lunes, 5 de julio de 2021

La guerra del mañana: ¿Sabes que Dios ha puesto un regalo delante de ti y no eres consciente de ello, llamado “padres” e “hijos”?

 


Durante la final del mundial de fútbol en Qatar, en 2022, un vórtice aparece de la nada, de donde surgen una veintena de soldados. Ante la sorpresa del mundo entero, la líder toma la palabra y anuncia, en un tono de desesperación y clamor, que vienen del futuro, del año 2051, donde la humanidad está siendo exterminada en una cruenta guerra contra una raza invasora alienígena, quedando apenas medio millón de personas en todo el planeta. Estiman que, en once meses, serán aniquilados. Les implora ayuda para que, desde el presente, manden a todos los humanos posibles a combatir.
Tras dicha revelación, los gobiernos se unen y comienzan a enviar sus ejércitos a la lucha contra unos seres despiadados que solo nos tienen por comida. Siendo igualmente masacrados, solo el 30% logra sobrevivir y regresar al presente, la mayoría de ellos mutilados. Siendo las bajas tan altas entre los soldados profesionales, se comienza a reclutar forzosamente a civiles.

(El futuro: año 2051)

Más allá de la trama y del espectáculo audiovisual de la película, es aquí donde entro a analizar al personaje principal, que nos va a servir para reflexionar, en una lección que debería ser de por vida, y que, lamentablemente, no aprendemos hasta que es demasiado tarde, precisamente porque nadie nos la enseñó en su momento.

Dan, esposo, padre y profesor de biología
Nuestro protagonista principal (Dan Forester, interpretado por Chris Patt), es un antiguo veterano de Irak, concretamente de las fuerzas especiales. Retirado, actualmente es profesor de biología en un Instituto. A pesar de tener un matrimonio feliz con su esposa y el amor de su pequeña y encantadora hija Muri, nunca termina de estar satisfecho, al no lograr el puesto de trabajo que anhela en un centro de investigación. Se siente frustrado cada vez que le dicen que no a sus ideas y proyectos. Un buen día recibe la orden de alistarse y partir hacia el futuro, concediéndole veinticuatro horas para despedirse de su familia. Y así lo hace, especialmente con su hija, ya que comparten adoración mutua. Él promete que volverá a casa.

(Muri y su padre Dan)

Tras salir airoso de su primer enfrentamiento con el enemigo, Dan es trasladado a una base militar, donde conoce a la Coronel, que además es científica con un doctorado en Biotecnología. Casualmente, se apellida como él... Después de unos segundos de silencio y de intercambio de miradas, él descubre quién es: su hija Muri de adulta.

(Dan y su hija Muri de adulta)

Con la emoción a punto de desbordar sus ojos, Dan hace el gesto de acercarse para abrazarla, pero ella le detiene antes de que eso ocurra. Podríamos pensar que la razón era para guardar las formas entre militares, pero el asunto iba más allá. Horas después, tras otra escaramuza con los temibles aliens, padre e hija se quedan a solas en una playa donde pueden hablar: ella le cuenta que él las abandonó. Cuando tenía doce años sus padres se separaron, y dos años después se divorciaron definitivamente. Y todo porque él no estaba nunca contento con su vida. Cuando ella cumplió los dieciséis, su padre, tras un accidente de tráfico, falleció en la UCI, con su hija presente y viendo los intentos de reanimación y el último latido en el monitor. Llorando, Muri le dice a Dan lo que pasó a continuación en aquella habitación: “Mamá intentaba ayudarme a separarme de ti, pero yo no podía. No quería porque quería que me vieras. Quería que me oyeras. Quería que lo arreglaras y salvaras a la familia. No quería que te fueras. Y entonces te moriste”.
Mientras tanto, poco a poco se descubre el plan de Muri: está desarrollando una toxina para producirla en masa que pueda acabar con el invasor. Le dice a su padre que es él quien debe hacerlo –por eso lo trajo al futuro, ya que solo confía en él-, que ellos no pueden hacerlo al carecer de tiempo y medios, que tendrá que llevarse la fórmula al pasado y destruir al enemigo antes de que comience la guerra. Dan no lo acepta en principio, puesto que eso significa aceptar una cruda realidad: ella sabía que ese futuro ya no tenía salvación, y que iba a morir, como así sucede ante la impotencia de Dan. En los momentos previos a su muerte, Muri le agradece a su padre el poder haberlo visto con los mismos ojos que cuando era una cría, puesto que era así como lo recordaba.
Dan regresa al 2022 sano y salvo. Abraza a su esposa lleno de amor, pero es con su hija con quien se conmociona. Su rostro ante ella es indescriptible con palabras. La misma hija de adulta que había visto morir unas horas antes treinta años en el futuro, la tenía ahora delante de sus ojos siendo una niña. Incluso se queda en su habitación, viéndola dormir.
Tuvo que pasar por una guerra, por el infierno de la aniquilación en masa, por la contemplación de un mundo en llamas, para darse cuenta de que, lo más valioso que tenía, la fuente de su dicha, no era alcanzar un sueño –en su caso, un puesto de trabajo mejor-, sino las dos mujeres que conformaban su familia. Lo que su hija del futuro le enseñó era lo que deseaba de su padre: estar con él. Que la mirase. Que la oyera. Que la abrazara. Que estuviera bien con su madre. A Muri no le importaba el trabajo que tuviera su padre, su currículum, lo listo que pudiera ser, el dinero que pudiera tener o el reconocimiento social que pudiera alcanzar. LO QUERÍA A ÉL. A SU LADO. PARA ELLA, ÉL ERA SU REGALO.

Los grandes errores
¿Cuántos de nosotros, que durante buena parte de nuestra niñez, adolescencia y juventud, solo pensábamos en nosotros mismos, pagaríamos lo que fuera por tener una segunda oportunidad de disfrutar y pasar más tiempo con aquellos que ya fallecieron? ¿Cuántos padres, que durante buena parte de su vida adulta solo pensaron en alcanzar sus objetivos personales, pagarían lo que fuera por volver a aquellos años para disfrutar y pasar más tiempo con sus hijos que ya se hicieron mayores? ¿Cuántos matrimonios, que renunciaron a tener hijos por vivir para sí mismos y lograr sus metas materiales, físicas o económicas, se arrepienten al llegar al último tercio de sus vidas? ¿Cuántos hijos se dieron cuenta demasiado tarde del tiempo que habían perdido con personas que no merecían la pena y no disfrutaron todo lo que debieron con sus padres? La respuesta a las cuatro preguntas es la misma: millones de millones.
Tristemente, los seres humanos no solemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Lo hemos visto en algo tan sencillo como la “libertad” durante esta Pandemia. Hasta que no nos quedamos sin ella, no le habíamos concedido importancia, porque la dábamos por hecha. El problema es que, por norma general, en las relaciones paternofiliales, no tenemos segundas oportunidades como Dan, y mucho menos viajes temporales que lo remedien a posteriori:

- Muchos hijos contemplan a sus padres como un “cheque en blanco”, que tienen que proveerles para todas sus caprichos y que ellos ven como necesidades: juguetes, videojuegos, ropa de marca, motocicletas, viajes, vacaciones, salidas con los amigos, etc. De lo contrario, esos niños y adolescentes, que se creen el centro del universo, claman contra lo que consideran una injusticia por parte de sus progenitores. Son los mismos que solo quieren estar con los amigos y en continua diversión. De lo contrario, estarán en casa con mala cara quejándose en todo momento porque la vida no es como ellos desearían; es decir, idílica. Estos jóvenes se están perdiendo a los dos seres humanos que tienen delante. Se olvidan que “la honra de los hijos, (son) sus padres” (Pr. 17:6).

- A su vez, muchos padres contemplan a sus hijos con la visión de adultos y como posesiones que tienen que cumplir sus órdenes: sacar buenas notas, no hacer ruido en casa y no pelearse con los hermanos, puesto que papá y mamá están muy ocupados con sus cosas, muchas veces en sandeces como las redes sociales o cualquier entretenimiento vacío y solitario. Estos padres se están perdiendo a la personita que tienen delante. Se olvidan que “herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre” (Sal. 127:3).

En demasiadas ocasiones, ninguno de ellos –tanto padres como hijos-, se dan cuenta el tesoro que tienen ante sí, que es uno de los grandes regalos que Dios les ha concedido, y que no se puede comparar con lo material, el tiempo libre, el ocio, Internet, la fama, los éxitos académicos y profesionales, o lo que muchos llaman autorrealización[1].
Incluso muchos cristianos caen en el error del legalismo, casi siempre porque se lo han inculcado desde el púlpito, usando como argumento textos bíblicos que no tienen nada que ver con su significado original, y que conducen al sentimiento de culpa. Por eso vemos a hijos que anteponen la infinitud de reuniones eclesiales a los padres y padres que anteponen la infinitud de reuniones eclesiales a sus hijos. Con buena fe, creen que así son más espirituales.
Aunque sueño con volver a estar con mi padre en la otra vida en la casa del Padre por toda la eternidad, nadie podrá devolverme el tiempo que me robaron con él en este plano terrenal. Tantos días perdidos... Personalmente, no hay nada de lo que me arrepienta más, y ya no tiene vuelta atrás.

La segunda oportunidad & Cambiando la perspectiva
A los que todavía estáis a tiempo: cambiad vuestra perspectiva. Despertad antes de que echéis de menos el tiempo pasado y no disfrutado o compartido. Hacedlo antes de que sea demasiado tarde por defunción o porque, en vida, los lazos que os unen se aflojen y os alejen al uno del otro.
Muchos hijos, unidos como la inmensa mayoría durante la niñez a sus mayores, se desapegan por completo en cuanto alcanzan la pubertad. Solo quieren entrar, salir, tener derechos pero no obligaciones y estar con los amigos de aquí para allá. Por supuesto que debe haber un proceso de madurez en el adolescente, pero esto no significa dejar atrás al hombre y a la mujer que Dios usó para darles la vida.
De igual manera, en el caso de los padres, claro que deben tener sus ilusiones, objetivos y gustos personales. Pero también deben tener presente que todo eso es secundario, y que, tarde o temprano, pasará y nada se llevarán a la eternidad, más allá del tiempo de calidad que hayan pasado con sus retoños y cada experiencia vivida con ellos junto a su cónyuge.
Con todo lo visto, estas son mis últimas palabras:

A los hijos: vuestros padres no son inmortales ni van a estar ahí para siempre. Algunos llegarán a los noventa años, incluso en casos extremos a los cien, pero el final puede venir en cualquier momento y a cualquier edad, de forma esperada tras una larga enfermedad o repentinamente sin tiempo a palabras ni despedidas. Así que no olvidéis seguir aprendiendo de ellos. Ahí hay mucho escondido: sus experiencias pasadas, sus aciertos y errores, sus tristezas y alegrías, los malos momentos y las épocas de bonanza, y del conocimiento intelectual y de la sabiduría espiritual que hayan ido adquirido con el paso de los años.

A los padres: recordad las palabras de Muri para aprender a contentaros con vuestra vida y así disfrutar de esas personitas que son parte de vosotros. Sed sabios con el uso que le deis a vuestro tiempo e invertidlo principalmente en vuestros hijos. Sin favoritismos, grabad en vuestra mente cada instante, cada sonrisa, cada gesto, cada palabra, cada brillo de sus ojos, y rememoradlo juntos.
Recordad que disfrutarlos no es consentirlos, dejarlos ver la televisión cinco horas diarias, ni crear monstruitos encaprichados, dependientes y narcisistas. Es compartir aficiones, la vida misma y las circunstancias del mundo, leer juntos, entrar en el mundo del otro, educarlos, corregirlos con amor, instruirlos en el Señor, abrazarlos, besarlos, hablarles y preguntarles qué piensan de cualquier tema, mirarlos a los ojos y observarlos para así “escuchar” sus corazones.
Para que os sirva, recordad la vivencia de Max Lucado que alguna vez he citado: “Esta semana hubiera podido estar fuera de la ciudad. Tenía una invitación para estar en una iglesia en el Medio Oeste. Rechacé la invitación. ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho? De haber ido, hubiera tenido la atención de mil personas durante una hora. Hubiera tenido la oportunidad de hablar sobre Jesús a gente que no lo conocen. ¿Es un martes en la noche en casa con tres hijas y una esposa más importante que predicar a una audiencia, sea grande o pequeña? Lea mi lista de lo que me hubiera perdido y luego decida. Me hubiera perdido una visita a la piscina en la que vi a Jenna atreverse por primera vez a nadar con su salvavidas. Me hubiera perdido quince minutos de brincos en la parte menos profunda de la piscina, con Andrea montada en mis espaldas mientras cantaba el tema de ´La bella durmiente`. Me hubiera perdido ver a Denalyn ponerse sentimental mientras desempacaba una caja de ropa para bebé. No hubiera podido salir a caminar con las niñas y disfrutar el momento en que Jenna encontró diez piedrecitas ´muy especiales`. No hubiera podido estar allí para socorrer a Andrea cuando se pilló un dedito en la puerta. No hubiera estado allí para contestar la pregunta de Jenna: ´Papi, ¿qué es una persona incapacitada?`. No hubiera podido ver a Andrea reír maliciosamente al tomar la pajilla de Jenna cuando esta le volvió la espalda. No hubiera podido oír a Jenna contar la historia de Jesús en la cruz durante nuestro devocional familiar (cuando nos aseguró: ´¡Pero Él no se quedó muerto!`). No hubiera podido ver a Andrea hacer músculo con su brazo al tiempo que cantaba: ´¡Nuestro Dios es tan GRAAAAANDE!` ¿Qué le parece? Yo sé cómo votaría. Hay cientos de conferenciantes que podrían hablar a esa multitud, pero mis hijas tienen sólo un papá. Después de haber hecho mi lista, sólo por divertirme un rato, tomé el teléfono y llamé a la iglesia que me había pedido que fuera a hablarles esta semana. El pastor no estaba pero sí estaba su secretaria. ´¿No fue esta la semana de su seminario?`, le pregunté. ´Oh, sí! ¡Estuvo maravilloso!`. Ni siquiera me echaron de menos. Ahora tengo una mejor idea de qué hacer con todas las invitaciones que recibo”[2].


* Para los interesados, estoy publicando en el blog un libro para padres y jóvenes, y que empieza aquí: Introducción a “Para padres, jóvenes y adolescentes” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/10/introduccion-para-padres-jovenes-y.html).



[1] Claro está, aquí no estoy refiriéndome a malos padres (tema del que ya hablé en ¿No te sientes amado por tu madre y/o tu padre? Bienvenido a “Heridas abiertas”: https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/09/no-te-sientes-amado-por-tu-madre-yo-tu.html), sino a los normales.

[2] Lucado, Max. En el ojo de la tormenta. Betania.

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