Cuando por primera vez tuve la idea de
este blog, busqué los consejos de otros blogeros en la red sobre cómo llegar al
mayor número de personas. Todos ellos tenían un punto en común: señalaban la
importancia de describirse a uno mismo para llamar la atención sobre el lector.
Sinceramente, nunca me ha atraído esa idea. Aunque en mis artículos intercalo
opiniones con mis propias experiencias (lo que le aporta vida y un toque
personal al contenido), no me suele gustar que las crónicas giren en torno a
mí. Aunque para algunos pueda sonar extraño, ni siquiera me gustan los libros
biográficos. Quizá algún día me aficione a ellos, pero a día de hoy no es el
caso. Valoro conocer aspectos de la vida de figuras destacadas porque me
aportan riqueza, y en algunos casos son ejemplos a seguir, pero reconozco que
los detalles exhaustivos terminan por cansarme. Soy de los que piensa que,
cuando uno escribe, “lo importante no es el cartero sino la carta”. Quién es el
cartero es lo de menos; lo que debe destacar es el contenido. Si pudiera,
publicaría mis libros con un simple “Anónimo”. Mientras más desapercibido paso,
más cómodo me siento; por eso estas líneas han permanecido mucho tiempo en el
baúl de los recuerdos.
Hoy voy a hacer una excepción a mi
propia regla para narrar mi testimonio, sin abundar en detalles anexos a la
historia principal; así seré lo menos pesado posible. Lo haré únicamente porque
soy consciente de que puede que a algunas personas les sirva en sus vidas en el
momento más inesperado del futuro. Aunque describo algunos buenos recuerdos, el
deseo que manifiesto no es la vanagloria personal, sino mostrar lo que Dios ha hecho en mí, y a pesar de mí. No cambiaría eso por ningún triunfo
personal. De ahí que me sienta identificado con las palabras de Pablo: “Cuantas cosas
eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y
ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y
lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).
Un pasado lejano
En mi habitación reposa un marco de
madera con una cantidad considerable de medallas y trofeos de mi etapa juvenil.
Más de la mitad de esos premios fueron logrados a título individual, tanto en
Balonmano como en Baloncesto. Durante aquel largo trayecto de mi vida, destaqué
generalmente en los deportes. Mi motivación era superarme cada día y ser mejor
que el contrario. Lo que me llenaba realmente no era tanto ganar, sino
deleitarme a la hora de imprimir espectacularidad a mis acciones si la ocasión
lo permitía, aunque algunos lo entendieran como presunción. Esos segundos eran
gloriosos en mi interior. En general, fuímos muchos años campeones de nuestra
ciudad y competíamos a nivel provincial al más alto nivel.
Un error personal, fruto de la inmadurez
de la edad, residía en que el valor que me concedía a mí mismo dependía casi en
exclusiva de mis éxitos deportivos. Era lo que me llenaba, y pensé que ese
podría ser mi futuro –aunque ya nunca sabré si tenía nivel suficiente para
lograrlo. Pero conforme iba pasando el tiempo, el deseo iba muriendo en mí por
una pregunta que me hacía insistentemente en mi interior y que jamás me atreví
a planteársela a nadie. Seguía en mi equipo, pero por rutina y porque se me
daba bien; nada más. Para mí ya no tenía ningún significado. Tras un primer
amago, terminé por renunciar años después, aunque nunca expliqué los verdaderos
motivos. ¡A saber qué hubieran pensado! Todavía recuerdo aquella mañana en que
le devolví mi equipación a mi antiguo y querido entrenador. Nada de aquello me
llenaba y todo me hacía sentir vacío.
En los estudios mis notas eran las
justas para aprobar y pasar de curso. Me costaba la misma vida concentrarme en
estudiar, por la sencilla razón de que tampoco sentía ninguna motivación de
cara al futuro. Había “algo” que me estaba torturando en mi interior y me iba
hundiendo el ánimo progresivamente. Entre
los 15 y los 18 años, lo habitual suele ser mirar la vida con expectativas y
pensar en las mismas cuestiones que todo el mundo se plantea, como qué
estudiaría o dónde trabajaría, pero ese no era mi caso. El “plan” (casarse y formar una familia, que se supone
que está establecido para todos los seres humanos), tampoco me decía nada por
aquel entonces. En aquella sociedad, mucho más inocente que la actual, las
diversiones que disfrutábamos eran sanísimas: ver alguna película en el cine o
en casa de algún amigo; celebrar con mi padre los goles del Real Madrid y de la
selección española; reirme con series como “Médico de Familia” o “Farmacia de
Guardia”; ir a la piscina del Hotel Cristina para bañarme; jugar al fútbol, al
tenis y al ping-pong; pasar la tarde de los sábados en la casa de un amigo
vecino; salir con la pandilla del colegio por el centro de la ciudad para
charlar y tomarnos unos gigantescos “polo flash” de “cinco duros”; ir una vez
al año a Madrid a visitar a mis hermanos –donde pasear por la Gran Vía y comer
en el Mcdonals era lo máximo-, etc. Ni ordenadores, ni teléfonos móviles, ni
redes sociales, ni tablets. Nada de eso existía. Pura sencillez y todos tan
felices. Pero, aún siendo todo magnífico: ¿A
eso se limitaba todo?, me preguntaba sin cesar.
Buscando
el sentido
Posiblemente conozcas el libro “El
hombre en busca de sentido”, del famoso psiquiatra Viktor E. Frankl (Viena, 1905-1997),
el típico manuscrito que te obligan a leer en plena adolescencia y te aburre
sin remedio, porque plantea temas que no suelen interesar a esas edades. Pero,
tras releerlo y disfrutarlo años después, descubrí qué era exactamente lo que
me ocurría y, por fin, pude ponerle palabras a mis inquietudes. Durante la 2ª
Guerra Mundial, Viktor fue preso en el campo de concentración de Auschwitz,
mientras que toda su familia era exterminada en el campo de Theresienstadt,
cerca de Praga. No podemos imaginarnos el horror que describe: dormía junto a nueve hombres
sobre tablones de 2x2,5 metros usando los zapatos como almohadas. Solo podían
tenderse de costado, apretujados y amontonados en habitaciones llenas de
bichos. La ingesta diaría de comida se resumía a menos de 300 gramos de pan y 1
litro de sopa aguada. No podían lavarse durante muchos días y llevaban la misma
camisa durante medio año. Muchos morían de tifus o de pura desnutrición.
Todo esto les aconteció a nivel físico y
externo. Pero la peor tortura era la interna. Viktor llamaba a ese estado del
alma “la muerte emocional”. Él observó que, llegado a ese extremo, había dos
clases de personas: por un lado, aquellos que se volvían apáticos, porque
perdían las ganas de seguir luchando, al no encontrarle ningún sentido a la
vida: “Un camarada, una vez perdida la
voluntad de vivir, rara vez se recobraba”; y por otro, aquellos que seguían
adelante, porque para ellos la vida sí tenía sentido, por diversos motivos
(normalmente, la esperanza de que sus seres queridos también sobrevivieran).
Ahí estaba buena parte de la clave a la
pregunta que me martirizó por años y que me llevó a una especie de “muerte
emocional”. Para Viktor la pregunta era: ¿Tiene la vida sentido? Su interrogante venía a confirmar las palabras del
filósofo alemán Nietzsche (1844-1900): “Quien
tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo”. La vida casi
siempre tiene un porqué que hace que merezca la pena vivirla: disfrutar de
sanos placeres, los amigos, el matrimonio, los hijos, ser parte de algún bien
altruista, mejorar la sociedad en pequeños detalles, la consecución de metas,
etc. Así lo enseñó este psiquiatra el resto de sus días de forma admirable
tras ser liberado cuatro años después por el ejército norteamericano.
En mi caso, podría haber encontrado ese
sentido en los deportes, en las amistades o en los logros personales que me
marcara el resto de mis días. Pero mi pregunta, la que me torturó durante años,
iba más allá: ¿Tiene la existencia
sentido? La pregunta de Viktor abarca los 40, 50, 70 ó 90 años que vivimos en
este mundo. Mi dilema, que para mí era mi propio “campo de concentración” (del
cual ningún ejército podía liberarme), englobaba tanto esta vida (un período de
tiempo limitado), como el “después”. Si la vida tiene un punto y final, donde
todo acaba en la nada más absoluta, la mera existencia es un absurdo infinito.
La simple idea me abrumaba y producía vértigo en mi alma. En definitiva, aunque
tuviera un porqué para vivir, si no
había un después, un motivo real a
la existencia, lo primero no me interesaba en absoluto.
No he conocido a muchas personas que
busquen seriamente respuesta a esta cuestión. Por eso la inmensa mayoría evita
hablar seriamente sobre la muerte, o se dedican a vivir el día a día al máximo
de todos los placeres a su alcance, tanto materiales como hedonistas, sean
beneficiosos o perjudiciales. Ni más ni menos, es la manera que usan para
acallar esa vocecita en sus conciencias que trata de recordarles esa soledad
existencial que experimentan cuando están sin nadie más alrededor. Por eso
tienen esa imperiosa necesidad de estar conectados con el mayor número de
personas en todo tiempo y en todo lugar, sea con la presencia física o por
medio de los dispositivos móviles y las redes sociales. Ese es el miedo “a la
nada absoluta”. Desean gritar a los cuatro vientos que “existen” y que son parte
de un todo.
Hasta que no encontré la respuesta a mi
pregunta a los 23 años, caí en lo que se conoce como “depresión existencial”.
Este estado lo disimulé de la mejor manera posible, lo cual no tiene nada de
sano ni para el cuerpo ni para el alma. De ahí que lo mejor del día era cuando
estaba durmiendo. Era la forma ideal para no-pensar en esa cuestión y evadirme
de todo sentimiento amargo.
Hallando al Invisible
Quienes me conocen desde la infancia
podrían alegar –y con razón-, que no entienden cómo esa duda me carcomía,
porque me crié en un colegio donde se profesaba intensamente la fe en Dios, y más siendo yo católico practicante (de confesarme con el cura, misa semanal,
etc.). Se supone que la religión respondía a mi pregunta: existía un “después”,
e iría al cielo si era digno por las obras que hiciera en esta vida, o al
infierno si moría sin confesión estando en pecado mortal. Yo me conformaba con
ir al purgatorio, lugar que, según el catolicismo romano, es de “purificación”
para aquellos que aún no están preparados para ir al cielo. La realidad es que
nada de esto me provocaba seguridad alguna. Lo había aceptado sin más desde que
era un crío porque era lo que me habían enseñado. Pero cuando reflexionaba
sobre el tema, no lo veía nada claro. Dios –en el caso de que existiera-, me parecía
alguien muy lejano, indiferente ante los problemas humanos y mis dilemas
existenciales. La imagen que tenía de Él era la de una especie de sheriff, con
la escopeta siempre cargada esperando a que yo fallara para fusilarme. Llegó un
momento en que ya no sabía si creer o no, por lo que dejé de “practicar” a los
20 años. No podía seguir viviendo en un farsa para guardar la imagen, porque me
sentía un hipócrita.
Por entonces, recuerdo que una mañana de
primavera me fuí a una de las playas de mi ciudad. Allí me senté en la arena durante
horas, con mi mirada perdida en el horizonte. En mi mente, me lancé al vacío,
dando una especie de paso de fe, y le dije a ese supuesto ser invisible: “Creo
que estás ahí, que existes, pero necesito que me lo demuestres y que me hables
de alguna manera”. Silencio total. Ni en aquel momento ni en los años
posteriores ocurrió absolutamente nada... Y así saltamos en el tiempo hasta
finales del año 1999. Seguramente recordarás que en tal fecha hubo una especie
de psicosis mundial donde muchos avispados vaticinaban el fin del mundo a raíz
del llamado “efecto 2000”, donde la tecnología se colapsaría en todo el
planeta, llevándonos de nuevo a la Edad Media. Ante tal situación, un periódico
nacional publicó un reportaje de todos los libros que se habían publicado en
los últimos años sobre el tema. Entre todos ellos, me llamó la atención una
novela titulada “Dejados Atrás”, de Tim Lahaye y Jerry Jenkins, que se habia
convertido en todo un best-seller en Estados Unidos, y que trataba sobre la
persecución a los cristianos tras una catástrofe mundial. Como gran aficionado
a la literatura fantástica, le pedí a mi hermano que, si algún día lo
publicaban en España, me lo consiguiera... Y así avanzamos nuevamente hasta el
6 de Junio de 2000. Cuando ya ni me acordaba, el libro cayó en mi poder. Tres
días después llegué a la página 150. Esto decía el párrafo que cambió mi vida
para siempre:
“Primero, tenemos que
vernos como Dios nos ve. La Biblia dice que todos hemos pecados, que no hay
nadie justo, ni siquiera uno. También dice que no podemos salvarnos a nosotros
mismos. Mucha gente pensaba que se podían ganar su camino a Dios o al cielo
haciendo cosas buenas pero, probablemente, eso sea el malentendido más grande
que hay. Pregúntele a cualquiera en la calle qué piensan que dice la Biblia o
la iglesia sobre eso de irse al cielo y nueve de cada diez dirán que tiene algo
que ver con hacer el bien y vivir bien. Tenemos que hacer eso por supuesto pero
no para que nos ganemos la salvación. Tenemos que hacer eso como respuesta a nuestra
salvación. La Biblia dice que no es por obras de justicia que hayamos hecho
sino por Su gracia que Dios nos salvó. También dice que somos salvados por
gracia por medio de Cristo, no por obras, para que no podamos jactarnos de
nuestra bondad. Jesús llevó nuestros pecados y pagó el castigo por ellos para
que nosotros no tuviéramos que hacerlo. El pago es la muerte y Él murió en
nuestro lugar porque nos amaba. Cuando decimos a Cristo que nos reconocemos
como pecadores y perdidos y que recibimos su regalo de salvación, Él nos salva.
Hay un traslado que ocurre. Vamos de las tinieblas a la luz, de ser perdidos a
ser encontrados; somos salvos. La Biblia dice que a los que le recibieron, Él
les da el poder de llegar a ser hijos de Dios. Jesús es eso: el Hijo de Dios.
Cuando llegamos a ser hijos de Dios, tenemos lo que tiene Jesús; una relación
con Dios, la vida eterna y debido a que Jesús pagó nuestro castigo, tenemos
también el perdón de nuestros pecados”.
Aquella madrugada, en la soledad y en el
silencio de mi habitación, Dios me contestó tras largos años de espera,
desesperación y búsqueda. La existencia cobró pleno sentido. Aquellas palabras,
como pude comprobar a posteriori, concordaban plenamente con lo que se revela
con total claridad en la Biblia, aunque nunca antes las había oído y nadie me las había mostrado. Las
creí por completo. Por eso no paraba de repetir: “Lo creo, lo creo, lo creo”.
Allí no hubo rayos ni truenos. No tuve una teofanía ni nada fuera de lo normal.
Pero jamás podré olvidar cómo me sentía a la mañana siguiente cuando me
levanté: en completa PAZ. Por fin pude entender la razón de mi existencia. Todo
cobró sentido. La certidumbre en mi alma era total y nunca nadie ni nada podrá
robarme mi testimonio. Como dijo hace poco mi hermano Antonio Vega: “No hay día más grande para la persona que
cuando conoce al Señor”.
Saber quién es realmente, qué piensa y
siente por los seres humanos, cómo nos ama, la manera en que Dios mismo se hizo
hombre y se encarnó en Jesucristo, lo que hizo realmente en aquella cruz, cómo
nos consuela con sus promesas eternas, conocerle en profundidad y caminar con
Él según su voluntad, es la aventura más grande que el ser humano puede
experimentar. Las palabras escritas por Agustín de Hipona en su libro Confesiones
son completamente reales: “Nos hiciste
para ti, y nuestro corazón no halla descanso hasta no estar en ti”.
Desde entonces han pasado multitud de
acontecimientos en mi vida y de muy diversos colores: alegrías, tristezas,
lágrimas, sonrisas, sueños cumplidos, desilusiones, errores, aciertos,
circunstancias tormentosas y otras soleadas. Todas esas “aventuras” exceden al
propósito de este escrito. La vida sigue su curso, con altibajos y sabores
agridulces, pero la perspectiva y el enfoque que reside en mí es completamente
diferente en todo los aspectos de la vida. Y, como dice Paul Tournier, “desde entonces, Jesucristo se ha convertido en mi
compañero invisible de cada día, el testigo de todos mis triunfos y fracasos,
el confidente de mis penas y alegrías”[1].
Deseo que seas de los que ya ha
encontrado el verdadero “sentido a la existencia” en el único Dios verdadero,
el Dios Invisible que se hizo Visible en Jesucristo, y que no es católico ni
protestante. Pero, si no es así (sea porque vives una religión, una
espiritualidad ritualista, porque crees que haciendo cosas buenas es
suficiente, porque dudas de todo, porque eres agnóstico o ateo, etc.), te
aliento a que inicies la búsqueda, aunque dure años. Jesús dijo que todo el que
busca, halla (cf. Mateo 7:8). Él saldrá a tu encuentro, te hablará en el
momento más inesperado y de la manera adecuada para ti. No puedo realmente
explicarlo con palabras porque hay que experimentarlo en las propias carnes.
Pero, cuando llegue el momento, lo sabrás sin ningún género de dudas. Por eso
quiero terminar nuevamente con las palabras de Paul Tournier: “El encuentro de
conocer al Dios vivo es el mayor acontecimiento humano posible: la experiencia
humana por excelencia. Las circunstancias y formas de este encuentro pueden ser
infinitamente variadas. Siempre llega como una sorpresa de forma que la
convicción es ineludible, de que es la obra de Dios, el resultado de Su
iniciativa directa [...] Sin importar a qué edad este suceso ocurra, el encuentro
personal con Dios constituye el gran acontecimiento de la existencia”[2].
Buenas noches Jesus,
ResponderEliminarPrimero he de darte mi mas sincera enhorabuena, ya que si bien no comparto prácticamente ninguna de las ideas que expones si que es una gozada poder leerlas y reflexionarlas. He estado por escribir en multitud de ocasiones pero siempre he tenido que refrenarme ya que no creo que sea el lugar mas idóneo para tener un cruce de ideas que en la mayoría de los casos y al estar tan enfrentadas no llegarían a buen puerto, es mas de hecho creo que no llegarían a ninguna puerto (realmente soy de la opinion de que de cualquier conversación, por muy agria que pudiera llegar a ser siempre se puede sacar algo positivo).
Este caso que expones es una vivencia personal y solo por ello total y absolutamente valida y respetable por lo que no voy a entrar en ella, aunque en esa juventud que comentas hayamos compartido mas de una tarde de cine en casa de los amigos. Donde si me vas a permitir que entre es en el corolario final, no se si lo he entendido bien o no, quizás no, pero me da la impresión de que si eres un pobre infeliz que por circunstancias no has podido disfrutar del Dios verdadero, sea porque hayas nacido en Kandahar en el seno de una familia taliban o sea porque nunca hayas salido de una isla mínima de la micronesia animista no podrás disfrutar de la salvación eterna... No se, me quedan dudas de que eso sea así.
El problema de profundizar en todas estas ideas es que podemos pasar de la religion a la filosofía o incluso a una religion filosofada que al final no nos llevara a ningún lado, o quizás y solo quizás nos haga ver la verdad de todo esto. Lo que si que es cierto que algunos temas se me escapan a la razón, aunque usar la razón cuando se habla de Dios es como hacen los ingenieros cuando simplifican todo a un punto en el espacio, se termina perdiendo la perspectiva. Dios todopoderoso, infinito en su bondad, así como en su crueldad, Infinito todo El, pero capaz de castigar a toda una eternidad de pesares sin nombre por cometer un acto impuro por ejemplar que haya sido en vida? o colmarte de gloria pese a llevar una vida impía y en el ultimo segundo abrazar la fe y el arrepentimiento de corazón?. No se, son muchas preguntas las que quedan sin respuesta o las que terminan encontrándose en una encrucijada donde si tomas un camino niegas los otros tres.
Desde luego no es un tema que se pueda hablar en dos lineas y casi ni siquiera en cuatro, lo que si que esta claro es que seguiré leyendo cada una de las entradas del blog y las reflexionare porque no hay nada mas enriquecedor que poder confrontar ideas distintas a las propias.
Sldos
Hola qué tal. Gracias por escribir y por tu opinión. Algunas de las conclusiones que expresas no coinciden con mi manera de pensar, posiblemente porque no me he sabido explicar en este o en otros artículos del blog. Así que me centraré en aclarar algunas cuestiones: Puesto que hablas del “Dios verdadero”, y no dices nada contrario al respecto, sobreentiendo que profesas alguna de las corrientes cristianas que existen en la actualidad. Mi fe está basada única y exclusivamente en la revelación bíblica, desde Génesis a Apocalipsis. En esos libros las cuestiones principales están claramente definidas, y un estudio sistemático y profundo muestran con claridad las bases: el pecado original, la salvación por gracia, la Trinidad, la divinidad de Cristo, su encarnación, que fue concebido por el Espíritu Santo de María virgen, su muerte expiatoria en la cruz que canceló de una vez y para siempre nuestra deuda con el Padre, su resurrección corporal de entre los muertos y posterior ascenso a los cielos. En cuestiones menores que no repercuten en la salvación caben distintas interpretaciones. Por ejemplo: la Biblia enseña contundentemente que Cristo vendrá por segunda vez para establecer Su Reino. La primera vez vino como cordero para morir en la cruz y pagar por nuestros pecados, y la segunda vendrá como Rey. Pero los detalles concretos sobre si los juicios mostrados en Apocalipsis son literales o metafóricos antes de su segunda venida, ahí cabe la interpretación. Pero lo dicho: los temás fundamentales y necesarios están claramente explicados en la Biblia, y por eso hay que escudriñarla, como Jesús mismo le dijo a los judíos (cf. Juan 5:39), como hacían los de Berea (cf. Hechos 17:11), aún siendo el mismo apóstol Pablo el que les hablaba. De lo contrario, creeremos lo que otros nos hayan enseñando, lo que nos digan o lo que nosotros mismos queramos creer porque sea lo que más nos convenga.
EliminarEl mensaje de mi propio testimonio (que no tiene nada de extraordinario) es solo uno más de los millones que se han dado y se siguen dando desde que Jesús le dijo a los discípulos que fueran por todo el mundo y predicaran el Evangelio, el mensaje de salvación. Cuando habla Juan en Apocalipsis dice que vio una multitud que nadie podía contar “de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos” (Ap. 7:9). Ahí cabrían todos esos millones de testimonios. Esas vivencias personales están sujetas a las circunstancias que vive cada persona en su vida; algunas son buenas y otras son malas. Y Dios se sirve de ellas para llegar a nosotros. Algunos son alcanzados tras pasar experiencias terribles en sus vidas, y otros que tenían una buena vida sencillamente alguien les predicó y Dios les “habló” igualmente. Pero sea cual sea el testimonio, el mensaje del Evangelio no varía. Y creer no es la mera aceptación intelectual de una verdad puesto que podemos decir “creo pero vivo como me da la gana”. Santiago dice que incluso los demonios también creen. Pero, en términos bíblicos, el que dice que ha creído ese Evangelio, vive en consonancia. De lo contrario, es pura hipocresía. Por eso Jesús dijo: “por sus frutos los conoceréis”.
Por otro lado dices: “Dios todopoderoso, infinito en su bondad, así como en su crueldad, Infinito todo El, pero capaz de castigar a toda una eternidad de pesares sin nombre por cometer un acto impuro por ejemplar que haya sido en vida? O colmarte de gloria pese a llevar una vida impía y en el ultimo segundo abrazar la fe y el arrepentimiento de corazón?”. Para no repetirme, te remito aquí:
http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html
Espero haberme expresado algo mejor en esta ocasión. Gracias y hasta otra.
El ateo francés que se convirtió en teólogo y hoy predica a Cristo: http://www.cristianosaldia.net/index.php/Mundo-Cristiano/El-ateo-frances-que-se-convirtio-en-teologo-y-hoy-predica-a-Cristo.html
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