lunes, 20 de septiembre de 2021

8.4. La única solución al gran problema de los jóvenes y adolescentes

 


Venimos de aquí: ¿Son los jóvenes y adolescentes como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2021/09/83-son-los-jovenes-y-adolescentes-como.html).

Como vengo diciendo en los apartados anteriores, el título debería incluir también a los adultos, pero al estar dirigido principalmente a los adolescentes, solo los cito a ellos.

¿Estamos malditos y somos esclavos del mal?
El Doctor Jekyll decía que la maldición del ser humano era querer librarse del mal que hay en su ser interior y en la incapacidad que tenía para lograrlo. Concuerda perfectamente con la exposición bíblica de Pablo: “Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy débil, vendido como esclavo al pecado. No entiendo el resultado de mis acciones, pues no hago lo que quiero, y en cambio aquello que odio es precisamente lo que hago. Pero si lo que hago es lo que no quiero hacer, reconozco con ello que la ley es buena. Así que ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí. Porque yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza débil, no reside el bien; pues aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer. Ahora bien, si hago lo que no quiero hacer, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí. Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer el bien, solamente encuentro el mal a mi alcance” (Ro. 7:14-21, DHH).
Pablo era plenamente consciente de que, por sí mismo, no podía dejar de pecar a causa de su naturaleza carnal: la de Adán. Ni con todas sus fuerzas lograba dejar de hacer lo malo. No era capaz de cambiar su corazón. No era capaz de dejar de hacer aquellas cosas que sabía en su mente que eran malas. Había una parte de sí que quería hacer el bien y otra parte que anhelaba hacer el mal. Esto le hacía sentir sumamente débil. Exactamente igual que el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Exactamente igual que en ti y en mí, seamos jóvenes, adolescentes, adultos o ancianos.

El problema y la única solución
La cuestión era tan delicada y grave que Dios tuvo que intervenir directamente y de manera presencial en la historia de la humanidad por medio de Jesucristo, Dios mismo Encarnado. Tuvo que hacerlo por una razón muy sencilla: aquella semilla nos condenaba eternamente y nos apartaba sin remedio de Su presencia, ya que “la paga (el precio a pagar) del pecado es muerte (Ro. 6:23).
La Palabra es clara al respecto: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20). ¿O acaso hay alguien que pueda decir que cumple estas tres normas?:

1. Que sea justo en todo momento.
2. Que haga siempre el bien.
3. Que nunca peque.

¿La realidad? No existe tal persona: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).
Veamos un ejemplo muy gráfico, y que ya cité en No soy religioso, ni católico, ni protestante: Simplemente cristiano: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html. Consiste en un simple cálculo matemático: siendo extremadamente generosos, pensemos que solamente pecamos una vez al día (sea de pensamiento, obra u omisión). Son muchas más, pero contemos únicamente una vez al día. Multiplica ahora por treinta días que tiene el mes. Ya son treinta pecados. Al año son trescientos sesenta y cinco (si no es bisiesto). Y, supongamos, que vivimos ochenta años. En total son veintiocho mil ochocientos pecados. ¿Alguien en su sano juicio cree que con esos frutos consecuentes de nuestra naturaleza caída podremos presentarnos delante de Dios y pedirle que nos deje pasar la eternidad a Su lado?
Unos podrán decir que procuran hacer el bien y otros que hacen cosas buenas. Y sí, es verdad. Pero seguimos teniendo el susodicho problema. Seguimos teniendo una lista con veintiocho mil ochocientos pecados. Pablo sabía esto perfectamente. De ahí que dijera lo mismo que podemos preguntarnos cada uno de nosotros: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24). Era su clamor al contemplar su impotencia para solucionar el dilema que le consumía.
Lo grande de todo es que, con lo que el hombre provocó, Dios proveyó un remedio infalible. Por eso, la respuesta a la pregunta casi agónica que lanzó al aire: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro. 7:25).
Es fundamental que esto lo comprendamos todos. ¿Para qué murió Cristo? Siendo Dios, ¿acaso murió porque le apetecía? ¿Estaba aburrido en el cielo y no sabía que hacer? ¿Acaso le crucificaron en contra del plan del Padre? No y mil veces no. Entonces, ¿por qué lo hizo?: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios(1 P. 3:18).

¿Cómo aplicarlo a tu vida?
Desde el momento en llevas a cabo una sencilla oración o confesión de fe reconociendo que Cristo es el Hijo de Dios (dentro de Trinidad), que murió y pagó por ti en la cruz por tus transgresiones, esa enorme lista de pecados queda eliminada PARA SIEMPRE: “Dios anuló el documento de deuda que había contra nosotros y que nos obligaba; lo eliminó clavándolo en la cruz” (Col. 2:14. DHH).
Cuando haces esa confesión de fe, de corazón y sabiendo lo que haces realmente, la deuda que tienes por tus pecados es cancelada. Imaginemos que debemos cinco mil euros de un préstamo y un amigo lo paga por ti. ¿Debes algún euro a partir de entonces? No, porque otro acabó con tu deuda. Eso fue exactamente lo que Cristo hizo en la cruz por todos nosotros: pagar lo que nadie podía pagar por sí mismo, para que, el día en que nos presentemos ante el trono de Dios, no haya nada ni nadie que nos pueda acusar. Ya hemos sido salvados. Nuestros nombres han sido escritos en el libro de la vida. Hemos recibido una nueva naturaleza ya que el Espíritu Santo vino a morar en nosotros.
Ahora, la pregunta es obvia: una vez que has entendido todo lo que hemos analizado, tanto en este apartado como en los dos anteriores sobre la naturaleza malvada que describía el autor de la novela y de las consecuencias eternas que conlleva, ¿has dado ya el paso de fe?

¿Y dónde queda nuestra parte de Mr. Hyde-Adán?
¿Qué ocurre con la antigua naturaleza? ¿Desaparece? ¿Es arrancada de nuestro ser? Aquí la novela del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde comete de nuevo un grave error teológico y se distancia de la enseñanza bíblica: “Ahora que su maligna influencia había desaparecido, se inició una nueva vida para el Dr. Jekyll. Salió de su reclusión, renovó las relaciones con sus amigos y volvió a ser un invitado y anfitrión familiar [...] había sido conocido por su caridad... se ocupaba de muchas cosas, pasaba buena parte de su tiempo al aire libre, hacia el bien; su rostro parecía más franco y brillante, como si lo iluminara una vocación de servicio; y el doctor conoció la paz”.
Una nueva vida. Lo más parecido a lo que Jesús llamó el nuevo nacimiento (cf. Juan 3:3). Pero la “maligna influencia” de la que habla el autor R.L. Stevenson no desaparece tras la conversión. La carne sigue corrompida. Nunca saldrá nada bueno de ella. Nuestra carne sigue estropeada y eso es irremediable e irredimible. La clave se encuentra en que antes teníamos la naturaleza de Adán y ahora poseemos la de Cristo. Antes estábamos vendidos al pecado. Ahora hemos sido comprados por Él. El precio que pagó no fue monetario, sino su propia sangre. Y, aunque sigamos cometiendo errores, nuestra posición delante de Dios y ante nosotros mismos ha cambiado radicalmente. Pero también tenemos que saber que, incluso después del nuevo nacimiento y de haber recibido una nueva naturaleza, ambas naturalezas conviven en el mismo cuerpo hasta que no recibamos el cuerpo incorruptible de gloria. El abismo se encuentra en esta verdad absoluta: el deseo de pecar o hacer el mal no se “evapora” de nuestra carne, pero sí ha sido quebrantado el poder por el cual era nuestro amo. Ahora somos libres para vivir una nueva vida en Cristo Jesús. Él es ahora nuestro Señor.
Conociendo esta realidad, debemos volcar nuestro ser en esa nueva naturaleza. Cambiar nuestros pensamientos, sentimientos, acciones y hábitos. TODO. Entregarle nuestra voluntad a Dios para que predomine el Espíritu sobre la carne: “Así también, ustedes considérense muertos respecto al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús. Por lo tanto, no dejen ustedes que el pecado siga dominando en su cuerpo mortal y que los siga obligando a obedecer los deseos del cuerpo. No entreguen su cuerpo al pecado, como instrumento para hacer lo malo. Al contrario, entréguense a Dios, como personas que han muerto y han vuelto a vivir, y entréguenle su cuerpo como instrumento para hacer lo que es justo ante él. Así el pecado ya no tendrá poder sobre ustedes, pues no están sujetos a la ley sino a la bondad de Dios” (Ro. 6:11-14. DHH).

Continuará en: La “edad del pavo” de los adolescentes y, sí, también, de los adultos.

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