.

¿Enamoramiento, amor y happy end?
Seguramente, tras leer la última línea, habrás pensado –o al menos yo lo pensé así en un principio-, que todo cambiaría para Fúsi a partir de entonces: se enamoraría de una buena chica, su carácter sería transformado y todo acabaría con fuegos artificiales de felicidad. Mmm... pues no. Poco a poco descubrimos que ella es emocionalmente inestable y que suele caer en severas depresiones que la lleva a no comer y a encerrarse en su casa. Aún así, él se siente atraído y se enamora, algo normal, ya que son pocos los que se muestran amables y atentos hacia su persona, y ella, en principio, solía serlo. En pocos días, comienzan una relación sentimental, lo cual siempre es una malísima decisión con alguien tan voluble (en este caso, la chica), que un día está en las nubes y otro por los suelos.
Cuando parece que ella mejora, le dice a Fúsi si quiere irse a vivir con ella. Aquí ya estamos cerca del happy end: él lleva todas sus posesiones a su nueva casa y le regala a su vecinita todos sus muñecos. Pero cuando llega a la vivienda se encuentra a su “novia” diciéndole que no puede hacerlo. No sé a quién se le quedó peor cara con esta escena de la película, si a Fúsi o a mí. Un verdadero palo.
Sueños rotos en cuestión de segundos. Un proyecto de nueva vida que se evapora instantáneamente. Un castillo de naipes que se desmorona irremediablemente. Un corazón roto en mil pedazos y que llevará mucho tiempo reconstruir. Y vuelta a empezar: vuelta a casa; vuelta a vivir con la madre; vuelta a tomar sus cereales con leche; vuelta a trabajar de mozo en el aeropuerto. Muchos, en otras circunstancias, hemos experimentado sensaciones parecidas y sabemos lo que se siente.

¿Te sientes identificado con Fúsi?
Muchos creyentes dirán que a los cristianos no les suceden las mismas historias que a Fúsi ni pasan por circunstancias semejantes. Craso error. Posiblemente, si has llegado hasta esta altura del escrito, es porque te sientes en parte como él: rodeado de individuos que te excluyen sistemáticamente de sus vidas, marginado e ignorado por pensar de manera diferente a la mayoría, sin amigos de verdad, con gustos muy personales que pocos entienden o comparten contigo, sin compañero sentimental, con un trabajo monótono (si es que lo tienes) que no te hace destacar entre nada ni nadie, y con una experiencia vital que no es para lanzar cohetes. Sumando todo esto, te sientes un fracasado ante ti mismo, ante los demás, e incluso ante la “iglesia”:

- No tienes pareja....................................    FRACASADO
- No tienes estudios.................................   FRACASADO
- No tienes grandes talentos y dones....   FRACASADO
- No tienes un físico llamativo..............    FRACASADO
- No tienes trabajo..................................    FRACASADO
- No tienes amigos...................................   FRACASADO
- No tienes casa propia...........................   FRACASADO
- No tienes coche.....................................   FRACASADO
- No tienes mucho dinero.....................    FRACASADO

La realidad es que es la sociedad caída la que te ha dicho que la suma de esos elementos son los que te indican si eres una persona exitosa o fracasada. También tiene su culpa parte de ese cristianismo fantasioso actual que vive instalado en el mundo del mago de Oz, que no para de hablar de sueños delirantes de grandeza, de prosperidad económica, de ministerios “apostólicos”, y que deprimen, cargan, frustran y culpabilizan a los que no logran tales metas.
Tanto lo que enseña esa sociedad como ese cristianismo “mágico” es una mentira tan grande como el tamaño del universo: infinito o cuasi.
La buena noticia, la gran noticia, es que Dios no piensa así de ti. Sus valores son radicalmente opuestos a los del mundo. Sus valores son infinitamente superior a los que imperan a tu alrededor. Mientras que los individuos que conforman este mundo se afanan por lograr dinero, ropa nueva, éxito sentimental, un cuerpo deseable en el gimnasio o en el quirófano, fama en la vida real, autoestima en las redes sociales, muchos amigos de fiesta, diversión y ocio, la Biblia dice sobre estas cosas: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador, todo es vanidad” (Ecl. 12:8). O como traduce dichas palabras la NVI: “Lo más absurdo de lo absurdo, ¡todo es un absurdo! —ha dicho el Maestro”.
En definitiva, todo eso es una necedad, cuyos sinónimos son aún más explícitos en el lenguaje coloquial: estupidez, majadería, disparate, memez, cretinismo, sandez, idiotez, imbecilidad, tontería, bobada[1].

¿Cómo era Fúsi en realidad?
Para responder a esa pregunta, recuerda el título de la película: Corazón gigante. Y así era; tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Era:

a) Dadivoso.
b) Servicial.
c) Amable.
d) Educado.
e) Respetuoso.
f) Sincero.
g) Sencillo.
h) Humilde.
i) Manso.
j) Bondadoso.

Todo muy semejante al fruto del Espíritu: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá 5:22-23).
Lo podemos ver una y otra vez a lo largo del largometraje:

- A una vecinita de apenas 5 ó 6 añitos, y que había perdido las llaves de su casa, la invitó a merendar a su casa mientras llegaba su padre, mientras que le enseñaba sus maquetas. Curiosamente, y siendo una verdadera lección ante los adultos, la pequeña era la única que no lo consideraba un bicho raro.
- A uno de los compañeros del trabajo, a pesar de que éste le faltaba el respeto, le arregló el motor del coche.
- Le hacía de comer cada día a su novia cuando pasaba por una de sus crisis y acudía al trabajo por ella para que no lo perdiera.
- Después de que ella rompiera con él, le compró y le acondicionó un local para que abriera su propia floristería, que era el sueño de la chica, y sin pedir nada a cambio.
- Siempre que le pedían algo, si estaba en su mano hacerlo y podía, lo llevaba a cabo, incluso cuando abusaban de su confianza.

Apuesto a que Jesús lo habría tomado por discípulo ya que Él no miraba –ni mira- lo que los seres humanos ven importante en los demás.

Lo que Dios valora y te hace realmente grande
Recuerda y grábatelo a fuego: lo que te hace grande ante Dios no es tu físico (sea el que sea), el grado de inteligencia (sea mayor o menor), tu dinero (sea mucho o poco), tu trabajo (lo tengas o no), el número de amigos (muchos o inexistentes), y ni siquiera tus estudios, tus habilidades sociales o el tener o no un ministerio cristiano de renombre, sino tu corazón, tu forma interna de ser y de actuar. Puedes no tener nada y ser GRANDE ante los ojos del Altísimo: “Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 S. 16:7). Piensa, siente y vive en consecuencia.
Aunque otros tengan “recompensas temporales”, tu “trabajo en el Señor no es en vano” (1 Co. 15:58). Cuando llegue la hora de la verdad en la otra vida, serás ampliamente recompensado: Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís (Col. 3:23-24).

Espero que estas sencillas líneas te sirvan para reflexionar profundamente y puedas vivir en paz y con sencillez ante esta sociedad que ha perdido completamente el norte, valorando en ti mismo y en los demás lo que Dios aprecia de verdad. Si lo haces, dejarás muchas cadenas en el camino y te sentirás como cristiano y persona aún más libre.

P.d: Si quieres leer más sobre este tema, te remito a Encarando el sentimiento de fracaso: el concepto de éxito: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/04/encarando-el-sentimiento-de-fracaso-el.html

lunes, 4 de diciembre de 2017

5. Olvidaste para qué fuiste salvado



Venimos de aquí: Ahogado por los afanes y la falta de contentamiento: https://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/08/4-los-afanes-y-la-falta-de.html

¿Qué sentiste cuando fuiste consciente de que Dios te perdonó y te salvó? ¿Sorpresa en primera instancia? ¿Gozo? ¿Paz? ¿Esperanza? ¿Fervor? ¿Expectación ante la visión de un nuevo futuro que se abría ante ti? Puede que todo eso y mucho más. No existe nada en el mundo que ilumine la mente y el corazón como lo hace comprender que el Creador del universo te dio vida cuando estabas muerto en tus pecados y delitos (cf. Ef. 2:1).
En aquellas primeras etapas, deseabas hablar de tu Salvador a todos los que te rodeaban, te escucharán o se burlaran. Era un impulso más fuerte que la propia razón. Devorabas con pasión su Palabra en las noches hasta que te quedabas dormido. Querías conocer más y más del Dios que había dejado atrás tu pasado para siempre. Querías alabar continuamente al que había transformado tu vida y le había dado un sentido completo a tu existencia. Pero, con el paso de los meses y de los años, todo aquello comenzó a menguar. Tú mismo te sentías desconcertado porque te movías por sentimientos y no por una fe conceptual. Entonces vino la debacle: sí, seguías recordando “de qué” y “por qué” fuiste salvado, pero olvidaste –o nunca te lo explicaron- el “para qué”.

El cielo y la tierra se estremecen
Para refrescar tu memoria, quiero viajar unos 3000 años en el tiempo, a un acontecimiento que conoces muy bien: la esclavitud del pueblo hebreo en Egipto. Allí, en su angustia, clamaron desesperadamente: “Y oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios” (Éx. 2:24-25). El Todopoderoso “oyó, miró y reconoció” a su pueblo y se “acordó” de las palabras que Él mismo le había dicho a Abraham, anunciándole que su descendencia sería esclava en Egipto pero que un día juzgaría a esa nación y liberaría al pueblo hebreo (cf. Gn. 15:13-14).
Ahora había llegado el momento de que esas palabras pronunciadas cientos de años atrás se cumplieran. Nunca habían caído en el olvido. Ahora el Soberano iba a intervenir directamente y de manera sobrenatural en el curso de la historia para cumplir su promesa.
Los pasos siguientes fueron claros: se manifestó ante Moisés, a quien convenció para que hablara ante Faraón, a pesar de sus reticencias. Ante la negativa del señor de Egipto de liberar al pueblo esclavo, el Omnipotente desató diversas plagas sobre la nación como medida de presión. Era una guerra en toda regla y cada ataque era una oportunidad que se le concedía a Faraón para doblegarse y rendirse.
En la primera plaga, el río se convirtió en sangre y todos los peces murieron. En la segunda, las ranas invadieron el país. En la tercera, millones de piojos atacaron a los hombres y a los animales. En la cuarta, el país se llenó de moscas. En la quinta, todo el ganado murió. En la sexta, úlceras llenaron los cuerpos de todo ser viviente. En la séptima, un granizo destructor cayó por doquier. En la octava, langostas arrasaron con todo. En la novena, se extendió tal oscuridad que la visibilidad era prácticamente nula. Y en la décima y última, murieron todos los primogénitos. Antes de que se cumplieran, Dios le repetía a Moisés una y otra vez las palabras que tenía que pronunciar ante Faraón:

“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 7:16).
“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 8:1).
“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 8:20).
“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 9:1).
“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 9:13).
“Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éx. 10:3).

Así fue hasta las dos últimas calamidades, donde el juicio fue decretado y no hubo más advertencias. Cada plaga era más contundente. En cada juicio, en cada secuencia, la destrucción aumentaba. Ante tal virulencia, los siervos de Faraón le dijeron: “Deja ir a estos hombres, para que sirvan a Jehová su Dios. ¿Acaso no sabes todavía que Egipto está ya destruido?” (Éx. 10:7).
A lo largo de seis de las diez plagas, el Altísimo reveló su pensamiento, el cual era prácticamente obsesivo. Tenía un plan y nadie iba a impedir que se cumpliera. Ningún judío estaba excluido de sus propósitos. Era tan contundente que determinó que al pueblo hebreo no le iba a afectar ninguna catástrofe. Ni siquiera los perros se atreverían a ladrarles (cf. Éx. 11:17).

El propósito del caos
Removió cielo y tierra; ordenó a la naturaleza que se estremeciera; impulsó a la fauna animal a cumplir su voluntad. ¿Y todo para qué? ¿Para impresionar a Faraón? ¿Para demostrar que Él era Dios? No. Sumió todo Egipto en el caos para liberar a su pueblo y para que le sirviera. Dios no “miró, oyó y se acordó” del pacto con Abraham porque no tuviera otras actividades que llevar a cabo o porque se encontrara aburrido desde su eternidad. Lo hizo para que le sirvieran en libertad después de 430 años de esclavitud. Y servirle en libertad implicaba no enredarse nuevamente en este mundo: “Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios; Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra. No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó” (Dt. 7:6-8).
Volvamos al comienzo de la narración, antes de que Moisés se detuviera ante la zarza ardiente y se desatara la guerra: “Aconteció que después de muchos días murió el rey de Egipto, y los hijos de Israel gemían a causa de la servidumbre, y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre” (Éx. 2:23). ¡Ahí estamos nosotros incluidos! ¡Tú también! Fuiste esclavo antes de conocer al Señor durante veinte, treinta, cincuenta años o más. Pero Él, por su misericordia y su gracia, te rescató y te LIBERTÓ. Hubo un antes y un después. Tu vida jamás volvería a ser igual tras el nuevo nacimiento. Yo mismo recuerdo con total claridad cómo gemía mi alma en aquellos años en que buscaba erradamente a Dios en medio de mi ceguera.
La pregunta sería: si Dios rescató al pueblo hebreo para que lo sirviera, ¿crees que para ti era y es diferente? ¿Acaso no deberías servirle, tras ser liberado del yugo de la muerte, por el precio de la sangre del Cordero? ¿No tienes el ejemplo de Jesús, que no vino para ser servido, sino para servir? (cf. Mt. 20:28). Muchos viven con esta mentalidad pasiva: “Dios me salvó. Ahora, a esperar a que llegue la Parusía y el cielo”. Si eres linaje escogido, real sacerdocio, nación santo, pueblo adquirido por Dios, no es para que te dieras golpes en el pecho, sino para que anuncies las virtudes de aquel que te llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P. 2:9). Es la manera de servirlo.

¿Por qué servir?
Para responder a esta pregunta, recordemos esta historia: “Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume” (Jn. 12:3). ¿Qué motivó su acción? María era una de las hermanas de Lázaro, quien había muerto. Y María, al ver a Jesús, “se postró a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn. 11:32). Jesús mismo se estremeció ante sus lágrimas. Segundos después, resucitó a Lázaro. La primera vez que María se postró a los pies del Maestro fue en señal de angustia, de desesperación, de clamor. Pero cuando se postró por segunda vez y ungió sus pies, derramando nuevamente su corazón y sus lágrimas, fue en señal de puro agradecimiento por resucitar a su hermano.
Por lo tanto, la respuesta a la cuestión es clara: no servimos para ganarnos la salvación (que es por Gracia) ni para cargarnos de obras humanas (lo que sería legalismo), sino POR AGRADECIMIENTO y EN GRATITUD por todo lo que hizo por nosotros. Obediencia y gratitud van de la mano. Nos perdonó por completo de nuestras miserias; nos libró de la condenación; nos regaló la vida eterna; trajo paz a nuestro espíritu y nos prometió un futuro inimaginable a su lado, por citar solo algunas realidades. ¿Acaso no son suficientes razones?
¿Qué hizo el ciego Bartimeo tras ser sanado?: “Le seguía, glorificando a Dios” (Lc. 18:43). ¿Y el samaritano leproso?: “Se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias” (Lc. 17:16). ¿Y la suegra de Pedro tras ser sanada de la fiebre?: “Ella les servía” (Mr. 1:31). Ese debe ser tu corazón. Como dijo un musulmán convertido al cristianismo: Para mí la vida es una oportunidad de poder servirle”[1]. Es el mismo pensamiento que nos transmite Pablo: “Ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos [...] ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí[...] Porque para mí el vivir es Cristo” (2 Co. 5:15; Gá. 2:20; Fil. 1:21).

No hay término medio
Cuando Elías se enfrentó a los sacerdotes de Baal, el planteamiento que realizó al pueblo judío fue contundente: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió palabra” (1 R. 18:21). Aristóteles dijo que las acciones vienen como consecuencia del carácter. En el creyente, las acciones vienen como consecuencia de las creencias y no de los sentimientos. Ser cristiano sin servir es una contradicción. Hay mil maneras de hacerlo:

- Por un lado, según los dones y talentos que Dios ha derramado en ti.
- Y por otro, con obras concretas específicamente señaladas en las Escrituras: El Nuevo Testamento rebosa de ideas prácticas de cómo podemos ayudar. Sin duda alguna, el mayor regalo que le podemos hacer a alguien es predicarle el Evangelio, explicándole la razón verdadera de la muerte de Cristo (algo que la inmensa mayoría desconoce). Como cada persona, cada vida y cada circunstancia son diferentes, hay mil maneras de arrimar el hombro [...] Puede ser desde felicitar a alguien por un trabajo bien hecho pasando por ese matrimonio que involucra en su vida a un soltero solitario. Eso es ser gentil y hospitalario (cf. Fil. 4:5; Ro. 12:13). ¿Más ejemplos? Ayudar a personas con problemas emocionales, sentimentales, físicos y espirituales (cf. Gá. 6:2); visitando a los enfermos y a las viudas de tu familia (cf. Stg. 1:27); Levantando al que ha caído en pecado (cf. Gá. 6:1); Alentando al desanimado y sosteniendo al débil (cf. 1 Ts. 5:14); Colaborando en casa con tus padres (es una manera más de honrar a tu padre y a tu madre, cf. Ef. 6:2); etc. [...] Puede ser algo tan simple pero profundo como escuchar a alguien que está pasando por un duelo por la muerte de un ser querido o por algún tipo de ruptura. Todo se resume en las palabras de Jesús: ´Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos` (Lc. 6:31). Así se cumple toda la ley: ´Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas` (cf. Mt. 22:37-40). Es cierto que Dios ha preparado las obras de antemano para que andemos en ellas (cf. Ef. 2:10), y que, por lo tanto, podemos estar tranquilos en esa certeza. Eso sí, nuestra actitud no debe ser pasiva y quedarnos de brazos cruzados, sino que debemos tomar la iniciativa: ser proactivos. Como dijo John Wesley: ´Haz todo el bien que puedas; por todos los medios que puedas; de todas las maneras que puedas; en todos los lugares que puedas; tantas veces como puedas; a todas las personas que puedas, por todo el tiempo que puedas`. [...] La lista en sí no es un programa legalista que haya que cumplir, ni se hace para llamar la atención sobre uno mismo (eso es lamentable), sino un estilo de vida como forma de expresar nuestra gratitud por lo que hizo Cristo por nosotros en la cruz. Esa debe ser la razón principal por la cual queramos ser mejores personas”[2].
El presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy dejó para la historia algunas célebres frases. En una de ellas dijo: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país”. Los cristianos, en lugar de preguntarnos qué puede hacer Dios por nosotros, deberíamos preguntarle qué podemos hacer nosotros, teniendo el sentir que el apóstol Pablo: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hch. 9:6)”.          
Al fin y al cabo, servir es una elección, la misma que presentó Josué a los israelitas: “Y si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quién sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:15). Y así lo reconoció el pueblo: “Jehová nuestro Dios es el que nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre; el que ha hecho estas grandes señales, y nos ha guardado por todo el camino por donde hemos andado, y en todos los pueblos por entre los cuales pasamos. Y Jehová arrojó de delante de nosotros a todos los pueblos, y al amorreo que habitaba en la tierra; nosotros, pues, también serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios” (Jos. 24:17-18).

Tomando una firme decisión a pesar de todo
¿Qué las circunstancias no son las ideales para servir y vivir de la manera en que Dios establece?: entre aquellos que salieron de Egipto, tenemos los dos extremos. El primero representado por Moisés y María. Desde el comienzo se dedicaron a servir y alabaron al Señor con un cántico. Por el contrario, el resto del pueblo comenzó a quejarse a los tres días. ¡En apenas 72 horas ya habían olvidado todos los acontecimientos sobrenaturales que sus propios ojos habían contemplado! ¡Qué triste! Querían que las circunstancias externas fueran las ideales para servir a Dios. Hay cristianos que caen en el mismo error. Esperan a que el viento sople a favor en sus vidas para obedecer. Mientras tanto, los días y los meses se evaporan inexorablemente.
Siguiendo la lógica de todo este planteamiento, si te has alejado, apartado o enfriado al dejar de servir, es que has dejado de ser consciente de cuánto ha hecho Dios por ti y del precio que tuvo que pagar para rescatarte. Es hora de que traigas de la memoria al presente de dónde te sacó el Señor, para que así vuelvas a sentirte agradecido y servirle: “Qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt. 10:12).
¿Que las personas son desagradecidas –incluso cristianos- y no valoran tu servicio? Recuerda al mismo Jesús, que fue despreciado continuamente –a pesar de que se dio por completo- y no por eso dejó de servir. En una ocasión, sanó a diez leprosos y solo uno se lo agradeció, el que no era ni judío, sino samaritano (cf. Lc 17:11-19). Tendrás tu recompensa cuando estés en Su presencia: “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gá. 6:9).
Si eres uno de ellos y has creído en Él, síguele y, en consecuencia, sírvele: Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (Jn. 12:26). 

Seguimos aquí: Creías que, por ser cristiano, la vida sería un camino de rosas”: https://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2018/02/6-creias-que-por-ser-cristiano-la-vida.html