Nunca tuve muchos amigos mientras crecía
Así que aprendí a estar bien conmigo
Solo yo, solo yo, solo yo
Y voy a estar bien en el exterior
Me gusta comer sola en la escuela de todos modos
Así que me voy a quedar aquí
Justo aquí, aquí, aquí
Y voy a estar bien en el exterior
Así que me siento en mi habitación
Después de pasar horas con la Luna
Y pienso en quién sabe mi nombre.
¿Llorarás si muero?
¿Recordarás mi cara?
Así que me fui de casa.
Dejé mi hogar, cogí mis cosas y me mudé muy lejos de mi
pasado.
Y me reí, me reí, me reí, me reí.
Parecía estar bien en el exterior.
A veces me siento perdida,
A veces estoy confusa.
A veces siento que no estoy bien.
Y lloro, y lloro y lloro.
Si hubiera que
definir El recuerdo de Marnie en
pocas palabras, diría que, aparte de preciosista, es emotiva hasta decir basta.
Personalmente me parece magistral como obra, junto a la maravillosa manera de
transmitir tantísimos sentimientos y la cantidad de capas de lecturas que deja
entrever para que el espectador las destape.
Usaré la descripción
que hacen de sí mismas las dos protagonistas principales de esta entrañable
historia para embarcarme en el profundo análisis de la adolescencia y su
complejidad: adolescentes que se desprecian; adultos que sienten perdidos desde
la pubertad; púberes cuyos padres viven pero se sienten lejos de ellos; padres
que tienen jóvenes bajo sus techos pero que hace mucho tiempo dejaron de saber
qué pasaba por sus cabezas. Vamos a ver las razones por la cual la adolescencia
–cuando se forma parte de la personalidad- es la etapa más difícil de la vida,
y sobre la responsabilidad de los padres respecto a ellos en multitud de
facetas. Este escrito va dedicado para los adolescentes de 10 a 17 años, los
jóvenes de 18 a 23, y para sus padres: los primeros para comprenderse y los
segundos para comprenderlos.
La historia
Anna es una chica de 13 años bastante seria y tímida
que rehúsa la compañía de sus compañeras de clase, por lo que no tiene amigas.
Dedica su tiempo a dibujar, ya que tiene un verdadero don para ello. Vive con
sus padres adoptivos, aunque suele decir que son sus tíos. Ante sus problemas
de asma y, especialmente, por su carácter taciturno y solitario, la “madre” la
envía a casa de unos familiares que viven en Hokkaido, un precioso pueblo
costero rodeado de bosques y en plena naturaleza, donde los paisajes resultan
deslumbrantes. Tras conocer a Arnie –que, por lo que parece, únicamente ella
puede ver, y que no revelaré quién es realmente- se hacen muy buenas amigas.
Allí vamos descubriendo el porqué ambas son como son, y las razones ocultas
bajo esa tristeza y depresión, que principalmente Anna se esfuerza en camuflar,
escondiéndolas bajo un tapiz de buena educación.
Ella misma habla sola
en voz alta sobre lo que piensa de sí misma y cómo siente: “Yo soy tal como soy: estúpida, fea, malhumorada, desagradable. Por
eso, me odio a mí misma. [...] Yo ya no tengo confianza en nada ni en nadie”.
Más adelante, le cuenta a Marnie su vida: “Es
que yo soy adoptada. Mis verdaderos padres murieron cuando yo era muy pequeña,
y mi abuela también. Sé que no se murieron a propósito, pero a veces pienso que
no les puedo perdonar por haberse ido y haberme dejado sola”.
Por su parte, Marnie
le narra a Anna su historia. Ella dice que su madre suele estar de viaje y que
su padre por cuestiones de trabajo solo aparece dos veces al año. Por eso vive
en la mansión sola con la criada y unas niñeras gemelas. Afirma que es
maravilloso cuando vienen sus padres y organizan una fiesta. Cuando eso sucede,
se pone el vestido nuevo que le han comprado y baila con todos. Es en esos
momentos cuando se siente la chica más afortunada del mundo y es feliz. Pero la
realidad no es exactamente como Marnie cuenta. Una vieja amiga suya cuenta la
versión completa: a pesar de las magníficas fiestas, sus padres la tenían
abandonada. Ella lloraba en la cama. Era una niña infeliz. Siempre le pedía a
su madre llorando que no se fuera pero ésta no hacía caso, y, por si fuera poco,
las criadas también la maltrataban. ¿Qué fue de la vida de Marnie? No lo
revelaré para el que quiera disfrutar de un final inesperado y del misterio que
se esconde detrás. Además, lo descrito es lo que quiero usar para tratar el
tema que tengo en mente, sin añadir nada más.
Los sentimientos de los adolescentes
Los jóvenes no suelen gustarse
así mismos –incluso llegan a odiarse-, se sienten perdidos, confundidos y
sienten que no están bien, que algo falla en ellos, como si fueran defectuosos,
y que a nadie le importaría si no existieran o murieran, como la pregunta de la
canción: ¿Llorarás si muero? ¿Recordarás
mi cara? Viven en constante pánico interno pensando que nunca estarán a la
altura de lo que se espera de ellos.
Esto afecta a todas
las áreas de su vida. Algunos lo disimulan o lo camuflan de distintas maneras:
siendo siempre educados y simpáticos, eludiendo hablar de sus sentimientos
usando el humor continuo, etc. Como apunta el ya difunto psicólogo y escritor
Bernabé Tierno: “Se trata del conocido
mecanismo de defensa de la compensación, por el cual el ser humano intenta
destacar en algún aspecto de su personalidad para equilibrar la falta de logros
en otras áreas. Así, el muchacho que va mal en los estudios se esfuerza por
resaltar en los deportes, y el que por falta de habilidades psicomotrices se
retrae de jugar en el patio del colegio con sus compañeros, procura destacar en
los estudios convirtiéndose en el clásico empollón de la clase”[1]. Otros lo reflejan
claramente en sus rostros: timidez excesiva, fobia social, dependencia
absoluta, ojos que rehuyen la mirada de otras personas, poca participación en
actividades de ocio, etc. La también psicóloga Alejandra Nágera afirma de esta clase de joven: “Se retrae, huye del
contacto con los demás, se vuelve arisco, profundamente antipático o, por el
contrario, modesto de forma exagerada. Intenta enmascarar su desprecio hacia
sí mismo con aires de grandeza, mostrando superioridad, forzando una imagen de
su persona inadecuada que a ojos de los demás resulta patética, por lo que se
burlan de él o le critican con severidad, sumiendo al afectado en un círculo
vicioso lleno de amargura. [Muchos de ellos se vuelven tímidos] La persona tímida tiene pavor a llamar la
atención, a que se fijen en lo que hace o dice. Teme hacer el ridículo y cree
que los demás le prestan atención porque inspira pena. El sufrimiento más
acusado del tímido se produce cuando nota que los demás se han percatado de su
vergüenza o apuro. El 82% de los jóvenes se autodefinen como tímidos. En
realidad, se refieren a que sienten vergüenza cuando tienen que hablar en
público, acercarse a alguien del sexo opuesto o dirigirse a un desconocido. La
timidez enfermiza va mas allá: afecta la estabilidad emocional y la
satisfacción personal; crea problemas sociales, impide que se pueda conocer a
gente nueva, deja al afectado anclado en una actividad muy por debajo de sus
capacidades, y para colmo, provoca juicios equivocados hacia su persona: le
tratan de snob, antipático, tonto, etc. La reacción del tímido puede
manifestarse de diversas maneras: el joven se abandona, se aísla y cae poco a
poco en un estado de letargo social o de angustia que le impide relacionarse
con los demás, o busca vías de escape que le ayuden a atreverse: drogas,
alcohol o sectas peligrosas. [...] Cuando está con gente, se muestra bloqueado
(suda, está ansioso, le duele el estómago) o exageradamente modesto, como si
tuviera que pedir disculpas a los demás por su sola presencia. Se niega a ir a
fiestas porque las odia, así como a realizar cualquier actividad que implique
conocer a alguien nuevo. En el colegio teme profundamente que el profesor se
dirija a él en publico, aunque sea para felicitarle”[2]. Tanto unos como otros
lloran en la soledad y en la noche cuando nadie los oye. Pocos padres quieren
pensar en la posibilidad de que sus hijos estén derramando lágrimas. Les da miedo
y evitan planteárselo. Eso es un error. Puede ser porque ellos también las
derramaron y nadie les ayudó, así que ahora no saben cómo afrontar la situación
y tender la mano. La solución fácil es enviarlos a un psicólogo, en lugar de
aprender ellos mismos qué hacer, que es lo que yo propongo.
Jesús, cuando habló
de la ansiedad y de las preocupaciones, dijo: “Basta a cada día su propio mal” (Mt. 6:34). Con esta idea en
mente, podemos entender también que cada etapa de la vida tiene sus propias
dificultades. No son los mismos problemas los que se tienen en la juventud que
en la mediana edad, y mucho menos en la vejez. Ahora bien, el individuo, por su
propia experiencia y vicisitudes por las que pasa, ha ido adquiriendo una serie
de conocimientos que le ayudarán a ir afrontando esos períodos tan novedosos.
Pero esto no sucede en la adolescencia. No hay experiencia. No hay
conocimiento. No están preparados. La personalidad aún no se ha formado. No ha
habido tiempo. La corta edad lo impide. Por eso es la etapa más difícil de
todas.
De la infancia y de
no ser muy consciente de la realidad, se pasa en un flash a toparse de golpe y porrazo con que el mundo no es solo un
lugar para jugar y divertirse con los juguetes y los amigos. Se encuentran con
que sus padres esperan de ellos que sean sumamente responsables y que saquen
buenas notas para labrarse un futuro: “No
deben olvidar los profesores (en este caso, los padres) que las calificaciones
son en definitiva juicios de valor que, aunque aludan únicamente al rendimiento
académico, los alumnos asumen como referidos a la totalidad de su persona. De
esta manera, las notas influyen decisivamente en el nivel de autoestima de los
muchachos condicionando su madurez”[3]. El joven se da cuenta
que el asunto ya empieza a tomar bastante seriedad. Aparte, la sociedad –a
través de los medios de comunicación- les muestran de forma contundente que
tendrán que ganar bastante dinero para comprarse un coche y una casa, y que los
“valores” como la belleza son muy importantes. Si a esto le añadimos que los
intereses comienzan a cambiar, que el físico se transforma brutalmente –y con
ello el despertar de la sexualidad-, que surge el deseo de gustar a las
personas del sexo opuesto (y el miedo a no hacerlo), que aparecen complejos que
antes no existían, que los propios compañeros que les rodean pasan a hablar de
chicos y chicas, a tener novias, a hablar de fiestas y discotecas, pues tenemos
un cocktail explosivo que lleva a muchos adolescentes a sentirse completamente
abrumados, perdidos y frustrados.
En términos
absolutos, sienten que les han cambiado por completo el mundo donde vivían y
que la inocencia se quedó atrás en un universo paralelo. Lidiar con todo esto
resulta una tarea titánica que ahoga y corta la respiración. Se les presentan
problemas que, al ser completamente novedosos, no saben afrontar, y mucho menos
resolver. Pero tampoco quieren que les ayuden los padres porque no desean que
se les siga tratando como a niños. Buscan independencia, encontrarse a sí
mismos, descubrir quiénes son en realidad, y sin que nadie –ni sus padres- se
lo digan, aunque los siguen necesitando; por eso físicamente no se alejan mucho
de ellos. La cuerda que antes les sostenía, la van soltando poco a poco.
Crisis sin fin
Todas estas
cuestiones son las causas de muchas crisis de ansiedad, de bruscos cambios en
el humor, de las muestras de cinismo, de irritaciones por minucias, de
estallidos de cólera inesperados, de depresiones, de angustias, de
inseguridades, de miedo al fracaso escolar, de desmotivación y apatía ante la
vida, de fantasías evasivas, de aislamiento social, de problemas de autoestima,
de anorexia y bulimia, de deseos de no haber nacido, de dificultades para dar y
sentir afecto (piensan que nadie les quiere), y, en casos extremos, de
pensamientos suicidas y comportamientos violentos: “Es probable que cuantos así obran no destaquen ni por su dedicación
a los estudios ni por sus habilidades deportivas, y como desean sobresalir en
algo, recurren a su fuerza bruta para demostrar que valen algo, que son capaces
de someter y atemorizar a todos, incluso a los profesores”[4]. Sea cual sea el caso,
ni ellos mismos entienden qué les sucede, y mucho menos saben expresarlo
correctamente con palabras. A los que son buenos en
los estudios, en algún deporte o en el uso de un instrumento musical, se
vuelcan en dichas prácticas como forma de esconder sus sentimientos. Puede ser
como una tabla de salvación, pero no la solución.
A pesar de lo que
puedan pensar los padres, lo apuntado es más habitual de lo que se pueden
imaginar: adolescentes que experimentan un profundo vacío existencial, que no
encuentran su lugar en el mundo, que piensan que no hay nada por lo que de
verdad merezca la pena luchar y vivir, que se sienten fuera de lugar entre sus
semejantes y que creen que nadie les ama realmente. Si estas cuestiones no son
tratadas, se arrastrarán muchos problemas, en mayor o en menor medida, a la
vida adulta. De ahí la labor fundamental de los padres, y eso es lo que vamos a
ir viendo poco a poco en este libro.
Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100 preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 33.
Nágera, Alejandra. La edad del pavo. Temas de hoy. Pág.
186-187.
Tierno, Bernabé. Adolescentes, las 100
preguntas clave. Temas de hoy. Pág. 161.
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