lunes, 8 de mayo de 2023

El Gato con Botas: ¿Cómo cambia la vida, y todo, al mirar a la muerte “cara a cara”?

 

Cualquiera que haya visto la evolución del cine de animación en las dos últimas décadas, habrá observado que, lo que en un principio era mero entretenimiento para los más pequeños del hogar, se ha convertido en algo más. Sin perder la diversión y el buen ramillete de canciones pegadizas, suelen tratar temas más serios y que puede llevar a la mente pensante de cualquier persona madura a reflexionar sobre ellos. Entre otras, mi querida “Del revés”, es un claro ejemplo, como vimos en Inside Out: ¿Cuáles son las emociones que controlan tu vida? (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/02/inside-out-cuales-son-las-emociones-que.html); Inside Out: Aprendiendo del dolor & Los recuerdos y nuestras islas de la personalidad (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/02/inside-out-aprendiendo-del-dolor-los.html).
Aunque uno de mis sobrinos, que ya la había visto, me puso sobre aviso, no me esperaba el grado de profundidad que me iba a encontrar en “El gato con Botas”. Esperaba risas –y sí, más de una me sacó el felino con la voz de mi tocayo Antonio Banderas y ese acento marcadamente andaluz, pero no el trasfondo de la misma. Aunque trata diversos temas muy interesantes por medio de los personajes secundarios, hoy me centraré en la cuestión principal –el miedo a la muerte-, y dejaré para una segunda parte al resto de “actores”.
La trama nos muestra a nuestro querido gato, con su capa, sombrero y estilete –como si fuera un Mosquetero- viviendo alegremente allá por donde le conduce la aventura, con ese carácter dicharachero que posee y que le lleva a derrotar enemigo tras enemigo mientras canta, baila y lanza todo tipo de comentarios ingeniosos. Y así es, hasta que se encuentra con un rival al que no puede vencer. Este formidable adversario –un lobo, que más tarde descubriremos que es la misma muerte y viene a llevárselo-, se alimenta del miedo de sus víctimas, algo que sufre nuestro protagonista en sus carnes al descubrir que ha gastado ocho de sus nueve vidas, por lo que, si acaba la presente, su vida llegará a su fin definitivo.
(La muerte, con forma de lobo, viene a por su presa)

Viendo la inminencia de su derrota, huye despavorido. De forma simbólica, entierra al “Gato con Botas” y se va a vivir en un refugio para los de su especie –aunque bien tontos-, para pasar desapercibido, terminando por caer en la apatía más absoluta y en la rutina diaria. Mucho tiempo después, se entera de que hay un bosque mágico donde puede pedir un deseo a una estrella. Podemos imaginar cuál quiere él: recuperar todas sus vidas para no temer así a la muerte. Emprendiendo de nuevo la aventura, haciendo nuevos amigos, reencontrarse con su viejo amor tras incontables vaivenes, y redescubrir la valentía, se enfrenta de nuevo al lobo. Reconociendo que no podrá batirlo en dicho duelo, le dice que ya no tiene miedo y que luchará por su “única vida”, aun sabiendo que es la única que tiene-, con todas sus fuerzas. Irritado, este adversario inmortal, se aleja, por ahora, y lo deja en paz. Al final, nuestro héroe se marcha de nuevo en busca de otras hazañas, sin miedo al futuro ni a la muerte.

¡Las catorce veces que la muerte ha llamado a mi puerta!
A fecha de hoy (8 de mayo de 2023), hasta en catorce ocasiones ha rondado la muerte a mi alrededor, al menos que yo recuerde o haya sido consciente. Describiré brevemente seis, para así no extenderme en demasía y poder centrarme en la enseñanza al respecto, y no tanto en las historias personales, que es lo de menos.
La primera de ellas es la única de la que no tengo constancia en mi mente, por una sencilla razón: era un bebé. Como me han contado en innumerable ocasiones en mi familia, uno de mis hermanos me tomó en brazos y quiso jugar conmigo. ¿Qué hizo? Eso tan habitual que hacen muchas personas con los críos: lanzarme al aire. La cuestión es que, en una de las ocasiones, no me sujetó bien al caer y me di de bruces en la cabeza contra el suelo. Mi hermano dijo para sus adentros: “Se ha matado”. Como no fue el caso, en lugar de contárselo a mis padres, aterrado por la bronca lógica que se iba a llevar, no dijo nada. Podría haber tenido una hemorragia interna o cualquier otra afectación, pero no pasó nada, aunque, algunos, de broma, me dicen que por eso estoy mal de la cabeza...
La segunda ocasión aconteció en Salamanca, estando de viaje con mis padres cuando yo tenía seis o siete años. Y sí, a pesar de mi corta edad, lo recuerdo perfectamente. Siempre me ha encantado el agua caliente, muy caliente, prácticamente hirviendo. Soy de los que, cuando salgo de la ducha, no se ve nada del vapor que hay en el cuarto de baño. Pues bien, mi deseo era darme un baño de espuma recostado. Mi madre lo preparó todo y allí que entré. Estaba en la gloria... Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en la cama mojado mientras escuchaba, como a lo lejos, repetidamente mi nombre mientras me daban golpes en la cara. ¿Qué había pasado? Que había perdido el conocimiento dentro de la bañera y, claro está, me encontraba haciendo submarinismo involuntario. Gracias a Dios, mi madre entró para ver cómo iba, y pudo tirar de mí hacia afuera. Hasta vino la Policía para asegurarse que no había sido un intento de asesinato. ¡Para mí suena hasta cómico!
La tercera vez fue de adolescente, a los quince años: en día escolar, llegamos de una excursión una media hora antes de que fuera la hora de salida. Junto a unos compañeros de clase, nos tumbamos al sol en un césped del colegio. Uno de ellos se subió a una barandilla a caminar haciendo equilibrio. Cuando lo perdía, solo tenía que dejarse caer hacia el lado y caía en el propio cesped, por lo que no había peligro... claro está, a menos que fuera yo quién lo hiciera... Me subí y comencé a dar pasos sobre la fina barra sin problemas y confiando, pero... me resbalé y, en posición vertical, caí y me golpeé violentamente en el costado. Automáticamente, me quedé sin respiración. La angustia que experimenté fue de puro terror. Pasaban los segundos y por más que habría la boca e intentaba inspirar, no había manera. Pensé que de esa no salía. Un amigo mío se puso delante gritándome “Jesús, respira, respira”. Su cara era el reflejo de la desesperación. Como no podía hablar, con una mano señalando a mi boca, le indiqué mi incapacidad para hacerlo. Y más gritaba él: “Inténtalooooo”. Fue un minuto eterno... hasta que lo logré. Me había fisurado una costilla y estuve más de un mes con serias molestias para respirar y caminando ligeramente torcido. De nuevo, la muerta había pasado de largo.
La siguiente vez sucedió un año después. En un cruce para ir a mi colegio, peligroso por su nula visibilidad, por el cual pasaban a esa hora, en ambos sentidos, decenas de coches a toda velocidad y los autobuses llenos de niños, y con una clara señal de stop, mi madre, que era la que conducía, en lugar de reducir una marcha para frenar, la aumentó. Lo lógico era pasar de tercera a segunda, pero metió la cuarta a escasos metros de la mediana. La atravesamos en medio de un silencio sepulcral, ya que a nadie le dio tiempo a avisarla porque no había margen, aparte de inesperado, puesto que era el mismo recorrido que llevábamos haciendo muchos años. En ese momento, no pasó ni un solo vehículo, algo extremadamente extraño. De los dos niños y los dos adolescentes, solo yo hablé con la voz temblando: “Mamá, ¿qué has hecho?”. Contestó que pensaba que el cruce era en la calle siguiente. ¿Casualidad? ¿Milagro? ¿Predestinación? Aunque mi opinión la expresaré en unas líneas, que cada uno lo tome como quiera.
La quinta ocasión fue la más absurda de todas, y por mi propia insensatez. Era la hora de comer y no había pan en casa. Salí corriendo a una panadería situada a escasos dos minutos. Crucé a la velocidad del rayo aprovechando que el semáforo estaba en verde para los peatones, entré, puse el dinero, tomé la barra y de vuelta a casa a la misma velocidad del rayo. Iba tan absorto que ni me fijé que el semáforo había cambiado de color... crucé corriendo por la carretera y, de repente... escuché a un coche frenando casi en seco. Miré a mi izquierda y allí estaba, la carrocería casi rozándome el pantalón. La joven conductora, agarrada al volante como quién abraza a su ser más querido, tenía la cara descompuesta. No abrió su boca, y en esta ocasión fue a mí al que le tocó pedir perdón en repetidas ocasiones. Ella movió su cabeza en señal de asentimiento y seguí mi marcha con el corazón acelerado.
Y la última que narraré, aunque ya lo hice en “A medio segundo de ser atropellado y ¿morir?” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2018/08/8-medio-segundo-de-ser-atropellado-y.html), aconteció el 10 de agosto de 2018[1]. Para no repetirme ni extenderme, lo resumo: de madrugada, estando en mi puesto de trabajo, un vehículo cambió de trayectoria tras decidir erradamente que el barco en que debía embarcar era otro y se dirigió a gran velocidad hacia él, sin darse cuenta de que yo estaba justo en medio. Esperé al último segundo para ver si me veía y cambiaba de dirección. Pero no, así que salté de forma lateral para esquivarlo, como saltan los gatos al asustarse. Cuando mis piernas tocaron nuevamente el asfalto, mis manos se apoyaron con un golpe brusco sobre el coche del conductor, que frenó casi en seco, lo que muestra que el vehículo quedó a milímetros de mi cuerpo. Medio segundo más y no lo cuento. Me aparté bruscamente mientras él me decía, en una mezcla de acento árabe-andaluz: “Tío, tío, que no te he visto. Perdona, ha sido sin querer, no te he visto. ¿Estás bien, estás bien?”, frase que repitió en varias ocasiones y, a pesar de que yo llevaba puesto un chaleco reflectante que se ve a muchos metros de distancia, insistía en no haberme visto. Todavía impactado, solo acerté a decirle: “¡Vaya tela, con lo grande que es el puerto!”, que estaba bien y que siguiera su camino. Instantes después de la experiencia, los mismos músculos de las piernas que se flexionaron y tensaron para saltar, eran un “flan”, y el susto me duró un par de días.
Las otras restantes me las guardo para contarlas en otra ocasión, si lo considero oportuno y vienen al caso. Cuando a algún amigo le he dicho que voy a morir joven, no es una mera sensación o pensamiento, sino por mi historial. A este ritmo de sucesos, será difícil que llegue a anciano. Pero bueno, quién sabe. La verdad es que parezco sacado de la saga de películas de terror “Destino final”, donde todo mueren menos uno... aunque más bien creo que mi historia da para una comedia de Adam Sandler...

¿Tengo más vidas que un gato? ¿Y tú? La realidad de la muerte y de la vida
Alguno dirá que, en algunas de estas ocasiones, la muerte no me habría llevado y que solo habría tenido lesiones de mayor o menor gravedad. Sea como sea, en todas aquellas situaciones, La Parca rondó cerca.
Como has visto, ninguna vez ha sido fruto de alguna enfermedad grave ni nada por el estilo: únicamente hechos puntuales, directos e instantáneos. A veces por mi propia irresponsabilidad y en otras por el despiste de otras personas. Según la teoría del Gato con Botas, hace mucho que gasté mis vidas disponibles. Pero la realidad es otra, mucho más simple: solo tengo una y, por lo tanto, es la única que tengo disponible, como en el caso de cualquier persona, incluyéndote a ti.
¿Por qué me he salvado y millones de personas en todo el planeta mueren cada año por fatalidades parecidas a las narradas, casi siempre evitables, y muchas veces absurdas hasta el extremo? Sea por un accidente doméstico, una fuga de gas, un incendio, un golpe en la cabeza practicando deporte o un tropezón, las causas se manifiestan sin previo aviso ni vuelta atrás.
Yo mismo me pregunto por qué sigo aquí y no otros: no tengo esposa ni hijos, nadie depende de mí en ningún aspecto, no formo parte de un equipo médico que busca la cura al cáncer y mis libros no tienen millones de lectores. Apenas me conocen realmente un pequeño grupo de personas, y soy un desconocido para la inmensa mayoría. Pero, ¿y todas esas personas con trabajos importantes o con un futuro deslumbrante? ¿Y los padres de familia que dejan huérfanos a sus hijos por un accidente eludible? ¿Y esos hijos que, por una pequeñísima distracción, acabaron sus vidas al caer desde una terraza? A la primera se fueron. No tuvieron segundas oportunidades, y mucho menos trece como en mi caso. Desde un punto de vista, que solo es capaz de ver este plano de la existencia, resulta injusto que “yo sí” y “otros no”.
Los ateos, que creen que somos meros átomos, por lo que consideran que cualquier hecho acontecido al universo es puro azar. Entre los cristianos, los calvinistas dirán, sin ningún género de duda, que forma parte del predeterminismo establecido por Dios. Por su parte, los arminianos dirán que son las consecuencias del libre albedrío y su interacción con las leyes naturales que Dios puso en marcha durante la creación. Por mucho que ambos defiendan sus postulados con uñas y dientes –en demasiadas ocasiones, sin respetar al otro-, ninguno puede afirmarlo con total seguridad. Otros, como yo, diremos que es una mezcla entre ambas ideas y que se escapa a nuestra comprensión actual. 
Como no sé la explicación exacta del porqué sigo por este barrio, a diferencia de otros, me limitaré a señalar lo que has debido dilucidar con todo lo dicho hasta ahora y, en consecuencia, enseñarte de lo aprendido en estos años: tarde o temprano, sea de manera esperada por una larga dolencia, o de forma repentina, tu vida, tal y como la conoces, llegará a su fin. Por lo tanto, lo fundamental es que aprendas de tal acontecimiento inevitable una serie de cuestiones.

Hoy, y no mañana
1) Solo aquellos que han vivido situaciones límites, que le han visto las orejas al lobo, cambian su forma de ser y de ver la vida. Incluso así, no todos, ni muchos menos. Para la mayoría, todo sigue igual, o peor aun, y una prueba de ello ha sido la experiencia de la Pandemia del Covid: casi todos han vuelto a ser como antes, puesto que no han modificado su conducta ni sus pensamientos sobre la existencia. Como si hubiera sido una mala pesadilla que ya dejaron atrás, han vuelto a las mismas rutinas:

- a enfadarse por las mismas sancedes y nimiedades.
- a las quejas por todo.
- a la religiosidad y el ritualismo sin vida.
- a dejarse llevar por la ira o por otras actitudes tóxicas.
- a hacer que su valía propia dependa de las opiniones ajenas o de lo que digan los demás.
- al postureo y al exhibicionismo en las redes sociales para comprar falso amor en forma de likes.
- al insulto barato en Twitter y Facebook.
- a basar su éxito en el dinero o el estatus social.
- a elegir malos compañeros sentimentales.
- al alcohol y a las borracheras.
- a comprar por comprar.
- a dar su cuerpo por una noche de placer.
- a comer mal o en exceso.
- a escuchar la misma música degradante para la mujer y que incita las más bajas pasiones.
- a no hacer deporte o, por el contrario, a obsesionarse con el físico.
- a consumir su tiempo con horas y horas de vídeos ridículos en TikTok, Instagram y el resto del universo virtual, junto a la telebasura de la televisión.

En definitiva: desperdiciaron una oportunidad única para crecer y no aprendieron absolutamente nada de una grave situación mundial.
Si no quieres ser como esa masa, el hecho mismo de la muerte, cercana o futura, debería servirte para poner tu vida en perspectiva. Si lo llevas a cabo a partir de hoy:

- dejarás de perder el tiempo en buscar la paja en el ojo ajeno.
- dejarás de hablar únicamente de cotilleos.
- dejarás de obsesionarte por lo efímero.
- dejarás de depender de lo que la sociedad u otros digan sobre tu valor.
- vivirás al día, no en el sentido de gastar tus ahorros, sino en que no te afanarás por el mañana ni el futuro.
- harás deporte por mera diversión y salud.
- leerás buenos libros.
- escucharás buena música.
- tendrás conversaciones edificantes, de calidad y de corazón a corazón.
- eludirás los enojos y los gritos por naderías.
- te rodearás de aquellos que de verdad te aman y respetan.
- te apartarás de las malas compañías.
- dedicarás el tiempo fuera del trabajo en cultivar tus talentos y dones, sobre todo si son de bien para los demás.
- te analizarás con humildad y observarás si hay actitudes tóxicas en ti, para así afrontarlas y eliminarlas: egocentrismo exacerbado, victimismo, descubridor de secretos ajenos (chismorreos), comentarista desalentador, etc.

Si lo llevas a cabo, esto hará que vivas de manera más alegre y tranquila al simplificarlo todo, tanto en tu exterior como interior, y te centrarás en lo bueno y positivo. Verás la botella medio llena en lugar de medio vacía, ya que te centrarás en lo que tienes, no en lo que te falta.

2) Aunque lo cito en último lugar, es lo más importante: el fin de esta vida no es el fin de la existencia, puesto que lo único que hace la muerte es llevarnos a otro plano de la misma. En consecuencia, lo que debes asegurarte es dónde pasarás la eternidad tras acabar tu paso por este mundo. Como cristiano a secas lo he explicado una y mil veces en este sencillo blog desde que lo abrí, allá en el lejano 2013. Todo se puede resumir a la conversación que tuvo Jesús con Marta:

- “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”
- “Le dijo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Jn. 11:25-27).

Al contrario de lo que creen los religiosos y los agnósticos, la muerte sí tiene solución. Al menos la importante: la segunda muerte (la de la condenación), como la describe la Biblia (Ap. 20:6).
Por eso, la pregunta que Él le hizo a Marta hace dos mil años es exactamente la misma que te hace a ti: ¿Crees esto? Si lo crees, y que Jesús murió en la cruz para pagar por nuestros pecados y resucitó de entre los muertos para regalarle la vida eterna a todo aquel que la aceptara, ese miedo, esa angustia, ese preferir no pensar en la muerte, desaparecerá por completo. Y la vida cobrará un sentido completamente nuevo para ti. Es algo que solo el que lo experimenta puede entender, por lo que cualquier palabra que yo añada estará de más. Llegarás a la misma conclusión que nuestro “Gato con Botas”: no podrás derrotar a la muerte, pero no la temerás y la mirarás cara a cara, lleno de confianza y desparpajo. Ya no te preocupará cuándo pueda sobrevenir y cuándo vengan a pedir tu alma (cf. Lc. 12:20), puesto que ya estarás preparado. 
Termino con estas palabras de Leon Morris: “En el mundo antiguo, todas las civilizaciones le tenían un miedo atroz a la muerte. Se trataba de un adversario cruel al que todo el mundo temía, y al que nadie podía vencer. Pero la resurrección de Jesús supuso que sus seguidores ya no tendrían nada que temer. Para ellos, la muerte ya no sería un aterrador enemigo al que no se podía hacer frente. La muerte ya no contaba con su aguijón, ya no iba a ver la victoria (1 Co. 15:55). [...] Los que confían en Jesús, aunque van a morir, vivirán. Esta paradoja saca a la luz la gran verdad de que la muerte física no importa demasiado. Puede que los paganos o los no creyentes vean la muerte como el final de todo, pero no es así para los que creen en Cristo. Morirán, en el sentido de que pasarán por lo que llamamos la muerte física, pero no morirán en un sentido pleno. Para ellos, la muerte es la puerta para pasar a una vida de perfecta comunión con Dios”[2].

Ahora te toca a ti responder a la gran pregunta.


[1] Acabo de releer dicho escrito y veo que en él dije que esa había sido mi cuarta experiencia “cercana a la muerte”. Es evidente que me equivoqué y no hice buena memoria, como sí he hecho en este escrito.

[2] Morris, Leon. El Evangelio según San Juan. Vol. 2. Cita de Temple. Pág. 153-154, 162-163.

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