La inmensa mayoría de la población mundial ha asistido
en alguna ocasión a la celebración de una boda. Según la cultura y las
creencias de los contrayentes, la ceremonia puede variar en formas y detalles,
pero el fin es siempre el mismo: la unión de un hombre y una mujer que deciden
entrelazar sus vidas y tomar un camino diferente al que llevaron durante la
soltería. En ese día, todo son emociones desbordadas, acompañadas de sonrisas,
lágrimas de felicidad, palabras de amor eterno, música, bailes y un costoso
banquete, que seguirá al conocido “viaje de novios” o “luna de miel” a algún
lugar paradisiaco o exótico. Un niño o adolescente, que todavía no es
consciente de la realidad y vive ajeno a casi todo, puede pensar que aquello es
la culminación de la felicidad, deseando que nunca acabe. Y hay millones de
casos en que la dicha entre ellos es real, y tan profunda que nadie que no la
haya experimentado puede entender. Basta con contemplar a esas parejas ancianas
que se miran a los ojos con la misma candidez que el primer día que se
enamoraron o se declararon el uno al otro.
¡Ojalá fuera así en todos los casos! Pero existe otra
verdad, que cualquier adulto avispado es capaz de vislumbrar, aunque no lo diga
para que nadie lo considere un cenizo o pájaro de mal agüero: matrimonios que
se ve a leguas –por obvio-, que se romperán tarde o temprano. Sería suficiente
un mínimo de sabiduría para evitar infinidad de corazones rotos y de dolor,
pero no es algo que abunde. Para observar esta triste realidad, no hace falta
ser un profeta que recibe revelaciones del cielo ni un experto en la materia.
Basta con sumar ciertos factores y, por si sola, la ecuación mostrará el
resultado, que siempre será el mismo: divorcio o, en su defecto, un matrimonio
desdichado que será peor que vivir bajo escombros. Múltiples detalles, visibles
y cuantificables, son los que avisan: miradas, gestos, palabras, silencios,
tonos de voz, desplantes y actitudes pasivo-agresivas, son una pequeña muestra. Si
quieres ver lo que nadie ve, basta con que mires en lo que nadie se fija. Y todo
será claro como el agua cristalina.
Como vamos a analizar, con la intención de que las
nuevas generaciones aprendan de los errores ajenos para no caer en ellos, infinidad de divorcios comienzan en el mismo período de noviazgo. Aunque
muchos aspectos que voy a reseñar se aplican por igual tanto a cristianos como
a los que no lo son, mi atención irá dirigida principalmente a los creyentes.
Que todo el mundo recuerde que ser hijos de Dios no nos exime de la posibilidad
de caer en los mismos errores que aquellos que no lo son, cuando no se actúa
con sabiduría.
Claras
señales que se pasan por alto
Uno de los axiomas más repetidos por los liberales es
que, en las relaciones sentimentales, las creencias religiosas diferentes no
suponen ningún problema. Incluso afirman que si uno de ellos es ateo tampoco
pasa nada, siendo suficiente que ambos se respeten. Si la persona que afirma
ser creyente realmente no ha nacido de nuevo, se pueden entender dichas
palabras. Pero la realidad, y es de sobra conocido por cualquiera que conozca mínimamente
la Biblia, que el matrimonio entre un inconverso y un cristiano renacido es
imposible, al ir en contra de los designios de Dios, terminando en ruina
absoluta. Como es algo tan evidente, y cuya problemática he analizado en varias
ocasiones, junto a las respuestas personales a las preguntas que me han dejado
en los comentarios del blog, no voy a repetirme (“Enamorado de un inconverso: ¿Es posible que suceda?”: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/07/91-enamorado-de-un-inconverso-es_96.html;
“Enamorado de un inconverso: Cuando algo no
sintoniza”: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2016/07/92-enamorado-de-un-inconverso-cuando.html). Una vez anotada el “yugo desigual” como recordatorio,
veamos algunas más concretas que suelen darse, y que afecta por igual a los
cristianos:
a) El primer
novio se convierte en el cónyuge
Hay infinidad de personas que comienzan a salir con la
primera persona a la que se sienten atraídas o con la primera que se acerca a
ellas con intenciones románticas. Se dejan llevar por la emoción, por ese sentirse especial a los ojos de otro, que,
de buenas a primera, la considera especial y el centro de su universo. Si esto
es el comienzo de una sana relación y bendecida por Dios, bienvenida sea.
El problema suele acontecer por otras circunstancias
evidentes: no reflexionan seriamente si son los adecuados para contraer
matrimonio. Los enamorados, en ese fulgor emotivo que sienten el uno por el
otro, apenas se preocupan por saber si son compatibles. Pasa el tiempo, con
algún que otro bache que van superando, se casan, y es entonces, en la convivencia
diaria, cuando todas aquellas desavenencias personales, de forma de pensar, de
amistades en común, de aficiones, de proyectos vitales y de cómo afrontar los
problemas, y que no afrontaron durante el noviazgo, explotan en la cara de los
dos.
b) Se cansan
de esperar y dan el paso que no debieron dar
Conforme pasan los años, la presión social para
casarse aumenta exponencialmente. Amigos que van emparejándose y que, a su vez,
quieren hacer de Celestinos, junto a familiares que preguntan semana sí y
semana también “¿y tú para cuándo?” o “¿no hay nadie por ahí?”, terminan por
cansar hasta el hastío, aunque sus intenciones sean loables. La sensación de
que hay “menos donde elegir” (lo que lleva a la mayoría a buscar pareja lo
antes posible durante la primera juventud) supone también una carga, como si el
paso del tiempo fuera el mayor enemigo en lugar del mejor aliado de la
prudencia.
Muchos no soportan este peso, y
ante el cual terminan por sucumbir. ¿Qué sucede al final? Que, a pesar de no
tenerlo claro, acaban cediendo y se ennovian con alguien por el que sienten
simpatía y poco más. En cuanto contrae matrimonio, se le cae el mundo encima al
darse cuenta del terrible error que ha cometido, y del daño que posiblemente le
hará a su cónyuge cuando éste descubra la realidad.
¿Mi consejo para estas personas? Que se pongan delante
de Dios y vean, en función de cada circunstancia y vivencia personal, si han
sido llamados a permanecer solteros.
c) Impulsos
sexuales mal canalizados o precipitados
El deseo sexual es inherente a la naturaleza humana, y
en este mundo actual la sobreestimulación resulta apabullante porque está
presente en todo tipo de películas y series. Ninguna generación anterior se ha
enfrentado a lo que se ve hoy en día. Dejando este detalle concreto a un lado y
que lo magnifica todo, cuando surge el amor sentimental, él comienza a verla
como si fuera Afrodita, y ella a él como Eros, los dioses del amor y la
atracción en la mitología griega. Como el cristiano sabe que debe guardarse
para el matrimonio, pero a la vez desea consumar con su pareja esa
manifestación del profundo cariño que se profesan, muchos se casan con una
celeridad desorbitada, que no suele pasar de unos pocos meses, llevando a
cometer verdaderos disparates ya que lleva a nublar el juicio racional. Como en
este tiempo tan corto es literalmente imposible conocer profundamente a alguien
–a menos que haya precedido de una larga amistad, que es lo que siempre
recomiendo-, los acontecimientos se precipitan. La luna de miel llega a su fin
y ese impulso físico toma su lugar, igualmente presente pero más sereno. A partir de
ahí, es donde se muestra cómo es realmente la otra persona, y si no había una
base muy bien asentada en comunión, el despertar ante esta nueva realidad suele
ser muy dura para el que toma conciencia de sus actos y del precio que va a
tener que pagar.
También podríamos incluir aquí a los que no saben
distinguir entre el enamoramiento efervescente del principio y el amor profundo
que debe venir después, creyendo que lo primero será constante y para siempre.
También a los que se enamoran exclusivamente de la belleza externa –dejando a
un lado la que perdura: la interna-, y a los que se forman una imagen idílica del otro y que no se corresponde
con la real. Cuando la descubren, es demasiado tarde, porque viven ya bajo el
mismo techo. Esto sucede en casos de inmadurez flagrante.
d) Cuando el
concepto de soledad se malentiende y arrastra al matrimonio
No sabría contabilizar el número de cristianos a los
que he conocido que, literalmente, “no saben vivir consigo mismo”. Y cuando
esto sucede, se sienten solos y creen que son los demás quienes tienen que
“proporcionales” su propio bienestar y felicidad. ¿Qué buscan entonces con
desesperación? Estar con alguien que les quite esa sensación de orfandad. El
problema suele ser el de siempre: incluso en los casos en que, durante un
tiempo, sientan que están completos,
terminarán de darse de bruces contra el suelo. ¿La razón? Está muy clara: quien
no sabe vivir en paz y alegría con uno mismo, se vuelve tan dependiente de
su pareja, que termina por no tener un matrimonio sano, sino una especie de
relación de padre-hija o madre-hijo, donde ellos desempeñan el rol de hijo o
hija. Ninguno de los dos será feliz: uno porque verá a su cónyuge como a un
crío que necesita de su atención y amparo continuo, y el otro porque dependerá
de su pareja para sentir que es alguien en la vida.
El proceso
de maduración y los planteamientos correctos
Ya hemos visto los errores más comunes que suelen
darse. Todo aquel que tenga un ojo avizor los puede confirmar sin ningún género
de duda. Para los que no se han casado o son jóvenes para hacerlo, ya están
sobre aviso. Pero no nos podemos quedar ahí, en la botella media vacía y en la
negatividad. Una persona equilibrada irá más allá y se planteará realmente cómo
tiene que ser él mismo y la otra para que puedan decidir si estar juntos o no,
y si llegar al matrimonio o frenar mucho antes.
Dando por hecho que los dos son cristianos nacidos de
nuevo, lo primero a plantear es si ambos son maduros. Según el mundo, la
madurez consiste en ser independiente, tener trabajo, coche propio y dinero,
junto con una forma de ser agradable o risueña. Pero, en la fe y ante Dios, la
madurez no se mide ni mucho menos por esos valores, sino por un carácter íntegro
y que vive conforme a los mandamientos bíblicos en todas las esferas de la vida.
El llamativo hecho de que haya
chicas a las que les gusten los chicos impulsivos, rebeldes y “malotes” –y
viceversa-, es una clara señal de inmadurez, e incluso de los propios deseos
pecaminosos que anidan en la persona que busca lo “prohibido” y estimula su
naturaleza caída.
Claro está que, por madurez, no me refiero a la edad
–hay millones de personas que tienen entre 30 y 90 años y siguen siendo niños
en mente- ni a “perfección”, sino, como he dicho, a una integridad de carácter que
se corresponda a la ética y a la moral expuesta en las Escrituras. Y que, cuando
cometa errores o peque –que a todos nos pasa-, se arrepienta, aprenda y siga su
proceso de crecimiento. Como señala de forma sensacional Gerardo de Ávila: “Se tiene que reconocer que al matrimonio solo
deben entrar adultos, no solo en el sentido de la edad cronológica sino en el
de madurez emocional, de desarrollo intelectual y moral. Mientras sean niños
los que contraigan matrimonio este no podrá tener el carácter que Dios le
atribuye. Mientras el matrimonio se produzca por impulso, sin la reflexión que
paso tan serio supone, el matrimonio no podrá ser como Dios intencionó: Hasta
que la muerte los separe”.
Si uno de los dos tiene actitudes perseverantes que
forman parte de la personalidad, que no se quieren modificar y que conllevan
infantilismo, la relación va a dejar mucho que desear. Cualquiera de estas
características, demuestra inestabilidad mental y emocional: egocentrismo, narcisismo,
histrionismo, cinismo, mal humor cada poco tiempo, celos compulsivos, gritos
desaforados, falta de empatía o de respeto, burlas, desprecio, revelación de
secretos o intimidades sin permiso, agresividad física o verbal, entre otras.
Tomando conciencia por momentos de sus actos, luego tratan de compensarlo con
halagos, regalos y mimos. Incomprensiblemente, son infinidad los que piensan
que todo esto es normal, que es parte de una relación. No pueden estar más
equivocados. En realidad, es lo que se conoce como una relación tóxica, la cual nunca debe
llevar al matrimonio. Si se culmina el proceso, el drama estará a la vuelta de
la esquina.
Ahora la pregunta es clara: ¿cómo discernir
entre la multitud a una persona madura, verdaderamente candidata para comenzar
una relación de noviazgo, que no conduzca irremediablemente a un futuro
divorcio sino a la dicha en pareja en el matrimonio? Estas palabras de Norman
Wright pueden ser un buen comienzo: “Solo saldré con alguien que sea
generosa, alguien que muestre tener el fruto del Espíritu y que sea la mujer de
Proverbios 31 en cierta medida”[1]. Por supuesto, tiene
la misma validez recíprocamente; es decir, donde el hombre cumpla los mismos
requisitos. Dicho eso, seamos
todavía más específicos. Es en esto en lo que tienes que fijarte:
1) ¿Su forma de
pensar, sentir y actuar se basan en lo que enseña la Biblia?
2) ¿Es alguien íntegro o, por el contrario, tiene doble cara, que varía
según las circunstancias y el prójimo que tiene delante?
3) ¿Es sincero y digno de confianza o le has sorprendido más de una vez
mintiendo?
4) ¿Lo ves como confiable y fiel, o es el que va “tonteando” siempre que
puede?
5) ¿A qué dedica su tiempo libre y cuáles son sus aficiones? ¿Qué parte
de dicho tiempo lo usa para servir a Dios en función de sus dones?
6) ¿Tenéis alguna afición en común?
7) ¿Se interesa realmente de tus circunstancias o solo hace como el que
escucha cuando hablas de tus problemas?
8) ¿Es cariñoso, atento y servicial, o solo cuando busca algo a cambio?
9) ¿Su forma de vestir es de respeto hacia ti y los demás, –independientemente
de que sea más o menos “clásica” o “moderna”, o luce provocativamente?
10) ¿Sabe escuchar de forma proactiva en las diferencias o juzga
inmediatamente tus planteamientos sin reflexionarlos?
11) ¿Cuáles suelen ser sus temas de conversación? ¿Te interesan, al
menos parte de ellos, o te aburren soberanamente?
12) ¿Habla sin parar de chismorreos o sus palabras son constructivas?
13? ¿Tiene un carácter sencillo y humilde o desprende altivez?
14) ¿Basa su valor propio en compararse con los demás o en el que Dios
le concede como hijo suyo?
15) ¿Su forma de hablar es sana o usa el sarcasmo y la histeria para
manipular y controlar a su voluntad, haciéndose siempre la víctima?
16) ¿Cuida su cuerpo de forma equilibrada, lo descuida por completo o,
el otro extremo, está obsesionado con él?
17) ¿Está a tu lado en los momentos de dolor?
18) ¿Perdona cuando fallas y le pides perdón, o guarda su rencor para
soltarlo a la mínima y usarlo en tu contra cuando le conviene?
19) ¿Disfruta de tu compañía y tú de la suya?
20) ¿Valora tus cualidades, tus talentos y tu esencia como ser humano?
21) ¿Crees que sois compatibles?
22) ¿Sientes paz a su lado y crees que es la persona que Dios quiere
para ti?
23) ¿Hay reciprocidad por ambas partes o es solo uno el que aporta mucho
y el otro apenas nada?
24) Y, por último: ¿coinciden en términos generales vuestros proyectos
de vida o difieren en puntos importantes? Recuerda que todo lo anterior puede
concordar más o menos, pero si la respuesta a esta última pregunta es no, viviréis en una especie de yugo desigual.
Todas estas preguntas
tienes que hacértelas también respecto a ti mismo, porque no puedes esperar
algo de alguien cuando tú no lo ofreces ni lo eres.
Espero que
reflexiones profundamente en estas líneas expuestas para que no te guíes
únicamente por el corazón o las emociones, sino por el raciocinio y la lógica.
* Para aprender más sobre este y otros temas
referentes a la soltería, el noviazgo y el matrimonio, recomiendo leer: