lunes, 27 de mayo de 2019

El final de “Juego de Tronos”: una parábola del mundo cristiano y eclesial


Lamento que muchos seguidores de “Juego de Tronos” se hayan sentido defraudados por el final. A pesar de las críticas recibidas, a mí sí me ha gustado muchísimo esta última temporada, hasta el punto de fascinarme. Entre los que sí la hemos disfrutado, están aquellos de lágrima fácil que se habrán quedado con varias escenas de la conclusión: la muerte de Khaleesi, Drogon tomando con delicadeza entre sus garras a su difunta madre tras intentar “despertarla” infructuosamente, la despedida de Jon Nieve con sus hermanas y hermano, la irremediable soledad romántica a la se ve sometida Brienne de Tarth, el emotivo discurso de Tyrion para buscar un rey, la coronación de Sansa como reina de Invernalia o una Arya Stark –por fin feliz- surcando los mares desconocidos tal Cristóbal Colón. ¿Y en mi caso? Me quedo con el heroico sacrificio de Jorah Mormont del tercer capítulo, que muere protegiendo a la mujer que ama a pesar de que ella no le corresponde, aunque lo quiere como a un padre y amigo honorable e íntegro.  
Gustos personales aparte, vayamos a lo que interesa. Sé que se pueden hacer infinidad de lecturas sobre el conjunto de toda la serie, tantas como personas la han seguido durante estos nueve años. De la belleza de la banda sonora y del vestuario mejor ni hablamos: son una obra de arte. Esta es simplemente mi versión, una más entre miles, después del giro brutal e inesperado de la recta final. Evidentemente, la simbología que voy a mostrar no es completamente exacta a la descrita en los acontecimientos de la trama, por eso viene a ser como una parábola abierta. También añadir que solo me centraré en una pequeña parte ya que en realidad daría para varios escritos tocando muchos temas, tanto dramáticos, políticos y religiosos, pero no es esa mi intención porque no acabaría nunca. Quiénes quieran profundizar más o ver otras perspectivas, aquí tienen un escrito que le dedicó el pastor José de Segovia hace unos años: “El poder en Juego de Tronos” (http://protestantedigital.com/blogs/40325/el_poder_en_juego_de_tronos).
Ahora pasemos a mi análisis. Aunque no hayas visto la serie y se te escapen por ello algunos guiños y detalles menores, lo vas a entender perfectamente.

Daenerys, la libertadora convertida en tirana
Si alguien nos ha roto el corazón en mil pedazos ha sido sin duda Daenerys Targaryen. Durante toda la historia, ella ha sido presentada como la libertadora de los pueblos oprimidos, una especie de Mesías. Su carisma, su carácter influyente y su capacidad para atraer hacia su causa a las personas y grupos más variopintos, eran dignas de admirar. Amada por muchos, todos queríamos que se alzara con el poder en los siete reinos para romper la rueda de la tiranía y establecer la paz y la justicia. Pero tras haber derrotado a todos sus enemigos en Poniente, tras la cruenta y terrorífica batalla contra los muertos, tras la agónica victoria contra el Rey de la noche, cuando las huestes de la malvada Cersei se habían rendido en Desembarco, cuando ya tenía la capital en bandeja de plata, decidió destruir la ciudad y su millón de habitantes a lomos de Drogon, su pirómano dragón. Una decisión que selló su destino para siempre. 

Ahí sacó lo que realmente había en su corazón, y lo que venía a decir era muy claro: “Yo ostento el poder. Yo represento el bien. Yo vengo a salvaros. Y mis ejércitos no cesarán de luchar hasta que todos estén de mi lado. El resto merece la muerte. Cuando lo logre, el mundo será mucho mejor donde todos serán libres bajo mi dominio”. La cuestión es que lo dice completamente convencida de que está haciendo el bien. En un palacio destruido y ante su ansiado trono, del que disfruta como una niña risueña que ha alcanzado el sueño que tuvo toda su vida, esta es la conversación que tiene con Jon tras echarle éste en cara que hubiera matado a niños pequeños:

- “Traté de firmar la paz con Cersei, y usó a sus inocentes como arma contra mí. Pensó que así me detendría. [...] No podemos ocultarnos tras la piedad. El mundo que necesitamos no se erigirá con hombres leales al mundo que tenemos”.
- “El mundo que necesitamos es un mundo de clemencia, debe serlo”.
- “Y lo será. No es fácil ver algo que antes jamás se había visto: un mundo bueno”.
- “¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que será bueno?”.
- “Por que sé lo que es bueno, y tú también”.
- “¿Qué hay de los demás? Todos los que no saben aun que esto es bueno”.
- “No tienen elección. Ven conmigo. Construye el nuevo mundo conmigo. Es nuestra razón de ser. Lo es desde el principio. [...] Debemos hacerlo juntos. Rompamos la rueda. Juntos”.

Lo que sucede a continuación ya está bien registrado en la memoria de todos nosotros: tras decirle Jon a Daenerys sinceramente “eres mi reina, ahora y siempre”, tras expresarle su profundo amor por medio de un beso, y mientras suena una emotiva pieza musical que manifiesta un dolor infinito y que anuncia la tragedia inevitable que está a punto de acontecer,  ella es apuñalada por su amado. Y por muy necesaria que fuera su muerte, nos quebrantó por igual. A diferencia de otros, no me alegré en absoluto, ya que deseaba que se redimiera (¿que es si no el cristianismo, sino redención?). Los sueños puros que inicialmente habían nacido en ella en su largo peregrinar, convirtiéndose en los nuestros propios, habían perecido aniquilados por la fatalidad.

El mismo mal que se propaga por algunas iglesias
En Daenerys vemos un reflejo de lo que sucede en muchas iglesias malsanas y que terminan cayendo en el sectarismo más peligroso: personas que comienzan con buenas intenciones, que quieren servir al Señor en el pastorado o en algún ministerio de renombre, y que desean marcar las diferencias entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Pero, finalmente, como si fueran dominados por el célebre anillo de poder del Señor de los anillos”, la ambición, los logros, el estatus y una idea deformada de lo que es el pastorado y la humildad, se corrompen sin saber muy bien en qué punto del camino perdieron el norte.
Si Daenerys se hace llamar a sí misma “Daenerys de la tormenta, de la casa Targaryen, Khaleesi de los Dothraki, Reina de los Ándalos, Rhoynar y los primeros hombres. Señora de los siete reinos y protectora del reino. La madre de dragones, la que no arde, rompedora de cadenas, y liberadora de esclavos”, muchos pastores en el presente –especialmente los amantes de la prosperidad- se cuelgan títulos de grandeza por el estilo: “Ministro, Profeta, superapóstol de las naciones y guerrero espiritual. Maestro y doctor en Divinidades. Mentor, Sanador y Hacedor de Milagros. Pastor doblemente Ungido de Jehová y fundador de la Casa del Reino Celestial”. Ni al escritor George R. R. Martin se le habría ocurrido nada semejante.
Se llenan de falsa humildad, la cual no es descubierta por muchos hasta que es demasiado tarde, cuando ya el trono les pertenece y no hay elección. Aunque las pistas y las migas de pan estaban ahí para el buen observador, engañan a la mayoría, aunque tarde o temprano se destapa la mentira. Se han forjado sus propios tronos, como si fueran alguno de los veinticuatro ancianos descritos en Apocalipsis 4:4 y que estaban sentados en los mismos con coronas de oro en sus cabezas.  
Olvidan que están para servir, no para ser servidos. Olvidan que están para levantar al caído, no para estrangular a los que no comparten su filosofía de vida. Olvidan que ejercen una autoridad delegada que está sujeta a la enseñanza bíblica y no a un cargo que les permite hacer lo que les plazca bajo la falsa aseveración de “yo soy el pastor y tienes que obedecerme”. Como señala acertadamente el pastor Ken Blue: “Toda apelación a la autoridad basada en la posición, el cargo, el título o la función es falsa. La única autoridad que Dios reconoce y a la que debemos someternos es a la verdad”[1].
Tristemente, los Daenerys del siglo XXI son los Diótrefes de turno, “al cual le gusta tener el primer lugar entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo fuere, recordaré las obras que hace parloteando con palabras malignas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la iglesia” (3 Jn. 1:9-10).
El final de “la madre de dragones” es tristísimo. Aunque sigue siendo amada, Jon tuvo que acabar con su vida cuando tuvo la certeza de todo el daño que iba a provocar a su paso si la dejaba seguir con sus planes. Durante unos días –entre la emisión del penúltimo y el último capítulo- imaginé que ella, en un arrebato de lucidez tras ser confrontada, reconocía su terrible error y dedicaba toda su vida a enmendar en la medida de lo posible todo el mal cometido alejada de los focos principales. Pero no, era una falsa esperanza por mi parte.
Es terrible la incapacidad de la humanidad para reconocer sus propios errores desde la más absoluta humildad para así rectificar. El orgullo es demasiado poderoso cuando anida en el corazón humano, y ya conocemos la frase de Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, algo que sucede en todas las esferas de la existencia: política, religión, familia, matrimonio, etc., y, como estoy señalando, en las iglesias. Por eso me impresionó cuando el dragón fulminó con varias llamaradas el Trono de Hierro donde se sentaba el rey de turno. Y me sobrecogió porque él fue el único que entendió el verdadero problema: ese asiento, y lo que representaba, había sido la verdadera causante de la muerte de su “madre”. 

Ese es el motivo de casi todas las desgracias de este mundo, y concretamente en muchas iglesias: individuos que aman y buscan el poder por encima de todo, y que son consumidos por él. Y hacen lo que sea necesario para alcanzarlo, aunque tengan que doblegar a los demás, imponer su verdad, “quemar” con sus llamaradas a los disidentes y coartarles su libertad. Terminan usando al pueblo de Dios para alcanzar sus propias metas y sus deseos de grandeza. Aunque digan que buscan el bien común y de cara a la galería den esa impresión, en realidad el pueblo redimido les importa bien poco. Se convierten en su propio “dios”, alzándose entre la muchedumbre en un acto puramente idolátrico.
En la vida real, hay poderosos cristianos que viven en las alturas -que no son asesinados como Daenerys, gracias a Dios- pero apartan por activa o por pasiva, con palabras o por medio del silencio, a aquellos que les cantan la verdad de sus malas acciones y les señalan el destrozo que van causando a su alrededor por un narcisismo y egolatría que les domina, aunque en realidad están llenos de complejos de inferioridad, y que camuflan bajo una espiritualidad de largas oraciones y actividades, de una grandilocuencia falsa y vacía, aunque entre medio incluyan buenas obras. Son incapaces de renunciar al poder, de echarse a un lado, de decir “me he equivocado grotescamente”, y terminan componiendo su propia “Canción de Hielo y Fuego”. Y esto sucede en todas las partes del mundo cristiano.
Le echan la culpa a los demás que, según ellos, están en tinieblas. Cuando no queda nadie a quién culpar, apuntan al diablo de estar detrás de todo. Conforme pasa el tiempo, acaban solos, rodeados de un reducto de fieles seguidores incondicionales, sus Inmaculados.

Los Inmaculados y la “obediencia debida”
(A la izquierda: una panorámica de las tropas de Hitler el día de su mitin en Nuremberg; a la derecha: Daenerys ante sus fieles Inmaculados. Como han reconocido los creadores de la serie, el discurso de ella ante su imponente ejército está inspirado en las arengas de Hitler en Nuremberg).

¿Quiénes son estos Inmaculados en el mundo cristiano? Al igual que los descritos en la serie, son los creyentes obedientes y sumisos, espiritualmente “castrados”, que hacen todo lo que se les dice sin rechistar, y que, si es necesario, arrojan sus lanzas –metafóricamente hablando- contra todos aquellos que osen contradecir a sus amos, a los que admiran y aman con pasión. Este amor les ciega, haciéndose reales las palabras del Maestre Aemon Targaryan: “El amor es la muerte del deber”.
Aunque con el tiempo muchos terminan desertando, siempre habrá una nueva hornada de ingenuos que pasen a formar parte de las filas de estos ejércitos eclesiales. Dentro de estos, están aquellos que saben la verdad pero que callan para no sufrir las consecuencias y ser tachados de traidores, o porque no saben dónde ir y cómo rehacer sus vidas fuera de ese lugar en el que han estado varias décadas.  
Vaya por delante que los Inmaculados eclesiales suelen ser los que llevan a cabo las mejores obras y más útiles ya que su dedicación y entrega suele ser absoluta ante el Señor. Pero todos ellos están cegados ante un concepto que se ha infiltrado con el paso del tiempo en ciertos círculos eclesiales: “la obediencia debida”. Aunque en su momento lo explicaré de forma muchísimo más amplia, dicho principio es el argumento que presentaron como defensa propia los carceleros de diversos campos de concentración en el famoso juicio de Nuremberg tras la Segunda Guerra Mundial. Dicho principio “exime de responsabilidad penal por delitos cometidos en el cumplimiento de una orden impartida por un superior jerárquico”.
En la iglesia, esta “obediencia debida” se enseña de forma sutil y otras veces de forma tajante: “Obedece al pastor”, “él sabe lo que es mejor para ti”, “si no le haces caso tu vida no será bendecida”, “sujétate y ponte bajo su cobertura para que no caiga ninguna desgracia sobre ti y tu familia”, unido a algunos textos bíblicos sacados completamente de su contexto que tergiversan su significado original. Estas frases son el principio del abuso espiritual y calan tan profundamente en la mente de muchos cristianos que terminan por negar su propios pensamientos, cegándose por completo ante la realidad, los errores y los pecados que observan en sus “líderes”. Aunque en el fondo de sus conciencias escuchan una pequeña vocecita que les avisa, es como si sus sentidos estuvieran adormecidos. Algunos terminan despertando, mientras otros siguen viviendo en su mundo de Matrix. Los primeros, los que salen de su nicho, y tras sufrir un batacazo, comprueban que las palabras de Tyrion Lannister –opuestas a las del Maestre Aemon- son brutalmente ciertas: “El deber mata el amor”. En el mismo instante en que este tipo de Inmaculado despierta y cumple con su deber de señalar el mal y los desaciertos de un pastor o de la congregación, el amor que sentían hacia él desaparece y muere por completo.

De la boda roja a las bodas del Cordero
Salvo excepciones muy concretas, los personajes de Juego de Tronos son de mal ejemplo. Su moralidad está muy alejada de la cristiana: son ambiciosos, egoístas, violentos, vanidosos, adúlteros, mujeriegos, borrachos, etc. Si algo llama la atención de muchos de los protagonistas de la serie es que son esclavos, tullidos, mutilados, eunucos, con la cara quemada, deformados, e incluso hay uno al que llaman “Hediondo” (apestoso, repugnante). Y a pesar de todas sus malas acciones, algunos terminan redimiéndose, como hijos pródigos, ganándose nuestro cariño.
 La cuestión es que si nos creemos mejores que ellos porque no llevamos a cabo esas obras escandalosas estamos muy equivocados. Nadie que sea sincero puede negar que en su propio corazón hay tinieblas y esto nos hace ver que todos somos “hediondos”. Por eso Pablo dijo que “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). Y ahí todos estamos incluidos. Todo esto me recuerda a las bodas del Cordero, que serán muy distintas a “la boda roja”, llena de dolor, pérdida, muerte y sufrimiento, y que dejó a tantos traumatizados. En las futuras, donde no estarán los que se crean buenos ni mejores, estarán disfrutando eternamente los que se hayan arrepentido de corazón y creído en el sacrificio que Cristo hizo por ellos en la cruz: “Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses.  Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena” (Lc. 14:16-24).

El precio del dolor tiene sentido
Hay cristianos genuinos que se sienten como Jon Nieve: desterrados, silenciados y alejados del lugar donde les gustaría vivir. Al igual que él, el resto de personajes ha sufrido, muchos de ellos han pagado con la muerte, algunos merecidamente y otros no tanto, pero han cumplido un papel importante.
Con sus desgracias, faltas y miserias, podemos quedarnos con una lección para nuestras vidas: Dios sigue teniendo el control y nada de lo que nos acontece sucede porque sí. Todo tiene un propósito aunque no lo entendamos en el momento. Parafraseando las últimas palabras que le dedica Bran a Jon: “Estamos justo donde debemos estar”. ¿La parte que nos toca? Hacer su voluntad, vivir dentro de sus designios y sus leyes perfectas claramente reflejadas en las Escrituras: “Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne” (Gá. 5:13). Y esto, pase lo que pase, aunque la rueda de este mundo no cambie. Mejor morar como parte de “la guardia de la noche” en tierras gélidas pero dentro de la voluntad de Dios, que vivir fuera de la voluntad divina en mejores condiciones.
Que ninguna circunstancia, ninguna desgracia, ningún dolor y ninguna herida nos alejen de Él. Y los que están lejos recordad que “todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:16-17).

Para terminar, no olvidemos que los cristianos tenemos una historia que contar, la más grande de todas, infinitamente más que todas las que tiene en su mente Bran, el nuevo rey de los seis reinos, y es la historia del verdadero Omnisciente y Rey de Reyes: Jesús. No lo olvidemos jamás y sigamos dándola a conocer.



[1] Blue, Ken. Cómo sanar el abuso espiritual. InterVarsity. 


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