Venimos de aquí:
¿Son los jóvenes y adolescentes como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/09/83-son-los-jovenes-y-adolescentes-como.html).
Como vengo diciendo en los apartados anteriores, el título
debería incluir también a los adultos, pero al estar dirigido principalmente a
los adolescentes, solo los cito a ellos.
¿Estamos
malditos y somos esclavos del mal?
El Doctor
Jekyll decía que la maldición del ser humano era querer librarse del mal
que hay en su ser interior y en la incapacidad que tenía para lograrlo.
Concuerda perfectamente con la exposición bíblica de Pablo: “Sabemos que la ley es espiritual, pero yo
soy débil, vendido como esclavo al pecado. No entiendo el resultado de mis acciones,
pues no hago lo que quiero, y en cambio aquello que odio es precisamente lo que
hago. Pero si lo que hago es lo que no quiero hacer, reconozco con ello que la
ley es buena. Así que ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en
mí. Porque yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza débil, no reside el
bien; pues aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No
hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer. Ahora bien,
si hago lo que no quiero hacer, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que
está en mí. Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer el bien, solamente
encuentro el mal a mi alcance” (Ro. 7:14-21, DHH).
Pablo era plenamente consciente de que, por sí mismo,
no podía dejar de pecar a causa de su naturaleza carnal: la de Adán. Ni con
todas sus fuerzas lograba dejar de hacer lo malo. No era capaz de cambiar su
corazón. No era capaz de dejar de hacer aquellas cosas que sabía en su mente
que eran malas. Había una parte de sí
que quería hacer el bien y otra parte que anhelaba hacer el mal. Esto le hacía
sentir sumamente débil. Exactamente igual que el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Exactamente igual que en ti y en mí,
seamos jóvenes, adolescentes, adultos o ancianos.
El problema y la única solución
La cuestión era tan delicada y grave que Dios tuvo que
intervenir directamente y de manera presencial en la historia de la humanidad
por medio de Jesucristo, Dios mismo Encarnado. Tuvo que hacerlo por una razón
muy sencilla: aquella semilla nos condenaba eternamente y nos apartaba sin
remedio de Su presencia, ya que “la paga
(el precio a pagar) del pecado es muerte” (Ro. 6:23).
La Palabra es clara al respecto: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca
peque” (Ecl. 7:20). ¿O acaso hay alguien que pueda decir que cumple estas
tres normas?:
1. Que sea justo en todo momento.
2. Que haga siempre el bien.
3. Que nunca peque.
¿La realidad? No existe tal persona: “Por cuanto todos pecaron, y están
destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).
Veamos un ejemplo muy gráfico, y que ya cité en No soy religioso, ni católico, ni
protestante: Simplemente cristiano: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html. Consiste en un simple cálculo matemático: siendo
extremadamente generosos, pensemos que solamente pecamos una vez al día (sea de
pensamiento, obra u omisión). Son muchas más, pero contemos únicamente una vez
al día. Multiplica ahora por treinta días que tiene el mes. Ya son treinta
pecados. Al año son trescientos sesenta y cinco (si no es bisiesto). Y,
supongamos, que vivimos ochenta años. En total son veintiocho mil ochocientos
pecados. ¿Alguien en su sano juicio cree que con esos frutos consecuentes de
nuestra naturaleza caída podremos presentarnos delante de Dios y pedirle que
nos deje pasar la eternidad a Su lado?
Unos podrán decir que procuran hacer el bien y otros
que hacen cosas buenas. Y sí, es verdad. Pero seguimos teniendo el susodicho
problema. Seguimos teniendo una lista
con veintiocho mil ochocientos pecados. Pablo sabía esto perfectamente. De
ahí que dijera lo mismo que podemos preguntarnos cada uno de nosotros: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este
cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). Era su clamor al
contemplar su impotencia para solucionar el dilema que le consumía.
Lo grande de todo es que, con lo que el hombre
provocó, Dios proveyó un remedio
infalible. Por eso, la respuesta a la pregunta casi agónica que lanzó al aire: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor
nuestro” (Ro. 7:25).
Es fundamental que esto lo comprendamos todos. ¿Para
qué murió Cristo? Siendo Dios, ¿acaso murió porque le apetecía? ¿Estaba
aburrido en el cielo y no sabía que hacer? ¿Acaso le crucificaron en contra del
plan del Padre? No y mil veces no. Entonces, ¿por qué lo hizo?: “Porque también Cristo padeció una sola vez
por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18).
¿Cómo
aplicarlo a tu vida?
Desde el momento en llevas a cabo una sencilla oración
o confesión de fe reconociendo que Cristo es el Hijo de Dios (dentro de
Trinidad), que murió y pagó por ti en la cruz por tus transgresiones, esa
enorme lista de pecados queda eliminada PARA
SIEMPRE: “Dios anuló el documento de
deuda que había contra nosotros y que nos obligaba; lo eliminó clavándolo en la
cruz” (Col.
2:14. DHH).
Cuando haces esa confesión de fe, de corazón y
sabiendo lo que haces realmente, la deuda que tienes por tus pecados es
cancelada. Imaginemos que debemos cinco mil euros de un préstamo y un amigo lo
paga por ti. ¿Debes algún euro a partir de entonces? No, porque otro acabó con
tu deuda. Eso fue exactamente lo que Cristo hizo en la cruz por todos nosotros:
pagar lo que nadie podía pagar por sí mismo, para que, el día en que nos
presentemos ante el trono de Dios, no haya nada ni nadie que nos pueda acusar.
Ya hemos sido salvados. Nuestros nombres han sido escritos en el libro de la
vida. Hemos recibido una nueva naturaleza ya que el Espíritu Santo vino a morar
en nosotros.
Ahora, la pregunta es obvia: una vez que has entendido
todo lo que hemos analizado, tanto en este apartado como en los dos anteriores
sobre la naturaleza malvada que describía el autor de la novela y de las
consecuencias eternas que conlleva, ¿has dado ya el paso de fe?
¿Y dónde
queda nuestra parte de Mr. Hyde-Adán?
¿Qué ocurre con la antigua naturaleza? ¿Desaparece?
¿Es arrancada de nuestro ser? Aquí la novela del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde
comete de nuevo un grave error teológico y se distancia de la enseñanza
bíblica: “Ahora que su maligna influencia
había desaparecido, se inició una nueva vida para el Dr. Jekyll. Salió de su
reclusión, renovó las relaciones con sus amigos y volvió a ser un invitado y
anfitrión familiar [...] había sido conocido por su caridad... se ocupaba de
muchas cosas, pasaba buena parte de su tiempo al aire libre, hacia el bien; su
rostro parecía más franco y brillante, como si lo iluminara una vocación de
servicio; y el doctor conoció la paz”.
Una nueva vida. Lo más parecido a lo que Jesús llamó
el nuevo nacimiento (cf. Juan 3:3). Pero la “maligna influencia” de la que
habla el autor R.L. Stevenson no desaparece tras la conversión. La carne sigue
corrompida. Nunca saldrá nada bueno de ella. Nuestra carne sigue estropeada y
eso es irremediable e irredimible. La clave se encuentra en que antes teníamos
la naturaleza de Adán y ahora poseemos la de Cristo. Antes estábamos vendidos
al pecado. Ahora hemos sido comprados por Él. El precio que pagó no fue
monetario, sino su propia sangre. Y, aunque sigamos cometiendo errores, nuestra
posición delante de Dios y ante nosotros mismos ha cambiado radicalmente. Pero
también tenemos que saber que, incluso después del nuevo nacimiento y de haber
recibido una nueva naturaleza, ambas
naturalezas conviven en el mismo cuerpo hasta que no recibamos el cuerpo
incorruptible de gloria. El abismo se encuentra en esta verdad absoluta: el
deseo de pecar o hacer el mal no se “evapora” de nuestra carne, pero sí ha sido
quebrantado el poder por el cual era nuestro amo. Ahora somos libres para vivir
una nueva vida en Cristo Jesús. Él es ahora nuestro Señor.
Conociendo esta realidad, debemos volcar nuestro ser
en esa nueva naturaleza. Cambiar nuestros pensamientos, sentimientos, acciones
y hábitos. TODO. Entregarle nuestra voluntad a Dios para que predomine el
Espíritu sobre la carne: “Así también,
ustedes considérense muertos respecto al pecado, pero vivos para Dios en unión
con Cristo Jesús. Por lo tanto, no dejen ustedes que el pecado siga dominando
en su cuerpo mortal y que los siga obligando a obedecer los deseos del cuerpo.
No entreguen su cuerpo al pecado, como instrumento para hacer lo malo. Al
contrario, entréguense a Dios, como personas que han muerto y han vuelto a
vivir, y entréguenle su cuerpo como instrumento para hacer lo que es justo ante
él. Así el pecado ya no tendrá poder sobre ustedes, pues no están sujetos a la
ley sino a la bondad de Dios” (Ro. 6:11-14. DHH).
Continuará en: La “edad del pavo” de los adolescentes y, sí, también,
de los adultos.
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