Más de un lector habitual del blog habrá pensado, y
con razón, que he hecho un maratón de películas de Pixar, dado que llevo unos
meses escribiendo sobre distintas películas de dicha productora. La realidad es
que tenía muchas de ellas acumuladas sin visualizar y, por fin, pude ponerme casi al día. Esto no significa que
escriba de todas las que veo, sino de las que me parecen interesantes y con un
buen mensaje que transmitir. Y ahí sí destacan estos largometrajes, que tratan
asuntos que suelen ir dirigidos a un público adulto. Por eso gustan tanto,
aparte de su soberbio acabado visual y unos diseños de personajes muy vistosos.
La última, hasta ahora, que me ha sorprendido e
impactado, ha sido “Onward”. No esperaba gran cosa de ella. Es más, viendo el
póster promocional y los primeros minutos de metraje, pensaba que sería
bastante infantil. Craso error: su trasfondo me pareció, una vez más,
cautivador y emotivo. Los propios títulos que le he dedicado a ambos escritos
expresan por dónde voy a ir.
De qué trata
Aunque está ambientada en un mundo extremadamente
parecido al nuestro –colegios, música, restaurantes, amigos, trabajo, amas de
casa, padres, etc-, tiene una particularidad: sus habitantes parecen sacados de
un cuento, donde los protagonistas son elfos, mantícoras, cíclopes, hadas,
dragones, unicornios, gnomos e incontables personajes de la mitología. Eso sí,
sus vidas, sentimientos y actitudes son igual de humanas que las nuestras.
Durante eones, dicho lugar fue un paraíso, donde todo
funcionaba con pura magia, en el sentido literal del término. Poco a poco, esta
dejó de usarse y cayó en el olvido, considerándose un mito, para dar paso a la
tecnología: luz eléctrica, coches, aviones, lavadoras, neveras y todo lo que
bien conocemos. Es aquí donde nos encontramos a dos hermanos elfos
adolescentes: Ian, el tímido por excelencia, y Barley, al que muchos consideran
un fracaso, que es todo un friki de las tradiciones ancestrales de la magia, de
los juegos de rol y de la música heavy, y que tiene una furgoneta que se cae a
pedazos, pero a la que adora. Ambos viven con su madre y el novio de ella, un
centauro policía –mitad humano, mitad caballo-, ya que el padre murió hace unos
años de una enfermedad. Ian no pudo conocerlo y solo tiene de él una sudadera
que usaba en la universidad y una cinta antigua en casete donde escucha una y
otra vez a su padre hablar. Barley era tan pequeño que solo guarda tres
recuerdos: que su barba era
áspera, que tenía una risa tonta y que él solía tocar los tambores usando sus
pies.
Al no ser simplemente niños, sino que están a medio
camino de ser adultos, su historia personal tiene unos matices que la
convierten en melancólica y con momentos agridulces, ya que sus emociones giran
en torno a su difunto padre: ambos lo echan muchísimo de menos. El día del decimosexto cumpleaños de
Ian, la madre le da a Ian un regalo envuelto, el cual su esposo le pidió que le
diera llegado el momento. Al abrirlo, Ian se encuentra con un verdadero bastón
mágico, junto a una pequeña carta. Allí descubre que hay una manera, usando
dicho báculo, de traer de vuelta a su padre durante un día. En primera
instancia, lo logra... a medias: solo aparece la mitad del cuerpo, de cintura
para abajo, aunque siendo él de verdad. Para poder completar la otra mitad,
necesita una piedra: la Gema del Fénix. Tienen que encontrarla antes de que se
ponga el sol del día siguiente, por lo que Ian, Barley y las piernas de su
padre –al que le ponen un muñeco en la zona de arriba-, parten a una aventura, llena
de peligros, que les cambiará para siempre.
El deseo inquebrantable
de ver una vez más a su padre será su máxima motivación, puesto que sienten que
dejaron asuntos pendientes, los cuales mencionaremos como parte de las
lecciones que podemos extraer de esta obra.
El dolor de
la pérdida
La aflicción que se experimenta al ver fallecer a un
padre o a una madre es inclasificable. Se han escrito millones de líneas sobre
dicho sentimiento, y ninguna llega a expresar en toda su magnitud el desgarro
que se produce en el alma de quien observa con sus ojos tal escena. La
IMPOTENCIA, así, en mayúsculas, de no poder hacer absolutamente nada, ante el
deterioro físico y/o cognitivo, y el contemplar cómo se acerca la muerte a
pasos agigantados, es la peor emoción que, en mi opinión, existe.
Es una larga agonía, donde la propia mente trata, sin
conseguirlo, de autoengañarse: “ya verás como va a estar mejor”, “quizá la
nueva medicación le haga efecto”, “Dios lo sanará con Su poder y mis oraciones
de fe”. Pero nada de eso ocurre. Aunque Él puso eternidad en nuestros corazones
(cf. Ecl. 3:11), la
inmortalidad en este mundo, tras la caída en Edén, se frustró, y no se puede revertir.
El momento en sí de la muerte es intratable,
irracional, salvaje, violento. ¿Cómo puede ser que la persona que estaba a mi
lado, que durante decenas de años me cuidó desde que nací, que me alimentó y me
proveyó de todo lo necesario, que me acurrucó en la cama, que me besó, que
compartió mil momentos conmigo, con buenas y malas experiencias, con sonrisas y
algún momento de enojo, ya no se mueve? ¿Por qué no respira? ¿Por qué no habla?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
En el caso de aquellos que lo han sufrido en sus
carnes de manera repentina e inesperada (una enfermedad fulgurante o un
accidente de cualquier tipo), supongo que, por lo inesperado, debe ser aún
peor.
Cuando acontece, el vacío siguiente que provoca es
antinatural. Estás tan habituado a su presencia, que hay algo en el interior
que espera que, en cualquier momento, te lo des de bruces. Al entrar en el
salón de tu casa. Al caminar por esas calles mil veces transitadas. Al cruzar
la esquina. Al entrar en aquella cafetería donde ibas. Al hablar de alguna
afición que teníais en común. Al hablar con amigos suyos que todavía viven. Al
sentarte en su mismo sillón. Y así en todo momento, lugar y estación del año.
Dicen que no hay nada peor que perder a un hijo. Como
no he sido padre, no puedo afirmarlo ni desmentirlo, pero lo creo. De igual manera
digo que, salvo dicha circunstancia que desconozco, considero la muerte de un
padre como la peor experiencia por la que puede pasar el ser humano. Excepto
los que fallecen antes que ellos, todos pasamos por ahí y la padecemos.
Un alma que no se rompe por dicha pérdida y unos ojos
que no derraman lágrimas, aunque sea en la soledad, es porque no estaba
realmente unida a esa persona ni le concedía el valor que tenía. Aunque cada
persona vive el duelo de manera diferente, me resulta incomprensible que alguien
pueda permanecer impertérrito en su ser interior.
Ahora bien, si la gestión de dichos sentimientos se
hace de manera saludable, el dolor va menguando con el paso del tiempo. Según
cada cual, el proceso será más o menos largo.
Esa es una verdad, pero otra igual de clara es que la
sensación de que “falta algo”, importantísimo en tu vida, nunca se va. Nunca.
Jamás. En cualquier momento vienen recuerdos inesperados. En cualquier momento
se presentan en tu mente palabras que escuchaste. En cualquier noche tienes
sueños muy reales donde dicha figura interactúa
contigo, mezclando fantasía y momentos reales del pasado. Y, al despertar, crees y sientes que has estado con él, por lo que te sientes frustrado, y
hasta enojado, por haber despertado. ¡Eras tan feliz en ese sueño!
Por más que lo repita, siempre me quedaré corto: cada
ser humano puede expresar su vivencia de millones de formas, que son únicas e
intransferibles.
Quedaron
asuntos pendientes con tus padres?
Volvamos a Onward: los dos hermanos arrastran una carga en sus corazones,
cada uno por razones diferentes. Ian siente la pena de no haber tenido un
padre, con todo lo que eso significa, creyendo que esa es la fuente de sus
inseguridades y de su carácter taciturno. Por eso, cuando vislumbra la
oportunidad de estar con él, hace una lista de todo lo que le gustaría hacer:
jugar a atrapar, dar un paseo, hablar de corazón a corazón, reír juntos, una
lección de conducir y compartir su vida con él.
Por su parte, Barley
termina confesando que tiene un cuarto recuerdo, no siendo precisamente su
favorito: cuando el padre estaba enfermo, se suponía que iba a entrar a
despedirse de él. Pero estaba conectado a muchos tubos y no se veía como él
mismo. Se asustó y no entró. Eso le marcó, hasta el punto de que, como él mismo
dice “fue entonces cuando decidí que nunca más iba a volver a tener miedo”. Aun
así, se siente culpable por no haberse despedido. Esas últimas palabras y ese adiós quedaron pendientes. Y esa es su
razón para querer verlo. A esto volveremos en el segundo artículo.
Lo que muestran es un
suceso que es innegable en muchas personas, y que les duele cuando hacen
introspección: sienten que hubo algo que quedó incompleto: momentos que no se
vivieron o se dejaron de hacer por no concedérsele importancia, palabras de
afecto que no se pronunciaron, disculpas que no se llegaron a dar por acciones
hirientes, reproches guardados, etc. ¿Qué hacer ante algo así? Como las circunstancias pueden ser muy
variadas, trataré de abarcar todas las posibles.
1) si tuviste una relación positiva
Puede que, por tú
forma de ser, no le expresaras con palabras el profundo cariño que sentías
hacia él. Si ese fuera la situación, ten presente que el amor no se expresa
solo con el habla, sino también con acciones. Y ahí seguro que puedes hacer
memoria y recapitular decenas y decenas de ellas:
- el día y el momento
que compartiste un tiempo de juego.
- el día y el momento
que compartiste un momento de risas.
- el día y el momento
que hablaste con él de algún tema que le interesaba.
- el día y el momento
que os alegrasteis juntos por algún tipo de éxito.
- el día y el momento
que estuvisteis juntos en una piscina.
- el día y el momento
que fuisteis a comer a un restaurante.
- el día y el momento
que le hiciste un regalo o lo recibiste.
- el día y el momento
de su cumpleaños o el tuyo.
- el día y el momento
en que vuestras miradas fueron cómplices.
Hacer la lista, con
sus respectivos detalles, es cosa tuya. Pero, por todo eso y más, tu
padre/madre/los dos, sabía que lo amabas. Él sentía tu calor humano como tú el
suyo, por lo que no debes llevar sobre ti una losa infundada.
2) si tuviste una relación difícil
Dejando a un lado
casos extremos (padres profundamente malvados, asesinos, delincuentes, violentos, infieles, maltratadores,
violadores, auténticos monstruos), puesto que eso daría para otro escrito
específico, puede que tu relación no fuera fácil por cómo eran y se
comportaban, con varios o muchos de estos rasgos:
- carácter agrio.
- falta de control emocional.
- reacciones exageradas a situaciones nimias.
- extremadamente perfeccionista.
- insatisfecho crónico, pesimista, controlador,
malhumorado y que se dedicaba a despotricar.
- con dificultades para mostrar verdadera empatía.
No creo que para
ningún hijo fuera sencillo tener una afinidad con un progenitor con las
características señaladas. Por eso, aun con los fallos que pudiste cometer,
intenta quedarte con la parte buena de tu actitud, donde trataste de hacerlo lo
mejor posible:
a) las veces que
pasaste por alto ciertas faltas.
b) cuando, aun
teniendo la oportunidad, no sacaste a colación ni reprochaste cosas que
acontecieron en el pasado.
c) cuando no te
dejaste arrastrar ante sus emociones negativas o airadas.
Puesto que nos
estamos refiriendo a familiares en primer grado que ya no están aquí, me vale
con esta historia real: una vez, hace muchos años, conocí a un hermano en la
fe, que me describió cómo había sido su padre: no fue un santo precisamente.
Con todo, en su lecho de muerte, ese hijo tuvo la oportunidad de decirle que lo
perdonaba y que, a pesar de todo, no guardaba nada contra él. Ningún hijo
debería pasar por el trauma de tener un progenitor que deja bastante que
desear, pero a veces sucede. De ahí el valor de dichas palabras: solo una
persona que se deja guiar por Dios es capaz de pronunciarlas. En ese aspecto en
concreto, es un ejemplo que, dado el caso, todos deberían seguir.
Dicho esto, si ya
partieron de este mundo, por lo que algo así ya no se puede llevar a cabo, las
pautas son semejantes: no guardar rencor ni amargura. No se puede vivir así,
con esas emociones perniciosas hacia nadie, y menos hacia un difunto, fuera
como fuera. Es algo que carcome el alma y te destruye por dentro. No cometas
ese error. Por unas u otras razones, su naturaleza caída predominó en ellos y
no supieron ser buenos padres. Pero ya está. Ahí debe quedar. Puesto que no
eres responsable de sus acciones, nuevamente, esa carga no debes llevarla sobre
tus espaldas.
Por último: si fuiste
tú el causante de la mala relación, o tuviste al menos parte de la
responsabilidad –algo que pocos son capaces de reconocer, al presentarse
siempre como víctimas, a causa de sus propios sesgos-, acepta que ya no puedes
hacer nada. Es normal que, si es así, sientas pesar, incluso remordimientos,
pero no debes caer en la desesperación ni quedarte rumiando. Pídele perdón a
Dios, que Él te restaure y sane tus heridas (cf. 1. Jn. 1:9; Lc. 4:18).