jueves, 18 de septiembre de 2014

¿El perdón es gratuito para quien no se arrepiente? (2ª Parte)



Venimos de aquí: ¿El perdón es gratuito para quien no se arrepiente? (1ª Parte):
En esta segunda parte comprobaremos que no perdonar no es sinónimo de rencor, veremos cuál debe ser nuestra actitud mientras la concesión del perdón sea imposible por falta de arrepentimiento, y terminaremos analizando cuáles son los mecanismos de control que se deben dar en cada iglesia local para solucionar actitudes pecaminosas.

¿A qué nos llama la Palabra de Dios?
Cuando un creyente no perdona a alguien que no le ha pedido perdón ni se ha arrepentido, suele llenarse de sentimientos neuróticos de culpa por la enseñanza que ha recibido respecto al perdón. Se siente un mal cristiano. Y esto es consecuencia de que se le ha hecho creer que tiene que perdonar incondicionalmente, cuando la enseñanza global de la Escritura no muestra tal instrucción. Olvidamos que los principios que se requieren para que Dios conceda el perdón son aplicables por igual en las relaciones interpersonales, y los textos son contundentes al respecto, como ya vimos en la primera parte.
No perdonar a quien no se arrepiente de un mal que ha cometido y que persiste en su actitud contra nosotros no es falta de amor ni resentimiento. Ni siquiera como conceptos son sinónimos, a pesar de que muchos usan ambas ideas como si fueran una sola. Y esto es un grave error. Es simplemente el ajuste a los patrones bíblicos por la parte que nos toca. Es el método que Dios ha establecido (no el del hombre), el que debemos de seguir. No es que no queramos perdonar al que no se arrepiente, sino que no podemos hacerlo en los términos que Dios mismo ha impuesto. Flaco favor hacemos cuando perdonamos sin arrepentimiento. Si lo hacemos, en algunos casos, estaremos rebajando la justicia; en otras, directamente la anularemos. Lo mismo sucede cuando nos perdonan sin que nos hayamos arrepentido.
También es cierto que debemos buscar la reconciliación en humildad, poniendo sobre la mesa todas las cartas de la discordia, señalando cuáles deben cambiar y eliminarse de la baraja. El fin último de todo problema que surge entre dos seres humanos es la paz (y más entre cristianos), aunque hay ocasiones en que esto es imposible por la negativa del ofensor a reconocer su culpa (fruto de la soberbia, de su empecinamiento en el error, o de la propia ceguera), por la terquedad que muestra en su actitud, y por su falta de arrepentimiento genuino. Por eso Pablo dijo: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Ro. 12:18). Nuevamente observamos cuándo es unilateral y cuándo bilateral en determinados aspectos de las relaciones con nuestros semejantes, qué parte depende de nosotros y cuál no. De ahí que haya ocasiones en que, aun siendo triste, no nos quede más remedio que poner tierra de por medio con algunas personas.
La pregunta que tenemos que plantearnos entonces es la siguiente: si no podemos conceder la “absolución” por falta de arrepentimiento de la parte ofensora ni podemos tener comunión con ella, ¿a qué nos llama entonces la Palabra de Dios?:

- A no permitir que el enojo se instale en nosotros: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef. 4:26). Hay un enojo justo, como por ejemplo el que sentimos al ser gravemente ofendidos, pero éste no debe “guardarse” eternamente como si fuera un preciado tesoro.
- A orar y a bendecir al ofensor para que el Señor toque su corazón: “Bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mt. 5:44). Estas palabras son una clara advertencia contra la indiferencia. Es un llamamiento a ser pro-activos en lo que respecta a la oración y a las acciones.
- A no pagar con la misma moneda: “No paguéis a nadie mal por mal” (Ro. 12:17). Esto implica no insultar aunque nos insulten; a no condenar aunque nos condenen; a no ser agresivos aunque lo sean con nosotros; a no injuriar aunque nos injurien; etc. Es una renuncia voluntaria a devolver la moneda, tomando el ejemplo de Jesús, cuya actitud contemplamos en todo su esplendor en el capítulo 53 de Isaías, y más concretamente en el versículo 7: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”.
- A no tomar venganza por nuestra cuenta: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:19). Para esto es fundamental el espíritu de dominio propio que Dios nos ha dado (cf. 2 Timoteo 1:7). Por venganza no nos referimos únicamente a la violencia física, sino a cualquier tipo de “ajuste de cuentas”, como los ejemplos citados en el punto anterior. Si hemos sido dañados, tendremos que dejar que Él sane nuestro corazón quebrantado, y vende las heridas (cf. Salmos 147:3).
- A procurarle el bien si está en nuestra mano: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (Ro. 12:20). Amar al enemigo es parte del fruto del Espíritu (Gá. 5:22).
- Y por último: A quitar de nosotros “toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” (Ef. 4:31).

Estas acciones son para nosotros, y no dependen de lo que haga o deje de hacer el responsable del mal causado. De lo contrario, nos pondremos a su misma altura.
Dar por hecho que vamos a odiar, a llenarnos de amargura, a enfermar o a tomar venganza por el hecho de no perdonar al que no se arrepiente es una idea que parte de una base errada. Se puede amar al culpable sin perdonarlo, y al mismo tiempo no tener comunión con él.
Por todo esto, quiero incidir en este aspecto: la clave en todo proceso ofensivo donde somos gravemente dañados, donde no nos han pedido perdón ni ha habido muestras de arrepentimiento, es guardar nuestro corazón. Como señala el conocido proverbio, “de él mana la vida” (Pr. 4:23). Así evitaremos que la amargura y el resentimiento aniden en nosotros, permitiendo que la paz del Señor esté en nosotros y podamos mantener una actitud sana, acorde a los deseos divinos.

¿Verdaderamente se ha arrepentido?
Quizá la parte más compleja es saber cuándo las disculpas son sinceras. En este aspecto, hay algo que debe estar claro: cuando la persona toma consciencia de que ha pecado contra alguien, se siente consternado y busca con prontitud pedir perdón, restaurar en la medida de lo posible el mal causado y cambiar su conducta de manera clara.
El primer paso que debe llevar a cabo la parte ofensora es pedir perdón de forma verbal (o escrita, si las las circunstancias no permiten la primera opción), reconociendo sus actos, y siendo consciente del dolor ocasionado. Pero recordemos que “pedir perdón” no es sinónimo de arrepentimiento. El arrepentimiento no es ni más ni menos que el cambio radical en la actitud. Esto conlleva implícitamente reparar el mal causado, siempre que sea posible. Un ejemplo claro sería una infidelidad: el culpable deberá abandonar por completo a la “tercera” persona y dar pasos concretos para restablecer con el tiempo la confianza con su cónyuge (en el supuesto de que le ofrezca esa oportunidad). Por citar otro caso: cuando se mancilla el honor de una persona. Se tendrá que restituir de forma clara y evidente la reputación que se dañó. Sea cual sea el pecado cometido, el arrepentimiento debe ser evidente.
Zaqueo mostró el significado del verdadero arrepentimiento: Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador. Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:7-10). Fuera o no consciente, estaba cumpliendo las exigencias de Cristo: “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mt. 3:8). Manifestó claramente que su vida había cambiado y así se ganó la confianza del Señor.
Todos estos pasos los observamos en la historia de José, hijo de Jacob. No otorgó su confianza a sus hermanos de manera inmediata. Incluso en primera instancia fue áspero con ellos (cf. Gn. 42:7). Su actitud fue una mezcla de severidad y bondad. Los probó duramente para comprobar si habían cambiado. Todos conocemos la historia: sus hermanos quisieron matarlo. Uno de ellos, Judá, quiso venderlo. Sin embargo, años después, aceptaron toda la culpa que sus acciones desencadenaron. Aquí nos encontramos a grupo de hombres transformados que imploraron misericordia. José la concedió. Se conmovió y depositó nuevamente su amor sobre Judá y el resto de sus hermanos arrepentidos: Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban. Vinieron también sus hermanos y se postraron delante de él, y dijeron: Henos aquí por siervos tuyos. Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (Gn. 50:15-21).
Las palabras sin acciones concretas no sirven absolutamente de nada. Podemos perdonar, pero hay ocasiones en que es imposible volver a confiar en personas que repiten sin cesar sus malas acciones y que viven bajo una continua hipocresía. Las supuestas promesas de cambio se las lleva el viento ya que que sus actos demuestran que sus palabras carecen de valor alguno. Son situaciones en que el individuo cree sus propias mentiras, o silencia las señales de alarma de su propia conciencia. Termina por ser incapaz de reconocer la propia culpa y de sentir remordimiento. Para esto no tiene ningún inconveniente en justificar sus actos tergiversando los hechos o contando medias verdades (lo que, al fin y al cabo, son mentiras). Ante hechos así no hay nada que hacer; lo mejor es alejarse por completo y dejarlo en las manos de Dios.
Estemos siempre dispuestos a perdonar pero tengamos cuidado de no ser ingenuos. No se trata de ser desconfiados per se, sino prudentes como serpientes (cf. Mt. 10:16). Recordemos que el propósito final del arrepentimiento y el perdón es el reestablecimiento de la comunión, pero bajo unos patrones de conducta muy diferentes a los que se dieron lugar al pecado.

Mecanismos de control
Aquí no estamos hablando de ofensas menores que pueden ser pasadas por alto, puesto que, como dice en Proverbios 19:11: “La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa”. Estamos haciendo alusión a faltas graves que han sido cometidas contra nuestra persona (o que nosotros hemos cometido contra otros): injurias, calumnias, burlas, menosprecios, insultos, muestras severas de soberbia, mentiras continuas, infidelidad, cualquier tipo de abuso (físico, emocional o espiritual), traición, etc. En este tipo de situaciones, es completamente imposible estar en paz con otra persona (cf. Romanos 12:18). También podríamos citar muchas de las obras de la carne a las que hace alusión Pablo en Gálatas 5:19-21: “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”.
Para este tipo de cuestiones, Jesús en persona mostró claramente qué mecanismos de control tendría que llevar a cabo cada iglesia local cuando un hermano pecara contra otro: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mt. 18:15-17). Si estos mecanismos de control se llevaran correctamente en cada congregación, la vida entre cristianos sería más saludable de lo que suele ser. Tenemos un ejemplo con los corintios, que no estaban llevando estas medidas a cabo, y Pablo tuvo que reprenderlos por permitir a un incestuoso anidar a sus anchas entre ellos (cf. 1 Co. 5:1-5).
Como ya dije sobre este texto en “Cuando el pecado entra en la iglesia”: Si el pecado ha quedado solucionado tras una conversación cara a cara, ahí debe quedar el asunto. Ni el pastor ni nadie debe saberlo. Si se arregla tras tomar dos o tres testigos, exactamente igual. Muchas veces se ignora por completo este principio divino y se camufla bajo “la necesidad de informar”, eufemismo de “murmurar”. Es trágico cuando, a pesar de que muchos asuntos se resuelven en primera instancia, hasta el último miembro de la congregación termina por saber aquello de lo cual jamás debería haberse enterado: “La confesión de un pecado es siempre un secreto, algo estrictamente confidencial. Parece muy sencillo: un secreto es un secreto, pero ¡cuántos problemas, cuántas relaciones rotas, cuántas tensiones en la vida de una iglesia, de una familia, se han producido por no saber guardar algo tan elemental! Ante una confidencia, ni siquiera las personas mas allegadas, esposo o esposa, deben tener conocimiento de ello. La única excepción es cuando tenemos la autorización del interesado. Si vemos la necesidad de compartir este secreto con el cónyuge, quizás para descargarnos nosotros mismos, podemos hacerlo siempre y cuando el interesado nos haya dado su consentimiento”[1].
Cuando nada de esto se pone en práctica, y la mayoría guarda silencio (especialmente los ancianos), se dan situaciones surrealistas donde es el hermano contra el que se ha pecado quien se tiene que marchar de la congregación, profundamente herido, cuando la Escritura es contundente sobre qué hacer con el pecador que no se arrepiente: tenerlo por gentil y publicano (cf. Mt. 18:17). Como señala William Macdonald al respecto: “El significado más evidente de esta expresión es que debería ser considerado como fuera de la esfera de la iglesia. Aunque puede que sea un verdadero creyente, no está viviendo como tal y no debería ser tratado como uno. Aunque siga perteneciendo a la iglesia universal, debería ser privado de los privilegios de la iglesia local. [...] El propósito de esto es hacerlo consciente y llevarlo a confesar su pecado. Mientras no se consiga este objetivo, los creyentes deberían tratarle con cortesía pero también deberían mostrarle, con su actitud, que no aprueban su pecado y que no pueden tener comunión con él como hermano en la fe. La asamblea debería estar bien dispuesta a recibirlo de nuevo en cuanto haya evidencia de un arrepentimiento genuino”.  
En algunos casos concretos, puede darse la situación donde el ofensor no sea consciente de la afrenta que ha cometido. Si es así, es nuestra obligación y deber moral decírselo. Exactamente igual si es el caso contrario: es su responsabilidad para con nosotros. 

Para terminar con este estudio, recordemos que, sea cual sea el caso, tenemos que tener siempre presente las palabras de Pablo: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gá. 6:1). Es este espíritu el que debe predominar, sabiendo que nosotros mismos podemos caer. En lugar de dejar que caiga la ira sobre el culpable (que solo termina por hundir aún más al creyente que ha pecado), recordemos que el propósito principal es su restauración. En caso de que no sea posible, vivamos en paz.


[1] Martínez Vila. Pablo. Psicología de la oración. Andamio.

lunes, 1 de septiembre de 2014

¿El perdón es gratuito para quien no se arrepiente? (1ª Parte)


Si hiciéramos una encuesta a nivel mundial, que incluyera a cristianos, miembros de diversas religiones, ateos y psicólogos humanistas, la inmensa mayoría diría que debemos perdonar siempre, incluso a aquellos que nos han ofendido gravemente, aunque no nos hayan pedido perdón ni muestren un verdadero arrepentimiento. Partiendo de la misma premisa, también deberíamos esperar que nos perdonaran aquellos a los que hemos ofendido aunque no le pidamos perdón ni nos arrepintamos. Es una “ley” tan clara en nuestras mentes como que 2 + 2 son 4. Muchos creen que si no pensamos de esa manera es porque nuestra educación ética y moral ha sido deficiente. Por medio de libros, conferencias, exhortaciones y sermones, se ha enseñado de generación en generación que debemos conceder el perdón de forma gratuita. Internet está llena de imágenes con frases y refranes populares que difunden tal idea. Respetando otras opiniones y a aquellos que no comparten mi misma fe, y puesto que lo que expongo a continuación se basa en la Biblia, este estudio está dirigido exclusivamente a cristianos que creen que ella es la Palabra de Dios. Por eso está en la etiqueta “errores doctrinales” dentro del blog.  
Hoy en día, la simple insinuación de defender el planteamiento contrario al “perdón sin arrepentimiento” es tachado por algunos como herético y maligno:

-Si no perdonamos, se nos dice que somos personas inmaduras o malvadas.
-Si no perdonamos, se nos señala como cristianos que no están llenos del Espíritu Santo, sino de amargura (o incluso se duda de que realmente seamos creyentes).
-Si no perdonamos, se piensa que estamos moralmente enfermos.
-Si no perdonamos, se nos acusa de desobedientes a Dios, y de carecer de amor y de misericordia.
-Si no perdonamos, se nos indica que somos nosotros los que vivimos en el error y pecando gravemente.

Por todo esto, puede que te pongas a la defensiva con lo que voy a decir: Dios NO enseña que debamos perdonar al prójimo si no se arrepiente[1], al igual que “no perdonar” no tiene que ser sinónimo de “guardar amargura y rencor”. El perdón unilateral no es bíblico. Como vamos a ver, la “predisposición” a perdonar sí es unilateral (al depender solo de una parte), pero la “concesión” del perdón es bilateral, al depender de las dos partes.
Puede que mentalmente estés buscando a toda prisa versículos que contradigan severamente las afirmaciones que acabo de realizar. En este preciso instante, tienes dos opciones: dejar de leer para no entrar en ningún tipo de conflicto contigo mismo, o escuchar mis argumentos y “usar tu mente para pensar”. Si eliges la segunda opción, cuando termines de analizar el estudio al completo (no solo partes aisladas o algunas líneas), tendrás que hacer lo que siempre señalo: escudriñar honradamente por ti mismo este tema una vez más en las Escrituras y no por lo que digan los demás, tomando en cuenta que fue la misma exhortación que Jesús le hizo a los judíos (cf. Jn. 5:39). Si lo haces, contextualiza todos los pasajes, y no olvides dejar a un lado los prejuicios personales y las tradiciones que has heredado durante los años que llevas de cristiano genuino. 
La base de mi argumentación es clara: tenemos que saber qué dice el conjunto de toda la Escritura para llegar a firmes conclusiones, en lugar de basarnos en fragmentos o partes aisladas del texto bíblico. Si no lo hacemos, estaremos cometiendo graves errores:

1)Estaremos forzando textos bíblicos para que encajen en nuestros propios preconceptos.
2)Estaremos desnaturalizando el verdadero significado de multitud de pasajes.
3)Estaremos adoptando pensamientos profanos como si fueran bíblicos.
4)No permitiremos que Dios hable por medio de su Palabra. Como dice José María Martínez: “Los reformadores aseveraron que la Escritura Sagrada es interprete de sí misma. Se daba así a entender que ningún pasaje bíblico ha de estar sometido a la servidumbre de la tradición o ser interpretado aisladamente de modo que contradiga lo enseñado por el conjunto de la Escritura. Con este principio, fundamental en la hermenéutica bíblica, se establecía la base del libre examen, del derecho de todos los fieles a leer e interpretar la Biblia por sí mismos. Por supuesto, nunca pensaron los reformadores, como muchos de sus detractores han afirmado, que el libre examen fuese sinónimo de examen arbitrario que justificara el epigrama satírico evocado por algunos: Este es el libro en que cada uno busca su opinión; y en él cada cual halla también lo que busca”[2].

Veamos qué nos enseña la Biblia respecto al perdón entre “Dios y el hombre” y “en las relaciones interpersonales entre los seres humanos”.

El perdón entre Dios y el hombre
Las Escrituras nos muestran una y otra vez que el perdón que Dios concede tiene que venir precedido del arrepentimiento. Así ha sido a lo largo y ancho de la historia:

“Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra” (2 Cr. 7:14).
“Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda. Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho” (Is. 1:16-20).
“Mas el impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, y guardare todos mis estatutos e hiciere según el derecho y la justicia, de cierto vivirá; no morirá. Todas las transgresiones que cometió, no le serán recordadas; en su justicia que hizo vivirá. ¿Quiero yo la muerte del impío? dice Jehová el Señor. ¿No vivirá, si se apartare de sus caminos?” (Ez. 18:21-23).
 “Tú, pues, hijo de hombre, di a la casa de Israel: Vosotros habéis hablado así, diciendo: Nuestras rebeliones y nuestros pecados están sobre nosotros, y a causa de ellos somos consumidos; ¿cómo, pues, viviremos? Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel? (Ez. 33:10-11).
“Conviértase cada uno de su mal camino, de la rapiña que hay en sus manos. ¿Quién sabe si se volverá y se arrepentirá Dios, y se apartará del ardor de su ira, y no pereceremos? Y vio Dios lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho que les haría, y no lo hizo” (Jon. 3:8-10).
“En este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:1-5).
 “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19).
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9).

Dios concede el perdón si hay arrepentimiento. Por la misma regla, no perdona sin arrepentimiento. Es lo que se conoce con el término legal latino Condicio sine qua non (“condición sin la cual no”): “Se refiere a una acción, condición o ingrediente necesario y esencial —de carácter más bien obligatorio— para que algo sea posible”[3]. Si el perdón respecto a Dios fuera gratuito, nadie iría al infierno, cuando bíblicamente sabemos que esto no es así[4]. Creer en Cristo como Salvador es el camino al cielo. No creer en Cristo como Salvador es el camino a la condenación: El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn. 3:16). Charles H. Spurgeon lo explicó con un juego de palabras: “El pecado y el infierno están casados, a menos que el arrepentimiento declare el divorcio”.  
Hay cristianos que se apoyan en las palabras que Cristo pronunció en la cruz para defender su tesis del perdón incondicional: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Quienes creen que Dios estaba perdonando porque Su Hijo así lo solicitó, están olvidando que esa fue una petición y un deseo del corazón compasivo de Jesús[5], no una orden. De la misma manera, Jesús no muere perdonando a toda la humanidad unilateralmente, sino pagando la deuda contraída del ser humano con Dios; muere ofreciendo el perdón, pero que depende de cada uno de nosotros aceptar.
El mismo Pedro acusó a la multitud de haber matado al Autor de la vida, aunque por ignorancia (Hch. 3:15-17). ¿Fueron todos perdonados automáticamente?: Ni mucho menos. ¿Cuál fue la condición?: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch. 2:38-41). ¿Quiénes fueron perdonados? ¿Todos los que oyeron el mensaje?: ¡No! Solo los que se arrepintieron tras aceptar el mensaje de Pedro, unas 3000 personas (cf. Hch. 2:41). Así mismo se lo dijo Jesús a sus discípulos: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Jn. 20:23). Aquellos que creyeran el Evangelio, serían perdonados. Por el contrario, aquellos que no creyeran en las “Buenas Nuevas”, no serían perdonados. Así de simple.
Cuando Jesús enseñó a los discípulos a orar, les mostró con estas palabras tal verdad: “Y perdónanos nuestras deudas” (Mt. 6:12). Por lo tanto, es evidente que sin confesión no hay perdón ni remisión de pecados.

El perdón en las relaciones interpersonales
Cuando dije que posiblemente estarías buscando en tu mente textos para respaldar la idea de perdonar al prójimo aunque no pida perdón ni se arrepienta de sus actos, quizá vinieron a ti las palabras de Pablo: Perdonándoos unos a otros” (Ef. 4:32). Como vamos a ver, este es un claro ejemplo de hasta qué punto se puede manipular un texto bíblico partiéndolo por la mitad, obviando a su vez el conjunto global de las Escrituras respecto a la cuestión que estamos tratando. Este y otros pasajes son claros como el agua cristalina: Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo [...] De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Ef. 4:32; Col. 3:13). Los textos son contundentes. Tenemos que perdonar como Dios nos perdonó” y “de la manera que Cristo os perdonó”. ¿Cómo aconteció este perdón? ¿Cómo y en qué manera nos perdonó el Señor?: Como ya hemos visto, tras el arrepentimiento por nuestra parte.
En el trato entre hermanos la mecánica del perdón es exactamente la misma que entre Dios y el hombre: Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale” (Lc. 17:3-4). Nuevamente vemos el principio Condicio sine qua non. Es un “si” condicional. Cuando perdonamos sin que la persona se haya arrepentido, nos situamos por encima de las normas establecidas por Dios al respecto, como si nosotros fuéramos libres para llevar la Gracia un paso más allá de la que Él ofrece. Cuando nos dicen: “Tú perdónalo en tu corazón aunque no se haya arrepentido”, nos están enseñando directamente que nos situemos un peldaño por encima del Señor, exigiéndonos lo que ni Él exige para sí mismo, puesto que el arrepentimiento es el requisito que demanda. Conceder el perdón a quien no se arrepiente, en el sentido de absolución y cancelación de la deuda pecaminosa, no es amor. El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (opositor al régimen nazi, que murió asesinado poco antes del final de la Segunda Guerra Mundial), lo llamó acertadamente “gracia barata”: “La predicación del perdón sin requerir arrepentimiento”. Y, sin duda, esta “gracia” no procede del cielo. Es una imposibilidad y una incongruencia teológica.
Recordemos que las relaciones humanas siempre son bilaterales, en ambas direcciones, no unilaterales. Así lo muestra también la Biblia. No depende de nosotros unilateralmente conceder el perdón, puesto que debe ir acompañado del arrepentimiento de la parte ofensora. En el caso en que seamos nosotros los culpables, el mecanismo es exactamente el mismo: debemos arrepentirnos para ser perdonados. Si a pesar de nuestras disculpas, éstas no son aceptadas, el problema será de la otra persona. Es un asunto del que ya estaremos excluidos: será la otra parte quien deberá solucionarlo en su conciencia y ante Dios.
Es en todo este contexto donde las palabras de Cristo cobran su verdadera dimensión: mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mt. 6:15). Este texto al que algunos aluden, no se refiere a perdonar “sí o sí”. Los términos totales de la Escritura van por otro camino: Si una persona nos pide perdón y no la perdonamos, tampoco Dios nos perdonará a nosotros.
Como veremos en la segunda parte, aquí no estamos hablando de ofensas menores que se pueden pasar por alto, sino de asuntos graves.
El perdón no es gratuito. Si lo fuera, no hubiera hecho falta que Cristo muriese por nuestros pecados. En las relaciones personales, nuestro deber ético es reprender al hermano que nos ha ofendido. Si se arrepiente, debemos perdonarle, aun cuando nuestro corazón no sienta de hacerlo. En caso contrario, la deuda seguirá pendiente y la comunión será imposible.





[1] Por citar dos ejemplos de autores conocidos que ofrecen el mismo punto de vista: Gary Champan en su libro Los cinco lenguajes de la disculpa, y John Townsend en Más allá de los límites.
[2] Martínez, José M. Hermenéutica Bíblica. Clie.  
[4] Cuando Pablo dice que “todo Israel será salvo” (Romanos 11:26), se refiere a todos los judíos que hayan creído, no al resto de incrédulos (aunque sean hebreos de nacimiento).
[5] Son las mismas palabras que salen del corazón misericordioso de Esteban cuando estaba siendo apedreado (cf. Hechos 7:60). Y es un ejemplo a imitar. Pero esto no implica que estuviera en su mano conceder el perdón a sus asesinos.