lunes, 26 de noviembre de 2018

Cristianos que salen a cazar a otros cristianos

Si visitáramos cada uno de los países que componen este mundo y preguntáramos cuál es el deporte más popular, escucharíamos todo tipo de respuestas: fútbol, baloncesto, hockey, béisbol, rugby, tenis, natación, atletismo, boxeo, artes marciales, y así una lista prácticamente interminable. Si me preguntaran a mí cuál es el deporte más practicado por la humanidad en su conjunto no citaría ninguno de los nombrados, puesto que creo que es uno llamado la caza. Y no, que nadie se altere, no me refiero a esa práctica de ir detrás de un conejo, un ciervo u otro animal hasta matarlo con una escopeta. Mi alusión hace una referencia metafórica a esa afición/hobbie/deporte/entretenimiento que consiste en cazar a todo aquel que comete un error y que no es perfecto.
Siento decirte que tanto tú como yo somos profesionales de este deporte puesto que llevamos practicándolo desde que aprendimos a hablar. Nos reunimos alrededor de una taza de café, sacamos las cartas con las caras de las personas conocidas y desconocidas, y las analizamos escrupulosamente, al contrario de lo que solemos hacer con nosotros mismos.
Dije que lo sentía, pero más bien me alegro de decirlo, porque al hacerlo podemos reflexionar al respecto y buscarle una solución para pensar, corregirnos y seguir madurando.

La caza

No somos conscientes de cuánto daño podemos hacer cuando nos dedicamos a practicar ese deporte al que denominé la caza. Este no es un nombre que haya surgido de mi imaginación, sino de una desgarradora, incómoda y opresiva película danesa de dicho título (Jagten en el original) que ganó multitud de premios internacionales en 2012, destacando la soberbia actuación de Mads Mikkelsen, elegido por este papel como mejor actor en el festival de cine en Cannes. Fue esta obra la que me llevó a reflexionar sobre el tema y que debería ser de obligado visionado para todo el mundo ya que remueve por dentro a todo el que la visualiza. La manera de juzgar y criticar cambiaría por completo. Nos daríamos cuenta de cuánto daño podemos hacer si no actuamos bajo unos parámetros de rectitud. Así que voy a meter el dedo en la llaga hasta el fondo.
Lucas –el protagonista- vive en un pequeño pueblo donde trabaja en una guardería. Tiene un grupo de amigos maravillosos a los que está especialmente unido, aparte de ser querido por todos, incluyendo a los más pequeños, destacando especialmente Klara, la hija de tres años de su mejor amigo llamado Theo. Ante la falta de atención de su padre, ella se siente muy unida a Lucas, con el que juega y habla de todo. A pesar de ser una cría, surge en su interior una especie de enamoramiento infantil, regalándole a Lucas un dibujo de amor y dándole un beso en los labios a su maestro mientras estaban jugando. Él se queda desconcertado, así que habla con ella para decirle que eso no está bien y que no tiene que volver a hacerlo. Klara se siente tan dolida ante el rechazo que acusa a su profesor de abuso sexual. Se limita a repetir unas palabras obscenas que había oído de su propio hermano que no entendía y sin saber el daño que iba a causar. Todo es mentira, pero la creen, según ese dicho que dice que “los niños y los borrachos siempre dicen la verdad”, y eso que no hay ni una sola prueba que lo demuestre, solo el testimonio de la niña. Antes de ser juzgado por un tribunal, la vida de Lucas se convierte a partir de entonces en un verdadero infierno con una atmósfera irrespirable. El único que permanece a su lado es su propio hijo. Aunque es exonerado, el pueblo entero ya ha dictado sentencia y se levanta contra él en una verdadera caza, convirtiéndolo en la presa. Le detienen, le agreden en varias ocasiones (terrible la secuencia del supermercado), apedrean su casa y sus amigos le dan de lado. De la noche a la mañana, el admirado profesor pasa a ser considerado lo peor de la especie humana.
La escena cumbre sucede en una ceremonia religiosa de Navidad. Todo el pueblo se reúne para escuchar a los más pequeños cantar villancicos. Allí se presenta nuestro protagonista. Las miradas de odio y de falta de misericordia son evidentes, a pesar de que se supone que son cristianos. En un momento dado, Lucas se derrumba y comienza a llorar lleno de rabia, volviéndose una y otra vez para mirar a Theo, el padre de Klara. Lucas se acerca a él, lo agarra fuertemente, y le pide que le mire a los ojos y compruebe en ellos que lo único que hay es “inocencia”.

Una noche, Klara le confiesa a su padre que Lucas no hizo nada, que ella se lo inventó. A pesar de todo y de ser absuelto, el daño ya estaba hecho y la duda de sus amigos siempre pesará sobre él, como vemos en la escena final que transcurre tiempo después. Nunca podrá vivir tranquilo. Los que le rodean nunca olvidarán. En cualquier momento, alguien le cazará.
Lo increíble es que todo aquello sucedió porque no le juzgaron de la manera en que enseñó Jesús: “No juzguéis según la apariencia, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Puede ser que no lleguemos a los extremos que se muestran en la citada película, pero a una escala menor nos mostramos muy severos con los cristianos que no piensan como nosotros, magnificando sus errores y pecados, como si nosotros ya fuéramos perfectos, santos y moralmente excelentes. Lo que el director muestra es un puro reflejo de la sociedad actual y de nosotros mismos, de cuánta hipocresía existe.

¿Dónde queda la presunción de inocencia?
Algo que desgraciadamente abunda en la humanidad es que no permitimos a las personas defenderse cuando se les acusa de algo. Nos olvidamos de un principio jurídico que la misma ley tiene muy presente: la presunción de inocencia, que establece que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestra lo contrario. Eso dice la justicia, pero los seres humanos –y los cristianos también- la pasamos por alto en demasiadas ocasiones.
Solemos caer en el prejuicio con una facilidad pasmosa, nos dejamos contaminar por las opiniones de terceras personas sin oír al que se critica y, por último, nos olvidamos que un día podemos ser nosotros los que pasemos de cazadores a presas, de ajusticiadores a ajusticiados, de linchadores a linchados, de estigmatizadores a estigmatizados.
Pienso que no hay conversación mas baja donde la misma gira en torno a la crítica despiadada hacia un cristiano o donde nos comportamos como Klara, inventándonos falsas acusaciones o magnificando la realidad para quitarnos el aburrimiento, como si fuera una diversión más en un parque de atracciones. Es algo que se comprueba día tras día en las calles, en los trabajos, en los institutos, en las universidades, en los locales de las iglesias, en la prensa, en los programas de televisión y en las redes sociales.
Si a todo esto le añadimos nuestra propia naturaleza caída, resulta complicado no contaminarse. Es una verdadera plaga que termina asqueando y de la que somos partícipes en mayor o en menor medida. Y es algo que tenemos que desterrar de nuestro interior.

¿Y si fuera culpable?
Imaginemos por un momento que se hubiera demostrado que Lucas sí había hecho lo que decía la pequeña. Hubiera sido algo terrible y la justicia habría tenido que actuar con todo el peso de la ley. Las siguientes décadas las pasaría en la cárcel. Junto al dolor causado y sus propios remordimientos de conciencia, ese sería el precio a pagar. Ahora bien, aunque esas hubieran sido las consecuencias, ¿ya estaría muerto para Dios? ¿Le concedería una nueva oportunidad? ¿Le habría perdonado si se arrepintiera? Creo que todo cristiano que tiene un mínimo de conocimiento bíblico conoce las respuestas. El rey David cometió adulterio y trazó un plan para que el marido de Betsabé muriera en combate. Cuando el profeta Natán abrió sus ojos ante lo que había hecho, David se desmoronó y pidió entre clamores el perdón del Altísimo, como vemos reflejado en el conocido Salmo 51. Las consecuencias siguieron su curso y Dios no las evitó (hijos que se levantaron contra él, etc.), pero lo perdonó. Si no se hubiera arrepentido, el Señor habría actuado de otra manera, lo cual es un matiz muy importante a tener en cuenta en nuestras relaciones personales con aquellos que no se arrepienten ni cambian.
Tenemos que preguntarnos cómo actuamos nosotros con la persona que peca. ¡¡¡Ojo!!! Aquí estoy hablando de un cristiano que cae coyunturalmente en un pecado, no al que tiene por estilo de vida un pecado grave y concreto. Si es este segundo caso, ese individuo, aunque pueda formar parte de una congregación, tener apariencia de cristiano, supuestos dones y algún ministerio público, sencillamente, y como Juan deja bien claro, no ha conocido a Dios y “es del diablo” (1 Jn. 3:6, 8). Él mismo ofrece la explicación ante tal conclusión: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Jn. 3:9). En el término “practica” está la clave. Así que lo primero que debería hacer una persona como esta es convertirse, porque realmente no ha nacido de nuevo. 
Ahora bien, si es un verdadero cristiano que ha caído de forma circunstancial y se arrepiente de corazón, ¿le perdonamos? Si decide cambiar de vida, ¿le tendemos la mano o destruimos su reputación para siempre? ¿Le permitimos explicarse y decir los porqué? ¿No será que en la mayoría de las ocasiones nos comportamos como aquellos que querían apedrear a la mujer adúltera, olvidando que ninguno de nosotros está libre de pecado? ¿No será que disfrutamos demasiado con la caza de brujas? Y no me refiero a pasar por alto los actos de alguien que persiste en su actitud y rebeldía, sino al que da un giro completo a su forma de ser y actuar, independientemente de lo que haya hecho (puesto que Dios no hace distinción entre pecados). ¿Cómo nos gustaría que nos trataran si fuéramos nosotros los que cayéramos, y más teniendo en cuenta que pecamos “todos los días”? Que sea Pablo el que nos guíe en las respuestas: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gá. 6:1). El cómo lo hagamos determinará, como el mismo texto dice implícitamente, si somos espirituales o carnales, obedientes o desobedientes a la voluntad de Dios.

¿Podemos criticar y juzgar?
Quien sigue este blog desde hace tiempo, sabrá perfectamente la respuesta a esta pregunta. A riesgo de ser pesado para ellos, pero necesario para los “novatos” por estos lares, expondré una vez más brevemente lo que ya he dicho en más de una ocasión.
Junto a la creencia errónea que tienen tanto cristianas como los que no lo son de que el perdón es algo que se debe conceder incondicionalmente (¿El perdón es gratuito para quien no se arrepiente? (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/09/el-perdon-es-gratuito-para-quien-no-se.html), pensar que no podemos juzgar es otro desliz teológico que muchos tienen en sus mentes, que les provoca temor y que domina sus conciencias. Por eso se les escucha decir: “yo no juzgo”, y no ofrecen su opinión sobre muchas cuestiones porque no es positiva,  como si estuviera mal posicionarse.
Hasta que llegue el día en que trate este tema con amplitud, citaré lo que ya dije en David Yonggi Cho: Hablemos claro sin hacer leña (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/02/david-yonggi-cho-hablemos-claro-sin.html) y en Cuando los cristianos ofrecemos un mal ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html):

Cuando Jesús se refería a no juzgar (Mateo 7:1-5), lo hacía con un doble sentido:

a) En el sentido de juzgar condenando y maldiciendo como si el Juicio Divino nos perteneciera a nosotros. Ni siquiera el arcángel Miguel tuvo tal atrevimiento, ni aun contra el diablo: “No se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda” (Judas 8-9). Solo Dios conocen las intenciones del corazón y Él las juzgará en exclusiva (cf. 1 Co. 4:5).
b) En el sentido de no hacer juicios con ligereza como los que llevaban a cabo los hipócritas fariseos, que se consideraban superiores al resto de la sociedad.

Teniendo estos dos aspectos claros, tenemos que saber que podemos juzgar. Es más, debemos hacerlo. De ahí las otras palabras de Jesús:“No juzguéis según la apariencia, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Es la otra cara de la misma moneda. De ahí que se nos exhorte a juzgar:

- Toda enseñanza (cf. Hch. 17:11).
- Todo espíritu (cf. 1 Jn. 4:1).
- Toda profecía (cf. 1 Co. 14:29).
- A todo aquel que se hace llamar “apóstol” (cf. Ap. 2:2).

Por lo tanto, en el significado que hemos visto, no podemos juzgar el corazón de una persona en términos condenatorios, pero sí sus acciones y palabras, al igual que muchas historias bíblicas exponen el pecado. Sabiendo esto, podemos juzgar como pecaminosa la actitud de un hermano que está en yugo desigual, que ha caído en adulterio, que ha mentido una y otra vez o que está enseñando una herejía, entre otras muchas cosas; no con la intención de condenarle, sino de corregirle.
Es un gravísimo error “juzgar” a un hermano por su mayor o menor asistencia a las reuniones eclesiales o por el número de actividades o ministerios en los que participa. Y lo que es peor: muchas veces se hace sin conocer realmente a esas personas, como sus circunstancias, su día a día, su verdadero carácter y sin saber las obras bíblicas que lleva a cabo sin llamar la atención. Esta manera de enjuiciar es legalismo puro y duro, y hay que evitarlo a toda costa.

Las maneras y las formas a la hora de juzgar
La línea que separa juzgar y juzgar en términos condenatorios es muy fina, pero si la conocemos será muy fácil juzgar correctamente. Uno de los errores más habituales a la hora de hacerlo es usar el menosprecio, la burla o el sarcasmo. No es lo mismo “reírse con” que “reírse de”. Estas actitudes sí son pecaminosas y un área que todos tenemos que revisar en nuestras propias vidas. Para que una crítica sea noble hay que eliminar todo componente peyorativo. De lo contrario, estaremos en la misma categoría de lo que estamos juzgando. Por citar algunos ejemplos muy sencillos y humanos de la vida cotidiana: podemos juzgar sobre la comida de un restaurante, sobre el servicio ofrecido, sobre deportes, sobre un libro, una película, una canción, sobre un traje de boda y mil asuntos más. Un juicio de valor negativo no conlleva per se nada malo, por la sencilla razón de que tenemos derecho a estar en desacuerdo. El problema reside cuando vilipendiamos al cocinero, al camarero, al deportista, al escritor, al actor, al cantante o a la novia. Eso es lo que se debe evitar y cambiar. 

Teniendo en mente la película de la que hemos hablado y todo lo que hemos analizado, empecemos a cambiar nuestra manera de juzgar. Hagámoslo correctamente usando la objetividad, la razón y la justicia, en lugar de dejarnos llevar por nuestra impulsividad. De lo contrario, mejor será que guardemos silencio. Dejemos ya de ir de cacería de cristianos.

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