La frase que da
título a este escrito pertenece al predicador Ray Comfort y expone una idea bíblica básica, fundamental,
objetiva e irrebatible que quiero desarrollar en las siguientes líneas. Se
podría pensar que dichas palabras son muy duras, pero hay que entender que parte de
la idea central del mensaje de Cristo: “Si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente” (Lc.
13:3). Algunos ateos y agnósticos dicen que el Dios descrito en el Antiguo
Testamento y en el Nuevo son distintos: que el primero es un Ser justiciero y
el segundo uno de amor. Sinceramente, no sé qué Biblia leen. No hay palabras
para describir la forma tan burda en que tratan de manipular a los ingenuos. El
amor, la gracia y la ira de Dios se complementan, no se contradicen. Las
palabras citadas de Jesús son solo un ejemplo entre muchos que nos encontramos
en las Escrituras y que muestran que el pensamiento de Dios coincide por
completo tanto en el llamado Viejo Pacto como en el Nuevo: el ser humano
necesita arrepentirse imperiosamente y volverse a Él.
En busca de la felicidad
Podemos decir que “la
felicidad está de moda”. ¿De moda? Sí. Piensa por un segundo en las fotos que
se suben a las redes sociales. ¿Personas amargadas, tristes, en estados severos
de depresión, con malas caras y llorando? Ni de lejos. Como mucho, alguna donde
el individuo, para hacerse el interesante y parecer profundo, mira al vacío, al
más allá, como si estuviera meditando sobre el devenir de la vida y de la
muerte, cuando la realidad es que en el momento en que se está haciendo la
instantánea tiene la mente en blanco. Salvo estas excepciones ridículas y
carentes de sentido, lo normal son imágenes con rostros sensuales perfectamente
planificados, con caras sonrientes “hasta decir basta que me duele la
mandíbula”, donde el protagonista está rodeado de amigos igual de contento o
incluso más, y en hermosas localizaciones como otras ciudades o lugares paradisíacos.
Aunque personalmente no me entusiasma en absoluto y procuro evitar ser
partícipe de este boom digital y
social, acepto sin problemas que per se
no hay nada de malo siempre que no sea cargante o muestre una falsa
realidad.
Igualmente, si
acudimos a una librería y nos pasamos por la sección de psicología o autoayuda,
nos encontraremos una ingente cantidad de manuscritos que tratan sobre la
felicidad y cómo alcanzarla: “La
auténtica felicidad” (Martin E. P. Seligman), “Fluir
(Flow): una psicología de la felicidad” (Mihaly Csikszentmihalyi), “Los hábitos de un cerebro feliz” (Loretta
Graziano), “Tropezar con la felicidad” (Daniel Gilbert), “Felicidad. La ciencia
tras la sonrisa” (Daniel Nettle), “La ciencia de la felicidad” (Sonja
Lyubomirsky) o “La felicidad te está esperando” (Andrew Weil), son solo
algunos de ellos y representan una ínfima parte de la totalidad de literatura
que existe actualmente al respecto. También en la prensa escrita, tanto en la
seria como en la banal, aparecen continuamente artículos sobre el tema, siendo
una trama recurrente en muchas películas. Y si navegamos por Internet nos
toparemos con cientos de páginas al respecto.
Todos ellos ofrecen principios teóricos y prácticos
sobre cómo alcanzar ese “estado” de bienestar tan anhelado. ¿Quién no desea
sentirse feliz? ¡Nadie! Por eso la popularidad de este tipo de escritos y que se haya convertido en algo normal que cada poco tiempo salgan nuevos análisis meticulosos sobre el tema,
convirtiéndose en apuestas seguras para las editoriales que conocen
perfectamente las demandas de los lectores. Unos nos exponen que el secreto
consiste en tener una actitud positiva y optimista ante la vida. Otros apuntan
a que la clave es la buena gestión de las emociones o encontrar aquello que nos
haga sentir autorrealizados como seres humanos, sea el trabajo, alguna afición
o una tarea altruista. A su vez, nos explican cómo cambia la química del
cerebro y del cuerpo en general cuando ponemos en curso dichos fundamentos,
hasta entrar en una etapa estable y general donde predomina en nuestro interior
la “felicidad”.
Aunque hay personas que se sienten estafadas tras leer
a varios de estos autores, también es cierto que más de un concepto de los que
exponen son perfectamente válidos, siempre y cuando se entiendan no como un
estado de “nirvana” que te hace inmune al dolor y te lleva a experimentar una
especie de “cielo interno continuo”, sino en el que mejora determinados
aspectos de tu bienestar interno y externo. Reconocer esto no debería
escandalizar a ningún cristiano. Ya expliqué al detalle en “¡Vive! Disfrutando sanamente” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/01/81-vive-disfrutando-sanamente.html) cómo Dios mismo diseñó de forma extraordinaria
nuestro cuerpo de tal manera que pudiéramos disfrutar de los sanos placeres de
la vida al estimularse unas hormonas llamadas endorfinas, las cuales, como
dije, “son unas sustancias
químicas que el sistema nervioso produce de manera natural ante ciertos
estímulos. Son las encargadas de la comunicación entre las neuronas y sirven
como analgésico ante el dolor, y a la vez como estimulante de los centros
de placer del cerebro y del sistema nervioso central, actuando como
antiestresante y antidepresivo. Y aquí viene lo interesante: esas
hormonas se activan en determinadas circunstancias”. El ejercicio, la risa,
cierto estilo de música, sentir el tacto ajeno, etc., son algunas de esas
maneras. Para no extenderme ni repetirme, si quieres saber más al respecto te
remito a dicho escrito.
“La felicidad” puede distorsionar la realidad
No podemos olvidar
que una alegría sana y de forma equilibrada bajo los designios de Dios es agradable
a Sus ojos. De lo contrario no habría creado este mundo y la naturaleza que lo
envuelve de la manera en que lo hizo. Pero aquí nos encontramos un problema: la
vida es infinitamente más que esa “búsqueda de la felicidad”. Volviendo a la
cita de Ray Comfort, “no importa
cuán feliz sea un pecador. Sin la justicia de Cristo, perecerá el día de la ira
de Dios”. Puesto que las Escrituras
señalan tajantemente que todos somos pecadores al haber heredado una naturaleza
pecaminosa, todos necesitamos de Su justicia. Por lo tanto:
- La persona que alcanza la autorrealización logrando
sus sueños, por muy feliz que diga sentirse, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El que logra todo lo que se propuso y se siente
feliz, “sin la justicia de Cristo,
perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El que se ha esforzado toda su vida en su trabajo y
se considera feliz por ello, “sin la
justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El que se lo pasa sensacional con los amigos y vive
feliz por ello, “sin la justicia de
Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El que tiene un talento extraordinario para los
deportes, para la música, para las ciencias, para el arte, para la moda o para
el baile y se siente feliz ejerciéndolo, “sin
la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El estudiante que se considera el ser humano más
feliz del mundo tras acabar su carrera, “sin
la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
- El que experimenta alegría en su corazón porque se
siente feliz con su pareja sentimental, “sin
la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
Todo las acciones citadas, con un uso correcto, pueden ser completamente sanas. Pero,
aún así, y repitiéndome hasta la saciedad, esa persona, “sin la justicia de Cristo, perecerá en el día de la ira de Dios”.
Lo mismo sucede con lo que no es sano aunque el hombre
sí lo considere como tal. Al igual que no podemos catalogar el bien y el mal en
función de cómo nos sentimos y de la propia experiencia, tampoco podemos medir
la justicia de Dios basándonos en nuestro grado de “felicidad”. Hacerlo sería
caer en el error principal del humanismo. “Sentirse bien” o “feliz” no implica
necesariamente situarse dentro de la voluntad de Dios. Incluso los pecadores se
sienten bien y felices. Como dice Alex Tylee, “una vida distinta y
separada para Dios no consiste sólo en tener buenas experiencias o
sentimientos. La mayoría de los pecados producen satisfacción; si no fuera así,
no nos veríamos tentados a pecar”[1].
Por eso, el que no acepta esta escala y el principio
citado –la sociedad actual en general- considera normal y buena prácticamente
cualquier acción:
- Como le hace sentir bien, bebe alcohol hasta que
llega a sentirse “eufórico”.
- Como le hace sentir bien, exhibe impúdicamente su
anatomía ante los ojos ajenos.
- Como le hace sentir bien, fuma o consume
estimulantes u otro tipo de drogas, sean consideradas “blandas” o “duras”.
- Como le hace sentir bien, visualiza pornografía.
- Como le hace sentir bien, cuenta chistes “verdes”.
- Como le hace sentir bien, emplea un vocabulario
vulgar.
- Como le hace sentir bien, aprovecha para tener
relaciones sexuales extraconyugales si la ocasión se presenta.
- Como le hace sentir bien, acude a clubs de alterne.
- Como le hace sentir bien, gasta cientos o miles de
euros en un casino.
La realidad es que el
que le dice a su alma “repósate, come, bebe, regocíjate” sin arrepentimiento
y sin tener a Dios en su vida es llamado “necio” por el mismo Jesús (cf. Lc. 12:19-20).
¿Dónde poner
el énfasis?
Con todo lo que hemos visto, tenemos que saber que el
énfasis debe ponerse en la justicia y no tanto en una utópico estado de
felicidad. Podríamos llegar a pensar que, como Dios nos niega determinadas conductas
y ciertos placeres, su voluntad no es perfecta, cuando Pablo afirma que sí lo
es (cf. Ro. 12:2). Pensar algo contrario a lo expresado por el apóstol es una
falacia. Es una manera infame de intentar buscar un resquicio que defienda la
idea de querer hacer la propia voluntad en algunas cuestiones y que nos gustan
más que los dictados por Dios.
El hecho de que Sus designios no sean “perfectos” a
los ojos del hombre caído, no significa que no lo sean. Lo son, y es
bíblicamente incontestable. Y bien que lo recalcó Jesús una y otra vez: “Si vosotros permanecéis en mi palabra,
verdaderamente sois mis discípulos. [...] El que tiene mis mandamientos, y los
guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le
amaré, y me manifestaré a él. [...] El que me ama, mi palabra guardará; y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn. 8:31,
14:21, 23). La misma idea que recalcó a posteori su discípulo Juan: “Y en esto sabemos que nosotros le
conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no
guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero
el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha
perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 J. 2:3-5).
Termino con una cita de Asun Quintana que he sacado a
colación en más de una ocasión y que camina conmigo cada día de mi vida: “El fin de nuestra vida consiste en
descubrir el sentido de esta: el conocimiento de Dios, principio de la
sabiduría. Lo importante de la vida no es lo que poseamos —la abundancia o la
escasez—, ni siquiera cuán felices seamos, sino encontrar a Dios y caminar con
Él. Si a través del sufrimiento, de la pérdida, de la enfermedad, llegamos a
esto, entonces entenderemos muchas cosas y moriremos en paz. El tesoro es
entender que Dios no es nuestro enemigo, es la convicción de que Él es
soberano, que Él ha vencido a la muerte, porque su amor es más fuerte que la
muerte”.
* El que todavía no haya entendido qué es la
justicia de Cristo, el porqué necesita recibirla y qué tiene que hacer al
respecto, que lea muy atentamente el escrito “No soy religioso, ni católico, ni
protestante; simplemente cristiano”:
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