Cualquiera que haya visto la evolución del cine de
animación en las dos últimas décadas, habrá observado que, lo que en un
principio era mero entretenimiento para los más pequeños del hogar, se ha
convertido en algo más. Sin perder la diversión y el buen ramillete de
canciones pegadizas, suelen tratar temas más serios y que puede llevar a la
mente pensante de cualquier persona madura a reflexionar sobre ellos. Entre
otras, mi querida “Del revés”, es un
claro ejemplo, como vimos en Inside Out: ¿Cuáles son las emociones que
controlan tu vida? (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/02/inside-out-cuales-son-las-emociones-que.html); Inside Out: Aprendiendo del dolor & Los
recuerdos y nuestras islas de la personalidad (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/02/inside-out-aprendiendo-del-dolor-los.html).
Aunque uno de mis sobrinos, que ya la había visto, me puso
sobre aviso, no me esperaba el grado de profundidad que me iba a encontrar en
“El gato con Botas”. Esperaba risas –y sí, más de una me sacó el felino con la
voz de mi tocayo Antonio Banderas y ese acento marcadamente andaluz, pero no el
trasfondo de la misma. Aunque trata diversos temas muy interesantes por medio
de los personajes secundarios, hoy me centraré en la cuestión principal –el miedo
a la muerte-, y dejaré para una segunda parte al resto de “actores”.
La trama nos muestra a nuestro querido gato, con su
capa, sombrero y estilete –como si fuera un Mosquetero- viviendo alegremente
allá por donde le conduce la aventura, con ese carácter dicharachero que posee
y que le lleva a derrotar enemigo tras enemigo mientras canta, baila y lanza
todo tipo de comentarios ingeniosos. Y así es, hasta que se encuentra con un
rival al que no puede vencer. Este formidable adversario –un lobo, que más
tarde descubriremos que es la misma muerte y viene a llevárselo-, se alimenta
del miedo de sus víctimas, algo que sufre nuestro protagonista en sus carnes al
descubrir que ha gastado ocho de sus nueve vidas, por lo que, si acaba la
presente, su vida llegará a su fin definitivo.
(La muerte, con forma de lobo, viene a por su presa)
Viendo la inminencia de su derrota, huye despavorido.
De forma simbólica, entierra al “Gato con Botas” y se va a vivir en un refugio
para los de su especie –aunque bien tontos-, para pasar desapercibido,
terminando por caer en la apatía más absoluta y en la rutina diaria. Mucho
tiempo después, se entera de que hay un bosque mágico donde puede pedir un
deseo a una estrella. Podemos imaginar cuál quiere él: recuperar todas sus
vidas para no temer así a la muerte. Emprendiendo de nuevo la aventura,
haciendo nuevos amigos, reencontrarse con su viejo amor tras incontables
vaivenes, y redescubrir la valentía, se enfrenta de nuevo al lobo. Reconociendo
que no podrá batirlo en dicho duelo, le dice que ya no tiene miedo y que
luchará por su “única vida”, aun sabiendo que es la única que tiene-, con todas
sus fuerzas. Irritado, este adversario inmortal, se aleja, por ahora, y lo deja
en paz. Al final, nuestro héroe se marcha de nuevo en busca de otras hazañas,
sin miedo al futuro ni a la muerte.
¡Las catorce
veces que la muerte ha llamado a mi puerta!
A fecha de hoy (8 de mayo de 2023), hasta en catorce
ocasiones ha rondado la muerte a mi alrededor, al menos que yo recuerde o haya
sido consciente. Describiré brevemente seis, para así no extenderme en
demasía y poder centrarme en la enseñanza al respecto, y no tanto en las
historias personales, que es lo de menos.
La primera de ellas es la única de la que no tengo
constancia en mi mente, por una sencilla razón: era un bebé. Como me han
contado en innumerable ocasiones en mi familia, uno de mis hermanos me tomó en
brazos y quiso jugar conmigo. ¿Qué
hizo? Eso tan habitual que hacen muchas personas con los críos: lanzarme al
aire. La cuestión es que, en una de las ocasiones, no me sujetó bien al caer y
me di de bruces en la cabeza contra el suelo. Mi hermano dijo para sus
adentros: “Se ha matado”. Como no fue el caso, en lugar de contárselo a mis
padres, aterrado por la bronca lógica que se iba a llevar, no dijo nada. Podría
haber tenido una hemorragia interna o cualquier otra afectación, pero no pasó nada,
aunque, algunos, de broma, me dicen que por eso estoy mal de la cabeza...
La segunda ocasión aconteció en Salamanca, estando de
viaje con mis padres cuando yo tenía seis o siete años. Y sí, a pesar de mi
corta edad, lo recuerdo perfectamente. Siempre me ha encantado el agua
caliente, muy caliente, prácticamente hirviendo. Soy de los que, cuando salgo
de la ducha, no se ve nada del vapor que hay en el cuarto de baño. Pues bien,
mi deseo era darme un baño de espuma recostado. Mi madre lo preparó todo y allí
que entré. Estaba en la gloria... Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en
la cama mojado mientras escuchaba, como a lo lejos, repetidamente mi nombre
mientras me daban golpes en la cara. ¿Qué había pasado? Que había perdido el
conocimiento dentro de la bañera y, claro está, me encontraba haciendo submarinismo involuntario. Gracias a
Dios, mi madre entró para ver cómo iba, y pudo tirar de mí hacia afuera. Hasta
vino la Policía para asegurarse que no había sido un intento de asesinato.
¡Para mí suena hasta cómico!
La tercera vez fue de adolescente, a los quince años:
en día escolar, llegamos de una excursión una media hora antes de que fuera la
hora de salida. Junto a unos compañeros de clase, nos tumbamos al sol en un
césped del colegio. Uno de ellos se subió a una barandilla a caminar haciendo
equilibrio. Cuando lo perdía, solo tenía que dejarse caer hacia el lado y caía
en el propio cesped, por lo que no había peligro... claro está, a menos que
fuera yo quién lo hiciera... Me subí y comencé a dar pasos sobre la fina barra
sin problemas y confiando, pero... me resbalé y, en posición vertical, caí y me
golpeé violentamente en el costado. Automáticamente, me quedé sin respiración.
La angustia que experimenté fue de puro terror. Pasaban los segundos y por más
que habría la boca e intentaba inspirar, no había manera. Pensé que de esa no
salía. Un amigo mío se puso delante gritándome “Jesús, respira, respira”. Su
cara era el reflejo de la desesperación. Como no podía hablar, con una mano
señalando a mi boca, le indiqué mi incapacidad para hacerlo. Y más gritaba él:
“Inténtalooooo”. Fue un minuto eterno... hasta que lo logré. Me había fisurado
una costilla y estuve más de un mes con serias molestias para respirar y
caminando ligeramente torcido. De nuevo, la muerta había pasado de largo.
La siguiente vez sucedió un año después. En un cruce
para ir a mi colegio, peligroso por su nula visibilidad, por el cual pasaban a
esa hora, en ambos sentidos, decenas de coches a toda velocidad y los autobuses
llenos de niños, y con una clara señal de stop, mi madre, que era la que
conducía, en lugar de reducir una marcha para frenar, la aumentó. Lo lógico era
pasar de tercera a segunda, pero metió la cuarta a escasos metros de la
mediana. La atravesamos en medio de un silencio sepulcral, ya que a nadie le
dio tiempo a avisarla porque no había margen, aparte de inesperado, puesto que
era el mismo recorrido que llevábamos haciendo muchos años. En ese momento, no
pasó ni un solo vehículo, algo extremadamente extraño. De los dos niños y los
dos adolescentes, solo yo hablé con la voz temblando: “Mamá, ¿qué has hecho?”.
Contestó que pensaba que el cruce era en la calle siguiente. ¿Casualidad?
¿Milagro? ¿Predestinación? Aunque mi opinión la expresaré en unas líneas, que
cada uno lo tome como quiera.
La quinta ocasión fue la más absurda de todas, y
por mi propia insensatez. Era la hora de comer y no había pan en casa. Salí
corriendo a una panadería situada a escasos dos minutos. Crucé a la velocidad
del rayo aprovechando que el semáforo estaba en verde para los peatones, entré,
puse el dinero, tomé la barra y de vuelta a casa a la misma velocidad del rayo.
Iba tan absorto que ni me fijé que el semáforo había cambiado de color... crucé
corriendo por la carretera y, de repente... escuché a un coche frenando casi en
seco. Miré a mi izquierda y allí estaba, la carrocería casi rozándome el
pantalón. La joven conductora, agarrada al volante como quién abraza a su ser
más querido, tenía la cara descompuesta. No abrió su boca, y en esta ocasión
fue a mí al que le tocó pedir perdón en repetidas ocasiones. Ella movió su
cabeza en señal de asentimiento y seguí mi marcha con el corazón acelerado.
Y la última que narraré, aunque ya lo hice en “A medio
segundo de ser atropellado y ¿morir?” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/08/8-medio-segundo-de-ser-atropellado-y.html), aconteció el 10 de agosto de 2018[1].
Para no repetirme ni extenderme, lo resumo: de madrugada, estando en mi puesto
de trabajo, un vehículo cambió de trayectoria tras decidir erradamente que el
barco en que debía embarcar era otro y se dirigió a gran velocidad hacia él,
sin darse cuenta de que yo estaba justo en medio. Esperé al último segundo para
ver si me veía y cambiaba de dirección. Pero no, así que salté de forma lateral para esquivarlo, como
saltan los gatos al asustarse. Cuando mis piernas tocaron nuevamente el
asfalto, mis manos se apoyaron con un golpe brusco sobre el coche del
conductor, que frenó casi en seco, lo que muestra que el vehículo quedó a
milímetros de mi cuerpo. Medio segundo más y no lo cuento. Me aparté
bruscamente mientras él me decía, en una mezcla de acento árabe-andaluz: “Tío,
tío, que no te he visto. Perdona, ha sido sin querer, no te he visto. ¿Estás
bien, estás bien?”, frase que repitió en varias ocasiones y, a pesar de que yo
llevaba puesto un chaleco reflectante que se ve a muchos metros de distancia,
insistía en no haberme visto. Todavía impactado, solo acerté a decirle: “¡Vaya
tela, con lo grande que es el puerto!”, que estaba bien y que siguiera su
camino. Instantes después de la experiencia, los mismos músculos de las piernas
que se flexionaron y tensaron para saltar, eran un “flan”, y el susto me duró
un par de días.
Las otras restantes me las guardo para contarlas en
otra ocasión, si lo considero oportuno y vienen al caso. Cuando a algún amigo
le he dicho que voy a morir joven, no es una mera sensación o pensamiento, sino
por mi historial. A este ritmo de sucesos, será difícil que llegue a anciano.
Pero bueno, quién sabe. La verdad es que parezco sacado de la saga de películas
de terror “Destino final”, donde todo mueren menos uno... aunque más bien creo
que mi historia da para una comedia de Adam Sandler...
¿Tengo más vidas que un gato? ¿Y tú? La realidad de la
muerte y de la vida
Alguno dirá que, en
algunas de estas ocasiones, la muerte no me habría llevado y que solo habría
tenido lesiones de mayor o menor gravedad. Sea como sea, en todas aquellas situaciones, La Parca
rondó cerca.
Como has visto,
ninguna vez ha sido fruto de alguna enfermedad grave ni nada por el estilo:
únicamente hechos puntuales, directos e instantáneos. A veces por mi propia
irresponsabilidad y en otras por el despiste de otras personas. Según la teoría
del Gato con Botas, hace mucho que gasté mis vidas disponibles. Pero la
realidad es otra, mucho más simple: solo tengo una y, por lo tanto, es la única
que tengo disponible, como en el caso de cualquier persona, incluyéndote a ti.
¿Por qué me he
salvado y millones de personas en todo el planeta mueren cada año por
fatalidades parecidas a las narradas, casi siempre evitables, y muchas veces
absurdas hasta el extremo? Sea por un accidente doméstico, una fuga de gas, un
incendio, un golpe en la cabeza practicando deporte o un tropezón, las causas
se manifiestan sin previo aviso ni vuelta atrás.
Yo mismo me pregunto
por qué sigo aquí y no otros: no tengo esposa ni hijos, nadie depende de mí en
ningún aspecto, no formo parte de un equipo médico que busca la cura al cáncer
y mis libros no tienen millones de lectores. Apenas me conocen realmente un
pequeño grupo de personas, y soy un desconocido para la inmensa mayoría. Pero,
¿y todas esas personas con trabajos importantes o con un futuro deslumbrante?
¿Y los padres de familia que dejan huérfanos a sus hijos por un accidente
eludible? ¿Y esos hijos que, por una pequeñísima distracción, acabaron sus
vidas al caer desde una terraza? A la primera se fueron. No tuvieron segundas
oportunidades, y mucho menos trece como en mi caso. Desde un punto de vista,
que solo es capaz de ver este plano de la existencia, resulta injusto que “yo
sí” y “otros no”.
Los ateos, que creen
que somos meros átomos, por lo que consideran que cualquier hecho acontecido al
universo es puro azar. Entre los cristianos, los calvinistas dirán, sin ningún
género de duda, que forma parte del predeterminismo establecido por Dios. Por
su parte, los arminianos dirán que son las consecuencias del libre albedrío y
su interacción con las leyes naturales que Dios puso en marcha durante la
creación. Por mucho que ambos defiendan sus postulados con uñas y dientes –en
demasiadas ocasiones, sin respetar al otro-, ninguno puede afirmarlo con total
seguridad. Otros, como yo, diremos que es una mezcla entre ambas ideas y que se
escapa a nuestra comprensión actual.
Como no sé la
explicación exacta del porqué sigo por este barrio, a diferencia de otros, me
limitaré a señalar lo que has debido dilucidar con todo lo dicho hasta ahora y,
en consecuencia, enseñarte de lo aprendido en estos años: tarde o temprano, sea
de manera esperada por una larga dolencia, o de forma repentina, tu vida, tal y
como la conoces, llegará a su fin. Por lo tanto, lo fundamental es que aprendas
de tal acontecimiento inevitable una serie de cuestiones.
Hoy, y no mañana
1) Solo aquellos que han vivido situaciones límites,
que le han visto las orejas al lobo,
cambian su forma de ser y de ver la vida. Incluso así, no todos, ni
muchos menos. Para la mayoría, todo sigue igual, o peor aun, y una prueba de
ello ha sido la experiencia de la Pandemia del Covid: casi todos han vuelto a ser como antes, puesto que no han
modificado su conducta ni sus pensamientos sobre la existencia. Como si hubiera
sido una mala pesadilla que ya dejaron atrás, han vuelto a las mismas rutinas:
- a enfadarse por las mismas sancedes y nimiedades.
- a las quejas por
todo.
- a la religiosidad y el ritualismo sin vida.
- a dejarse llevar por la ira o por otras actitudes
tóxicas.
- a hacer que su valía propia dependa de las opiniones
ajenas o de lo que digan los demás.
- al postureo y al exhibicionismo en las redes
sociales para comprar falso amor en
forma de likes.
- al insulto barato en Twitter y Facebook.
- a basar su éxito en el dinero o el estatus social.
- a elegir malos compañeros sentimentales.
- al alcohol y a las borracheras.
- a comprar por comprar.
- a dar su cuerpo por una noche de placer.
- a comer mal o en exceso.
- a escuchar la misma música degradante para la mujer
y que incita las más bajas pasiones.
- a no hacer deporte o, por el contrario, a
obsesionarse con el físico.
- a consumir su tiempo con horas y horas de vídeos
ridículos en TikTok, Instagram y el resto del universo virtual, junto a la
telebasura de la televisión.
En definitiva: desperdiciaron una oportunidad única
para crecer y no aprendieron absolutamente nada de una grave situación mundial.
Si no quieres ser como esa masa, el hecho mismo de la
muerte, cercana o futura, debería servirte para poner tu vida en perspectiva.
Si lo llevas a cabo a partir de hoy:
- dejarás de perder el tiempo en buscar la paja en el
ojo ajeno.
- dejarás de hablar únicamente de cotilleos.
- dejarás de obsesionarte por lo efímero.
- dejarás de depender de lo que la sociedad u otros
digan sobre tu valor.
- vivirás al día, no en el sentido de gastar tus
ahorros, sino en que no te afanarás por el mañana ni el futuro.
- harás deporte por mera diversión y salud.
- leerás buenos libros.
- escucharás buena música.
- tendrás conversaciones edificantes, de calidad y de
corazón a corazón.
- eludirás los enojos y los gritos por naderías.
- te rodearás de aquellos que de verdad te aman y
respetan.
- te apartarás de las malas compañías.
- dedicarás el tiempo fuera del trabajo en cultivar
tus talentos y dones, sobre todo si son de bien para los demás.
- te analizarás con humildad y observarás si hay
actitudes tóxicas en ti, para así afrontarlas y eliminarlas: egocentrismo
exacerbado, victimismo, descubridor de
secretos ajenos (chismorreos), comentarista
desalentador, etc.
Si lo llevas a cabo, esto hará que vivas de manera más
alegre y tranquila al simplificarlo todo, tanto en tu exterior como interior, y
te centrarás en lo bueno y positivo. Verás la botella medio llena en lugar de
medio vacía, ya que te centrarás en lo que tienes, no en lo que te falta.
2) Aunque lo cito en último lugar, es lo más
importante: el fin de esta vida no es el fin de la existencia, puesto que lo
único que hace la muerte es llevarnos a otro plano de la misma. En
consecuencia, lo que debes asegurarte es dónde pasarás la eternidad tras acabar
tu paso por este mundo. Como cristiano a
secas lo he explicado una y mil veces en este sencillo blog desde que lo
abrí, allá en el lejano 2013. Todo se puede resumir a la conversación que tuvo
Jesús con Marta:
- “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”
- “Le dijo: Sí,
Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al
mundo” (Jn. 11:25-27).
Al contrario de lo que creen los religiosos y los
agnósticos, la muerte sí tiene solución. Al menos la importante: la segunda
muerte (la de la condenación), como la describe la Biblia (Ap. 20:6).
Por eso, la pregunta que Él le hizo a Marta hace dos
mil años es exactamente la misma que te hace a ti: ¿Crees esto? Si lo crees, y
que Jesús murió en la cruz para pagar por nuestros pecados y resucitó de entre
los muertos para regalarle la vida eterna a todo aquel que la aceptara, ese
miedo, esa angustia, ese preferir no
pensar en la muerte, desaparecerá por completo. Y la vida cobrará un
sentido completamente nuevo para ti. Es algo que solo el que lo experimenta
puede entender, por lo que cualquier palabra que yo añada estará de más.
Llegarás a la misma conclusión que nuestro “Gato con Botas”: no podrás derrotar
a la muerte, pero no la temerás y la mirarás cara a cara, lleno de
confianza y desparpajo. Ya no te preocupará cuándo pueda sobrevenir y cuándo
vengan a pedir tu alma (cf. Lc. 12:20), puesto que ya estarás preparado.
Termino con estas palabras de Leon Morris: “En el mundo antiguo, todas las civilizaciones le tenían un miedo atroz
a la muerte. Se trataba de un adversario cruel al que todo el mundo temía, y al
que nadie podía vencer. Pero la resurrección de Jesús supuso que sus seguidores
ya no tendrían nada que temer. Para ellos, la muerte ya no sería un aterrador
enemigo al que no se podía hacer frente. La muerte ya no contaba con su
aguijón, ya no iba a ver la victoria (1 Co. 15:55). [...] Los que confían en
Jesús, aunque van a morir, vivirán. Esta paradoja saca a la luz la gran verdad
de que la muerte física no importa demasiado. Puede que los paganos o los no
creyentes vean la muerte como el final de todo, pero no es así para los que
creen en Cristo. Morirán, en el sentido de que pasarán por lo que llamamos la
muerte física, pero no morirán en un sentido pleno. Para ellos, la muerte es la
puerta para pasar a una vida de perfecta comunión con Dios”[2].
Ahora te toca a ti responder a la gran pregunta.
[1] Acabo de releer dicho escrito y veo que en él dije que esa había sido mi cuarta experiencia “cercana a la muerte”. Es evidente que me equivoqué y no hice buena memoria, como sí he hecho en este escrito.
[2] Morris, Leon. El Evangelio según San Juan. Vol. 2. Cita de Temple. Pág. 153-154, 162-163.
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