lunes, 2 de diciembre de 2013

Cuando cae el telón de esta vida




Ayer me levanté en Sevilla en el piso universitario de mi sobrino con la noticia de la muerte del joven actor Paul Walker en un accidente de tráfico. No tiene nada de particular oír del fallecimiento de personas de más de ochenta años, pero todavía nos resulta sorprendente cuando el difunto apenas sobrepasa los cuarenta años de edad. Teóricamente, le quedaba la mitad de su vida o más. Aunque es cierto que todos las semanas mueren miles de personas jóvenes en todo el mundo tanto por accidentes como por enfermedades, en casos como este parece que el impacto es bastante mayor al ser un personaje público. Lo mismo ocurrió con el excepcional baloncestista Drazen Petrovic (29 años), el español Fernando Martín (27 años), el piloto de Fórmula 1 Ayrton Senna (34 años) y recientemente María de Villota (33 años), que estaban en el esplendor de sus vidas.
A Walker lo he disfrutado como actor en la saga de películas de acción “A todo gas” (Fast and Furious en el original, “Fuerza y Furia”), pero no puedo opinar a nivel personal porque apenas conocía nada de él, aunque sé que estaba comprometido con acciones humanitarias, lo cual es digno de resaltar. Y sé que puede parecer oportunista por mi parte usar una desgracia para tratar un tema en concreto, pero no es mi intención ignorar el dolor ajeno y familiar, que respeto y lamento profundamente. Si escribo es porque busco un bien mayor. Y para esto quiere reproducir parte de un artículo que escribió en 2002 el conferenciante cristiano Wenceslao Calvo, titulado “Carne de cañón”. El mismo debería llevar a todo el mundo a concluir que la juventud no nos salvaguarda de nada, que no entiende de edades y que hay que estar preparado para ese momento donde el velo de esta vida caerá dando paso a un escenario completamente nuevo. A los seres humanos no les gusta pensar en la muerte, creyendo que así la ahuyentan. Todos dicen: “No, a mí no me toca”. Esto es una forma de negación y de evadir el miedo que infunde. Esa no es la solución.

“Veinte años. Toda una vida por delante. Estaba parado en la puerta de un centro comercial de mi ciudad. Durante unos minutos le hicimos la encuesta y al final le expuse el evangelio. Sus respuestas a las preguntas eran o teóricamente correctas o típicas de la salvación por obras. Al finalizar la encuesta le expuse el evangelio y le insté a buscar a Dios. Sin embargo, su reacción también fue típica: demasiado ocupado para pensar en esas cosas. Me llamó la atención su nombre: se llamaba Saúl y me dijo que era el nombre del primer rey de Israel. Le dejé un evangelio y me despedí de él. Regresamos para encontrarnos con los otros equipos de evangelismo que habían salido por el barrio. Compartimos nuestras experiencias y yo hablé de mi encuentro con Saúl y de su respuesta de indiferencia. Oramos por él. Al volver a casa supe que Saúl había sido por varios años compañero de clase de algunas de mis hijas.
Una semana más tarde leí la trágica noticia. Saúl había perdido la vida en un accidente de coche en la madrugada del sábado al domingo. Iba al volante y embistió contra una valla de protección cayendo a la calzada del nivel inferior. Murió en el acto. Él pensaba que tenía toda una vida y no sabía que le quedaban pocos días de existencia. Me quedé parado, impactado; aunque la lista de muertes de jóvenes cada fin de semana es un goteo incesante, esta muerte tenía algo de particular, supongo que por el hecho de haber hablado con él sólo unos días antes del asunto más trascendental que existe. Pero sí, no era un sueño, no era una pesadilla, no había vuelta de hoja. Es más, no había a quien reclamar ni a quien pedir cuentas. La muerte, una vez más, se había mostrado como es en realidad: terrible e implacable. [...] La muerte esperaba agazapada [...] en un instante se quitó su máscara y mostró su gélido rostro [...]
Dicen que ya no somos los bárbaros de antaño; hemos avanzado, hemos progresado, hemos erradicado la tortura, hemos abolido la pena de muerte, hemos humanizado la sociedad y vamos de peor a mejor. Pero parece que alguien no se da por aludido de estas mejoras, parece que alguien no ha suavizado sus procedimientos, parece que alguien sigue empeñada en destrozar nuestras mejores aspiraciones, parece que alguien no se entera de nada. Hemos logrado domesticar al salvaje que llevamos dentro, hemos conseguido clonar embriones para mejorar la especie.
Pero parece que hay alguien que está de espaldas a toda esta realidad. No atiende a razones, ni se le puede llevar ante tribunales, no entiende de piedad, ni edad, ni condición. No ha cambiado su esencia, ni métodos, ni voracidad. Es el mismo rostro, la misma guadaña y el mismo rictus de siempre. Todos nuestros logros se estrellan en su presencia; es el muro infranqueable, el jinete de El Bosco. La civilización occidental ahora quiere domeñarla, dulcificarla, hacerla entrar por el aro por el que hasta los más obstinados han entrado y se habla, se exige, se legisla para tener una muerte digna; de esta manera, piensan, hemos humanizado hasta la misma muerte. Este sería nuestro ´triunfo` sobre este personaje siniestro: Quitarle la posibilidad de que nos tienda una emboscada, de que nos sorprenda con su horror; en lugar de eso, nosotros le dictaremos el cómo y el cuándo. El hecho no podemos eludirlo; despojémosla, al menos, de las terribles componentes que la acompañan.
Pero los datos son obstinados: riadas y riadas de jóvenes occidentales pastoreados por la muerte pasando a la eternidad con ese pastor cruel. Sin Cristo.
Éste sí es el pastor, el buen pastor, el pastor que guía a buenos pastos, el pastor que cuando pasamos por valle de sombra de muerte está con nosotros, el pastor que nos lleva por sendas de justicia y de paz, el pastor que da su vida por las ovejas, el pastor que las defiende del lobo, el pastor que conoce a sus ovejas, el gran pastor al que Dios resucitó de los muertos. El único por medio del cual podemos alcanzar el verdadero triunfo sobre la muerte. ¿Con qué pastor vas a cruzar el umbral? Ven a Cristo y deja que él te pastoree para siempre”.

Aunque lleves una vida lo más sana posible tanto interior como exteriormente, eso no basta, y si hay una decisión que no hay que retardar es esta. Es la única manera de vivir realmente confiado y en paz, independientemente de las circunstancias. Nunca sabemos qué nos deparará el mañana. Esto no consiste en lo que hagamos o dejemos de hacer, sino lo que decidamos respecto a Jesús: creer en Él y en lo que hizo en la cruz o no hacerlo. A eso se resume todo.



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