Dicen
que, cuando uno está a punto de morir, toda la vida pasa por delante de sus
ojos: el día del décimo cumpleaños, el recuerdo del primer beso (en la
mejilla), el primer amor, aquel momento especial con los amigos, las noches de
diversión, el instante en que se ganó la competición deportiva, hechos concretos de felicidad con los hijos y la familia, y un largo etcétera.
En mi
caso, no vi absolutamente nada y si hubiera visto algo de lo citado me habría
quedado sin ese medio segundo para reaccionar, el cual me evitó ser atropellado por
un coche completamente lanzado contra mí. Era la madrugada del 10 de agosto,
sobre las 3 de la madrugada. Estaba trabajando en el puerto de mi ciudad a unos
cincuenta metros del embarque. Un coche rojo deportivo iba a más de 80 km por
hora en una recta larga, cuando, sin venir a cuento y justo cuando estaba a mi
altura, se dio cuenta de que su barco era otro y cambió de dirección
completamente, así que giró y se dirigió de frente justo donde yo estaba, a
menos de 4 metros. No me lo podía creer.
En las
películas de Hong Kong, el protagonista siempre corre hacia el coche, salta con
una pierna sobre el capó y da una voltereta para caer de pie tal cual Bruce Lee
sobre el piso como una especie de superhombre. Como no soy experto en artes marciales
ni estoy loco, no intenté semejante hazaña: cuando tenía practicamente encima
al kamikaze, salté con todas mis fuerzas de forma lateral para esquivarlo, como
saltan los gatos al asustarse. Cuando mis piernas tocaron nuevamente el
asfalto, mis manos se apoyaron con un golpe brusco sobre el coche del
conductor, que frenó casi en seco, lo que muestra que el vehículo quedó a
milímetros de mi cuerpo. Medio segundo más y no lo cuento. Me aparté
bruscamente mientras él me decía en una mezcla de acento árabe-andaluz: “Tio,
tio, que no te he visto. Perdona, ha sido sin querer, no te he visto. ¿Estás
bien, estás bien?”, frase que repitió en varias ocasiones y, a pesar de que yo
llevaba puesto un chaleco reflectante que se ve a muchos metros de distancia,
insistía en no haberme visto. Todavía impactado, solo acerté a decirle: “¡Vaya
tela, con lo grande que es el puerto!”, que estaba bien y que siguiera su
camino.
Instantes
después de la experiencia, los mismos músculos de las piernas que se flexionaron
y tensaron para saltar, eran un “flan”, y el susto me duró un par de días.
Aunque en ese puesto de trabajo he tenido varios altercados en todos estos
años, ninguno tan “terminal” como este. Y, que recuerde, en otras
circunstancias y lugares, ha sido la cuarta vez a lo largo de mi vida que la
muerte ha estado bien cerca de mi camino.
Si en
el título he puesto la palabra “morir” entre signos de interrogación, es porque
las consecuencias de lo que podría haber pasado nadie lo sabe, solo Dios. Podría
haber fallecido en el acto o haber quedado gravemente herido. O quién sabe,
quizá el coche se habría partido por la mitad al chocar contra los poderes
kryptonianos que alberga mi cuerpo...
Todo
esto me hizo ver –o recordar- de forma muy intensa que nunca sabemos cuándo
nuestra mortalidad humana llegará a su fin, y me hizo reflexionar sobre esta
cuestión, que ahora quiero compartir contigo, hayas pasado por una experiencia
semejante o no.
Nuestra propia mortalidad e inmortalidad
¿En
qué estaba yo pensando segundos antes de librarme? En las ganas que tenía que
acabara aquella noche dado que el volumen de trabajo era enorme y estaba muy
cansado. Aparte de alguna conversación liviana con los compañeros de trabajo,
estaba tan exhausto que no me planteaba nada más ni la mente daba para
pensamientos profundos, solo el deseo de llegar a casa para dormir y doblar la
cama por la mitad. Ahora bien, la muerte es un tema que no me preocupaba en
absoluto, puesto que es un tema que resolví hace muchos años, como líneas más
adelante explicaré.
Antes
de seguir, sé tú quien se pregunte en qué sueles pensar por norma general en
otros momentos, y cómo pasas el tiempo y los días. Casi con total seguridad,
pensando y haciendo cosas para el hoy y el mañana cercano:
- Con
quién saldrás a cenar esta noche.
- Qué
próxima películas verás en el cine.
- Qué
almorzarás mañana.
- Qué
ropa te pondrás para salir.
- Qué
te vas a comprar con el dinero que has ganado en el trabajo.
- Qué
nuevo libro vas a leer.
- Qué
canción escucharás.
-
Dónde irás de vacaciones.
- A
qué fiesta de cumpleaños irás.
- Qué
carrera estudiarás.
- Qué
trabajo buscarás.
- Si
quieres casarte realmente con tu novio.
- Si
te atreverás a expresarle tus sentimientos a la chica que te atrae.
Y una
larga lista más que puedes hacer tú mismo. Y es cierto que muchas de estas
cuestiones son importantes y necesarias, que todo tiene sin duda su tiempo y su
lugar. Hay “tiempo de
llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de
esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de
abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar,
y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de
callar, y tiempo de hablar” (Ec. 3:4-7).
Pero, a
menos que hayas tenido una experiencia traumática que te cambió por completo,
son pocos los que piensan más allá de las cuestiones citadas, y mucho menos en
algo como la muerte.
Cuando la muerte está a la puerta no suele
llamar
Seguro que:
- Has visto en la televisión el
derrumbe del puente en Génova donde han muerto varias decenas de personas.
- Has visto en estos días el primer
aniversario de los atentados en las Ramblas de Barcelona en el cual fallecieron
16 personas.
- Viste en su momento los fatídicos
accidentes de famosos deportistas o actores como Paul Walker (Cuando cae el telón de esta vida: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/12/cuando-cae-el-telon-de-esta-vida.html),
Ángel Nieto, Drazen Petrovic o Fernando Martín, entre otros muchos.
- Te quedaste con la boca abierta con
las imágenes del Tsunami de Japón en 2011 con casi veinte mil defunciones y el
terromoto de Haití de 2010 con más de trescientos mil.
- Te conmueves cada verano cuando ves
en los noticieros a niños ahogados en la piscina o en la playa.
- Se te ha puesto la piel de gallina en
estos años con los atentados de las Torres Gemelas, los de Londres, el 11M en
Madrid, en diversos lugares de París, y otros muchos más, con miles de víctimas en total.
- Te estremeciste con los incendios del
verano de 2017 en Portugal, cuyas imágenes parecían sacadas de una producción
de Hollywood, y que acabaron con la vida de cientos de personas.
Y como estos, miles de sucesos que llenan las páginas de las crónicas
periodísticas de forma diaria, junto a historias cotidianas que no salen en la
prensa pero que nosotros y nuestros familiares cercanos sufren directamente.
A
la hora inesperada
Cuando escuchamos estos casos o de
algún conocido que muere de forma inesperada (sea por una enfermedad, un
accidente o de forma repentina), las expresiones que suelen salir de nuestra
boca se repiten una y otra vez:
- ¡Qué mala suerte!
- ¡Eran tan joven!
- ¡Tenía toda la vida por delante!
- No lo entiendo, era mayor pero estaba
perfecta de salud. Anoche mismo estuve hablando con ella animadamente hasta la
noche.
- ¡Qué desgracia, él acababa de ser
padre y de ser ascendido en el trabajo!
- Dios, ¿por qué? ¡Ella estaba
embarazada!
-
¡Toda la vida trabajando y ahora se jubila y muere a las dos semanas!
¡No ha podido disfrutar de nada!
- ¡Si hubieran descubierto su
enfermedad un poco antes estaría vivo!
- ¡No puede ser, terminó su carrera
universitaria hace un mes!
- ¡Ahora que se le veía tan feliz!
- ¡A meses de casarse con su novia de
toda la vida, y pasa esto!
Y así, decenas de frases más en la que
solemos expresar nuestra sorpresa, como si la muerte tuviera edad y esperase al
día en que nosotros queramos morir.
El mismo texto que cité líneas atrás de
forma incompleta dice también que “todo
tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo
de nacer, y tiempo de
morir” (Ec. 3:1-2). Todos nos preparamos para vivir pero muy pocos se
preparan para morir. Algunos porque piensan que es el fin de la existencia y
otros muchos porque creen que es un acontecimiento muy lejano, que todavía no
les toca. Sin embargo, ¿qué tenían en común todos los fallecidos que he
mencionado en la lista? Que ninguno de ellos pensó cuando se levantó aquella
mañana que la muerta les iba a abrir la puerta de golpe y sin avisar. Y a nosotros
nos pasará lo mismo, sea mañana o dentro de cincuenta años o más.
Mi
propia maldad
La cuestión es estar preparado porque
no es el fin de todo, sino el comienzo de todo, el paso de un estado a otro, de un lugar a otro. La
teología cristiana llama a esos dos destinos “cielo” e “infierno”. Muchos
piensan que ir a un sitio u otro depende de “ser mejor”, “ser peor”, “ser más bueno” o
“ser más malo”. Todo un error. Si así fuera, nadie iría a la presencia de Dios
con todos los errores que cometemos a lo largo de nuestra vida. Algunos,
después de todos estos años de cristiano, en su ignorancia siguen creyendo de
que mi convencimiento de que voy a ir al cielo, a esa vida eterna prometida por
el que resucitó de entre los muertos, es porque me considero bueno. Y eso está
muy lejos de la verdad. Yo no soy mejor que nadie, y ni siquiera “bueno”. Soy
plenamente consciente de ello.
Mis propios familiares, amigos y
compañeros de trabajo saben que soy todo lo contrario a perfecto, que estoy a
millones de años luz de dicha perfección. Aunque muchos de ellos me aprecien,
me valoren, me quieran o me digan con cariño “¡qué buena gente eres!” (aunque
habrá otros que pensarán de mí “¡qué mala gente es!” o irritable o falso, o qué
sé yo), sé cuando me dejo llevar por el enojo; sé cuando me enciendo en ira; sé
cuando critico con mala fe; sé cuando hablo de más; sé cuando sobran algunas de
mis palabras. Y así con un millón de detalles, faltas y pecados.
Citando un solo ejemplo reciente, en la
tarde de más trabajo de todo el verano: estaba bien de ánimo, me encontraba muy
tranquilo y tratando con sosiego y amabilidad a los clientes. Internamente me
sentía “muy santo”. Apenas un par de horas después, y ante una situación incontrolable y que ya se salía de madre, el que escribe estas líneas, hastiado
–después de varios años sin sucederme-, entró en combustión espontánea y tocó a
arrebato ante más de diez coches: con ostensibles gestos corporales, levanté la
voz a niveles atronadores, una mezcla de bomba atómica y Drácula, con la
intención de que los conductores obedecieran las indicaciones. Por unos
segundos, el silencio más absoluto se hizo a mi alrededor, no sé si por temor,
respeto o sorpresa de los presentes. Supongo que más de uno pensaría que me había vuelto loco, o quizá empatizó conmigo y consideró normal mi reacción. Así que, en mi caso, de “bueno” en términos absolutos,
nada. Jesús mismo dijo que “bueno” solo es Dios (cf. Mr. 10:18).
Por eso son tan reales las palabras que
Pablo dijo sobre su propia persona: “Porque no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero, eso hago. [...] Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo
esta ley: que el mal está en mí” (Ro. 7:19, 21). Y,
si eres sincero, seguro que tú también lo sabes de ti mismo. Todos tenemos un
lado oscuro, lo manifestemos más o menos ante los demás.
¿En paz?
La muerte no consiste en lo que el
folclore y el cine nos suele hacer creer: dejar todos los asuntos resueltos,
haber hecho las paces con todo el mundo, haber hecho testamento o decirle a los
seres queridos en el lecho de muerte cuánto los queremos. La clave, la única
clave, es haber hecho las paces con Dios. ¿Cómo? Puesto que mi intención con
este escrito era llamarte la atención sobre ese acontecimiento que nos puede
sobrevenir en cualquier momento, el qué y el cómo te lo dejo expuesto aquí: No soy religioso, ni católico, ni
protestante; simplemente cristiano (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html).
Leelo atentamente porque es muy fácil de entender. Ahí se verá si tu interés es
genuino y si has reflexionado lo suficiente.
Solo decirte para terminar que no lo
dejes para cuando acabes los estudios, o logres el trabajo soñado, o tengas el
noviazgo/matrimonio/hijos/dinero/casa/coche/reconocimiento deseado. Aunque
todos desean morir de ancianitos, durmiendo, sin enterarse y en plena posesión
de sus facultades mentales, nunca se sabe el día ni la hora. Un coche que se
cruza, una enfermedad inesperada o un accidente casero. Quién sabe. Puede que esta noche o mañana vengan a pedirte tu alma (cf. Lc. 12:20).
¿No es
mejor vivir al día pero con el futuro resuelto y asegurado? ¿Qué
mejor inversión puedes hacer ahora en el presente que un seguro eterno para el
futuro? ¿No es mejor vivir en
paz sabiendo que, pase lo que pase y cuándo pase, tienes garantizada una
eternidad plena y radiante de felicidad en un lugar donde “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni
clamor, ni dolor”? (Ap. 21:4).
p.d: Te lo vuelvo a
recordar: No soy religioso, ni católico, ni protestante;
simplemente cristiano (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html).
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