Este artículo se lo debo a
Ruth A. Y por ello le doy las gracias. Siempre son bienvenidas las ideas, ya
que me pidió que escribiera sobre este tema en un comentario que me dejó en el
blog. Espero que esto fuera más o menos lo que buscaba y que les sirva a todos
los lectores.
La propuesta de Ruth fue
muy clara: “Quisiera que haga un capítulo en donde se dé a conocer cómo es que
podemos ser de bendición y transformación en la vida de personas que son
inconversas”. La cuestión en sí no tiene nada de simple y es más compleja de lo
que puede parecer en primera instancia. No basta con señalar varios aspectos y
listo. Hay tantos matices que intentaré abrir el abanico y mostrarlos todos en
panorámica. Y lo voy a hacer desde un punto de vista que puede parecer
pesimista, cuando en realidad es realista, viendo lo que sí podemos hacer y lo
que no está en nuestra mano.
No depende completamente de nosotros
Cuando una persona se
convierte, por norma general quiere dar a conocer a todos los que le rodean el
mensaje de salvación. El ser humano no puede comunicar una bendición mayor que
aquella en la que se anuncia las Buenas Nuevas: que Cristo murió por nuestros
pecados y que resucitó de entre los muertos para justificarnos delante del
Padre, y todo el que cree ese mensaje de puro corazón, pasa a ser un hijo de
Dios y es salvado. En mi caso, hace más de veinte años, no fue una excepción:
amigos y la inmensa mayoría de mis familiares, fueron testigos, semana tras
semana, de este mensaje. A algunos de ellos iba a visitarlos con pura alegría,
explicándoles la realidad de distintas maneras y adaptándolas a su conocimiento
e inteligencia, para que pudieran comprenderlo sin dificultad. A otros les
regalaba libros o le preparaba escritos y que así pudieran leerlos tranquilamente cuando yo me fuera.
Era, y es, tan claro, que pensaba que todos lo aceptarían. ¿Quién iba a
rechazar algo así? ¡Sería como despreciar un boleto de lotería premiado con
millones de euros! ¡Ay, ingenuo de mí! ¡Ingenuo del recién convertido!
El silencio como
respuesta en muchos casos y, en otros, excusas sin fin, terminaron por toparme
con la realidad. En esa época primeriza, y donde el tiempo ha reafirmado lo que
sucedió, contemplé que no depende de mí –de nosotros-, sino de ellos. Ahí comprendí
que no depende de mí que otros quieran recibir una bendición –en este caso, la
más grande que existe-, sino de los oyentes. La parábola del sembrador, que
explicó Jesús, tiene la misma vigencia de siempre: “Cuando alguno oye la palabra del reino
y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón.
Este es el que fue sembrado junto al camino. Y el que fue sembrado en
pedregales, este es el que oye la palabra, y al momento la recibe con
gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al
venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego
tropieza. El que fue sembrado entre espinos, este es el que oye la
palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la
palabra, y se hace infructuosa. Mas el que fue sembrado en buena tierra,
este es el que oye y entiende la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a
sesenta, y a treinta por uno” (Mt.
13:19-23).
Son decisiones que ellos
toman, no nosotros por ellos. No está en nuestras manos transformarlos. Es más,
cuando Pablo usa dicho término, lo hace en referencia a los que ya son
creyentes tras haber nacido de nuevo (ej. Ro. 12:2). Puedes ser de ejemplo con
tu fidelidad a Dios, aconsejar, recomendarle que hagan o lean esto o aquello,
que dirán: “A mí me gusta mi vida y no tengo que modificar nada”; “Nada de eso
me interesa”; “Lo haré cuando tenga tiempo”; “ahora estoy muy liado”; “yo soy
una buena persona y no necesito nada de eso”; “los malos son los demás, no yo”;
“yo no me voy a cambiar de iglesia”; “a mí me han enseñado así y hasta alturas
de mi vida no voy a pensar de otra distinta”. Puede darse el caso opuesto,
donde haya verdaderos interesados: “Explícame eso que me has dicho que quiero
entenderlo”; “¿puedes dejarme unos días para reflexionar y en breve volvemos a
hablar?; “acepto tus palabras, ¿y ahora qué hago?”. Todo dependerá del corazón
en el que caiga la semilla.
¿Cómo te ven los demás?
Esto es algo que nos pasa
a todos: siendo como somos, hay personas a las que les caemos bien y otras a
las que les caemos mal, y muchas veces no comprendemos el porqué de esta
dicotomía. ¿Es que acaso somos dos personas distintas o actuamos de formas
opuestas? No, para nada. Digas lo que digas, hagas lo que hagas,
el que quiera pensar bien o mal de ti lo hará en un sentido u otro. Igualmente,
el que crea que tus acciones tienen propósitos egoístas y egocéntricos o, por el contrario, dadivosas y altruistas, lo hará.
Por eso puedo decir que,
aunque actúe de manera diferente en según qué casos –que no de forma contradictoria
o hipócrita-, mi esencia no varía en función de quién tenga delante y de lo que
piensen de mí. Sencillamente, los demás nos perciben de maneras diferentes en
función de cómo son y de sus valores: alguien que es un fornicario, un
adúltero, bebedor o que, sencillamente, usa un lenguaje vulgar, posiblemente se
burlará de un creyente que se esfuerza por vivir en pureza, que es fiel a su
pareja, rechaza el alcohol y es educado en su trato, ya que se sentirá ofendido
al mostrarle su pecado. Por el contrario, un inconverso que tenga valores
semejantes, nos considerará una persona íntegra y de ejemplo. Por lo tanto,
esto –el cómo nos ven-, es algo que también se escapa a nuestro control.
En otras ocasiones, estos
mismos inconversos pensarán, o incluso te dirán, que eres un soberbio por
creerte en posesión de la VERDAD y por defenderla con ímpetu. Y, en demasiadas
ocasiones, aunque seas amable y humilde, al no ser perfecto y cometer errores,
saltarán a señalarte tus defectos, sean reales o imaginarios, incluso con
gritos y visceralidad, creyendo que eso les hará tener la razón, como vimos con
todo lujo de detalles en “Cuando los cristianos ofrecemos un mal
ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas”, y que recomiendo
fervientemente su lectura a quien no lo haya hecho (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html).
Que se den unas
circunstancias u otras está en función de cómo sean tus compañeros de trabajo o
estudios y tu familia –por eso Jesús nos avisó que los enemigos también se
encontrarían en nuestra casa (cf. Mt. 10:36-38)-, la educación que recibieron,
sus propias experiencias vitales, el carácter que posean, etc. Cuando lo que se
recibe es juicio continuo o mal por bien, puede llegar a ser exasperante y
frustrante, porque tratar con personas que ven siempre la botella medio vacía
en lugar de medio llena y únicamente resaltan lo negativo sobre ti, no es algo
fácil de encajar.
Todo esto se observa en
la vida de Cristo y de la inmensa mayoría de los personajes bíblicos
neotestamentarios: queriendo hacer el bien, y llevándolo a cabo, se les pagó
con el mal, donde las acusaciones de todo tipo, junto a la persecución física y
verbal, fueron la tónica habitual. Pablo fue bastante explícito al narrar sus
vivencias y la de sus compañeros: “Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, mas
vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, mas vosotros fuertes; vosotros
honorables, mas nosotros despreciados. Hasta esta hora padecemos hambre,
tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos
fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen, y bendecimos;
padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a
ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Co. 4:10-13). En nuestro caso, el precio a pagar
suele ser las risas, el desprecio o el desinterés, ¡y gloria a Dios cuando nos
escuchan con el corazón abierto!
Ahora bien, y esto es de
importancia capital: ni tu actitud, ni estilo de vida, ni pensamientos hacia ti
mismo, ni sensación de éxito o fracaso, deben depender de las reacciones
ajenas. Eres un siervo de Dios que debe ser fiel a lo que Él ponga en tu mano
para hacer. A eso se resume todo. Eres responsable de cómo eres y de tus buenas
acciones, no de cómo respondan ante ti ni ante ellas, ni tampoco de que
prefieran destacar únicamente tus defectos o imperfecciones. Desecha las
mentiras que digan sobre ti, aprende de lo que pueda haber de cierto y guarda
con humildad y sin altivez en tu corazón las buenas palabras que te dediquen.
Si a Jesús le “sacaron” defectos los críticos
profesionales, ¡cuánto más se esforzarán con nosotros!
Hacer el bien no depende de que el otro sea “bueno”
con nosotros o “malo”: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los
que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y os persiguen” (Mt.
5:44). Esto no quita otras
duras palabras de Jesús: “No deis lo
santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que
las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen” (Mt. 7:6). Al mismo tiempo que
somos llamados a bendecir, somos exhortados a guardar nuestro corazón –incluso
distancia-, y a no insistir ante aquellos que rechazan sistemáticamente el
Evangelio, sea un religioso recalcitrante o un ateo virulento. En demasiadas
ocasiones nos empeñamos en querer hablar a las mismas personas que no quieren
saber nada cuando hay decenas de conocidos o desconocidos a las que nunca le
hemos dicho nada.
¿Qué podemos hacer?
Hasta aquí he señalado
todos los inconvenientes y dificultades con las que nos encontramos los
cristianos en nuestras buenas intenciones de ser, como preguntaba Ruth, de bendición y transformación en la vida
de personas que son inconversas. Ahora nos toca apuntar en qué aspectos podemos
ser de bendición, siempre conforme a los dones recibidos y al llamado concreto
de Dios para con nosotros. Aquí dejo una pequeña lista que he citado de manera
parecida en alguna que otra ocasión:
1) Predica el mensaje de
salvación (cf. Mr. 16:15) y presenta defensa de tu fe con mansedumbre y
reverencia ante todo el que te demande razón de la esperanza que hay en ti (cf.
1 P. 3:15). La salvación del alma es, sin duda alguna, el tema central del
Evangelio, y darlo a conocer la misión principal del cristiano.
2)
Si tienes casa propia, invita con hospitalidad a aquellos con los que puedas
entablar cierta relación de cordialidad y así dar testimonio de tu fe de manera
natural.
3)
Ayuda a
los pobres en la medida de tus posibilidades, visita a los huérfanos, a las
viudas y a los presos si está en tu mano hacerlo y si el Señor te mueve a ello
(cf. Gá. 2:10; Stg.
1:27; He.
13:3).
4) Siendo este un
aspecto muy difícil de llevar a la práctica –puesto que, por decir la verdad,
puede que te tomen por entrometido o, lo que es peor, por chivo expiatorio-,
trata de ser un pacificador entre partes enfrentadas (cf. Mt. 5:9).
5) Aunque tus padres
sean inconversos y en ocasiones resulte complicado, al provocar a ira a sus
hijos (cf. Ef. 6:4) por tratos injustos o actitudes frívolas, el mandamiento
sigue siendo el mismo para todos: honrarlos (cf. Ef. 6:2).
6) Sin ser una acción
externa que los inconversos puedan ver y apreciar, no olvides que la oración es
una parte fundamental para poner sus nombres ante el Trono de la gracia y pedir que sus ojos espirituales sean abiertos.
Conclusión
Seguro que hay muchos
más aspectos a destacar y que me he dejado en el tintero, pero con esta muestra
general es suficiente; aspectos más específicos lo dejo para la reflexión
personal del lector.
Lo reseñado
brevemente es una guía bíblica general. El cómo hacerlo exactamente está en tu
mano y de las circunstancias que te rodean: sociedad, país, cultura,
oportunidades, etc. Ahí ya no puedo especificar. Reflexiona y pídele al Señor
sabiduría sobre cómo hacer Su Obra. Que Él te guíe. Un día nos veremos todos
llenos de felicidad porque se nos dirá: “Bien, buen siervo y
fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré;
entra en el gozo de tu señor” (Mt.
25:23).
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