lunes, 1 de abril de 2019

Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, la culpa es mía


Dice el refranero popular que “el hombres es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. ¿Dos veces? Afirmaría que dos millones de veces. La idea en sí no nos deja en buen lugar, puesto que nos señala como seres incapaces de aprender de sus propios errores. Esto no debería ser así, pero a muchos les sucede en diversos aspectos de la vida:

- No aprenden de las malas experiencias.
- No aprenden cómo tratar a los demás.
- No aprenden a empatizar.
- No aprenden de las malas relaciones sentimentales.
- No aprenden a alejarse de amistades de influencia perniciosa.
- No aprenden de... mil cosas.

Del amor al odio
En lo que respecta a los gobernantes y políticos suele suceder de la misma manera: se deposita la confianza en ellos, esperamos que cambien el curso de la historia y nos ilusionamos creyendo que mejorarán nuestras vidas. Y así con todos los aspectos que nos podemos imaginar. Escuchamos sus promesas y damos vítores en nuestro interior. ¡Cuántas veces nos hemos visto pensando “ojalá este sea presidente”! Pensamos en él como un Salvador, una especie de “Mesías” que nos salvará de los males de la sociedad. Pero luego viene el baño de realidad: te desilusionan de tal manera que se pasa del amor al odio, y de ver solo sus virtudes a solo sus defectos. Terminamos tan hastiados de ellos que nos levantamos cada día deseando que dejen de gobernar. Sentimos que nos han engañado y pensamos que si los tuviéramos delante les daríamos bofetadas de todos los colores. Y esto les pasa a los que son de izquierda, a los que son de derechas, a los que creen en la monarquía y a los que prefieren una república. A todos.
El problema viene unos años después. Nuevos mítines y nuevas promesas. Banderas que ondean al viento con los símbolos del partido. De nuevo la ilusión se apodera de nosotros: “Este nuevo candidato no es como los anteriores”; “Él sí es verdaderamente diferente”; “Sus valores son apasionantes”; “Nos llevará a una etapa de prosperidad como nunca antes se ha visto”; “Se acabará por fin la injusticia y la desigualdad”; “No habrá pobres ni empleos precarios”. Muchos se toman de las manos de esos políticos con lágrimas en los ojos mientras cantan esa famosa canción de Nino Bravo: “¡¡¡Libre!!! Como el sol cuando amanece, yo soy libre como el mar”. ¡Ay, qué emoción! Meses después el hartazgo es tal que el estribillo se transforma en el de Pimpinela: “Por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa. Y pega la vuelta...”.
Unos son descubiertos con líos de faldas. Otros que “donde dije digo, digo Diego”. Algunos resultan ser corruptos. Muchos de ellos que presumían de ejemplo de austeridad empiezan a vivir como nuevos ricos. Y lo más triste: más de uno a los que en verdad el ciudadano de a pie no le importa un pimiento.

Nos mienten una y otra vez
Estoy seguro que a ti, lector, te sucede como a mí: la inmensa mayoría de los políticos nos parecen un verdadero fraude que nos mienten a la cara. Todas sus frases empiezan por “Si yo soy presidente... (promesas)”. En sus mítines se llenan la boca con palabras grandilocuentes perfectamente calculadas para provocar la reacción emocional de sus oyentes, con gestos serios cuando toca y con sonrisas de oreja a oreja en otros momentos, engatusando a todo el que se deja. Y cuando acaban esas reuniones espectaculares y multitudinarias que cuestan miles y miles de euros, se dedican a saludar efusivamente con la mano en alto, ¡incluso algunos se ponen a bailar! Siempre que los veo hacer esto, me pregunto si es que las madres los estarán viendo por televisión y quieren mandarles recuerdos: “¡Eh mamá, que salgo en la tele!”. ¿Y todo esto para qué? Para hacer promesas que, cuando se sientan en la silla del poder, no cumplen ni por asomo. Pero ya da igual: tienen su asiento y su sueldo, que no tardan en subirse considerablemente un 500%. Por su parte, el resto de los mortales pueden dar las gracias y sentirse afortunados si son mileuristas.
Lo increíble es que no pasa nada ni hay consecuencias. Si yo hiciera una  propuesta a una empresa ofreciendo mis servicios y ésta me contratara, y luego yo no cumpliera con lo firmado, ¿qué sucedería? Me despedirían y me demandarían al instante. Con los políticos no sucede así. Se les persigue si se descubre que son corruptos o sí se han llevado dinero ilegalmente, pero por engañarnos no pasa nada. Es más, en todo caso, si el partido no está contento con él o la presión social es tan grande que se exige su destitución, dicho sujeto es reubicado en otro cargo fuera de los focos, pero cobrando un sueldo vitalicio. Toda esta historia descrita es como un continuo deja vú del que parece que no podemos escapar.
Entonces gritamos: “¡Que se vayan de una vez!”. Y creemos que la culpa es de ellos por engañarnos. Pero no nos damos cuenta de que no es la primera vez que nos engañan, sino la enésima. Es un ciclo que se repite sin fin, como la pescadilla que se muerde la cola. Siempre creemos que “el siguiente gobernante será el bueno”. Y luego pasa lo que pasa. Pero ahí la culpa ya no es de ellos, sino nuestra, sea por ingenuidad o pura necedad, por creerlos y confiar en ellos en el grado en el que lo hacemos. ¡Nos volvemos ilusos! La Biblia nos habla bien claro de nuestro error: Maldito el varón que confía en el hombre” (Jer. 17:5).

El peligro y las consecuencias de la “democracia” sin Dios
La democracia, considerado el mejor sistema de organización social (ya que permite que el pueblo decida quiénes serán sus gobernantes y qué leyes quieren que se aprueben), tiene un riesgo manifiesto desde su establecimiento: puesto que un porcentaje muy alto de la población no se rige por las enseñanzas bíblicas –sea porque son ateos o porque, diciéndose cristianos, no se sujetan a ella-, las leyes humanas terminan siendo decididas al margen de Dios y sus principios. Si una mayoría vota a gobernantes que están a favor del aborto, de la eutanasia, de llamar matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo, de permitir la adopción de bebés por estas parejas, entre otras cuestiones, al final terminan estableciéndose como leyes.
¿Es una victoria de la democracia? No. En la democracia, cuando los seres humanos ignoran a Dios, esta se convierte en una tragedia que conlleva graves consecuencias, que es ni más ni menos el mundo que tenemos: inmoral, libertino, promiscuo y desvergonzado. Es una democracia camuflada en anarquía y dictadura moral.
Si eres un cristiano lector habitual de la Biblia, sabrás perfectamente que esto no es algo nuevo, y que sucedió en un momento muy determinado en el tiempo en la historia de Israel. Dios estableció una forma de gobierno basada en la Teocracia donde había, por un lado, profetas que anunciaban su Ley y, por otro, jueces que la hacían cumplir. La promesa era que mientras el pueblo viviera bajo esas normas perfectas, todo les iría bien: “Acontecerá que si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios. Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Benditas serán tu canasta y tu artesa de amasar. Bendito serás en tu entrar, y bendito en tu salir. Jehová derrotará a tus enemigos que se levantaren contra ti; por un camino saldrán contra ti, y por siete caminos huirán de delante de ti. Jehová te enviará su bendición sobre tus graneros, y sobre todo aquello en que pusieres tu mano; y te bendecirá en la tierra que Jehová tu Dios te da. Te confirmará Jehová por pueblo santo suyo, como te lo ha jurado, cuando guardares los mandamientos de Jehová tu Dios, y anduvieres en sus caminos. Y verán todos los pueblos de la tierra que el nombre de Jehová es invocado sobre ti, y te temerán. Y te hará Jehová sobreabundar en bienes, en el fruto de tu vientre, en el fruto de tu bestia, y en el fruto de tu tierra, en el país que Jehová juró a tus padres que te había de dar. Te abrirá Jehová su buen tesoro, el cielo, para enviar la lluvia a tu tierra en su tiempo, y para bendecir toda obra de tus manos. Y prestarás a muchas naciones, y tú no pedirás prestado. Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola; y estarás encima solamente, y no estarás debajo, si obedecieres los mandamientos de Jehová tu Dios, que yo te ordeno hoy, para que los guardes y cumplas,y si no te apartares de todas las palabras que yo te mando hoy, ni a diestra ni a siniestra, para ir tras dioses ajenos y servirles” (Dt. 28:1-14).
Por el contrario, si desobedecían, les iría mal: Pero acontecerá, si no oyeres la voz de Jehová tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos y sus estatutos que yo te intimo hoy, que vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán” (Dt. 28:15). Dichas “maldiciones” están entre el versículo 16 y el 68, y que no cito por su extensión y para no hacer excesivamente largo este escrito.
¿Qué sucedió siglos después? Que, al igual que Adán y Eva en el huerto del Edén, el pueblo hebreo quiso ir por libre, y así se lo hizo saber al profeta Samuel: “Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron: Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró a Jehová. Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo. Ahora, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente contra ellos, y muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos” (1 S. 8:4-9). ¿La reacción de Samuel? Les mostró el maltrato que iban a recibir de parte de sus propios reyes (cf. 1 S. 8:10-18). Y aún con todo, el pueblo “no quiso oír la voz de Samuel, y dijo: No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras. Y oyó Samuel todas las palabras del pueblo, y las refirió en oídos de Jehová. Y Jehová dijo a Samuel: Oye su voz, y pon rey sobre ellos” (1 S. 8:19-22).
Esto no agradó a Dios, porque estaban dejando claro que no querían depender de Él ni obedecerle. Él, respetando la libertad de ellos, lo permitió. A partir de entonces, las consecuencias serían claras: el bienestar del pueblo dependería de la benevolencia o malicia del rey. Si éste era sabio y bueno, el pueblo viviría en paz. Si el rey era un tirano o un mal gobernante, el pueblo sufriría por ello, pecaría e incluso sería destruido, como así sucedió muchas veces. La primera cara de la moneda podemos verla en el rey David: “Y reinó David sobre todo Israel; y David administraba justicia y equidad a todo su pueblo” (2 S. 8:15). Y la segunda –entre otros- en Acab (cf. 1 R. 16) y Roboam (cf. 2 Cr. 12).
En un caso u otro, se hacían realidad –y se hacen- las palabras del proverbio: Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; Mas cuando domina el impío, el pueblo gime” (Pr. 29:2). Y esto no sucedía solo en Israel: es lo mismo que ha acontecido en cada nación del mundo desde el comienzo de los tiempos (recordemos que Hitler fue elegido democráticamente), y continúa sucediendo hoy en día, incluso en “democracia”: gobernantes que cobran impuestos desmedidos, que olvidan a los más desfavorecidos, que hacen más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, que viven a lo grande, que encarcelan a los que disienten, que son altivos y prepotentes, que esclavizan, que expropian tierras, que permiten la corrupción, que mienten, que roban, que permiten que haya familias que pasen hambre y frío, que venden el aborto como un derecho, que legalizan la prostitución y algunas drogas, etc.

¿Votar o no votar?
¿Esto queriendo dar a entender con todo esto que no votemos? Aunque lo he pensando en momentos puntuales de mi vida –fruto de la constante desilusión-, ahora no pienso así, ni mucho menos. Como ya dije en ¿Cristianos catalanes independentistas? Al pan, pan, y al vino, vino (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/10/cristianos-catalanes-independentistas.html), “no quiero entrar a debatir si un cristiano debe o no involucrarse directamente en una organización política, sino en una de las las acepciones que tiene el término: ´arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados, comunidades, regiones, etc`[1]. Tomando como base esa definición, un cristiano –desempeñe la labor que desempeñe dentro del cuerpo de Cristo- puede y debe tener una opinión sobre los Gobiernos de este mundo y en cada asunto que afecta a los habitantes de este planeta, y actuar en consecuencia a la luz de las Escrituras”. Pensar que la iglesia cristiana –que no es una institución, sino un organismo vivo que está formado exclusivamente por los que han nacido de nuevo- tiene que estar al margen de la política y no saber nada de ella, es un sinsentido y no tiene ni pies ni cabeza.
Ahora bien, aquí tenemos dos opciones:

1) Votar “en nulo”. Para el que no sepa qué significa esto, dejaré que sea el pastor sevillano Juan Sánchez Araujo el que explique en qué consiste y sus intenciones personales: El voto nulo es aquel que presenta algún defecto grave como, por ejemplo, un sobre con dos papeletas de candidaturas contrarias, algunos nombres tachados o la papeleta rasgada. Esos votos se incluyen en el recuento, pero no otorgan escaños. Tampoco se suman a la candidatura ganadora ni a la perdedora; de modo que al usarlo no se interfiere con la voluntad del electorado. Sin embargo, el voto nulo puede captar la atención de los políticos y de la sociedad e indicarles que hay ciudadanos que no se sienten representados por los programas de los partidos porque creen en un mundo distinto, piensan de un modo distinto, viven de manera distinta, reivindican una solución diferente para los problemas de la sociedad actual y pregonan una esperanza también diferente basada en las promesas del Dios creador, la buena noticia de Jesucristo el Salvador y el poder transformador del Espíritu Santo anunciados en la Biblia. Por otro lado, un voto así da al traste con las acusaciones interesadas que nos tachan de ´fachas`, ´rojos` y otros epítetos peyorativos, y nos identifica únicamente como cristianos en este mundo; pues si nuestro voto sale a la luz pública es posible que la gente nos demande razón acerca de la esperanza que hay en nosotros y, si no sale, siempre podremos hacer referencia al mismo cuando nos pregunten o sea conveniente. Supongo que muchos me considerarán ingenuo -y tal vez lo sea-, pero prefiero identificarme con Dios y con el evangelio de su Hijo (de modo que si tuviera que sufrir por algo fuese por causa de Cristo) que con otras causas menos nobles o excelentes. Además, esta opción tranquiliza mi conciencia y hace que me sienta libre para predicar el evangelio a ´diestra` y a ´siniestra`. No soy el enemigo de nadie, porque el evangelio es para todos. Mi voto nulo será, pues, un voto de testimonio”[2].
Aunque dudo de la eficacia de llevar esta acción a cabo, es una opción muy respetable y digna de tener en cuenta, aunque como dice el al autor sea un asunto de conciencia. Si todos pensáramos igual, dejando de votar, al final serían millones de votantes que no ejercerían su derecho, dejando en manos completamente ajenas quiénes serían sus gobernantes. Además, personalmente, y a pesar de lo que dice el señor Araujo, votar a un partido u otro no me califica como “enemigo” del contrario ni me impide predicarle el evangelio a nadie, sea del signo político que sea.

2) Votar al partido que creamos más se ajusta a los principios bíblicos. Esto es lo que vamos a analizar en el segundo escrito por si te decides a no votar “en nulo”, lo cual ya dejo en manos de cada persona.

Primeras conclusiones
Hemos pasado de una Teocracia a una “monarquía/república” (según el país), pasando por dictaduras (algunas que siguen vigentes) y otros sistemas de gobierno, y ahora –al menos en los países occidentales- vivimos en “democracia”: las personas deciden quiénes mandan, cuando olvidamos que están muertas en sus delitos y pecados (cf. Ef. 2:1), como bien dice Pablo de todo el que no ha nacido de nuevo.
Votar libre y democráticamente e ilusionarse no tiene que llevarnos a creer que “si sale ganador el que yo quiero todo será mejor”. Por lo tanto, no podemos esperar que, a grandes rasgos, este mundo cambie. Que nadie piense que los políticos van a revolucionar la sociedad o sus valores. Seguirá habiendo corruptos. Seguirá habiendo quiénes entren en política para vivir de sus privilegios. Seguirá existiendo inmoralidad y maldad. Seguirá extendiéndose valores que atenten directamente contra las leyes de Dios. Simple y llanamente porque los gobernantes de este mundo viven de espaldas a Él.
Es un error terrible que haya cristianos que esperen el cielo en la tierra por medio de manos humanas. Ya somos advertidos de que, en términos generales –especialmente en términos morales-, la sociedad va a ir a peor hasta el momento de la Parusía. El Reino se hará pleno cuando Cristo regrese, no antes, ni por asomo. Pero dentro de lo malo tenemos que hacer todo el bien posible y no quedarnos de brazos cruzados. Como dijo Edmund Burke: “El mayor error lo comete quien no hace nada porque sólo podría hacer un poco”.

Continuará en: Como cristiano, ¿no sabes a quién votar?


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