lunes, 20 de abril de 2015

3. Encarando el sentimiento de fracaso: El concepto de éxito


Venimos de aquí: ¿Incompletos sin pareja?: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/04/2-incompletos-sin-pareja.html

En algún momento de nuestras vidas solemos enfrentarnos a un sentimiento que suele embargar por igual a todos los seres humanos en mayor o en menor medida. Hacemos referencia a él con una palabra maldita que no nos gusta emplear y la desterramos de nuestro vocabulario: fracaso. Este sentimiento nace cuando los objetivos que nos habíamos marcado no llegan a buen puerto. Solemos oír la expresión Crisis de los 40 o Crisis de la mediana edad, que hace mención a aquellas personas que han superado esa edad y, al hacer balance del camino recorrido, no se sienten satisfechas con lo que han logrado hasta el día de hoy. Es una sensación de desengaño. Creían que, cuando lograran ciertos objetivos, se sentirían llenos; cuando los alcanzaron, se dieron cuenta de que no era tal y como se lo habían imaginado. O el caso opuesto, no lograron lo que se propusieron. Unos y otros no sienten la misma motivación que pudieron experimentar años atrás. Sea como sea, afecta a todas las edades, tanto jóvenes como adultos.
Esto puede deberse a diversos y variopintos motivos: un trabajo que no les llena y donde sienten que pierden el tiempo, un divorcio, un hijo que se dio a la mala vida, el declive físico, la sensación de que la juventud se les escapa, dependencia económica, etc. Muchos no saben qué hacer con la otra mitad de vida que les queda. Aquí se manifiestan ciertos miedos, algunas inseguridades personales, determinadas carencias emocionales o afectivas, etc. Algunos buscan curar esta desagradable sensación por medio de la estética personal (volcándose en cultivar su cuerpo y en la belleza física, ya que depositan su valor en ésta), de una pareja, del materialismo, del hedonismo y de múltiples actividades ociosas. Jesús llamó necios a los que depositan su confianza en este mundo (cf. Lucas 12:20). Aunque al principio puede que se sientan mejor, esta confianza en lo que el mundo ofrece es pasajera, y logra el efecto contrario: agrandar el vacío.

Dos factores que sobresalen
En términos generales, e independientemente de los condicionantes de los cuales ya hemos hablado, hay dos factores importantes y desencadenantes en estos sentimientos de fracaso a los que hay que prestarles atención, y que son muy habituales en personas de más de 25 años:

-                No tener pareja en el presente, sea que fracasó la relación o porque nunca la han tenido.
-                La carencia de trabajo, que repercute directamente en el estado anímico. En un adolescente se pueden añadir factores como el fracaso escolar o la carencia de amigos. Es evidente que no es lo mismo una crisis en una chica de 16 años que en una mujer menopáusica, pero ambos comparten algunas reflexiones en común: ¿Merece la pena lo que he hecho hasta ahora? ¿Tengo ilusiones en el presente y sueños para el futuro?

Ahora bien, tenemos que observar que esta no es la raíz del problema, sino la consecuencia. Una persona que se siente fracasado por alguno de estos elementos, en realidad está manifestado lo que sucede en su corazón: le embarga el sentimiento de inutilidad. Cree que no es necesario para nada ni para nadie, y que no tiene nada que ofrecer. En última instancia, le lleva a sentirse aislado del mundo que le rodea, incluso como un extraño ante sí mismo. Su vida no tiene un propósito trascendente. En definitiva, se considera un inútil.
Ansiedad, depresión, amargura, soledad y aislamiento, son solo exteriorizaciones de esa emoción primaria interna. Los pensamientos sobre el fracaso personal no desaparecerán hasta que la auténtica enfermedad sea tratada[1].

Ideas seculares infiltradas en el cristianismo
Son incontables los cristianos que viven frustrados porque se sienten fracasados. Esto es producto de no alcanzar los objetivos que la sociedad les ha marcado para considerarse personas de éxito. El problema grave reside en que las mismas ideas han calado profundamente entre amplios sectores del cristianismo. Desde el púlpito (por medio de predicaciones, estudios y conferencias) y una extensa literatura, se nos ha enseñado que el éxito consiste en ser miembro de un coro, un reconocido predicador o en un aclamado líder de jóvenes. Muchos creen que, a mayor reconocimiento público, mayor el grado de éxito.
Es la idea que transmiten muchas iglesias locales. De ahí esa búsqueda incesante de poseer el mejor coro, los mejores predicadores, los mejores pastores, el local más grande y hermoso, los miembros con mayor número de dones, una cantidad ingente de ministerios, numerosos puntos de misión, etc. Estos deseos se han convertido en los ídolos eclesiales del siglo XXI que hemos puesto sobre el altar: Hay líderes cristianos que están obsesionados con las estadísticas. Los números para ellos son fundamentales. Para estas personas lo visible: casas, automóviles, audiencias multitudinarias, ser fotografiados con personas importantes de este mundo, programas de televisión o de radio es lo importante. Eso es éxito. No importa a qué precio, ni sacrificando qué, necesitan informar conversiones y resultados[2].
 Al igual que un inconverso se siente mejor en un determinado estatus (y cuya identidad personal depende del dinero que posee, del trabajo, de un coche, de una casa, de la ropa de marca que viste, del número de amigos en las redes sociales, etc.), los cristianos creen necesitar una posición destacada que les permita sobresalir sobre los demás. El problema básico lo define Wolfgang Simson: Creemos que somos bendecidos cuando tenemos éxito, recibimos lo que esperamos, somos homenajeados, citados, y se nos dan puestos de honor, cuando somos admirados, y nos deslizamos por una vida sin dolor, pacífica, segura y sin problemas. Nos comportamos como si la libertad religiosa fuera un estado de bendición, y la persecución fuera mala en esencia[3].
Al cristiano que no sea poseedor de todo lo citado se le cargará aun más diciéndole que está fallando, que hay algo malo en él o que incluso puede que esté en pecado: “Será porque no está suficientemente entregado”, “No estará sirviendo tal y como se le pide desde el cuerpo ministerial”, “No estará asistiendo al suficiente número de cultos”, “No se estará ajustando con exactitud a la doctrina establecida en la denominación”, “No estará orando en voz alta como es la costumbre”, “No estará participando de las decenas de actividades eclesiales que se organizan”, “Si hiciera lo correcto, Dios lo estaría bendiciendo de múltiples maneras y de forma visible a nivel espiritual, ministerial y material”. ¡Qué trágico error es pensar de esta manera! Quienes así lo hacen se parecen cada vez más a los discípulos que discutían entre sí quién sería el más grande (cf. Marcos 9:33-34), olvidando que todo ello es pura vanagloria (cf. 1 Juan 2:15-17), aunque la enmascaremos bajo el sobrenombre de “avivamiento”.
Me asombra el contraste que existe entre la presentación de los seguidores de Jesús en la Iglesia primitiva y la de los creyentes en la actualidad. Por entonces se les llamaba siervos y así lo manifestaban los autores de las distintas cartas del Nuevo Testamento. Ese era todo el currículum que exponían. Hoy en día hay un desmesurado énfasis en exhibir a los siervos de Dios (que no dudo que muchos lo sean) con toda clase de títulos y credenciales, junto a la proclamación de las actividades que realizan: “Ministro de una congregación de diez mil miembros”, “Conferencista internacional”, “Maestro de la Palabra”, “Licenciado en Teología”, “Máster en Divinidad”, “Doctorado en Historia”, “Autor de best seller con más de un millón de libros vendidos”, “Fundador y director de la mayor compañía discográfica cristiana de su ciudad”, “Locutor de un programa de radio que alcanza a más de cien millones de personas en cincuenta países”.
En mi caso, no soy pastor. No tengo ningún tipo de máster. No viajo por el mundo en multitudinarias campañas evangelísticas. No tengo un programa de radio ni aparezco en canales de televisión. No muevo multitudes. No he tenido visiones ni experiencias extracorpóreas en las que haya visitado el Cielo. No he recibido ningún premio, aparte de los deportivos en mi juventud. Ni siquiera poseo una sonrisa deslumbrante y no pretendo ser popular. Y aunque tuviera todos los títulos señalados, querría que me siguieran llamando tal y como me presento a los demás: simplemente por mi nombre. Sólo soy un hijo de Dios, con toda la honra que ello conlleva, que quiere servirle en agradecimiento por el amor que me mostró en la cruz.
No estoy en contra del estudio; todo lo contrario, puesto que el cristiano debe formarse de una u otra manera. Tampoco reniego de los proyectos que son de beneficio para la sociedad y que sirven para expandir el Evangelio. ¿Asisten miles de personas a escuchar a un siervo del Señor? ¡Gloria a Dios! Y soy consciente de que la presentación del historial personal suele ser parte del marketing para atraer al comprador potencial y vender un producto, no porque el personaje en cuestión quiera vanagloriarse. En ese sentido son estrategias perfectamente lícitas. El problema es que estas formas de mercadeo llevadas al extremo están distorsionando el concepto del “éxito según Dios”, alejándonos del espíritu sencillo que se transmite a lo largo y ancho de las Escrituras.

El éxito y el fracaso en el soltero
Para un soltero, el éxito o el fracaso depende en muchas ocasiones de su estado civil: si tiene pareja, es una persona de éxito; si no tiene pareja, es un fracasado. Esto no es la verdad objetiva y nada está más lejos de la realidad bíblica, pero es así como muchos se sienten.
Durante mucho tiempo experimenté en mi ser interior el dolor del fracaso. Por un lado, siempre creí que para alcanzar el amor debería encontrar un buen trabajo y poseer un ministerio, cosechando éxito en ambas empresas. Pensaba que eso sería lo primero y fundamental que observaría una mujer cristiana en mí. La convicción era que, mientras mayores logros alcanzara, más cerca estaría del amor. Mientras tanto, ninguna mujer querría saber nada de mí ni mostraría ningún interés sentimental. Esto solo traía pesadumbre a mi ser. Me costó descubrir que esto era una gran mentira que anidaba en mi mente. Si una mujer “realmente cristiana” llega a amarte, lo hará por tu corazón, por tu forma de ser, por tu esencia, por el amor que le manifiestes y por el reflejo de Dios que vea en ti, no por los éxitos laborales y ministeriales que puedas alcanzar. Sé que es difícil creer en estas palabras cuando no tienes pareja, pero es una certeza inmutable.
Hasta que no lo comprendí y lo acepté, sentí que tenía que ser un triunfador y que los demás me vieran como tal. Para ello me cargué con más cosas de las que debí en su momento. De todos esos errores pasados aprendí.  
Es cierto que solemos ser más agasajados en ciertas “alturas”. Experimentar cierto grado de buena fama y de reputación me llevó a conocer esta realidad. Muchos querían hablar conmigo. Muchos querían estar cerca de mí. Muchos me abrazaban y me sonreían. Muchos me invitaban a compartir sus momentos especiales. Muchos me felicitaban tras predicar. Muchos querían que saliera con ellos. Muchos acudían a mí para contarme tanto sus alegrías como sus tristezas, y para pedirme consejo. En definitiva, casi todos me querían, o al menos lo aparentaban. Pero todo eso lo perdí. La pérdida de ese estatus, del valor que otros me concedían y de que esos “muchos” se alejaron por completo en la hora más oscura de mi vida, me llevó a reflexionar profundamente sobre este asunto, ya que estaba basando mi sensación de fracaso o éxito en función de lo que los demás pensaran de mí, de un ministerio, de tener o no tener trabajo, del número de personas que hubiera a mi lado, de la cantidad de amigos, y de tener o no tener una relación sentimental. Pero el Señor, que es grande y misericordioso, me enseñó la verdad en Su Palabra sobre esta cuestión. En tu caso, quizá sí tengas todo lo que yo perdí, pero puede que, aún así, estés basando tu concepto de éxito en ideas erróneas.

¿Éxito?
Tenemos que tener claro que no existe ni una sola insinuación en las Escrituras de que el éxito, según Dios, dependa de los parámetros de esta sociedad y del mundo caído, como si necesitáramos de cierto grado de inteligencia, de un estatus eclesial, del número de dones, del tamaño del ministerio o del reconocimiento social. Nada de esto deslumbra al Señor.
Algunos apuntan al Antiguo Testamento, al ejemplo de Salomón y la majestuosidad del Templo para aferrarse con ahínco a sus propias doctrinas, pero eluden profundizar en determinados pasajes como este (entre otros muchos): “Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra. Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Hebreos 11:36-40). Todos los grandes profetas del Antiguo Testamento, considerados “famosos” entre los cristianos del presente, fueron completamente impopulares entre sus compatriotas.
Sin embargo, hoy en día se elude hablar de estas verdades bíblicas, y lo que se lleva son los mensajes positivos, de prosperidad y de bendición, donde se cita siempre algún pasaje concreto evitando otros que son opuestos. Por eso muchos cristianos han caído en una especie de superstición: creen que si hablan de lo negativo atraerán la mala suerte. Por eso les molesta cuando algunos les presentan la otra cara de la moneda. Pero al final, por mucho que traten de negarlo ante sí mismos, viven un día entre las nubes y otro con el barro hasta el cuello: inestables en puras arenas movedizadas, tanto a nivel emocional como espiritual.
Ante la sociedad contemporánea (tanto secular como cristiana), las vidas de la inmensa mayoría de los personajes bíblicos serían consideradas malogradas y mediocres, incluyendo la de Jesús. Un simple carpintero sin estudios. Alguien cuyas convicciones no terminaron de calar y que fueron conflictivas. Alguien que sólo en un primer instante logró la atención de las masas, que terminaron por desertar ante su discurso. Alguien que no vivió en la abundancia. Alguien que se paseó por la ciudad sobre un burro. Alguien que no tuvo ni siquiera novia. Alguien que no tuvo dónde recostar su cabeza. Alguien que comió con pecadores. Alguien que se relacionó con las más bajas clases sociales. Alguien que se dejó abofetear y no abrió su boca en defensa propia. Alguien que fue desamparado por sus amigos a la hora de la verdad. Alguien que murió de la forma más vergonzosa posible. Así lo describió Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3).
¿Y qué podemos decir de Pablo? ¿Qué tiene de glamoroso la vida de alguien cuya profesión era hacer tiendas? El concepto que algunos tienen del romanticismo ministerial de este apóstol está muy alejado de la realidad. Hemos olvidado sus propias palabras:
“Hasta esta hora padecemos hambre, tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Corintios 4:11-13)
“¿Son hebreos? Yo también. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Son descendientes de Abraham? También yo. ¿Son ministros de Cristo? (Como si estuviera loco hablo) Yo más; en trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (2 Corintios 11:22-27).

¿Qué tiene de elitista que le azotaran con varas, que lo apedrearan y que pasara hambre y sed, entre muchas más circunstancias nada agradables? Aun con todo lo que padeció, el Señor le dio un aguijón en la carne para que no se enalteciera y cayera en el orgullo (cf. 2 Corintios 12:7). Cuando sacó a relucir sus antecedentes personales los estimó como pérdida por amor a Cristo (cf. Fiipenses 3:4-7). No usó sus credenciales para darse a conocer, y afirmó sin tapujos ante los corintios que fue a ellos con debilidad, con temor y temblor (cf. 1 Corintios 2:3). Sin embargo, según nuestros cánones actuales, todo esto sería puro fracaso. La realidad es que lo que realmente valora el Altísimo es un carácter piadoso, amable y compasivo, y no los dones o las habilidades externas que suelen impresionar a la sociedad, incluyendo a muchos cristianos.
Cosechar fama no significa automáticamente agradar al Señor puesto que “no es aprobado el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien Dios alaba (2 Corintios 10:18). El conocido como “Sermón del Monte” (cf. Mateo 5) no nos valora según los cánones humanos. Tampoco hace referencia a celebridades, sino que trata de personas hambrientas de sed y justicia, de aquellos que lloran y son perseguidos, de individuos de limpio corazón, humildes, pacificadores, pobres en espíritu, mansos y misericordiosos, los cuales serán saciados, llamados hijos de Dios, recibirán consolación, alcanzarán misericordia, verán a Dios y heredarán Su reino.
Al buscar un tipo de gloria alejada de la descrita en las Escrituras corremos el serio peligro de olvidar que somos lo que somos por la gracia de Dios (cf. 1 Corintios 15:10). Caemos en cierta egolatría cuando tratamos de atraer la atención hacia nosotros o permitimos un excesivo grado de admiración sobre nuestra persona. Por eso hay tantos cristianos que luchan contra el orgullo y que no prestan la debida atención a las palabras de Proverbios 16:18: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu”. Son los que tienen delirios de grandeza y sueñan con el reconocimiento público y los aplausos, y que se sirven de Dios para su propio enaltecimiento. 

El verdadero éxito
Debemos olvidarnos de los conceptos humanistas sobre el éxito y que han calado en el cristianismo. Juan el Bautista se guardó de caer en dicha trampa centrando su mensaje en Cristo: “Viene tras mí el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado (Marcos 1:7).
Volvamos al concepto tal y como lo refleja la Palabra de Dios.
En primer lugar: el verdadero triunfo del creyente ya fue alcanzado por Cristo en la cruz. En Él ya tenemos la victoria. Ese es el éxito que Él logró para nosotros: Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo (Gálatas 6:14).
Y en segundo lugar: ¿Qué debemos hacer ahora en gratitud? Consagrar nuestras vidas en obediencia al Señor, en consonancia a la voluntad expresada en su Palabra. Jesús fue bien claro: prefiere a una viuda que da lo poco que tiene antes que al fariseo que ora, ayuna y da continuas ofrendas de cara a los demás; elige a aquellos que dan de comer al hambriento, que dan de beber al sediento, que visten a los que están desnudos, que visitan a los enfermos y se acercan a los presos para llevarles el Evangelio (cf. Mateo 25:35-36) antes que a aquellos que profetizan, echan fuera demonios y hacen milagros (cf. Mateo 7:21-23). Tampoco dice que los que llevaran a cabo actos sobrenaturales serían desechados por esto, ya que ambas obras son compatibles, sino que aceptaría a aquellos que realmente ejecutaran la voluntad de Dios. Tras el éxito de Cristo en la cruz, somos llamados a hacer la voluntad del Padre para glorificarlo. Esto implica realizar su obra. Por eso Cristo pudo exclamar un grito de victoria en la cruz cuando su muerte estaba próxima: He acabado la obra que me diste que hiciese (Juan 17:4b). El propósito de nuestra obra, nuestro verdadero éxito, es glorificar a Dios como Jesús hizo: “Yo te he glorificado en la tierra” (Juan 17:4a).
Hay multitud de cristianos a quienes se les ha inculcado de manera tan agresiva la necesidad de alcanzar determinados sueños que se sienten frustrados, fracasados, desanimados y amargados porque no han logrado esos niveles de grandeza que otros hermanos les exigen. Pero deben saber que todo se resume en hacer la voluntad de Dios: amarle y amar al prójimo como a nosotros mismos.
Dejemos de hablar de un dios-genio que está a nuestro servicio para que nos glorifique y nos conceda todo género de supuestas bendiciones: “Todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice (Isaías 43:7). Deberíamos hacer nuestra la exclamación de Judas en su epístola: Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Judas 24-25).
Quizá nuestra vida no sea tal y como la hemos soñado. Puede que no pudiéramos ir a la universidad. Puede que nuestra economía no sea la más boyante y que, a causa de esto, no tengamos casa propia y lleguemos ajustados a fin de mes. Puede que seas madre soltera y en el presente no tengas al hombre que te gustaría a tu lado. Puede que estemos solteros y que no hayamos cumplido el deseo de tener hijos. Pero nada de ello quita que, si le damos la gloria a Dios con nuestra vida, estaremos siendo personas de éxito según el modelo de nuestro Padre.  
Como bien enseña Asun Quintana, el fin de nuestra vida consiste en descubrir el sentido de esta: el conocimiento de Dios, principio de la sabiduría. Lo importante de la vida no es lo que poseamos —la abundancia o la escasez—, ni siquiera cuán felices seamos, sino encontrar a Dios y caminar con Él. Si a través del sufrimiento, de la pérdida, de la enfermedad, llegamos a esto, entonces entenderemos muchas cosas y moriremos en paz. El tesoro es entender que Dios no es nuestro enemigo, es la convicción de que Él es soberano, que Él ha vencido a la muerte, porque su amor es más fuerte que la muerte.
¿Cuál crees que fue la motivación de los magos de Oriente? ¿El deseo de que sus nombres pasaran a la posteridad, lograr la fama y la popularidad? ¿O, por el contrario, postrarse ante el niño Jesús? No recibieron nada a cambio, “solo” la inmensa satisfacción de adorar a Dios ofreciéndole lo mejor que tenían.
Analiza tus motivos: ¿Para qué quieres lograr tus objetivos, para la gloria de Dios o para ser reconocido? ¿Mejoran realmente esos sueños la obra de Dios en la Tierra? ¿Deseas que todos los ojos estén puestos sobre ti como si tu vida fuera un Gran Hermano público y tú el protagonista principal? ¿O anhelas poner los ojos exclusivamente sobre Jesús? A todos nos gusta el cariño de nuestros semejantes y amigos (y es sano recibirlo). Tampoco es negativo que nos reconozcan un buen trabajo. Pero, ¿cuál es el fin último de nuestras acciones? ¿El deseo de convertirnos en pequeñas celebridades ante el mundo que nos rodea y en nuestras respectivas iglesias locales? ¿Qué clase de éxito es el que realmente deseamos? Si buscamos a Dios para lograr determinado éxito, estaremos errando. Si lo buscamos por quién es Él, estaremos en el camino correcto.
Recordemos las palabras de Pablo: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís (Colosenses 3:23-24).
Concluyamos con las de de Tim Hansel:

“Pedí a Dios fuerzas para alcanzar el éxito, y me hizo débil para obedecer con humildad. Pedí a Dios salud para hacer grandes cosas, y me hizo frágil para hacer cosas mejores. Pedí riquezas para ser feliz, y me dio pobreza para hacerme sabio. Pedí poder para obtener el aplauso de los hombres, y me dio debilidad para sentir la necesidad de Dios. Pedí todas las cosas para disfrutar de la vida, y me dio vida para disfrutar de todas las cosas. No recibí nada de lo que pedí, pero sí todo lo que había esperado. Casi a pesar de mí, obtuve lo que pedí sin expresarlo, y soy entre los hombre el más ricamente bendecido”[4].

* En el siguiente enlace está el índice:
* La comunidad en facebook:
* Prosigue en:

4.     LOS SOLTEROS SE PREGUNTAN: ¿DÓNDE ESTÁN LOS AMIGOS?
4.1. Un problema de peso
http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/05/41-los-solteros-se-preguntan-donde.html 



[1] Parte de este capítulo es una versión reducida y adaptada del titulado “¿Luchar por el éxito?”, incluido en mi libro  “Mentiras que creemos” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/06/mentiras-que-creemos.html). Ahí explico decenas de pasajes bíblicos que se han retorcido para inculcarnos algunas ideas perniciosas.
[2] de Ávila, Gerardo. Volvamos a la Fuente. Vida, p. 127.
[3] Simson, Wolfgang. Casas que transformarán el mundo. Clie.
[4] Hansel, Tim. When I Relaz I Feel Guilty.  

1 comentario:

  1. Aquí os dejo un excelente artículo de Isabel Marín (Dra. Filología Hebrea) que complementa la idea desarrollada:
    Como buena cristiana, hay una serie de frasecitas cliché que una escucha y repite a lo largo de su vida según la ocasión. La que viene a cuento hoy suele medrar especialmente en momentos catalogados como duros e incomprensibles, en los que el sujeto en cuestión o su interlocutor no entienden lo que está pasando. Os suena seguro: “Dios tiene un plan para tu vida”. Bueno. Pues yo vengo a deciros que he descubierto que no. Que plan sí que tiene, pero que puede que no tenga que ver contigo. Así tal cual. Admito que es una especie de mazazo para el ego, sí. Me explico. Había una vez un niño muy mimado, algo repelente, cuya madre había muerto y cuyo padre lo trataba como si fuera el primogénito a pesar de tener una decena de hijos más mayores. El mozo se llamaba José, el chaval aquél que, de haber vivido hoy, sería un saco de traumas por culpa de todo el sufrimiento que padeció: que si mis hermanos me hacen bullying; que si deciden cortarme el pescuezo; que si mejor me mandan a Egipto como esclavo; que si de niño mimado paso a tener que espabilarme para sobrevivir; que si mi jefa me acosa sexualmente y luego me echa las culpas; que si me meten en la cárcel y se olvidan de mí; que si me creo que voy a salir pero el desagradecido del copero pasa de mí… En fin, un drama de vida. Estoy segura de que, si José nos hubiera tenido de amigos a cualquiera de nosotros, seguro que habría escuchado más de una vez algo así como: “¡Animo José! Confía en Dios, que tiene un plan para tu vida”. Pobre José. Pasándolas canutas y esperando a que Dios le revelara ese plan maestro que el Dios Todopoderoso había diseñado desde antes de la fundación del mundo especialmente para él, imaginándose qué plan sería aquél y esperando una revelación que le indicara cuando se iba a poner en marcha… Y el caso es que sí, que Dios tenía un plan con la vida de José, pero la verdad es que éste no tenía nada que ver con él. Que sí, que es evidente que por el camino José maduró, creció, se hizo fuerte y hasta consiguió un buen trabajo y hasta un matrimonio ventajoso, pero digamos que eso fueron beneficios colaterales. Porque lo que Dios de verdad tenía en mente era salvar vidas (Gn 45,5). De egipcios, de cananeos, de la propia familia de José y de cualquiera que pudiera acercarse a Egipto a comprar alimento durante los siete años que duró la hambruna en el mundo conocido. Y es que hay una diferencia entre tener un plan para tu vida y tener un plan con tu vida. Ahí está el quid de muchas vidas cristianas frustradas. Dios siempre tiene un plan con tu vida. No te ha creado en vano, tiene contados todos y cada uno de los cabellos de tu melena y hasta mandó a su único hijo a morir por ti. Pero puede que sus planes no tengan tanto que ver contigo, con las ideas románticas o egoístas o victimistas o autocomplacientes o de grandeza o llámalo X que tú o yo podamos tener sobre nuestra feliz existencia. Lo que Dios quiere es salvar vidas. Yo me lo estoy haciendo mirar. El principal motivo por el que sigo viva una vez he entregado mi vida a Cristo no es la culminación última de mi mismidad como persona humana, individual y única, que necesita realizarse en esta vida, sino llevar el mensaje de la Cruz hasta los confines de la tierra (empezando, a ser posible, por mis vecinos). Si por el camino vivo mejor o peor, es por la gracia de Dios y con el propósito único de ponerlo a su servicio. Tanto mis sufrimientos como mis alegrías. José no es el único ejemplo bíblico de que esto no tiene que ver contigo. Ni siquiera el mismo Jesús se libra. Dios no tenía un plan para su vida, sino un plan con su vida. La salvación del mundo. Salvar vidas. http://protestantedigital.com/tublog/40310/No_tiene_que_ver_contigo

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