martes, 30 de junio de 2015

¿Qué hay verdaderamente en tu corazón?

Me encanta conducir. Desde luego que no en las grandes ciudades –que suele ser una locura-, pero en la autovía y con poco tráfico, y más si es de noche, me relaja profundamente. Lo mejor de esos viajes, sin duda alguna, es una buena charla en mejor compañía. Y así fue hace unas semanas con mi mejor amigo, Salvador Menéndez, donde fuímos junto a sus peques a llevar a su esposa Sarai Momparler al aeropuerto de Jerez y a recogerla un par de días después, ya que ella iba a grabar una impresionante canción que acaba de salir (Obra de salvación: https://www.youtube.com/watch?v=Dy-9GEUeDl4&feature=youtu.be ). Tanto en la vuelta de la ida como en la ida de la vuelta (qué juego de palabras más extraño), los enanos iban dormidos y pudimos hablar con tranquilidad de diversos temas. Uno de ellos lo tenía en mente desde hace tiempo para compartírselo, ya que me fascina la historia de un personaje de Etiopía. Y es la que hoy voy a exponer aquí.

Cuatro palabras
Dice el refrán que a buen entendedor, pocas palabras bastan. En este caso, hay cuatro palabras que lo dicen todo: “El que busca, halla”. No son palabras mías, sino de Jesús. Es una promesa clara como el agua. Implícitamente y usando la mera lógica, de igual manera es cierto que “el que no busca, no halla”. Aquí el Maestro se estaba refiriendo a la oración, pero es aplicable a la búsqueda primaria de Dios. El que le busca, le halla; el que no le busca, no le haya. Así de simple. Es la manera en que se comprueba realmente lo que hay en nuestros corazones. Podemos aparentar que le buscamos. Podemos incluso hacer creer a los demás que le estamos buscando. Pero ante nosotros mismos, ante nuestra conciencia, no podemos ocultar nuestras verdaderas intenciones. El que quiera hallarle, le hallará, porque Él mismo se revelará a título personal por pura gracia. El mismo Espíritu Santo le mostrará a Jesús. Sin embargo, el que quiera hallar su propia verdad para así justificar sus pensamientos y su estilo de vida, únicamente encontrará silencio desde lo alto[1]. 

Un etíope en un carro
Una historia sencilla, breve y apasionante, donde vemos reflejado la realidad de la que estamos hablando, la encontramos en la persona de un etíope del cual no sabemos ni su nombre y que trabajaba de funcionario. En apenas unas líneas se nos revela claramente qué había en su corazón y qué hizo Dios mismo al respecto.
Iba de vuelta a su país en su carro tras pasar por Jerusalén para adorar al verdadero Dios. Esto ya nos dice mucho de él. No adoraba a dioses paganos ni era un idólatra. Tampoco vivía en pecado ni su vida estaba alejada de las Escrituras. Y todo esto sin que todavía conociera la revelación plena de Dios en Jesucristo. Lo que él no sabía ese día, en el momento exacto que Dios había elegido en la eternidad remota, es que había una sorpresa preparada para él. Un ángel le dijo a Felipe que fuera por el mismo camino desértico que iba aquel funcionario y, en un momento determinado, el Espíritu le habló: Acércate y júntate a ese carro” (Hechos 8:29). ¿Qué iba haciendo el etíope? ¿Durmiendo? ¿Descansado después de una dura jornada? ¿Pensando en ese dolor de espalda que tenía por el movimiento de los caballos? ¿Agobiado porque había solicitado un día libre para ir a Jerusalén y ahora tendría que trabajar más horas para recuperar ese tiempo? ¿Estaba escuchando en su Ipod la discografía de Bob Marley o leyendo “50 sombras de Grey”? ¡Nada de eso! ¡Leía la Palabra de Dios! ¡Él era su primer pensamiento! ¡Lo buscaba! Era un hombre que en su corazón quería saber más y más de su Creador.
Esto me hace pensar una vez más en que no entiendo que un cristiano no tenga hambre de las Escrituras y no haga nada por conocerlas, puesto que ellas son las que hablan de Jesús, como Él mismo dijo: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Me desconcierta por completo y no sé qué pensar al respecto el que las ignora. Tiene tan poco lógica como si alguien dice estar locamente enamorado de su novia pero luego no se interesa en conocer sus pensamientos, sus sentimientos, su pasado, sus sueños, sus alegrías, etc., y ni siquiera es cariñoso con ella. De la misma forma, todavía con mayor ímpetu debería escudriñar la Palabra aquel que no ha conocido a Dios ni tiene a Jesús por Señor en su vida.
En el caso del eunuco, no fue casualidad que Dios le dijera a Felipe en ese preciso instante que se acercara a aquel hombre. Estaba leyendo ni más ni menos que el libro de Isaías; más concretamente uno de los grandes pasajes proféticos del Antiguo Testamento que hacían referencia directa a Jesús (cf. Isaías 53), a pesar de haber sido escrito unos 700 años antes de su Encarnación. El problema es que no entendía lo que leía. De ahí el diálogo que mantuvo con Felipe:

- Pero ¿entiendes lo que lees?
- El dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare? Y rogó a Felipe que subiese y se sentara con él.
- El pasaje de la Escritura que leía era este: Como oveja a la muerte fue llevado; Y como cordero mudo delante del que lo trasquila, Así no abrió su boca. En su humillación no se le hizo justicia; Mas su generación, ¿quién la contará? Porque fue quitada de la tierra su vida.
- Respondiendo el eunuco, dijo a Felipe: Te ruego que me digas: ¿de quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?
- Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús.

Estas palabras de Isaías (53:7-8) se cumplieron plenamente en Jesucristo, tanto en su vida como en su muerte. En su vida, porque es el mismo Jehová al que Juan el Bautista preparó el camino: Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios” (Isaías 40:3; cf. Marcos 1:3). Y en su muerte, porque es el mismo Jehová al que traspasaron en la cruz: “Mirarán a mí, a quien traspasaron” (Zacarías 12:10; cf. Juan 19:37).
Por esto, Felipe hizo exactamente lo mismo que Jesús cuando resucitó y se encontró con aquellos dos que iban camino de una aldea llamada Emaús: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27).
¿Cuál era el evangelio que le explicó Felipe y que proclamaron todos los seguidores de Jesús?: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen” (1 Corintios 15:3-6). Anunciaron que Dios se había hecho hombre, que Él mismo pagó por nuestros pecados y que resucitó de entre los muertos para hacernos justos. Y que todo aquel que creyera ese mensaje sería salvo, puesto que la salvación es un regalo de pura gracia: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).

La respuesta del etíope
Era el momento más trascendental de su vida. Su decisión marcaría un antes y un después por el resto de la eternidad. Por eso me conmueven las palabras del viajero. Es dificil no emocionarse. No puso excusas. No expresó duda alguna. No entró en un debate teológico. Sabía en lo más profundo de su ser que ese mensaje provenía del mismo cielo y su corazón estaba preparado para aceptarlo. Creyó en Jesús como Señor y Salvador, “el verdadero Dios” (1 Juan 5:20), y en la obra que Él realizó en la cruz.
Una vez que aceptó estas grandes verdades, se hicieron evidentes sus prisas por hacerlo público: Y yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado? Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro; y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y siguió gozoso su camino” (Hechos 8:36-39). ¡Qué historia más extraordinaria! El eunuco sabía perfectamente qué había ocurrido y por eso iba lleno de gozo. Las tinieblas se hicieron luz. El velo de su alma fue quitado. El perdido fue hallado. El que buscaba, halló[2].

La respuesta de nuestro corazón
La labor que hizo Felipe ante el etíope fue la de sembrar la semilla como narró Jesús en la parábola del sembrador. Ahora bien, la respuesta dependía del corazón de aquel viajero. Sucede exactamente igual para todos nosotros. Exactamente igual para ti, querido lector. Y exactamente igual para mí. Es ahí donde se revela lo que hay realmente en nuestro corazón:
He aquí, el sembrador salió a sembrar; y al sembrar, aconteció que una parte cayó junto al camino, y vinieron las aves del cielo y la comieron. Otra parte cayó en pedregales, donde no tenía mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra. Pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Otra parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron y la ahogaron, y no dio fruto. Pero otra parte cayó en buena tierra, y dio fruto, pues brotó y creció, y produjo a treinta, a sesenta, y a ciento por uno. [...] El sembrador es el que siembra la palabra. Y éstos son los de junto al camino: en quienes se siembra la palabra, pero después que la oyen, en seguida viene Satanás, y quita la palabra que se sembró en sus corazones. Estos son asimismo los que fueron sembrados en pedregales: los que cuando han oído la palabra, al momento la reciben con gozo; pero no tienen raíz en sí, sino que son de corta duración, porque cuando viene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, luego tropiezan. Estos son los que fueron sembrados entre espinos: los que oyen la palabra, pero los afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa. Y éstos son los que fueron sembrados en buena tierra: los que oyen la palabra y la reciben, y dan fruto a treinta, a sesenta, y a ciento por uno” (Marcos 4:3-8; 14-21).
Cuando se planta la semilla en alguien, el instrumento que usa Satanás para robarla del corazón suelen ser varias personas (casi siempre amistades), que son malas influencias y que hacen la labor del adversario de diversas maneras: meten la duda, dicen que eso no es así, que no es posible, que está equivocado, que son tonterías, que sólo le va a traer problemas, que le quieren meter el miedo en el cuerpo, que se deje de locuras, que se va a perder lo mejor de la vida, que no va a poder disfrutar de su cuerpo, etc. Al que se deja contaminar por lo que sus “amistades”, le diría que Dios le ha dado un intelecto para que lo use por sí mismo y no para ser un loro que repita lo que otros proclaman sin cesar.
Salvo estos casos, mayormente, en el día a día, entre aquellos que suelen rechazar el evangelio, lo que más me suelo encontrar son los que “oyen la palabra, pero los afanes de este siglo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra, y se hace infructuosa”. Siempre tienen mil excusas y salida para todo argumento. Se justifican de mil maneras diferentes, incluso en casos extremos tergiversando la Biblia para justificar sus pecados. En una ocasión, un compañero de trabajo, tras leer el libro que le regalé (Más que un carpintero), me dijo: “Estoy totalmente convencido. Sé que es verdad. Pero, si ahora me hago cristiano, ¿qué pensará mi novia? Dirá que estoy loco. No puedo”. Así rechazó el mensaje más grande que un ser humano puede recibir. 
En el fondo, aunque traten de vestirlo de buenas palabras (o directamente de mentiras), la razón principal por la cual desprecian el mensaje de salvación es porque prefieren vivir sus vidas según les plazca y sin que nadie les diga nada, alejando a Dios lo más posible. Así acallan la voz de la propia conciencia hasta que ésta se queda en un simple eco que con el tiempo termina por apagarse: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
Por todo esto, el autor de la carta a los hebreos citó parte del Salmo 95: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 4:7). En esos casos, terminan por hacerse realidad las palabras de Pablo: “Como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Romanos 1:28-31). Es evidente que no todos llegan a los extremos de la maldad, pero en algún u otro punto de los citados están representados. Endurecen su corazón como hizo Faraón. Sin duda alguna, están fuera de la voluntad de Dios y viviendo de espaldas a Él.

Por qué decir “sí”
¿Cómo prosiguió el etíope su camino de vuelta a casa?: “Gozoso” (Hechos 8:39). Ese es el mayor anhelo del corazón humano: El gozo. Y éste sólo puede proporcionarlo Jesús. Únicamente Él puede llenar el vacío de tu alma. Únicamente Él tiene palabras de vida eterna. Únicamente Él te ofrece un amor perfecto que nunca falla. Únicamente Él te ofrece consuelo en medio de la tormenta. Únicamente Él te ofrece una paz que no depende de las circunstancias. Únicamente Él le da sentido a tu existencia. Únicamente en Él encontrarás la aprobación y la estima personal que deseas. Únicamente Él puede llenar tus anhelos más profundos. ¡Por eso es tu Creador!
Puedes buscar en mil lugares diferentes y en un millón de personas diferentes, pero nunca encontrarás nada que se le asemeje. Deja el orgullo y la autosuficiencia a un lado. Lo que decidas al respecto demostrará claramente qué hay realmente en tu corazón y qué clase de persona eres. La respuesta que des a la Palabra revelará lo que hay en lo más profundo de tu ser, porque ella “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
Quizá te han vendido un dios-religioso, un dios-institucional, un dios-legalista, un dios-desmoralizador, un dios-cargante, y por todo ello lo rehuyes. Si es así te entiendo porque es la misma idea que tuve de Él durante muchos años. Así que por favor, mira en esa cruz su amor hacia ti y verás cómo es Él en realidad. Más claro no puedo decírtelo: ¡Búscalo y lo hallarás!: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29:13).


[1] Es cierto que hay personas que no han buscado a Dios y aún así lo han encontrado. Esto es por su gracias y misericordia, pero no un principio con el cual justificarnos para “no buscarle”.
[2] La historia de Cornelio sería otro gran ejemplo (cf. Hechos 10).

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