lunes, 30 de noviembre de 2020

4. No compares a tus hijos: se mueren por tu amor y respeto

 


Venimos de aquí: Que se les escuche y se les corrija: lo que necesitan los jóvenes (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/11/32-que-se-les-escuche-y-se-les-corrija.html).

Los hijos...

No quieren ser comparados
No hay que hacer comparaciones con los hijos de otras parejas o con sus propios hermanos: “Mira qué ordenado tiene su cuarto y mira el tuyo”, “mira como él se lo come todo y tú eres el más delicado del mundo”. La realidad es todo esto les hiere en grado sumo porque los avergüenza ante todos y los deja en evidencia. Eso no es educar; es provocar una herida: “Un error muy común es la comparación con otros. Que tonto eres hijo, mira a fulano qué listo es. Esto provocará la rivalidad, la envidia y el odio hacia sí mismo, hacia el padre y la persona con quien se le compara. Las comparaciones deforman la identidad personal. Somos personas individuales, únicas e irrepetibles, no soldaditos de plomo”[1].
Si como adultos no nos gusta que hagan eso con nosotros, cuánto más a un joven. Se sienten humillados, marcados y descalificados, lo que les lleva a desconfiar de sus padres. Si ya de por sí les cuesta tener una sana estima propia, esto lo empeora: “En otras ocasiones el mensaje es muy sutil: ´¿por qué no obtuviste mejores calificaciones? A tu hermano siempre le iba bien`. ´¿Por qué sales con ese individuo? No sirve para nada`. Algunos conocemos las miradas de nuestros padres, las muecas de desagrado, el encogerse de hombros, el señalar con el índice, el tono de voz o el suspiro de resignación. Todos estos mensajes son violentos. Son el resultado de una ira indebida que se expresa mal y cuya intención no es la crítica constructiva o la disciplina. Son mensajes violentos porque provocan heridas duraderas y perniciosas en las víctimas”[2].
En la Biblia vemos un claro ejemplo de los efectos perniciosos que puede llevar que un padre se comporte de manera diferente con sus hijos. Es el caso de Jacob, quien cometió un grave error. Dice la Palabra: “Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque lo había tenido en su vejez; y le hizo una túnica de diversos colores. Y viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente” (Gn. 37:3-4). Puede ser razonable que le tuviera un cariño especial a José por haber nacido “fuera de tiempo” y de forma inesperada. Además, fue engendrado por Raquel –el verdadero amor de Jacob, por encima de Lea, su primera esposa y que fue impuesta-, que fue estéril hasta que Dios revirtió la situación. Pero de ahí a amarlo más que a todos sus hijos... Nada lo justifica.
Ponte en la piel de ellos y pregúntate cómo te sentirías. Seguro que muy mal. Como ser humano –aunque no comparta dichos sentimientos- comprendo que el resto de sus hermanos no le tuvieran mucha simpatía a José, e incluso celos. El origen de los mismos partió de la actitud errada del padre. Aunque Dios tenía un plan mayor, sabemos en primera instancia lo que hicieron los hermanos de José: quisieron matarlo y finalmente lo vendieron como esclavo. No los defiendo ni mucho menos; solo señalo de dónde partió todo: del error de un padre.
Que un padre pueda apreciar de forma distinta a dos hijos propios es comprensible, igual que nos podemos sentir más cercanos a un hermano o a un amigo que a otro porque compartimos forma de ser, valores, gustos, etc. Pero es cruel que haya diferencias en la actitud ante un hijo y otro. No puede haber tratos de favor para uno y todo lo contrario para el otro. Es injusto ser “paciente-impaciente”, “perdonar todo-no pasar ni una”; “justificar los errores-acusarlo por todo”, dependiendo del hijo.
Por eso la actitud que tuvieron Isaac y su esposa Rebeca con sus hijos resulta condenable: “Y crecieron los niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas. Y amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob” (Gn. 25:27-28). El mal ejemplo de los padres –al amar más a un hijo que a otro- provocó que incluso Jacob (el hermano pequeño) hiciera lo que ningún hijo se hubiera atrevido a plantear: embaucar a su hermano para que éste le vendiera los derechos de primogenitura, y todo por un mísero plato de lentejas. Incluso su madre conspiró con él para engañar a su padre y lograr la bendición que le correspondía a Esaú (cf. Gn. 27). ¿Cuáles fueron las consecuencias entre ambos hermanos? Y aborreció Esaú a Jacob por la bendición con que su padre le había bendecido, y dijo en su corazón: Llegarán los días del luto de mi padre, y yo mataré a mi hermano Jacob” (Gn. 27:41). Los celos, las envidias, el odio, las malas actitudes y los engaños entre hermanos tuvieron su origen en el favoritismo y en la diferencia de trato y sentimiento de cada padre hacia sus hijos. Es un caso que lamentablemente se repite una y otra vez, y cuya lección deberían aprender los padres para no cometer tales errores.

Respeto
El adolescente tiene que tener la seguridad de que no se van a burlar de sus palabras y sus sentimientos. Cuando se produce algún tipo de menosprecio (con risas, comentarios sarcásticos o malas caras), el joven tenderá a encerrarse. Nadie en su sano juicio hablaría si sabe que se van a reír de él y no lo van a tomar en serio: “Nuestras palabras forman imágenes y construyen el pensamiento (cf. Pr. 23:7). A menudo usamos palabras fabricadas que repetimos a nuestros hijos de manera mecánica sin darnos cuenta del daño que producen. Por ejemplo: este niño es muy malo. Esta expresión le afirmará más aun en la maldad. El niño acabará respondiendo a lo que se dice de él: eres un inútil y lo serás toda la vida. Esto es como una profecía que pesará como una losa en su alma”[3].
Cuando los padres se quejan de que el hijo apenas les cuenta nada de sí mismo, deberían analizar si buena parte de la culpa es más de los progenitores que del chico, por la actitud previa que han mostrado hacia él de forma reiterativa. Es completamente imposible que el adolescente esté cómodo y relajado con sus padres cuando éstos se dirigen a él exclusivamente para desaprobarle. A los jóvenes les pesa como una losa esas miradas que les dedican, hasta el punto de que no pueden ni mantener el contacto visual, por lo que evitan mirar a los ojos directamente.
Por ejemplo, una desconsideración que tienen que evitar es hablar en términos negativos de él en presencia de amigos propios o de los suyos y de familiares –con una especie de actitud despistada como si él no estuviera presente y no les oyera-, y sacar un listado de todas aquellas cosas que no hace bien o en las que ha errado. Deberían ser momentos para reafirmarlo y mostrar cuán orgulloso se sienten de él por diversos aspectos de su personalidad.
También hay que huir de gastarles bromas a costa suya si no les agradan. Cuando somos adultos resulta muy sencillo reírse de uno mismo y no tomarse tan en serio, pero de joven no resulta así, y las burlas pueden herir y marcar profundamente.

Distintas muestras de amor
Instintivamente, los padres piensan que amar a su hijo es todo aquello que citamos en capítulos anteriores: prepararles la comida, comprarles ropa, llevarles en el coche al instituto, darles dinero, etc. Y en el cuidado que tienen de ellos, estos elementos son una parte, pero ni mucho menos debe ser el todo. El amor se demuestra de muchas maneras, pero no se compra regalándole la nueva PlayStation ni con 200 euros para que se vaya de compras con los amigos o de viaje de fin de curso. Eso, por sí solo, es malcriarlo. Abarca, principalmente y por encima de todo, lo que hemos visto en este capítulo y en los anteriores: valoración, comprensión, ser escuchados y respeto.
A esto tendríamos que añadir un apunte más: las muestras físicas de afecto. Durante la infancia hay multitud de carantoñas, besitos, abrazos, miradas cómplices y de alegría. Por alguna razón, poco a poco todo esto va desapareciendo hasta convertirse en un lejano recuerdo. Y claro, si después de muchos años los padres abrazan a sus hijos adolescentes, éstos se sentirán violentos e incómodos. Antes de que esto ocurra y sea demasiado tarde, ¡no dejes nunca de abrazar! ¡No dejes nunca de besar! ¡Míralos con ternura cuando quieras mostrarle tu afecto! ¡Pon tus manos sobre las suyas! ¡Reconforta con tus brazos apoyándolos en sus hombros! Puede que esto se vea como algo extraño en este mundo –para algunas cosas tan formal y para otras tan informal-, pero, si no lo haces, se lanzará sobre el primero que se lo ofrezca. Como acertadamente apunta Virgilio Zaballos: “Abrazar a nuestros hijos y manifestarles cariño y afecto les evitará tener una carencia que buscarán llenarla de otra forma y en otros lugares”[4].
Por la edad en la que se encuentra, casi con total seguridad, no le gustará que lo hagas en público. Pero ahí tienes tu casa. Algunos adolescentes dirán que ya no son niños para que sus padres les besen cuando se levantan por la mañana o antes de acostarse, pero, en el fondo, se mueren de ganas por recibir distintas muestras físicas de afecto. Hay hijos que guardan buenos recuerdos de que cuando estuvieron enfermos. Algo contradictorio, ¿verdad? Pero si lo afirman es porque confiesan que las únicas veces en que sus padres les tocaban era cuando les ponían la mano en la frente para comprobar si tenían fiebre. Esa es la razón que lleva a algunos adolescentes a fingir enfermedades leves como dolor de cabeza, mareos, problemas estomacales, etc. Es la manera que tienen de llamar la atención de sus padres para sentir amor de esta manera tan concreta. 
Recuerda el segundo gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mr. 12:31). Junto a tu cónyuge, tu hijo es tu prójimo más cercano y al primero al que debes amar: “Jugad con vuestros hijos, divertíos con ellos, alegraos de tenerlos cerca. No digáis que son una carga. Decidle con frecuencia que les queréis. Son cosas que no basta con sentirlas”[5].

Continuará en: Tu hijo necesita que hables con él de todo(https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/04/51-tu-hijo-necesita-que-hables-con-el.html).


[1] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 54.
[2] Vallejo-Nágera, Alejandra. Hijos de padres separados. Temas de hoy. Pág. 99.
[3] Zaballos, Virgilio. Esperanza para la familia. Logos. Pág. 54.
[4] Ibid. Pág. 61.
[5] Guembe, Pilar & Goñi Carlos. No se lo digas a mis padres. Ariel. Pág. 201.

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