(No, así no)
Venimos de aquí: Los jóvenes y los adolescentes piden que sus padres les valoren y
les comprendan (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/31-los-jovenes-y-los-adolescentes-piden.html).
Ser escuchados
Escuchar va
implícitamente unido a la “comprensión”. Lo que muchos padres entienden por
escuchar es: “Me parece muy bien, pero la decisión está tomada”. Es decir, de
antemano ya está todo dictado. El adolescente no es realmente oído y le resulta
por su parte una pérdida de tiempo expresar sus pensamientos.
Escuchar es prestar
verdadera atención a los argumentos de la otra persona. Es la primera parte de dialogar. Si no existe lo primero,
automáticamente se descalifica como dialogo. La exhortación de Santiago es
genérica y no excluye a los padres respecto a su relación con sus hijos: “Todo hombre
sea pronto para oír, tardo para hablar” (Stg.
1:19).
Por eso, un gran
consejo para los padres: “No deje el
televisor encendido mientras comen o cenan. Son momentos únicos en los que
todos los miembros de la familia están juntos, y por tanto, ideales para
intercambiar información, comentarios, bromas, etc. Si la televisión está
encendida, el diálogo es inexistente”[1].
Hablar es dialogar,
no situarse tras el púlpito hogareño para sermonear y convertirlo en un
monólogo que se concluye con un “¿amén?” y otro par de gritos por si no ha quedado
claro, mientras que el joven escucha, calla y obedece sin derecho a opinar.
Lamentablemente, he
visto a hijos –buenos hijos- llenos de buenas intenciones y mejores palabras,
señalarle a alguno de los padres un error que les afectaba personalmente y que
le hería, y éstos recibirlo con ira. Llenos de sarcasmo, el padre o la madre
decían gritando a los cuatro vientos: “¡Qué bien! ¡Siempre lo hago mal!
¡Siempre soy el malo! ¡Y quién te crees que eres tú, don perfecto, para decirme
nada!”. Por el contrario, está más que comprobado que si al hijo se le ocurre
responder a sus padres de la misma manera ante la corrección recibida, será
acusado de maleducado y sinvergüenza, aparte de que estará un mes sin salir y
tres meses sin paga.
¿Qué ocurre cuando
somos adultos y nos corrige una persona que es un mal oyente, que es duro,
verbalmente agresivo y de mirada intimidatoria? Que no le hacemos ningún caso,
aunque lleve toda la razón, o al menos parte de ella. Pero si alguien, que se
ha ganado nuestro corazón con su amabilidad, con sus buenas intenciones, con su
nobleza e integridad, nos expresa los mismos argumentos, aunque nos duela
oírlos, lo escucharemos atentamente y le haremos caso si está en lo correcto.
Con los hijos respecto a sus padres sucede exactamente igual. Si los padres son
del primer tipo, seguramente el adolescente tomará dos caminos:
- Seguirá haciéndolo
mal, enrabietado por la mala actitud que tienen con él.
- Dejará de hacerlo
mal delante de sus padres, pero seguirá igual a sus espaldas, simplemente para
no escucharlos más.
Por el contrario, si
los padres se han ganado el cariño del hijo y éste sabe que las palabras de sus progenitores no son de
condenación sino de verdadero interés por su crecimiento personal, y llenas de
amor –aunque sean duras en su contenido-, cambiará por convencimiento y no por
obligación.
Corrección
Nada de esto quita la
realidad: los padres tienen que ser firmes a la hora de educar en valores, en
el establecimiento de normas y límites, y decirles “no” a sus hijos cuando
toca. Pero muchos también tienen que revisar la forma de llevarlo a cabo. Lo
uno no quita lo otro: “Si se ha de
castigar, debe quedar claro que se castiga una conducta determinada, nunca a la
persona. No se trata de ´fastidiar` al hijo, sino de ejercer de padres. Cuando
imponemos un castigo, podríamos decirle a nuestro/a hijo/a: ´Te quiero
mucho, pero lo que has hecho no está bien`, sería
una forma de que entendiera que no estamos actuando contra él o ella, sino
contra lo que ha hecho. Esto implica “avisar
sobre las posibles sanciones o premios. En ciertos casos se pueden llegar a
pactar. Si nuestro/a hijo/a sabe que se quedará sin salir mañana si hoy llega
tarde, no sólo es más fácil que llegue puntual, sino que aceptará el castigo
sin falta de una discusión innecesaria”[2].
Por supuesto que hay
que indicarles qué tienen que cambiar y qué están haciendo mal, porque si solo
se les muestra sus virtudes y nunca sus defectos ni errores terminarán viviendo
en un mundo irreal de autocomplacencia donde se creerán su perfección, convirtiéndose en pequeños monstruitos altivos y
narcisistas. Como bien explica Virgilio Zaballos, cuando hay que corregir hay
que hacerlo claramente, puesto que “si no
corregimos a tiempo esos desajustes, y nos dejamos llevar solo por la idea de
hablar y hablar y volver a hablar, dedicando demasiado tiempo a una infinidad
de explicaciones que nunca comprenderán porque está en la esencia que nos
separa (hay cosas que un hijo no comprende, aunque estés un día entero dando
explicaciones, lo comprenderán más adelante), nunca sabrán que hay un rol
distinto entre padres e hijos. No hablo de autoritarismo, cerrando toda
discusión con ´aquí se hace lo que mando yo`; no es eso. Hay que explicar,
persuadir y convencer, pero si no se llega a un acuerdo, debe prevalecer el
principio de autoridad en amor. Nunca debemos demorarnos en resolver los desafíos
porque no se disuelven solos, se acumulan. Fallar en esto por cobardía,
comodidad o permisividad nos puede llevar a sorpresas desagradables y la
incomprensión de no saber cómo se han gestado, aunque seamos actores pasivos de
ellas”[3].
Ya vimos en el
aspecto anterior que los jóvenes tienen que ser escuchados. Ahora bien, “los padres no tienen por qué doblegarse y
ceder en el límite impuesto, pero, sin duda, deben escuchar. Si el argumento
del adolescente es razonable, sereno y válido, los padres pueden considerarlo,
dialogar sobre él y actuar en consecuencia. Si por el contrario el joven
insiste en embestir a capricho contra la norma, solo conviene escucharle hasta
cierto punto y en un determinado momento hay que dar por zanjada la cuestión.
[...] Los especialistas ofrecen una receta infalible: mientras el hijo viva con
sus padres, aunque discuta o se ponga muy incómodo, no debe salirse con la
suya. Fácil decirlo y complicado hacerlo, porque no explican dónde entra el
tacto en tan loable propósito. La clave del éxito se halla en guiar al hijo sin
que lo note, exigirle sin que se sienta explotado, educarle sin ataques”[4].
Sabemos lo que pasó
con los hijos de Elí porque éste no supo disciplinarlos convenientemente (cf.
S. 2:12-4:22): “Eran impíos, y no tenían
conocimiento del Señor. Su pecado era en
que siendo los hijos del sumo sacerdote, aprovechaban su condición de privilegio
para sacar beneficio propio. Se estaban enriqueciendo y lucrando de manera impía,
por el mal uso de su posición como hijos del sacerdote Elí, y usando la piedad
como fuente de ganancia. Todo ello mostraba su ignorancia en el conocimiento de
Dios, vivían sin temor de Dios, y provocaban el menosprecio de los hombres
hacia las ofrendas. Estaban deshonrando a su padre y por supuesto al Dios de
Israel ante el pueblo. Esta actitud fue muy desagradable a los ojos de Dios,
que decidió desecharlos del sacerdocio y escoger a Samuel. Además, se
beneficiaban de su situación ejerciendo dominio sobre las mujeres que acudían
al lugar del sacrificio y conseguían favores sexuales, acostándose con ellas.
Hacían pecar al pueblo de Dios con su mal ejemplo. En todo esto, el padre los
corrigió levemente, era consciente de su mal ejemplo y las consecuencias
nefastas que acarrearía sobre ellos mismos y el pueblo del Señor. Pero no fue
lo suficientemente firme para poner fin al pecado de sus hijos; por eso Dios le
reprendió. Es muy importante entender que Dios pidió responsabilidad al padre
del comportamiento de los hijos. No fue suficiente saber que eran mayores de
edad. Eli tenía la obligación de corregir lo deficiente de sus hijos y mantener
el sacerdocio limpio de iniquidad. La ligera corrección de Elí a sus hijos no
fue suficiente para Dios, especialmente porque su conducta no cambió, y Elí
permitió que se mantuviera la iniquidad. A veces los padres nos excusamos con
el argumento de que ya le hemos dicho a nuestros hijos que no hagan lo que
sabemos está mal; pero no es suficiente decirlo. La corrección tiene que
alcanzar a un cambio de actitud. A menudo decimos a nuestros hijos cuando son
pequeños que dejen de hacer alguna cosa, pero lo hacemos de tal forma, sin
convicción, que ellos mismos captan nuestra falta de firmeza y no tienen
suficiente fortaleza para mover su voluntad. Podemos acostumbrarnos a
repetirles palabras sin que supervisemos su obediencia, que acabamos creyendo
que por haberlo dicho es suficiente y nuestra conciencia se calma. Pero eso no
es suficiente, hay que esperar que nuestras palabras tengan consecuencias y
sean obedecidas; de lo contrario estamos hablando al aire y enviamos un mensaje
a nuestros hijos de que hablamos por hablar, echamos la bronca y ya está. Con
esto adquieren la costumbre de esperar a que sus padres olviden el asunto para
seguir haciendo lo mismo. Este engaño también opera en nosotros mismos como
padres; nos hace creer que estamos haciendo lo que debemos, pero no recibimos
ningún resultado. [...] ¿Cuántas familias están rotas hoy porque sus hijos no han
sido estorbados por sus padres en el momento oportuno? Han sido flojos,
indiferentes o permisivos en la educación; los han dejado en manos de la
televisión, los colegios, los amigos, y cuando han reaccionado estaban metidos
en droga, alcohol, en una vida sexual promiscua y los padres sin saberlo.
Despertar de este sueño es algo terrible. Claro que en ocasiones hacemos todo
lo posible para proteger a nuestros hijos y ejercemos un control tan hechicero
que provocamos el efecto contrario: se sienten tan oprimidos que están deseando
alejarse de nuestro control y desenfrenarse como efecto pendular a nuestra
represión contraproducente. Todos los extremos son perjudiciales. No es fácil
encontrar el camino equilibrado en esta responsabilidad, pero nunca debemos
soltar a nuestros hijos de tal manera que queden a merced de las corrientes de
este siglo. Debemos estar cerca sin agobios, supervisarles y atender a las
señales de sus estados de ánimo; sin oprimirles ni mantener una actitud de
desconfianza continua. Y cuando sabemos que es la hora de pararles frente a
nosotros y confrontarles con sus errores, hacerlo con la firmeza y ternura
necesarias hasta conseguir los resultados deseables. En estos tiempos no
podemos estar ausentes, ni ser pasivos, ni flojos, ni cobardes, especialmente
si es el tiempo de la adolescencia. Necesitarán nuestro apoyo, que les oigamos,
que sientan que estamos con ellos y que les amamos a pesar de las restricciones
que debamos aplicar. Nunca son medidas populares en su origen, pero a la larga
darán fruto de justicia: ´Es verdad que
ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero
después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados`
(He. 12:11)”[5].
La historia de los
hijos de Elí –y las que vemos en el día a día o conocemos personalmente- nos
muestran la sublime importancia de corregir a los hijos. ¡Cuántos hijos han
avergonzado a sus padres porque previamente no fueron reprendidos!: “La vara y la
corrección dan sabiduría; Mas el muchacho consentido avergonzará a su madre” (Pr. 29:15).
Corrige a tu hijo siempre
que tengas que hacerlo “y te dará descanso, y dará alegría a tu alma” (Pr. 29:17), pero recuerda que “el corazón del justo piensa para responder” (Pr. 15:28). Cuando
cometa una mala acción, piensa bien qué vas a decirle y cómo. El propósito es
que aprenda, no que lo humillen. La manera en que hables marcará la diferencia
entre un hijo emocionalmente sano y maduro a un hijo que no lo será.
Continuará en: No
compares a tus hijos: se mueren por tu amor y respeto. https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/4-no-compares-tus-hijos-se-mueren-por.html
[1]
Nágera, Alejandra. La edad del pavo.
Temas de hoy. Pág. 240.
[2]
Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo
digas a mis padres. Ariel. Pág. 140.
[3]
Zaballos, Virgilio. Esperanza para la
familia. Logos. Pág. 60.
[4]
Nágera, Alejandra. La edad del pavo.
Temas de hoy. Pág. 63, 97.
[5]
Zaballos, Virgilio. Esperanza para la
familia. Logos. Pág. 42-45.
No hay comentarios:
Publicar un comentario