lunes, 14 de marzo de 2022

7.3. Los lobos eclesiales buscan la gloria personal, son controladores y manipuladores

 


Venimos de aquí: ¿Por qué se convierte una persona en un lobo eclesial? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/03/72-por-que-se-convierte-una-persona-en.html).

Una vez que conocemos los tres aspectos que provocan el carácter en los lobos, quiero ir más allá y mostrar lo que se esconde en lo más profundo de sus almas. Y para esto hay que hablar del narcisismo, puesto que es uno de los “atributos” principales que poseen. O más bien habría que decir “que les domina”.
La personalidad narcisista no es algo que surja de la noche a la mañana, sino que nace en la adolescencia y va creciendo conforme pasan los años hasta que se establece como el estado normal de la persona. Es un trastorno de personalidad que se manifiesta en diversos aspectos del ser interior: El narcisista es un individuo que se siente especial, único, y superior. Tiende a ver a los demás como inferiores o como potenciales admiradores. Asume que tiene derecho a lo mejor, que está por encima de toda norma y que le asiste el derecho a utilizar a los demás en la consecución de sus propios fines. Puede que su más destacada característica sea la tendencia a tratar a las personas como si fueran objetos. Así, por ejemplo, si un amigo cancela una cita por enfermedad, la persona narcisista sentirá antes irritación que compasión. Paradójicamente, los individuos que sufren trastorno de personalidad narcisista se sienten a menudo infelices y descontentos, y solicitan con frecuencia ayuda psiquiátrica. La personalidad narcisista se puede explicar de dos formas (de hecho, puede que haya dos posibles vías dentro de un mismo fenómeno). La primera consiste en una actitud defensiva extrema por autoestima frágil. Pero puede ser también vista como una autoestima anómalamente positiva, carente de defensas y expuesta a riesgos”[1].

Características
Este tipo de personalidad tiene diversas expresiones y características. Según el tipo de “lobo”, se darán unas u otras, mientras que el “lobo alfa” las posee todas. Empecemos por citarlas y luego las desarrollaremos en este apartado y en el siguiente:

- Buscan insaciablemente la gloria personal.

- Son controladores y manipuladores.

- Son codependientes.

- Son histriónicos y emocionalmente bipolares.

- Se mueven por una doble ética.

Si dichas singularidades y actitudes están muy definidas, puede considerarse como una personalidad desequilibrada: “El ex político británico y neurólogo David Owen, en su libro ´En la enfermedad y en el poder`, lo llama ´el síndrome Hubris`, término que usaban los griegos para describir a aquellos que comenzaban a creerse iguales o superiores a los dioses, capaces de cualquier cosa. Según él, es un trastorno común entre los gobernantes que llevan tiempo en el poder, cuyos síntomas son una exagerada confianza en sí mismos, un llamado por el destino a lograr grandes hazañas y alcanzar grandes objetivos, desprecio por los consejos de quienes les rodean a quienes no escuchan ni toleran sus críticas, la creencia de considerarse insustituibles y un alejamiento progresivo de la realidad que los lleva a tomar las decisiones por su propia cuenta. Independientemente de que acierten o se equivoquen, siempre creerán haber hecho lo correcto”.

Buscan insaciablemente la gloria personal
Aunque aparenten humildad ante los demás, continuamente tienen que luchar, como muchos reconocen, con el orgullo propio. Los que no lo hacen, no lo pueden ocultar ante sí mismos.
Ellos mismos se encargan de que todo el mundo sepa el bien que llevan a cabo. A veces lo predican de manera más o menos disimulada y, en otras, sin reparo alguno. De ahí que procuran involucrarse en actividades que sean llamativas a los ojos ajenos. Este deseo carnal de destacar sobremanera los lleva a esforzarse hasta la extenuación mental, y puede que hasta el agotamiento físico, aunque lo presenten como la manera de ofrecer la excelencia a Dios. Como dijo David Wilkerson: “El único hombre de Dios que no está en eso para recibir gloria es el que lo hace en privado y alejado de la prensa. [...] Si se hace algo con mucho alarde es buscando el reconocimiento público”.
Aunque camuflen estos deseos, anhelan la gloria personal, el aplauso y el reconocimiento, y para eso necesitan ser el centro de atención. Están “obsesionados por su propio poder, su importancia o su brillantez”[2]. Son modelos contemporáneos de “Diótrefes”, a los cuales les gusta tener el primer lugar (cf. 3 Jn 9). Es pura vanidad, ya que les domina el deseo de ser admirados. Sienten que flotan cuando les aplauden y les adulan. Los ministerios que desempeñan son el medio que tienen de autopromocionarse. Tienen “complejo de Mesías”, que hace alusión a aquellas personas que se creen salvadoras de los demás y que poseen virtudes exclusivas. Sin duda, es un estado mental de delirio del que muchos no son conscientes. Todo esto les conduce a un egocentrismo patológico.
Consideran una amenaza a aquellos que puedan destacar más que ellos en algún aspecto. Realmente envidian a todos los que sobresalen, a los cuales ven como rivales. Por lo tanto, no les gusta que les hagan sombra. No se alegran genuinamente de los éxitos del prójimo. Si les critican, señalan que es por envidia o celos, y los convierten en sus contrincantes, tachándolos de incompetentes. Mientras pueden, los usan para beneficio propio, pero cuando ya no les son útiles los desechan como basura espacial, dejándolos a la deriva, alejándolos, ignorándolos o guardando silencio ante ellos, como si no existieran.

Son controladores y manipuladores
Cuando la carne es la que controla a estas personas (vuelvo a repetir lo que analizamos en el apartado anterior: Naturaleza caída + Modelo erróneo de pastorado + Motivaciones incorrectas), caen en un deseo irreprimible de controlar la vida de los demás: lo que hacen, lo que dicen, sus actitudes, sus relaciones personales, el uso del tiempo, etc. Pasan de consejeros a ser vigilantes. En lugar de resultar un apoyo al que acudir en ocasiones para buscar sabiduría, se convierten en una carga, porque les inculcan a los creyentes que tienen que ir a ellos a rendirles cuenta de todo lo que hacen, incluso de lo que hablan con otras personas. Esto termina por resultar agobiante y avasallador, siendo una influencia malsana, ya que provocan temor. Al final, para no meterse en problemas, el afectado termina yendo en contra de su propia voluntad y amoldándose a los deseos ajenos de estos controladores.
Cuando algo se sale de las normas propias que han establecido –aunque no sean bíblicas (un sucedáneo del “legalismo”)-, inmediatamente les hacen ver al hermano los errores que está cometiendo, puesto que consideran que el camino que ellos han trazado es el único correcto y, por lo tanto, tienen que seguirlo. Nunca es suficiente lo que sus semejantes hacen. Encubiertamente, aprovechan la ocasión para ponerse como ejemplos de buen hacer.
No tienen reparos en humillar e intimidar a otros usando la vergüenza, el miedo, los reproches, los gritos, los sentimientos de culpa, el llanto desconsolado y diversos textos bíblicos sacados de sus respectivos contextos cuando lo consideran oportuno. Horas o días después, se acercarán pacíficamente, incluso con lágrimas, para hacer las paces con buenas palabras, indicando que tal “exhortación” airada fue hecha con la intención de que el individuo madurara y creciera espiritualmente. Son métodos muy parecidos a los que emplean los niños cuando desean alcanzar sus propios intereses o caprichos: el llanto, la rabieta, el desprecio, etc.
Esto lleva como efecto secundario que no les agrade la iniciativa propia, la independencia y la libertad de pensamiento, especialmente si difieren en lo que respecta a su forma de entender la vida, por lo que hay que pedir permiso para casi todo. Por eso, no soportan que se les lleve la contraria, que se discutan sus palabras y que no se obedezcan sus órdenes. Finalmente, les dan la espalda a quienes no entran en sus juegos. Cuando esto sucede, ponen todo su empeño en desacreditarlos. Con el tiempo, se vuelven paranoicos, creyendo que los que les rodean quieren destruirlos, cuando la realidad es que deberían ser ellos mismos los que se echaran a un lado y pidieran ayuda psicológica y espiritual.
Esta forma de ser implica que, continuamente, estén enfrascados en múltiples enfrentamientos personales. Cuando se produce un conflicto, creen que solo existe una verdad: la de ellos, ya que son intolerantes, autoritarios y dogmáticos en asuntos extrabíblicos.
Padecen “el síndrome de Adán y Eva”: difícilmente reconocen sus errores –y, si lo hacen, es con la boca pequeña-, puesto que la culpa siempre es de los demás, que representan un “espíritu de rebeldía”, “son divisorios”, “están en tinieblas” o “bajo la influencia del maligno”. Ningún argumento los convence de lo contrario.

Continuará en: Los lobos eclesiales son codependientes, histriónicos, bipolares y tienen una doble ética.


[1] McGrath, Alister & Joanna. La autoestima y la cruz. Andamio.

[2] ibid. 

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