jueves, 22 de agosto de 2013

El ojo del huracán



Solemos decir que estamos en el ojo del huracán cuando nos situamos en el centro de los problemas. Pero olvidamos que, en el sentido físico de un tornado, el centro mismo de este ojo, es el lugar más tranquilo del mismo y que el verdadero caos está alrededor, donde todo se hace incontrolable y se vuelve destructivo. A lo largo de la vida se presentan situaciones que se convierten en tornados: circunstancias inesperadas, enfermedades, muertes de seres queridos, relaciones rotas, desengaños, carencia de trabajo o de recursos económicos, sueños frustrados, etc., que destrozan el corazón y desaniman al más forzudo. La psicología barata que se ha colado en muchos púlpitos enseña que tenemos que reír cuando lo que en realidad deseamos es llorar. A eso lo llaman fortaleza. No encuentro esta actitud en ningún lugar de la Biblia, y ahí están los Salmos para corroborarlo. De igual manera con el resto de protagonistas conocidos y que eran de humanos como nosotros: Elías deseó la muerte. David se derrumbó. Ana (la madre del profeta Samuel) cayó en depresión. Marta y María estaban desconsoladas. Jesús lloró angustiado en varias ocasiones. Los discípulos corrieron a esconderse llenos de pavor.
El verdadero problema no reside en el problema en sí, sino en cómo lo afrontamos. Quizá no podemos cambiar ese huracán que anida a nuestro alrededor, pero sí mirarlo de frente y no dejar que domine nuestro corazón. De lo contrario, nos llenaremos de amargura y de ira contra la vida, contra nuestros semejantes, e incluso contra Dios. Pensaremos que todos son nuestros enemigos. Ahora bien, como enseña Eclesiastés, tenemos un tiempo para llorar y para estar de luto, pero también un tiempo para reír y para saltar (Ecl. 3:4, NVI). En lugar de relamernos eternamente en las heridas como si fuéramos un gato y levantar el puño contra el universo, podemos aprender de todo lo que nos acontece. En ocasiones, para no cometer los mismos errores o no dejarnos engañar. En otras, para dar las gracias por todo lo bueno que vivimos junto a esa persona. Y por último, para crecer, madurar y fortalecernos: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 P. 5:10).

¿Qué hacemos con nuestras cargas?
Cuando las circuntancias son las que son y el acontecimiento que nos ha dejado en estado de shock ya ha acontecido, algunos cometen el error de querer que sean otros quienes carguen con su dolor. Claro que es sano y necesario desahogarse porque es parte del proceso de sanidad. En primera instancia con Dios, y luego con el esposo o la esposa, con el novio o la novia, con un amigo o amiga, con un hermano en Cristo o un familiar. Son “herramientas” que el Creador ha puesto a nuestra disposición. Así derramó su corazón Ana delante del Altísimo y del sacerdote Elí: “Yo soy una mujer atribulada de espíritu [...] que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora” (1 S. 1:15-16). 
Sabiendo esto, tenemos que entender un texto clave para saber nuestra parte de responsabilidad. Dice Pablo en Gálatas 6:2: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros”. Sin embargo, el versículo 5 enseña que “cada uno llevará su propia carga”. Aparentemente se contradicen, pero no es así, sino que se complementan. El problema surge a la hora de traducir del griego al castellano, ya que se pierde buena parte de su significado. La palabra “carga” en el versículo 2 es “baros”, y se refiere a la ayuda que debemos ofrecer a personas con cargas pesadas, enfermedades, fracasos, pruebas, tentaciones y problemas severos. Un ejemplo lo encontramos cuando Israel luchaba contra los amalecitas: “Y las manos de Moisés se cansaban... y Aarón y Hur sostenían sus manos... así hubo en sus manos firmeza” (Éx. 17:12). Pero en el versículo cinco, “carga” en griego es “fortion”, y hace alusión a todo aquello que tiene que ser llevado por uno mismo en la vida diaria, como nuestras emociones, sentimientos, pensamientos y actitudes. Como nos enseña William Barclay: “La palabra que usa Pablo es la que quiere decir el macuto de un soldado. Hay obligaciones que nadie puede cumplir por otro, y tareas de las que cada uno debemos ser responsables personalmente”.
Debemos aprender a distinguir una cosa de la otra y saber que los que nos rodean nos pueden ayudar y consolar en cargas que nos abruman, pero que lo que hagamos después depende de nosotros: no podemos esperar que sean ellos quienes nos quiten el dolor ni podemos eternizar el sufrimiento y dejarnos consumir por él. No puede ser que haya personas que hayan hecho que sus vidas giren en torno al trauma que les aconteció. Por eso, aunque haya momentos en que todo se vea negro y no sepamos cómo afrontar una situación, podemos tomar control de nuestra actitud para que el tornado no nos engulla.
Descansemos realmente (y no simplemente de boquilla) en Aquel que tiene control de todo, incluso del tornado más feroz: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt. 11:28-30).

¿Cómo destensamos nuestro cuerpo y nuestra mente?
Cuenta la tradición que Juan tenía el pasatiempo de criar palomas. Un cazador que regresaba de cazar vio al apóstol distrayéndose con sus aves. El hombre le reprendió por perder el tiempo. Juan, mirando el arco del cazador, le dijo que tenía el arco destensado. Sí, dijo el hombre: “Siempre aflojo la cuerda del arco cuando no lo uso. Si estuviese siempre tensa perdería su elasticidad y no me serviría cuando fuese a cazar”. Juan le contestó: “Ahora estoy relajando la cuerda de mi mente para que pueda ser capaz de lanzar mejor las flechas de la verdad divina”. Hay personas que están continuamente en tensión: de mal humor, con ansiedad, que saltan a la más mínima y que se enojan por nimiedades. Si las cosas no se hacen exactamente como ellos quieren, se enfurecen. Si los demás no piensan exactamente de la misma manera, se llenan de reproches. Muchas tormentas vienen por ahí. Incluso les cuesta disfrutar de los placeres sanos de la vida.
Hay que aprender a relajarse aun en medio de la tormenta y a disfrutar de los pequeños placeres de la vida: ¿Dónde comenzó Jesús su ministerio? ¡En unas bodas! ¿Qué hizo en medio de la tormenta? ¡Dormir! ¿Con quién le gustaba estar? ¡Con su amigo Lázaro! ¿Cómo pasó la última noche con sus discípulos? ¡Cenando y hablando! ¿Qué hizo días después de resucitar? ¡Comer pescado! Tenemos que aprender de Él y de su humanidad. Hay tiempo para hacer la obra de Dios. Hay tiempo para apartarse para orar como hacía Él cada día. Y también hay tiempo para descansar la mente y relajarnos: practicando algún hobbie sano, disfrutando de una sencilla hamburguesa, pasando un buen día en el campo con amigos, cenando con ellos, riendo con algún sobrino, leyendo un buen libro, manteniendo una buena conversación, o simplemente estando en silencio. Todo consiste en ser equilibrados.
Aunque haya momentos en que el huracán de la vida tenga una fuerza practicamente destructora y sintamos morir, tenemos esta certeza: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18). Allí Dios enguajará toda lágrima (cf. Ap. 21:4) y toda tormenta será disuelta para siempre. Ningún huracán nos destruirá si dejamos que Dios sea nuestro escudo, nuestra gloria y el que levanta nuestra cabeza (Sal. 3:3).

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