lunes, 9 de enero de 2023

4. ¿Cuáles serían los problemas si viviéramos cientos de años en este mundo?

 


Venimos de aquí: ¿Logrará la biotecnología que seamos inmortales? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/10/3-lograra-la-biotecnologia-que-seamos.html).

Sea por medio de la biotecnología o del transhumanismo –como analizamos en profundidad en los capítulos anteriores,- supongamos por un momento cómo sería nuestro mundo y qué sucedería si alcanzáramos la llamada longevidad indefinida, donde pudiéramos vivir desde 150 a 1000 años, como se propone la ciencia.

Imposibilidad de proveer indefinidamente a miles de millones de personas
En una de las novelas que citamos de Isaac Asimov –concretamente, El sol desnudo-, leemos que en el planeta Solaria el promedio de vida era de 300 años. La cuestión es que había solamente 20.000 habitantes y la natalidad estaba estrictamente controlada, por lo que buena parte de la tierra estaba deshabitada y los recursos naturales iban dirigidos exclusivamente a proveer las necesidades de esa reducida población. En el planeta Aurora –donde se desarrolla la historia de Los robots del amanecer- la población es mayor: 200 millones, y así se ha mantenido a lo largo de los siglos. Como dice el doctor Fastolfe, uno de los protagonistas y ciudadanos de dicho lugar: “Eso nos proporciona a cada uno amplios terrenos, amplio espacio, amplia intimidad y una amplia parte de los recursos mundiales”[1].
(Portada de los libros de Asimov que conforman la saga de los robots)

A diferencia de esos mundos imaginarios, en nuestro planeta viven 8000 millones de personas, cantidad que sigue aumentando a pasos agigantados a cada año que transcurre. Si ya hay considerables problemas de abastecimiento en diversos lugares del globo terráqueo para seres humanos que viven varias décadas, ¿cómo se surtiría de lo necesario si viviéramos centenares de años? Puesto que, en contraste a las novelas de ciencia ficción, no tenemos los medios para viajar a planetas teóricamente habitables, no habría recursos para mantenernos a todos. Habría hambrunas, guerras y caos. Lo mismo que ya vemos, pero sucedería en un grado todavía mayor.
Por otro lado, hablamos del número de habitantes actual, que ya de por sí es una barbaridad. En el caso de que viviéramos tres o cuatro siglos, algo tendríamos que hacer para que no se quintuplicara la población mundial en pocas décadas. Si esto llegara a ocurrir, provocaríamos un desastre mayor. Así que habría que controlar de forma extrema la natalidad, fuera por esterilizaciones en masa, abortos masivos –lo cual, en parte, ya sucede de forma programada por los gobiernos y auspiciado por la ONU, aunque la población no sea consciente de ello-, o por la prohibición de tener hijos, donde los embarazos estarían penados por la ley. En ese caso, la cuestión sería: ¿nos imaginamos lo horrible que sería un mundo sin apenas niños? Este mundo no está diseñado para que tengamos una vida de centenares de años y con un crecimiento exponencial de sus habitantes de forma indefinida.

Hartazgo de la vida
El concepto humanista de inmortalidad es vivir para siempre, siendo jóvenes y completamente saludables. Ante este planteamiento, me llamó mucho la atención la respuesta que ofrecieron en el programa “2045: la muerte de la muerte”[2] –que dió origen a estos escritos-, un grupo de alumnos de bachillerato sobre si querrían ser inmortales: solo tres dijeron que sí; los nueve restantes que no. Incluso entre los científicos y médicos que entrevistaron en el programa, había división de opiniones.
Volviendo a estos muchachos, la cara que pusieron era todo un poema. Hablaban de viajar, de probarlo todo, de estudiar muchas carreras, y donde el ocio –tanto el sano como el que no- se dispararía exponencialmente. Pero, entre los comentarios, hubo uno que expresaba el sentir general: “Lo peor de todo al final sería la monotonía. No apreciarías las cosas. Llegaría un momento en que te aburrirías y tú mismo pedirías morir”. Esta reflexión debería dar que pensar a muchos que ponen sus miras en la “inmortalidad en este mundo y bajo este cuerpo”, por muchos inventos tecnológicos que se hagan realidad, por muchos hobbies nuevos que surjan y por muchas comodidades que nos hagan todo más fácil.
Los científicos nos presentan un mundo futuro donde seremos inmortales llenos de robots con inteligencia artificial que trabajarán en nuestro lugar, mientras que nosotros nos dedicaremos a la investigación, a viajar por el espacio, a filosofar y a disfrutar de todo lo que esté a nuestro alcance. Pero todos ellos se olvidan de que, incluso si se alcanzará todo lo que citado, esa vida –aparentemente perfecta e ideal-, llegaría a hastiar. Cuando se les ha planteado este problema, la respuesta que han ofrecido es tétrica: el que no quiera seguir viviendo, siempre tendrá la opción de la eutanasia activa.
Gladia, una de las protagonistas principales de las novelas de Isaac Asimov, tenía 233 años –aunque aparentaba cuarenta, y le quedaban, al menos, diez décadas más de vida- cuando dijo con amargura estas palabras: ¿Quiere que les haga un discurso y les cuente exactamente lo que significan cuarenta décadas? ¿Quiere que les diga cuántos años sobrevive uno la primavera de la esperanza, por no decir nada de los amigos y conocidos? Les hablaré del vacío de hijos y familia, del interminable ir y venir de un marido tras otro, el recuerdo borroso de los acoplamientos entre uno y otro; del momento en que uno ha visto todo lo que quería ver, y oído todo lo quería oír, y encontrar imposible pensar un nuevo pensamiento, y olvidar lo que la excitación y el descubrimiento representan, y aprender, año tras año, cuán intenso puede hacerse el aburrimiento”[3].
A pesar de haber visto otros planetas, a pesar de haber viajado por el espacio, a pesar de haber conocido a seres humanos con culturas muy distintas, a pesar de que vivía plácidamente servida por robots, a pesar de que había experimentado todo tipo de ocio y placeres, a pesar de que amó y fue amada, a pesar de que tuvo hijos y nietos, llegó a estar hastiada de todo. Ya nada le hacía sentirse viva: “Comida tras comida, día tras día, estación tras estación, había ido pasando y la tranquilidad casi la había aislado de la tediosa espera por la única aventura que le quedaba, la aventura final de la muerte”[4].
Es cierto que Gladia terminó encontrando un propósito a su vida (evitar la guerra entre terráqueos y espaciales), pero ni siquiera hallar una aspiración quita el hastío ni resuelve el problema final del ser humano, que es la muerte.
Siendo ficción lo narrado por Asimov, lo dicho por Gladia coincide con la idea expresada en la Biblia: “Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol” (Ecl. 1:8-9).

La “felicidad” química
Tratemos de imaginar durante unos segundos un mundo donde no hubiera enfermedades, todos tuviéramos comida en abundancia, dinero para adquirir y poseer lo que quisiéramos, junto a todas las comodidades materiales que deseáramos, terminando por robots que trabajaran por nosotros. Algunos pensarán que sería como estar continuamente en un parque de atracciones.
Ante este panorama, la pregunta sería: ¿de verdad alguien cree que alcanzariamos la verdadera FELICIDAD –así, en mayúsculas- viviendo eternamente en este plano de la existencia, fuera en sucesivos cuerpos reemplazables o con nuestra mente en una red neuronal, sea en este planeta o después de haber colonizado otros? ¿De verdad habría una ausencia total de conflictos personales, tanto con nosotros mismos como con el prójimo? ¿De verdad nos embargaría un sentimiento constante de autorrealización personal?  ¿De verdad experimentaríamos una quietud absoluta en nuestro espíritu?
Los mismos científicos saben que nada de esto es posible. ¿Cuál es entonces la solución que ofrecen?: inducir químicamente en el cerebro la “felicidad” por medio de drogas sin efectos secundarios. Ellos lo llama “bienestar emocional a través del control de los centros del placer”, y lo dicen completamente en serio: “Al contrario que los narcóticos que producen un caos en la química cerebral, causando un corto período de euforia seguido de un período de depresión, estas nuevas drogas de uso clínico tienen una alta especificidad en cuanto a la actuación sobre un neurotransmisor determinado o algún subtipo de receptor, evitando los efectos negativos sobre la conciencia del sujeto; él o ella no se sentirán drogados y ayudará a mantener constante un alto nivel anímico sin provocar adicción. Davis Pearce adhiere a esta nueva era y predica una era post-Darwinista en la cual toda experiencia adversa pueda ser reemplazada por niveles de placer más allá de la experiencia humana normal. A medida que se desarrollen estas nuevas drogas más seguras, combinadas con terapias que actúen sobre nuestros genes, será posible la realidad de construir un paraíso terrenal”[5].
Incluso creen posible modificar nuestra personalidad: “Estas nuevas drogas, con el apoyo de la terapia genética, pueden modificar la personalidad y ayudar a superar la timidez, eliminar los celos, incrementar la creatividad y aumentar la capacidad emocional. Piense en todo el sermoneo, abstinencia y autodisciplina que tenemos que pasar para intentar templar nuestra personalidad. Dentro de no mucho tiempo será posible obtener los mismos objetivos en forma completa solamente ingiriendo una píldora a diario”[6].
Estos investigadores quieren que desemboquemos en una sociedad formada por individuos alterados y remodelados genética y químicamente, y con implantes robóticos en diversas partes del cuerpo, incluyendo el cerebro. Desean que llegue el momento en que nos liberemos de todas nuestras ataduras que nos impiden actualmente ser dueños de nuestro propio destino. Si esto sucediera, llegaría el momento en que ni las propias personas sabrían que han perdido su esencia como individuos, ya que lo aceptarían como algo normal, especialmente las nuevas generaciones.
Si esa es la meta, lamentable y penosa, a la que quieren conducirnos los científicos y a la que aspira la humanidad, conmigo que no cuenten. 

Continuará en El falso mundo feliz que nos quieren vender los humanistas.


[1] Asimov, Isaac. Los robots del amanecer. Debolsillo. Pág. 113

[3] Asimov, Isaac. Robots e Imperio. Pág. 204. Debolsillo.

[4] Ibid. Pág. 205.

[6] Ibid.

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