lunes, 23 de noviembre de 2020

3.2. Que se les escuche y se les corrija: lo que necesitan los jóvenes

 

(No, así no)

Venimos de aquí: Los jóvenes y los adolescentes piden que sus padres les valoren y les comprendan (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/31-los-jovenes-y-los-adolescentes-piden.html).

Ser escuchados
Escuchar va implícitamente unido a la “comprensión”. Lo que muchos padres entienden por escuchar es: “Me parece muy bien, pero la decisión está tomada”. Es decir, de antemano ya está todo dictado. El adolescente no es realmente oído y le resulta por su parte una pérdida de tiempo expresar sus pensamientos.
Escuchar es prestar verdadera atención a los argumentos de la otra persona. Es la primera parte de dialogar. Si no existe lo primero, automáticamente se descalifica como dialogo. La exhortación de Santiago es genérica y no excluye a los padres respecto a su relación con sus hijos: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” (Stg. 1:19).
Por eso, un gran consejo para los padres: “No deje el televisor encendido mientras comen o cenan. Son momentos únicos en los que todos los miembros de la familia están juntos, y por tanto, ideales para intercambiar información, comentarios, bromas, etc. Si la televisión está encendida, el diálogo es inexistente”[1].
Hablar es dialogar, no situarse tras el púlpito hogareño para sermonear y convertirlo en un monólogo que se concluye con un “¿amén?” y otro par de gritos por si no ha quedado claro, mientras que el joven escucha, calla y obedece sin derecho a opinar.
Lamentablemente, he visto a hijos –buenos hijos- llenos de buenas intenciones y mejores palabras, señalarle a alguno de los padres un error que les afectaba personalmente y que le hería, y éstos recibirlo con ira. Llenos de sarcasmo, el padre o la madre decían gritando a los cuatro vientos: “¡Qué bien! ¡Siempre lo hago mal! ¡Siempre soy el malo! ¡Y quién te crees que eres tú, don perfecto, para decirme nada!”. Por el contrario, está más que comprobado que si al hijo se le ocurre responder a sus padres de la misma manera ante la corrección recibida, será acusado de maleducado y sinvergüenza, aparte de que estará un mes sin salir y tres meses sin paga.
¿Qué ocurre cuando somos adultos y nos corrige una persona que es un mal oyente, que es duro, verbalmente agresivo y de mirada intimidatoria? Que no le hacemos ningún caso, aunque lleve toda la razón, o al menos parte de ella. Pero si alguien, que se ha ganado nuestro corazón con su amabilidad, con sus buenas intenciones, con su nobleza e integridad, nos expresa los mismos argumentos, aunque nos duela oírlos, lo escucharemos atentamente y le haremos caso si está en lo correcto. Con los hijos respecto a sus padres sucede exactamente igual. Si los padres son del primer tipo, seguramente el adolescente tomará dos caminos:

- Seguirá haciéndolo mal, enrabietado por la mala actitud que tienen con él.
- Dejará de hacerlo mal delante de sus padres, pero seguirá igual a sus espaldas, simplemente para no escucharlos más.
Por el contrario, si los padres se han ganado el cariño del hijo y éste sabe que las  palabras de sus progenitores no son de condenación sino de verdadero interés por su crecimiento personal, y llenas de amor –aunque sean duras en su contenido-, cambiará por convencimiento y no por obligación.

Corrección
Nada de esto quita la realidad: los padres tienen que ser firmes a la hora de educar en valores, en el establecimiento de normas y límites, y decirles “no” a sus hijos cuando toca. Pero muchos también tienen que revisar la forma de llevarlo a cabo. Lo uno no quita lo otro: “Si se ha de castigar, debe quedar claro que se castiga una conducta determinada, nunca a la persona. No se trata de ´fastidiar` al hijo, sino de ejercer de padres. Cuando imponemos un castigo, podríamos decirle a nuestro/a hijo/a: ´Te quiero mucho, pero lo que has hecho no está bien`, sería una forma de que entendiera que no estamos actuando contra él o ella, sino contra lo que ha hecho. Esto implica “avisar sobre las posibles sanciones o premios. En ciertos casos se pueden llegar a pactar. Si nuestro/a hijo/a sabe que se quedará sin salir mañana si hoy llega tarde, no sólo es más fácil que llegue puntual, sino que aceptará el castigo sin falta de una discusión innecesaria”[2].
Por supuesto que hay que indicarles qué tienen que cambiar y qué están haciendo mal, porque si solo se les muestra sus virtudes y nunca sus defectos ni errores terminarán viviendo en un mundo irreal de autocomplacencia donde se creerán su perfección, convirtiéndose en pequeños monstruitos altivos y narcisistas. Como bien explica Virgilio Zaballos, cuando hay que corregir hay que hacerlo claramente, puesto que “si no corregimos a tiempo esos desajustes, y nos dejamos llevar solo por la idea de hablar y hablar y volver a hablar, dedicando demasiado tiempo a una infinidad de explicaciones que nunca comprenderán porque está en la esencia que nos separa (hay cosas que un hijo no comprende, aunque estés un día entero dando explicaciones, lo comprenderán más adelante), nunca sabrán que hay un rol distinto entre padres e hijos. No hablo de autoritarismo, cerrando toda discusión con ´aquí se hace lo que mando yo`; no es eso. Hay que explicar, persuadir y convencer, pero si no se llega a un acuerdo, debe prevalecer el principio de autoridad en amor. Nunca debemos demorarnos en resolver los desafíos porque no se disuelven solos, se acumulan. Fallar en esto por cobardía, comodidad o permisividad nos puede llevar a sorpresas desagradables y la incomprensión de no saber cómo se han gestado, aunque seamos actores pasivos de ellas”[3].
Ya vimos en el aspecto anterior que los jóvenes tienen que ser escuchados. Ahora bien, “los padres no tienen por qué doblegarse y ceder en el límite impuesto, pero, sin duda, deben escuchar. Si el argumento del adolescente es razonable, sereno y válido, los padres pueden considerarlo, dialogar sobre él y actuar en consecuencia. Si por el contrario el joven insiste en embestir a capricho contra la norma, solo conviene escucharle hasta cierto punto y en un determinado momento hay que dar por zanjada la cuestión. [...] Los especialistas ofrecen una receta infalible: mientras el hijo viva con sus padres, aunque discuta o se ponga muy incómodo, no debe salirse con la suya. Fácil decirlo y complicado hacerlo, porque no explican dónde entra el tacto en tan loable propósito. La clave del éxito se halla en guiar al hijo sin que lo note, exigirle sin que se sienta explotado, educarle sin ataques”[4].
Sabemos lo que pasó con los hijos de Elí porque éste no supo disciplinarlos convenientemente (cf. S. 2:12-4:22): “Eran impíos, y no tenían conocimiento del Señor.  Su pecado era en que siendo los hijos del sumo sacerdote, aprovechaban su condición de privilegio para sacar beneficio propio. Se estaban enriqueciendo y lucrando de manera impía, por el mal uso de su posición como hijos del sacerdote Elí, y usando la piedad como fuente de ganancia. Todo ello mostraba su ignorancia en el conocimiento de Dios, vivían sin temor de Dios, y provocaban el menosprecio de los hombres hacia las ofrendas. Estaban deshonrando a su padre y por supuesto al Dios de Israel ante el pueblo. Esta actitud fue muy desagradable a los ojos de Dios, que decidió desecharlos del sacerdocio y escoger a Samuel. Además, se beneficiaban de su situación ejerciendo dominio sobre las mujeres que acudían al lugar del sacrificio y conseguían favores sexuales, acostándose con ellas. Hacían pecar al pueblo de Dios con su mal ejemplo. En todo esto, el padre los corrigió levemente, era consciente de su mal ejemplo y las consecuencias nefastas que acarrearía sobre ellos mismos y el pueblo del Señor. Pero no fue lo suficientemente firme para poner fin al pecado de sus hijos; por eso Dios le reprendió. Es muy importante entender que Dios pidió responsabilidad al padre del comportamiento de los hijos. No fue suficiente saber que eran mayores de edad. Eli tenía la obligación de corregir lo deficiente de sus hijos y mantener el sacerdocio limpio de iniquidad. La ligera corrección de Elí a sus hijos no fue suficiente para Dios, especialmente porque su conducta no cambió, y Elí permitió que se mantuviera la iniquidad. A veces los padres nos excusamos con el argumento de que ya le hemos dicho a nuestros hijos que no hagan lo que sabemos está mal; pero no es suficiente decirlo. La corrección tiene que alcanzar a un cambio de actitud. A menudo decimos a nuestros hijos cuando son pequeños que dejen de hacer alguna cosa, pero lo hacemos de tal forma, sin convicción, que ellos mismos captan nuestra falta de firmeza y no tienen suficiente fortaleza para mover su voluntad. Podemos acostumbrarnos a repetirles palabras sin que supervisemos su obediencia, que acabamos creyendo que por haberlo dicho es suficiente y nuestra conciencia se calma. Pero eso no es suficiente, hay que esperar que nuestras palabras tengan consecuencias y sean obedecidas; de lo contrario estamos hablando al aire y enviamos un mensaje a nuestros hijos de que hablamos por hablar, echamos la bronca y ya está. Con esto adquieren la costumbre de esperar a que sus padres olviden el asunto para seguir haciendo lo mismo. Este engaño también opera en nosotros mismos como padres; nos hace creer que estamos haciendo lo que debemos, pero no recibimos ningún resultado. [...] ¿Cuántas familias están rotas hoy porque sus hijos no han sido estorbados por sus padres en el momento oportuno? Han sido flojos, indiferentes o permisivos en la educación; los han dejado en manos de la televisión, los colegios, los amigos, y cuando han reaccionado estaban metidos en droga, alcohol, en una vida sexual promiscua y los padres sin saberlo. Despertar de este sueño es algo terrible. Claro que en ocasiones hacemos todo lo posible para proteger a nuestros hijos y ejercemos un control tan hechicero que provocamos el efecto contrario: se sienten tan oprimidos que están deseando alejarse de nuestro control y desenfrenarse como efecto pendular a nuestra represión contraproducente. Todos los extremos son perjudiciales. No es fácil encontrar el camino equilibrado en esta responsabilidad, pero nunca debemos soltar a nuestros hijos de tal manera que queden a merced de las corrientes de este siglo. Debemos estar cerca sin agobios, supervisarles y atender a las señales de sus estados de ánimo; sin oprimirles ni mantener una actitud de desconfianza continua. Y cuando sabemos que es la hora de pararles frente a nosotros y confrontarles con sus errores, hacerlo con la firmeza y ternura necesarias hasta conseguir los resultados deseables. En estos tiempos no podemos estar ausentes, ni ser pasivos, ni flojos, ni cobardes, especialmente si es el tiempo de la adolescencia. Necesitarán nuestro apoyo, que les oigamos, que sientan que estamos con ellos y que les amamos a pesar de las restricciones que debamos aplicar. Nunca son medidas populares en su origen, pero a la larga darán fruto de justicia: ´Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados` (He. 12:11)[5].
La historia de los hijos de Elí –y las que vemos en el día a día o conocemos personalmente- nos muestran la sublime importancia de corregir a los hijos. ¡Cuántos hijos han avergonzado a sus padres porque previamente no fueron reprendidos!: “La vara y la corrección dan sabiduría; Mas el muchacho consentido avergonzará a su madre” (Pr. 29:15).
Corrige a tu hijo siempre que tengas que hacerlo y te dará descanso, y dará alegría a tu alma” (Pr. 29:17), pero recuerda que “el corazón del justo piensa para responder” (Pr. 15:28). Cuando cometa una mala acción, piensa bien qué vas a decirle y cómo. El propósito es que aprenda, no que lo humillen. La manera en que hables marcará la diferencia entre un hijo emocionalmente sano y maduro a un hijo que no lo será.

Continuará en: No compares a tus hijos: se mueren por tu amor y respeto. https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/4-no-compares-tus-hijos-se-mueren-por.html


[1] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág. 240.
[2] Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo digas a mis padres. Ariel. Pág. 140.
[3] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 60.
[4] Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág. 63, 97.
[5] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 42-45.

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