Junto a todo lo
reseñado a lo largo de este capítulo, los hijos necesitan que sus padres les
prediquen el Evangelio; que sean claros con ellos. Como no he parado de
insistir, no pueden desatenderse y dejar que sean otros quienes les enseñen a sus
retoños sobre lo que concierne a Dios. Muchos creen que “hacer” cristiano a un
hijo es lograr que asista a una congregación, se siente en un banco y participe
de las actividades. ¡Qué error! Otros progenitores no hacen nada: viven sus
vidas como creyentes, pero no dedican ni
un minuto a enseñarle a los pequeños nada del Señor que los salvó. Ni
siquiera se preocupan en formarse para transmitir correctamente sus
conocimientos. Los dejan a sus anchas, donde lo único que les preocupa es que
“se porten bien”, “dejen tranquilos a papá y a mamá” y “no griten”, mientras
los jovencitos pasan el día delante de un ordenador o una videoconsola sin
educar la mente, sin leer ni ser instruidos.
No se puede dejar que
la instrucción espiritual dependa únicamente de una escuela dominical o de un
grupo de jóvenes. La responsabilidad primera la tienen los padres: “Vosotros
sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.
Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los
que están en casa” (Mt. 5:14-15).
No se puede ser sal y luz fuera de casa ante otros y no dentro de ella ante los
pequeños.
Jesús dijo que el Padre lo había enviado a predicar el
año agradable del Señor (cf. Lc. 4:19). Esta labor les corresponde ahora a los
padres. Son ellos los primeros que tienen que predicarles el mensaje de
salvación, la razón exacta de su condición pecaminosa, la naturaleza caída que
anida en ellos, junto a las consecuencias en la vida diaria y en la eternidad que
esto conlleva.
Muchos no hablan con
ellos sobre cuestiones espirituales porque tienen miedo al rechazo, porque no
saben adaptar el lenguaje adulto y adecuarlo a la edad del oyente, por falta de
preparación, e incluso por vergüenza, cuando es su deber anunciarles el camino
de Dios: “¿Qué camino es éste? Para
nosotros es el camino de la voluntad de Dios, el evangelio de Jesús. No de
hacerlos esclavos de una religión, sino de un camino. Jesús es el camino, la
verdad y la vida, por tanto debemos enseñar el camino de Jesús a nuestros
hijos. ¿Dónde hacerlo? En el hogar, en la vida familiar (Dt. 6:4-9). [...]
¿Cómo lo vamos a hacer? Enseñando las Escrituras a nuestros hijos (2 Ti. 3:15),
orando juntos como familia, adorando juntos en el hogar, enseñando a obedecer
en cada área de la vida y mostrando un modelo de vida de fe a seguir como
padres. Sin hipocresía, sin doblez. [...] El humanismo dice que hay que dejar a
cada hijo escoger el camino que mejor le parezca; los padres no deben influir
en sus decisiones. Qué gran mentira. [...] Necesitamos reunirnos como familia
para orar juntos por los desafíos que se presentan en las diversas etapas de la
vida y su desarrollo. Exponer la Palabra de Dios. Situar los tiempos y etapas
de cada momento. Estos momentos deben ser abiertos, donde podamos exponer las
necesidades de cada uno, enfatizar la unidad familiar en medio de las pruebas,
tener una panorámica global de la situación que se vive”[1].
Que los padres sean de ejemplo y no “ogros”
En lugar de actuar de
las maneras erróneas que hemos citado en los apartados previos, los problemas y las diferencias de
opiniones hay que resolverlas en la intimidad y en casa, no en público o por la
calle con los clásicos aspavientos y la cara de un búfalo a punto de embestir:
“¡¡¡Cuando lleguemos a casa te vas a enterar. No vas a salir hasta el fin de los
tiempos!!!”. Los padres tienen que tratar a sus hijos como les gustaría que les
trataran a ellos: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con
vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los
profetas” (Mt. 7:12).
Hay padres cristianos
que, al estar con otros hermanos en el local de la iglesia, hablan como si
vivieran en otro siglo, y dicen con rostros de santos: “Buenos días, queridísimo hermano. Me alegra de puro
corazón verle un día más en la casa del Señor. Que Dios le bendiga grandemente
y le llene abundantemente de paz y gozo”. Cuando llegan a casa, esos mismos santos, dejan en la puerta el antifaz y
se comportan como una mezcla de King Kong y Godzilla, que se golpean el pecho
con los puños, mientras que echan fuego por la boca sobre sus hijos, mutando en
ogros, pagando a veces con los más
pequeños los enfados que traen del trabajo, de la vida diaria o de
circunstancias que no tienen nada que ver con ellos.
(Algunos padres cristianos cuando salen “de
la iglesia” y llegan a casa)
Santiago habla en
contra de esta doble ética: “De una misma boca proceden bendición y maldición.
Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma
abertura agua dulce y amarga?” (Stg.
3:10-11).
Algunos se defenderán diciendo que ellos no maldicen a
sus hijos ni les insultan, pero la realidad es que, en ocasiones, les hablan de
maneras que jamás se les ocurriría hablarle a un hermano en Cristo. ¿Qué piensan los hijos cuando ven esta doble forma de ser de
sus padres? Que son unos hipócritas. Así de claro, y con razón. En definitiva,
malos ejemplos respecto a los valores que deberían transmitir los cristianos.
Los padres tienen que ser íntegros, sin dobles caras: “Camina en su integridad el justo; Sus hijos son dichosos después de él” (Pr. 20:7).
Los progenitores no pueden pedirle a un hijo que sea
paciente, manso, racional, ecuánime, amable y que tenga empatía, mesura,
sensibilidad y tacto, si ellos no se muestran así. No pueden pedirle a un
jovencito –que por edad es inmaduro- que se comporte como ni siquiera ellos
–adultos supuestamente maduros- lo hacen. ¿Quieren los padres que sus hijos los
respeten, aprendan a pedir perdón y sean cortés? Que prediquen con el ejemplo y
se lo apliquen a sí mismos: que respeten a sus hijos, que les pidan perdón de
corazón cuando se equivoquen y que se muestren educados hacia ellos.
Continuará en: ¿Cómo es el
mundo actual donde viven los jóvenes y adolescentes?
Zaballos. Virgilio. Esperanza para la
familia. Logos. Pág. 49, 50, 61.