(Ilustración de Luis Quiles)
Una de las
acusaciones más habituales que nos hacen a los antiabortistas es que vamos en
contra de los derechos de las mujeres. Y esto no es verdad por la razón que aquí expongo de manera muy clara y sencilla.
Ellos hablan de los
derechos de la gestante pero omiten los del gestado, de ese nuevo ser vivo. Desde el momento en que ese nuevo ser surge en el interior de una mujer,
los derechos de ella para decidir si vive o muere desaparecen: está en su
cuerpo pero no es su cuerpo. Por eso no existe esa premisa de la que parten
de la “decisión personal”. Buscar la
interrupción “forzosa” del embarazo es antinatural. Y digo “forzosa” y no
“voluntaria” (como dicen ellos) porque para
el ser gestante es completamente forzosa, anulando por completo su derecho
a vivir.
Además, considerar
“interrupción” al aborto es un eufemismo malicioso. Si yo estoy hablando
contigo y me tengo que levantar porque me llaman por teléfono, nuestra
conversación queda “interrumpida”, pero cuando termino de hablar por teléfono
“reanudamos” nuestra conversación. Por el contrario, cuando “interrumpimos” el
embarazo no lo “reanudamos” más adelante. Lo que de forma dantesca la sociedad
se ha encargado de denominar “interrupción voluntaria del embarazo” es
realmente “terminación violenta del
gestado”.
Ya vimos en el
anterior escrito, usando la biología más elemental, que, los que hoy en día son
hombres y mujeres, lo son desde el mismo momento en que fueron concebidos. Para
no repetirme sobre el tema, cito solo la idea expuesta por el médico interista
Pedro Tarquis y que concuerda con todo lo que analizamos: la ciencia admite que
el “DNI genético” de cada ser humano comienza en la concepción y ya es su
identidad hasta la muerte. “Por ello es artificial querer poner un momento en
que el embrión es ser humano, ya que hay una continuidad inalterable. En este
sentido, el aborto provocado es siempre acabar con una vida humana”[1]. El
aborto no es un asesinato porque lo diga una ética religiosa determinada, sino
porque atenta contra el mismo orden natural de la vida.
Ante esta verdad
científica irrefutable, la pregunta, que en un mundo normal no debería ni
plantearse por lo absurda que resulta, es la siguiente: ¿Qué sería de aquellos
–principalmente mujeres-, que gritan desaforadamente pidiendo acabar con el
embarazo, si sus madres hubieran abortado? Tan sencillo que no estarían vivas
en este preciso instante. Los Paco, Antonio, Laura, Irene y compañía que están
a favor del aborto, ¿habrían votado a favor de que las abortaran? ¿La mayoría
habría puesto en la papeleta un “sí”? ¡Ninguno de ellos estaría vivo! Por eso es tan chocante que las ideas
abortistas provengan precisamente de estas personas. Y nada de esto tiene que
ver con la famosa cantinela que proclaman donde le echan la culpa al
heteropatriarcado, al cristianismo, a la iglesia tal o cual, o al machismo
opresor enemigo de las mujeres.
Según la idea que
tratan de vender, afirman que “cualquier mujer, tenga la edad que tenga –y esto
incluye a las menores de edad- deben estar amparadas ante la ley y su derecho a
decidir. Además, un error no tiene que destrozarles la vida”. Hablan de
“libertad” de elegir, pero no le
conceden dicha libertad al nuevo ser. Él no vota, no elige cuando su madre
decide extraerlo de su interior ni se le permite decir que quiere desarrollarse
para sentir los abrazos, los besos y los mimos de su madre.
Se ha retorcido tanto la realidad –hasta niveles
execrables- que se presentó en las tertulias de televisión como víctima de las leyes a una menor embarazada de 16 años porque
no la dejaron abortar, ya que la ley actual requiere el permiso de sus
progenitores. ¿Cuál fue el resultado? Que el padre decidió tirar a su bebé a un río nada más
nacer tras meterlo en una maleta, bajo el argumento de que “no lo querían; era
no deseado”[2]. ¿Quién fue la víctima, los padres o la
criatura asesinada? Sobra la respuesta.
El informe de “interrupciones voluntarias del embarazo”
(IVE) del Ministerio de Sanidad de 2019[3], revela que 341
menores de 15 años abortaron y 10.038 con edades comprendidas entre los 15 y
los 19 años. Más del 10% del total. Es atroz. Permitiéndoles abortar a estas edades, la sociedad
les está enseñando que son suficientemente mayores y libres para tener
relaciones sexuales –sean entre “habituales” o entre “esporádicos o
desconocidos de una noche”- pero no para asumir las consecuencias de sus actos
si estos acaban en un embarazo: “No te preocupes de lo que hagas, luego podrás
eludir tu responsabilidad”. Dicho con sarcasmo, esta es la madurez y la
libertad que se le está inculcando a los más jóvenes. El culpable se libra; el inocente paga. Derechos para todo,
incluso para acabar con una vida que ya es presente, en lugar de pensar en
cuidarla y protegerla con todas las
fuerzas.
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