El cartel de la película –que es la imagen
que encabeza el artículo- es un error de bulto de los que la promocionaron.
Supongo que querían atraer a un público juvenil puesto que esa es la impresión
que nos ofrece al ver a dos chicos tomados de la mano. Esto hará que muchos
huyan de ella pensando que es una historia más de amores adolescentes. Y aunque
es cierto que hay un romance, en realidad su verdadera trama gira sobre el
dolor, la tragedia, el sufrimiento presente y pasado, y cómo decidimos cada uno
de nosotros afrontar todo esto. Es ahí donde su valor es incalculable, tanto
que la voy a usar para hablarle a aquellos que han vivido y están padeciendo de
primera mano la desgracia de la pandemia. Este escrito va para ellos.
Venimos de aquí: ¿Qué puedes aprender de la crisis del coronavirus? Que no somos dioses y
que nuestro destino no nos pertenece (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/06/8-que-puedes-aprender-de-la-crisis-del.html).
Una chica subida a la
barandilla de un puente con intenciones suicidas. Un chico que hace footing
cuando aún está amaneciendo. Sus miradas se cruzan. Ella le grita que se vaya
pero él se sube a su lado tratando de convencerla de que baje, algo que
finalmente logra. Así comienza esta historia dramática protagonizada por la
siempre angelical Ellen Fanning (Violet, pronunciado Vailoye, acentuada en la
“a”) y Justice Smith (Finch), actor que ha resultado ser todo un descubrimiento
para mí por su excelente interpretación. Esta película –con una banda sonora
preciosa y cuyas letras recomiendo leer subtituladas para aquellos que, como
yo, no dominan el inglés, ya que encajan con la trama- está basada en la novela
All
the Bright Places (Todos los lugares
luminosos) de la escritora Jennifer Niven, quien basó el personaje de Finch en
un amigo que perdió cuando tenía 20 años. Dada las excelentes críticas, espero
poder leerlo en breve, pero como todavía no he tenido ese placer, me centraré
en la película.
Conforme todo avanza,
conocemos la personalidad de cada uno de los personajes y las razones del
porqué de sus acciones. Violet, que era una chica alegre, tuvo un accidente de
tráfico un año atrás en un coche que conducía su hermana Eleanor, y que provocó
su muerte mientras que ella sobrevivió. Desde entonces, apenas habla, no sale
de casa solo para ir al instituto y prácticamente por obligación, no sonríe, no
siente gusto por la vida, nada le importa y ni siquiera escribe, que era su
gran pasión. Por su parte, a Finch lo llaman “un bicho raro” (siendo “el chalado” en la versión
española, una traducción muy libre y extraña). Vive con su hermana Kate ya que
su madre nunca está, y su padre, que los maltrataba físicamente a todos, los
abandonó. Una larga cicatriz en el costado es una de las señales que le dejó su
padre, pero las marcas de su alma son infinitamente más profundas. Solo tiene
dos amigos y a veces actúa de manera extraña, e incluso falta a clases sin dar
explicaciones; en realidad se marcha a un lago a solas durante varios días.
Tras aquel día en el
puente, Violet evita a Finch, a pesar de que él trata de hablar insistentemente
con ella, intentando ayudarla. La situación comienza a dar un giro en el
momento en que el profesor de geografía manda a toda la clase a hacer un
trabajo en pareja: él la elige a ella...
Cuando la vida se detiene
A partir de ciertas
edades, es muy extraño encontrar a una persona que no haya pasado en su vida
por algún acontecimiento muy doloroso, sea por la muerte de un ser querido, por
algún proyecto de vida que se hizo añicos, por un divorcio o por algún tipo de desgracia
en el pasado. Razones, haberlas haylas, y a miles. De igual manera, aunque no puedo llegar a imaginar el grado
de sufrimiento que están experimentando aquellos que han sufrido la pérdida de
familiares a causa de la Pandemia, y aunque el sentimiento sea más intenso
–y especialmente si no han podido despedirse de ellos-, el dolor es una emoción
en común que comparte la humanidad por distintos motivos que hemos reseñado.
También lo están
experimentando los médicos y buena parte del personal sanitario, que contemplan
impotentes cómo se mueren en su presencia hombres y mujeres sin poder hacer
nada para ayudarles. Muchos se sienten incluso culpables. Está el ejemplo de
una enfermera italiana de 34 años que, infectada por el virus y temerosa por
creer que podía infectar a otros, no pudo soportarlo más y se suicidó. O el de
la doctora Lorna Breen, jefa de urgencias en Nueva York, quién le confesó a su
familia que no soportaba ver morir a tanta gente y también se suicidó.
Una auxiliar sociosanitaria de 23 años y que trabaja en una
residencia de mayores de Castilla La Mancha, dice: “Me siento agotada y
frustrada por no poder detenerlo todo y volver a la normalidad cuanto antes. Muchos
días me subo al coche y lo que más me apetece es llorar. Lloro de rabia,
lloro de impotencia y de ver cómo poco a poco mis abuelitos se van deteriorando
de estar día tras día aislados en sus habitaciones, sin ver a sus familiares,
no poder salir a dar sus paseos diarios o, sencillamente, de no poder charlar
entre ellos, aunque solamente se den los buenos días. Sentimos miedo. Miedo a
la muerte, miedo a contagiar a nuestra familia porque podemos tener algún
familiar mayor que son muy vulnerables. No sabemos cómo nos va a atacar
este virus porque podemos estar enfermos sin saberlo”[1].
No hay sector que se libre, especialmente los que han
tenido que lidiar con la muerte cara a cara. La hija de una víctima escribió hace unos días una carta
diciendo que “hay muchas familias destrozadas, que no vamos a poder superar
este dolor”[2]. Los
mismos profesionales de la salud señalan que muchos empleados de funerarias
necesitarán asistencia psicológica tras el coronavirus.
Hay decenas de
testimonios como estos y miles más que se darán a conocer conforme pase el
tiempo y el “miedo” a contar la cruda realidad sin cortinas desaparezca de los
medios de comunicación españoles generalistas, puesto que, en mi opinión, están
sesgando parte de la realidad.
Por eso es
completamente lógico tener los sentimientos a flor de piel, que entre ellos
surjan llantos espontáneos y sin control, rabia, estrés constante, insomnio o
sueño no reparador, irritabilidad, sensación de desapego de la realidad,
incluso el hastío por la vida, y así toda una amalgama de emociones diferentes
y complementarias.
Es evidente que está
generación quedará marcada por la pandemia, como marcó a nuestros antepasados
que sufrieron otros acontecimientos trágicos como el 11-M en Madrid o, yendo
más lejos, la Guerra Civil. Y hablo solo de España. En otros países exactamente
igual, cada uno según su historia personal. Son heridas profundas que dejarán
huella y que tardarán mucho tiempo en cicatrizar. La psicóloga Paula Igartua
afirmaba hace unas semanas que la persona debe pensar “en buscar ayuda si en el próximo año tienes varios de
los siguientes síntomas: pesadillas, despertares
o insomnio recurrente, recuerdos muy vívidos o reales sobre
el suceso, sentir demasiados despistes o falta de concentración, evitar lugares
que recuerden a algo que ocurrió, evitar pensar en lo que pasó, pensamientos
negativos sobre ti o sobre el mundo, pérdida de interés en cosas que antes
disfrutabas, culpa, estar tenso o al límite, sobresaltarnos facilmente o tener
arrebatos de ira”[3].
Aunque en el caso de
la enfermera y la Jefa de urgencias llevaron al extremo su angustia, para el
resto está claro que existe un antes y un después de toda esta tragedia. Y es
aquí donde podemos ver en la historia de Violet un reflejo de la realidad y que
debe servir a todo el mundo. La muerte de su hermana fue inesperada. Iban en el
coche hablando, riendo y escuchando música. Todo iba bien, pero la realidad cambió
en breves segundos. El coche patinó. Los cristales saltaron por los aires y ella perdió el
conocimiento. Tras despertar en el hospital le comunicaron que su hermana había
fallecido. De la felicidad pasó, de forma instantánea, a vivir una
pesadilla llena de amargura. Es lo mismo que están padeciendo los
supervivientes de la Pandemia que han perdido a sus más cercanos y los médicos
que están viendo la muerte cada día cara a cara. De estar con sus quehaceres
con total normalidad, a verse envueltos en una pesadilla desgarradora, donde
todo gira sin que se tenga control sobre los acontecimientos.
¿Qué le pasó a
Violet? Su vida, literalmente, desde ese día, se detuvo. Se encerró en sí misma
y levantó muros a su alrededor, donde no dejaba que nadie se acercara. Perdió
las ganas de todo, incluso de lo que le apasionaba con anterioridad. Su
carácter cambió por completo. Los más listos del lugar, esos que campean a tu
alrededor cuando todo marcha mal y se creen sabios sin serlo, suelen decir en
medio del drama expresiones como “tienes que seguir adelante”, “pasa página”,
“ya hace una semana”, “sonríe”. A todos ellos les diría “dejadme en paz”. ¿Y por
qué? Porque, aunque lo digan con buenas intenciones, cada persona tiene que
procesar por sí misma el dolor sin prisas. A algunos les lleva más tiempo y a
otros menos. El hecho de que a muchos les lleve más tiempo de lo que “otros”
consideran “normal”, no significa que sean más débiles, sino que todavía están
en proceso de duelo y que necesitan transitar por ese camino.
Además, cada uno lo
procesa a su manera según su forma de ser: “El duelo es el proceso natural
de adaptación
emocional ante
la pérdida de algo que amamos. Podemos tener un duelo por haber perdido un
empleo, una pareja, un cambio de ciudad... y por supuesto, pasaremos por un
duelo al perder a un ser querido. Cada persona hace el duelo de la misma forma
que vive y siente el vínculo con los demás, por lo que cada duelo es único. Podemos tener una
reacción de bloqueo, de hacer como si no pasara nada, podemos llorar de forma
desconsolada durante días, podemos llorar y reír recordando momentos vividos
con la persona que ya no está en nuestra vida, etc. Hay tantas reacciones como
personas”[4].
Los pasos en el duelo
Es normal sentirse
reacios a vivir de nuevo: “¿Cómo voy a reír de nuevo cuando los que estaban a
mi lado ya no están? ¿Cómo voy a disfrutar cuando he visto a enfermos que
agarraron mi mano segundos antes de expirar? ¿Cómo quieres que me levante
cuando no han parado de pasar por delante de mí camillas con difuntos? No sería
justo para ellos. Sería hasta insensible. No pude ni ayudarles. ¡Y odio cuando
tratan de mostrar pena por mí!”. Esto es lo que muchos suelen pensar con esas u
otras palabras. Y es humano. Son sentimientos muy reales, nobles y sentidos.
Es aquí donde debemos
ver la segunda fase del duelo. Violet no conoció a Finch hasta pasado un año de
su pérdida y las cosas comenzaron a cambiar muy poco a poco. Ella solo
necesitaba caminar de noche, sin ruidos, paseando en bicicleta hablando de
cuestiones banales, sintiendo cómo el aire seguía corriendo fuera de la burbuja
en la que estaba encerrada. No tenía ganas al principio puesto que se había
acostumbrado a sentir el abrazo del dolor que lo acompañaba a todas partes.
Aunque Finch la animaba a hacer cosas diferentes, el proceso interno le
pertenecía a ella. Sintiendo pánico por subirse nuevamente a un coche, no lo
hizo hasta que llegó el día de hacerlo. Así hasta que “apareció” ese instante
en que las palabras que había enterrado y reprimido tomaron forma y salieron:
comenzó a hablar de su hermana, de cómo aconteció todo aquella fatídica noche
en el mismo puente donde meses después quiso suicidarse, y de cuánto la echaba
de menos. Era su momento, su momento concreto, no el que otros le habían dicho.
Las lágrimas surgieron de sus ojos y esto le hizo mucho bien. Por primera vez
halló alivio ya que cada una de esas lágrimas derramaban toneladas del dolor
que anidaba en su interior y que arrastraba a cuestas como cadenas invisibles
que le cortaban la respiración. Su alma suspiró. Horas después, sin buscarlo,
una sonrisa, una genuina sonrisa, salió de ella. De nuevo había espacio para
sentir alegría. Ese lugar todavía era pequeño, pero comenzaba a agrandarse y a
abrirse paso.
¿Qué quiero decir con
todo esto? Que todos aquellos que están sufriendo directa o indirectamente los
efectos del malnacido virus –siento usar una palabra vulgar para describirlo,
pero es así-, tienen que pasar por el mismo proceso. El trauma, las imágenes
grabadas en su retina, el estado de shock, la desgana por todo y de todos, el
ensimismamiento, van a ser sus compañeros de viaje durante una buena temporada.
Al decir esto, estoy señalando lo normal, lo humano. Pero, a la vez, lo resalto
para indicar que “el abrazo al dolor” no puede ser eterno. A su debido momento
–que es personal e intransferible- el afectado tendrá que ser consciente de
que, aunque el corazón le diga todo lo contrario, deberá hablar si lo necesita
para dar salida a lo que lleva en sí, incluso gritar. Casi con
total seguridad, las lágrimas harán su aparición pero con un fin de sanidad:
cada gota expulsará de forma progresiva la carga interna.
Aunque la experiencia
siempre quedará grabada en la memoria, los sentimientos de ira, de angustia y
de frustración irán perdiendo su poder y rebajando su grado de intensidad. La
vida irá de nuevo tomando su lugar. Posiblemente con nuevos valores y con
lecciones aprendidas para toda la eternidad.
Un camino de sanidad y vida vs Un camino de enfermedad y
muerte
En el caso opuesto
nos encontramos a Finch y el claro ejemplo que no hay que seguir. Aunque su
historia tarda más en mostrarse en plenitud, terminamos por contemplar su propia
incapacidad para abrazar de nuevo la vida. Ni un solo día dejó de recordar el
sufrimiento que le provocó su padre. La ira le consumía por momentos. Solo
asistió una vez a un grupo de ayuda. Se alejaba de sus amigos cuando más los
necesita y no se desahogaba con ellos. Se mostraba esquivo e irónico con el
maestro que hablaba con él. Se aislaba de su hermana a pesar de cuánto se
querían y hacía de su habitación un fuerte emocionalmente amurallado. Se cerró
al amor que le profesaba Violet. Prefería alejarse del mundo entero creyendo
que en un lago perdido en medio de la nada hallaría la paz que anhelaba. Pero
no entendía que ahí no la iba a encontrar. La naturaleza puede ser un lugar
extraordinario para recargar las baterías, pero no cura las heridas más
profundas. Por eso su alma estaba rota. No se aplicó los consejos que le regaló
a Violet ni fue consigo mismo lo benevolente que fue con ella. Se dejó consumir
por sus pensamientos autodestructivos. Se quedó anclado en el pasado de forma
obsesiva, y su alma terminó por convertirse en una estatua de sal como la mujer
de Lot (cf. Gn. 19:26). En un tristísimo final, se ahogó voluntariamente,
acabando con su propia vida.
Violet sí hizo todo
lo que tenía que hacer: lloró cuando era “su momento”, pero no para seguir
amarrándose a su sufrimiento sino para darle rienda y dejarlo salir de forma
natural. Se abrió de nuevo a la risa. Se abrió de nuevo a la amistad. Se abrió
de nuevo al amor. Se abrió de nuevo a sus padres. Se abrió de nuevo al placer
de escribir. Se abrió de nuevo a entregarse a los demás. Se abrió de nuevo a la
generosidad. Se abrió de nuevo a ayudar a los demás. En definitiva, se abrió de
nuevo A LA VIDA.
La piedra que Finch le regaló a Violet:
“Your turn” (Te toca): “Un recordatorio de que, tarde o temprano, tendrás que
volver al mundo y ser tú misma. [...] “Hay, por lo menos mil posibilidades
dentro de ti. Aunque no lo creas”.
Ambos estaban rotos,
pero mientras ella se dejó ayudar –aunque fuera a regañadientes-, él no aceptó
el mismo trato benefactor. Por eso podemos quedarnos con el discurso final de
Violet, de lo que pudo aprender de Finch, aunque obviamente no de sus acciones
finales:
“Antes me preocupaba
por todo. Cosas que parecían significativas en realidad no significaban nada.
Me preocupaba la vida. Me preocupaba lo que pasaría si volvía a sentir. Pensaba
que no me lo merecía. Entonces, sin darme cuenta, cambié. No me preocupaba lo
que pasaría si vivía. Me preocupaba lo que pasaría si no lo hacía. Lo que me
perdería. Me preocupaba no recordar. No recordar todos los momentos. Todos los
sitios. Y fue gracias a Finch. Él me enseñó a descubrir. Me enseñó que no
tienes que escalar una montaña para estar en la cima del mundo. Que incluso los
lugares más feos pueden ser hermosos, siempre que te pares a observarlos. Que
no pasa nada por perderse siempre que encuentres el camino de vuelta. Pero al
aprender todo eso, dejé de ver algo más importante: a Finch. No vi que estaba
sufriendo. No vi que me estaba enseñando a seguir adelante. Finch era un
soñador. Soñaba despierto. Soñaba con toda la belleza del mundo y hacia que
cobrase vida. Finch me enseñó que hay belleza en los lugares más inesperados. Y
que hay lugares luminosos, incluso en momentos sombríos. Y si no los hay, tú
puedes ser ese lugar luminoso con infinitas posibilidades”.
Conclusión
No sé qué desgracias
han pasado por tu vida o que secuelas estás experimentando en el presente por
el coronavirus, pero aquí hemos visto dos maneras muy distintas de afrontarlas,
con resultados claramente opuestos. En un caso, hizo que su dolor fuera parte
de él cada segundo de su existencia marcando su carácter para siempre hasta un
trágico desenlace. En otro, después de un largo periodo de tiempo, se deshizo
de todo lo que corroía sus entrañas y siguió adelante.
Cada uno vive el
dolor a su manera. Unos lo esconden y se lo tragan mientras otros lo expresan
abiertamente. También están aquellos que les roba la felicidad, les posee la
mente y el corazón, y controla sus actos diarios. Se convierten en almas en pena,
de forma literal. Otros lo esconden todo bajo falsas sonrisas. El ejemplo lo
tenemos en Amanda, la mejor amiga de Violet. Extrovertida, guapa, exitosa entre
los chicos, siempre se mostraba alegre y le encantaba la fiesta. La realidad
era muy distinta: era bulímica, había tratado de suicidarse dos veces e iba a
un grupo de ayuda. Hasta que no contempló por sí misma que Finch acabó con su
vida, no se atrevió a decirle a Violet cómo se sentía ni por todo lo que había
pasado.
Por
eso, te
sientas como te sientas en la actualidad, sigas el proceso de duelo que sigas y
sabiendo que dicho periodo aún será largo, te animo de todo corazón a que hagas
tuyo el mismo proceso que hemos descrito de Violet, y que es el más humano que
existe y que se repite asiduamente entre aquellos que están hundidos pero que,
tarde o temprano, terminan por levantarse. Llegará el momento en que, aunque
los malos recuerdos no se borrarán de la
memoria, podrás seguir amando a los vivos y recordando con infinito cariño a
los que ya no están sobre este mundo físico. Como bien señala nuevamente Paula Igartua: “Para entender el duelo tenemos que dejar
de utilizar expresiones como superar,
olvidar, pasar página, aceptar… se trata más bien de aprender a vivir con la
pérdida, recordar, crecer, dar sentido a nuestro dolor, aprender a amar de una
forma nueva, entendiendo que el amor no termina, solo cambia su manera de
existir en nosotros”[5].
Y
como cristiano, un último consejo. Si te sientes angustiado, si estás en medio
de un dolor que te está consumiendo, acércate ante el Trono de la gracia y
suelta allí tus cargas como hizo Ana –la madre del profeta Samuel-, quien no
tuvo problemas en reconocer cómo se sentía: “Yo soy
una mujer atribulada de espíritu [...] porque por la magnitud de mis congojas y
de mi aflicción he hablado hasta ahora” (1 S. 1:15-16). Y si no te sientes ahora
así, cuando lo sientas. Llora si tienes que hacerlo. Patalea si es lo que te
pide el cuerpo. Grita en lugar de ahogar esas palabras que están prisioneras en
tu corazón. Hazlo cuantas veces lo necesites. Hay “tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de
bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de
abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de
perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y
tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar” (Ec. 3:4-7). Verás cómo Dios –al que muchos llaman “el médico del
alma”- hace su parte y cumple el ministerio de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré
descansar” (Mt.
11:28).
Él te entiende puesto que
pasó por la misma soledad y el mismo sufrimiento. Fue “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). Incluso
lloró profundamente conmovido ante la muerte de su amigo Lázaro (Jn. 11:35, 38).
Él estuvo al lado de Moisés y Elías, que
pasaron por épocas muy oscuras y de depresión, tanto que le pidieron a Dios que
les quitara la vida (cf. Nm. 10:15; 1 R. 19:4). Y lo estará igualmente como
prometió: “Yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del mundo” (Mr. 28:20).
Él te dará fuerzas para
seguir adelante y podrás decir como David: “Aunque
ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás
conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (Sal. 23:4). No serán
palabras de otras personas ni simples letras escritas en una hoja, sino parte
de tu propia vivencia.
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