La esposa de un amigo –ambos brasileños y personas
encantadoras, con los cuales me unía una relación excelente y de los que guardo
buenísimos recuerdos-, me enseñó en varias ocasiones una frase que repetía
mucho su padre, que era pastor: “una mente
vacía es la oficina del diablo”. Manifiesta una realidad tan evidente
que sorprende cómo la expresa de forma escueta, sencilla y contundente.
Una vida
dominada por las emociones negativas
La mente de una persona que no tiene intereses sanos,
inquietudes, riqueza cultural y espiritual, que no conoce –ni vive- la voluntad
de Dios por medio de Su Palabra, que no le tiene por Señor en su vida (aunque
diga creer, practique alguna “religión” o algún sucedáneo), es el lugar
perfecto para que el diablo haga su trabajo. Y su horario de oficina no es de 8
a 3, sino 24-7. ¿Y de qué llena la mente? De esa negrura formada por la
“amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia” (Ef. 4:31). En otros casos, en obras de la carne como
“adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones,
herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a
estas” (Gá. 5:19-21).
Tienen baja tolerancia a la frustración y un escaso
autocontrol emocional y verbal. Son emocionalmente bipolares, ya que suelen
vivir en los dos extremos: euforia y risas, o depresión y lágrimas. No son la
lógica y el raciocinio sus guías, sino las emociones, y por ellas son
arrastradas y engullidas. Ante el vacío que hay en ellos, y puesto que la mente
no se puede dejar en blanco, se pasan el tiempo rumiando sobre cualquier
aspecto negativo y comparándose con todo el mundo, cayendo a veces en la
soberbia –al sentirse mejores y superiores-, y otras en el autodesprecio,
cuando se observan inferiores o fracasados. Viven continuamente en una
competición interna con los demás, como si necesitaran demostrar que “son
mejores”.
Se pasan la vida buscando errores y faltas en los
demás, especialmente de los cristianos que no comparten sus valores ni ocupan el tiempo en sus
mismas actividades, ya que, para ellos, el servicio que hacemos a Dios, según
los dones de cada uno posee, carece de valor y es una pérdida de tiempo, como
si no hiciéramos nada útil.
Disfrutan sobremanera cuando se reúnen con otros
iguales para “despellejar” a los que no les caen bien. Son murmuradores,
chismosos, entrometidos, chantajistas emocionales, rencorosos, juzgadores
profesionales y emocionalmente inmaduros. Resultan ser verdaderos expertos en
encontrar la paja en el ojo ajeno, pero están ciegos ante la viga que tienen
delante de sí. Mientras magnifican hasta el extremo las faltas ajenas,
minimizan las propias, al igual que los logros de unos y otros, ya que
minusvaloran las acciones ajenas mientras exaltan las suyas. Pasan del aprecio
al desprecio, de ver en los demás el vaso medio lleno a medio vacío, del amor
al odio, en cuanto no les dan la razón.
Usan la información de forma sesgada, al mostrar
únicamente la que deja en mal lugar a sus “enemigos” y en buen lugar a ellos.
Así, implícitamente, se presentan ante el mundo como “buenos”, “mejores” o
“víctimas”, donde las expresiones “yo”, “pues a mí”, son sus favoritas.
Vacío y
esclavitud
Todo lo citado es la única manera que tienen de intentar llenar el vacío que anida en
ellos y la consecuencia directa de que no sea Dios quien tenga el control, sino
el enemigo de sus almas, que hace su labor a la perfección. Pablo describe la
situación en la que viven: “andan en la vanidad de su mente, teniendo el
entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en
ellos hay” (Efesios 4:17-18). Ese “entendimiento entenebrecido” es un paraje
bien lúgubre.
Son, literalmente, esclavos: de sí mismos, de sus
mentes, de sus sentimientos, del pecado y del diablo. ¿Qué es lo único que
pueden hacer? ¿Cómo se rompe con esa esclavitud? La solución es exclusiva y no
hay más: “Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará. Porque el
Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2
Co. 3:16-17). Para ser libres deben “convertirse”, que es, ni más ni menos,
volverse a Dios, aceptando el regalo de la salvación que ofreció al morir en la
cruz por nuestros pecados. El velo que los ciega –y del que ni siquiera son
conscientes a día de hoy- caerá entonces y verán la realidad, hallando la
libertad. Y, a partir de ahí, comenzar a cambiar esos pensamientos conforme a
los que Él enseña (Ro. 12:2). Únicamente así podrán experimentar el gozo, la
paz, la paciencia, la bondad, la templanza, entre otros (Gá. 5:22-23).
Conclusión
De nuevo Pablo muestra los dos únicos caminos que
existen y sus diferencias: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas
de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del
Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del
Espíritu es vida y paz” (Ro. 8:5-6).
Ya saben lo que pueden hacer: o seguir bajo la carne
ocupándose y pensando en las cosas de la carne, siendo esclavo de ella y de la
oscuridad, con sus mentes dominadas, o ser libre, hallando la verdadera vida y
paz.
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