martes, 7 de enero de 2020

No importa cuán feliz sea un pecador. Sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios


La frase que da título a este escrito pertenece al predicador Ray Comfort y  expone una idea bíblica básica, fundamental, objetiva e irrebatible que quiero desarrollar en las siguientes líneas. Se podría pensar que dichas palabras son muy duras, pero hay que entender que parte de la idea central del mensaje de Cristo: “Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:3). Algunos ateos y agnósticos dicen que el Dios descrito en el Antiguo Testamento y en el Nuevo son distintos: que el primero es un Ser justiciero y el segundo uno de amor. Sinceramente, no sé qué Biblia leen. No hay palabras para describir la forma tan burda en que tratan de manipular a los ingenuos. El amor, la gracia y la ira de Dios se complementan, no se contradicen. Las palabras citadas de Jesús son solo un ejemplo entre muchos que nos encontramos en las Escrituras y que muestran que el pensamiento de Dios coincide por completo tanto en el llamado Viejo Pacto como en el Nuevo: el ser humano necesita arrepentirse imperiosamente y volverse a Él.

En busca de la felicidad
Podemos decir que “la felicidad está de moda”. ¿De moda? Sí. Piensa por un segundo en las fotos que se suben a las redes sociales. ¿Personas amargadas, tristes, en estados severos de depresión, con malas caras y llorando? Ni de lejos. Como mucho, alguna donde el individuo, para hacerse el interesante y parecer profundo, mira al vacío, al más allá, como si estuviera meditando sobre el devenir de la vida y de la muerte, cuando la realidad es que en el momento en que se está haciendo la instantánea tiene la mente en blanco. Salvo estas excepciones ridículas y carentes de sentido, lo normal son imágenes con rostros sensuales perfectamente planificados, con caras sonrientes “hasta decir basta que me duele la mandíbula”, donde el protagonista está rodeado de amigos igual de contento o incluso más, y en hermosas localizaciones como otras ciudades o lugares paradisíacos. Aunque personalmente no me entusiasma en absoluto y procuro evitar ser partícipe de este boom digital y social, acepto sin problemas que per se no hay nada de malo siempre que no sea cargante o muestre una falsa realidad.
Igualmente, si acudimos a una librería y nos pasamos por la sección de psicología o autoayuda, nos encontraremos una ingente cantidad de manuscritos que tratan sobre la felicidad y cómo alcanzarla: “La auténtica felicidad” (Martin E. P. Seligman),Fluir (Flow): una psicología de la felicidad” (Mihaly Csikszentmihalyi), “Los hábitos de un cerebro feliz” (Loretta Graziano), “Tropezar con la felicidad” (Daniel Gilbert), “Felicidad. La ciencia tras la sonrisa” (Daniel Nettle), “La ciencia de la felicidad” (Sonja Lyubomirsky) o “La felicidad te está esperando” (Andrew Weil), son solo algunos de ellos y representan una ínfima parte de la totalidad de literatura que existe actualmente al respecto. También en la prensa escrita, tanto en la seria como en la banal, aparecen continuamente artículos sobre el tema, siendo una trama recurrente en muchas películas. Y si navegamos por Internet nos toparemos con cientos de páginas al respecto.
Todos ellos ofrecen principios teóricos y prácticos sobre cómo alcanzar ese “estado” de bienestar tan anhelado. ¿Quién no desea sentirse feliz? ¡Nadie! Por eso la popularidad de este tipo de escritos y que se haya convertido en algo normal que cada poco tiempo salgan nuevos análisis meticulosos sobre el tema, convirtiéndose en apuestas seguras para las editoriales que conocen perfectamente las demandas de los lectores. Unos nos exponen que el secreto consiste en tener una actitud positiva y optimista ante la vida. Otros apuntan a que la clave es la buena gestión de las emociones o encontrar aquello que nos haga sentir autorrealizados como seres humanos, sea el trabajo, alguna afición o una tarea altruista. A su vez, nos explican cómo cambia la química del cerebro y del cuerpo en general cuando ponemos en curso dichos fundamentos, hasta entrar en una etapa estable y general donde predomina en nuestro interior la “felicidad”.
Aunque hay personas que se sienten estafadas tras leer a varios de estos autores, también es cierto que más de un concepto de los que exponen son perfectamente válidos, siempre y cuando se entiendan no como un estado de “nirvana” que te hace inmune al dolor y te lleva a experimentar una especie de “cielo interno continuo”, sino en el que mejora determinados aspectos de tu bienestar interno y externo. Reconocer esto no debería escandalizar a ningún cristiano. Ya expliqué al detalle en “¡Vive! Disfrutando sanamente” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/01/81-vive-disfrutando-sanamente.html) cómo Dios mismo diseñó de forma extraordinaria nuestro cuerpo de tal manera que pudiéramos disfrutar de los sanos placeres de la vida al estimularse unas hormonas llamadas endorfinas, las cuales, como dije, “son unas sustancias químicas que el sistema nervioso produce de manera natural ante ciertos estímulos. Son las encargadas de la comunicación entre las neuronas y sirven como analgésico ante el dolor, y a la vez como estimulante de los centros de placer del cerebro y del sistema nervioso central, actuando como antiestresante y antidepresivo. Y aquí viene lo interesante: esas hormonas se activan en determinadas circunstancias”. El ejercicio, la risa, cierto estilo de música, sentir el tacto ajeno, etc., son algunas de esas maneras. Para no extenderme ni repetirme, si quieres saber más al respecto te remito a dicho escrito.

“La felicidad” puede distorsionar la realidad
No podemos olvidar que una alegría sana y de forma equilibrada bajo los designios de Dios es agradable a Sus ojos. De lo contrario no habría creado este mundo y la naturaleza que lo envuelve de la manera en que lo hizo. Pero aquí nos encontramos un problema: la vida es infinitamente más que esa “búsqueda de la felicidad”. Volviendo a la cita de Ray Comfort, “no importa cuán feliz sea un pecador. Sin la justicia de Cristo, perecerá el día de la ira de Dios”. Puesto que las Escrituras señalan tajantemente que todos somos pecadores al haber heredado una naturaleza pecaminosa, todos necesitamos de Su justicia. Por lo tanto:

- La persona que alcanza la autorrealización logrando sus sueños, por muy feliz que diga sentirse, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El que logra todo lo que se propuso y se siente feliz, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El que se ha esforzado toda su vida en su trabajo y se considera feliz por ello, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El que se lo pasa sensacional con los amigos y vive feliz por ello, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El que tiene un talento extraordinario para los deportes, para la música, para las ciencias, para el arte, para la moda o para el baile y se siente feliz ejerciéndolo, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El estudiante que se considera el ser humano más feliz del mundo tras acabar su carrera, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

- El que experimenta alegría en su corazón porque se siente feliz con su pareja sentimental, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.

Todo las acciones citadas, con un uso correcto, pueden ser completamente sanas. Pero, aún así, y repitiéndome hasta la saciedad, esa persona, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
Lo mismo sucede con lo que no es sano aunque el hombre sí lo considere como tal. Al igual que no podemos catalogar el bien y el mal en función de cómo nos sentimos y de la propia experiencia, tampoco podemos medir la justicia de Dios basándonos en nuestro grado de “felicidad”. Hacerlo sería caer en el error principal del humanismo. “Sentirse bien” o “feliz” no implica necesariamente situarse dentro de la voluntad de Dios. Incluso los pecadores se sienten bien y felices. Como dice Alex Tylee, “una vida distinta y separada para Dios no consiste sólo en tener buenas experiencias o sentimientos. La mayoría de los pecados producen satisfacción; si no fuera así, no nos veríamos tentados a pecar”[1].
Por eso, el que no acepta esta escala y el principio citado –la sociedad actual en general- considera normal y buena prácticamente cualquier acción:

- Como le hace sentir bien, bebe alcohol hasta que llega a sentirse “eufórico”.
- Como le hace sentir bien, exhibe impúdicamente su anatomía ante los ojos ajenos.
- Como le hace sentir bien, fuma o consume estimulantes u otro tipo de drogas, sean consideradas “blandas” o “duras”.
- Como le hace sentir bien, visualiza pornografía.
- Como le hace sentir bien, cuenta chistes “verdes”.
- Como le hace sentir bien, emplea un vocabulario vulgar.
- Como le hace sentir bien, aprovecha para tener relaciones sexuales extraconyugales si la ocasión se presenta.
- Como le hace sentir bien, acude a clubs de alterne.
- Como le hace sentir bien, gasta cientos o miles de euros en un casino.

La realidad es que el que le dice a su alma “repósate, come, bebe, regocíjate” sin arrepentimiento y sin tener a Dios en su vida es llamado “necio” por el mismo Jesús (cf. Lc. 12:19-20).

¿Dónde poner el énfasis?
Con todo lo que hemos visto, tenemos que saber que el énfasis debe ponerse en la justicia y no tanto en una utópico estado de felicidad. Podríamos llegar a pensar que, como Dios nos niega determinadas conductas y ciertos placeres, su voluntad no es perfecta, cuando Pablo afirma que sí lo es (cf. Ro. 12:2). Pensar algo contrario a lo expresado por el apóstol es una falacia. Es una manera infame de intentar buscar un resquicio que defienda la idea de querer hacer la propia voluntad en algunas cuestiones y que nos gustan más que los dictados por Dios.
El hecho de que Sus designios no sean “perfectos” a los ojos del hombre caído, no significa que no lo sean. Lo son, y es bíblicamente incontestable. Y bien que lo recalcó Jesús una y otra vez: “Si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos. [...] El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. [...] El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 8:31, 14:21, 23). La misma idea que recalcó a posteori su discípulo Juan: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 J. 2:3-5).
Termino con una cita de Asun Quintana que he sacado a colación en más de una ocasión y que camina conmigo cada día de mi vida: “El fin de nuestra vida consiste en descubrir el sentido de esta: el conocimiento de Dios, principio de la sabiduría. Lo importante de la vida no es lo que poseamos —la abundancia o la escasez—, ni siquiera cuán felices seamos, sino encontrar a Dios y caminar con Él. Si a través del sufrimiento, de la pérdida, de la enfermedad, llegamos a esto, entonces entenderemos muchas cosas y moriremos en paz. El tesoro es entender que Dios no es nuestro enemigo, es la convicción de que Él es soberano, que Él ha vencido a la muerte, porque su amor es más fuerte que la muerte”.

* El que todavía no haya entendido qué es la justicia de Cristo, el porqué necesita recibirla y qué tiene que hacer al respecto, que lea muy atentamente el escrito “No soy religioso, ni católico, ni protestante; simplemente cristiano”:



[1] Tylee, Alex. Mi amig@ es homosexual. Andamio. Pág. 44.

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