Venimos de aquí: El pingüino. ¿Tienes hermanos y te
sientes un segundón entre ellos? (1ª parte): https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2025/01/el-pinguino-tienes-hermanos-y-te.html
Tras analizar a
Oswald, alias “El Pingüino”, y los celos que sentía hacia sus hermanos, veamos
cómo se sintieron varios personajes bíblicos y qué puedes hacer si experimentas
ciertos complejos de inferioridad hacia tus propios hermanos carnales.
El complejo de Edipo y el conflicto con los hermanos
(Oswald y su madre Francis)
Lo que vemos en la
serie es un complejo de Edipo de manual. Para los que lo desconozcan, el mito
del trágico rey Edipo proviene de la mitología griega: Edipo, hijo del rey Layo
de Tebas y Yocasta, había sido abandonado poco después de haber predicho el
oráculo que mataría a su padre y se desposaría con su madre. Desamparado para
que muriera, fue llevado ante el rey de Corintio y su esposa, que no tenían
hijos, y lo adoptaron. Edipo creció así sin conocer cuál era su origen ni la
profecía sobre su persona.
Sin embargo, el joven
Edipo, al escuchar rumores acerca de que el rey y la reina no eran sus padres,
consultó al oráculo, quien le reveló que su destino sería dar muerte a su
propio padre y que se casaría con su madre. Edipo, creyendo que sus padres eran
quienes lo habían criado, se marchó para escapar de su destino.
Al salir
de Delfos, Edipo se encontró con Layo y le dio muerte tras una
disputa, sin saber que este era su padre y el rey. Layo estaba en camino hacia
el oráculo para consultarle como librar a Tebas de la Esfinge,
un monstruo que asesinaba a sus súbditos cuando no podía resolver los acertijos
que les proponía. Luego de asesinar a Layo, Edipo marchó en dirección a Tebas y
libró a la ciudad de la Esfinge tras resolver su adivinanza. Tras ser
proclamado rey y casarse con Yocasta, descubrió que era su madre y que había
acabado con la vida de su propio padre. El final de su historia fue
horripilante: ella se suicidó tras conocer la verdad y él se sacó los ojos,
abandonado la ciudad y convirtiéndose en un vagabundo.
Partiendo de dicha
narración, y basándose en su propia experiencia personal, el psicoanalista
Sigmund Freud desarrolló su propia teoría. La misma –muy criticada y
cuestionada- expone una serie de emociones que se manifiestan durante la
infancia, donde el niño experimenta deseos amorosos hacia su madre, incluyendo,
a veces, el sexual, pudiendo permanecer dichos sentimientos durante la vida
adulta, viendo a los demás –el padre y los hermanos- como rivales odiosos que
quieren usurpar el amor que, según él, le corresponde en exclusiva.
Antes de proseguir, y
para que nadie se escandalice de antemano, haré una puntualización: aunque
reúne todas las características de dicho síndrome, hay una que no aparece, ya
que, en ningún momento, a pesar de las muestras de cariño, se ve algo que
insinúe un deseo sexual de Oswald por su madre. Era un amor, una obsesión, que
transcendía el plano físico. Era tal su obstinación que, tras quedar en estado
vegetativo, le pidió a su novia Eve que se vistiera con el mismo vestido que
llevó su madre en aquella ocasión en que, siendo niño, bailó con ella en el
club Monroe´s. Durante el baile le ruega a Eve que le diga que le quiere y que
está orgullosa de él. Oswald le habla a ella refiriéndose como mamá: “Lo he logrado, mamá. ¿A qué sí?
[...] El último piso. Un ático. Nadie viviendo encima ni al lado”. A lo que
Eve, haciéndose pasar por la madre de Oswald, le responde con todo lo que él
deseaba oír: “Sabía que lo lograrías, mi niño precioso. Gotham es tuya, cariño.
Ya nada se interpone en tu camino”.
Y tú, ¿cómo
te sientes?
Si necesidad de
entrar en todos los entramados del síndrome –puesto que mis intenciones van por
otro lado-, y sin necesidad de aceptar las teorías de Freud –que no comparto ni
de lejos-, podemos ver algo que sí es real y observable: si un niño ama a su
madre de una manera extrema, todos los que la rodean le molestan y les resulta
un estorbo, sea su propio padre o sus hermanos. Y es aquí donde quiero llegar:
en familias con más de un hijo, suele darse, consciente o inconscientemente, en
mayor o en menor grado, rivalidad y celos entre hermanos. Todos ellos quieren:
- ser los más amados
por los padres.
- recibir el mayor
grado de atención.
- ser los más
valorados.
- ser a los que les dedican
más tiempo.
- ser los que reciben
mejores regalos.
Hasta cierto punto,
es algo normal durante la infancia, dado que el carácter está sin formar y las
inseguridades son muy habituales. De ahí tanta hipersensibilidad interna, donde
se mira al detalle las pequeñas o grandes diferencias en la actitud de los
padres hacia los otros hermanos (si a uno le da más, le compra más, le hace más
caso, pasa más tiempo con él, le hace más regalos, etc.) o la creencia de que alguno de ellos es el favorito respecto a los otros.
Se quiera o no, esta
percepción de la realidad –sea objetiva o no, el joven la percibe así-, influye
en cómo se siente. El problema no es tanto durante la infancia, sino si dichas
emociones permanecen al llegar a la vida adulta. Puede que sea tu caso respecto
a tus padres. Puede que eso te haga
sentir como un segundón. Puede que, a diferencia de otros hermanos, sientas
que no te valoran. Puede que creas que no se molestan en conocerte lo
suficiente. Puede que no te den la validez que consideras que mereces y que no
valoran tus dones, virtudes o puntos fuertes. Puede que consideres que solo se
fijan en tus errores o aspectos negativos. Y vuelvo a hacer el inciso: aunque
sea en parte subjetiva tu opinión o cien por cien verídica, así lo experimentas.
Además,
a algunos les resulta fastidioso
tener hermanos más inteligentes, más altos, más guapos, mejores deportistas,
casados o con hijos. También se da el caso contrario: casados que envidian a
los hermanos solteros o con menos responsabilidades labores y familiares. Cada
persona es un mundo y nadie, salvo ellas mismas, saben qué les agrada o
desagrada en el prójimo.
A
todo esto le podemos añadir un aspecto peliagudo: aquellos hijos que saben que
sus padres tienen a uno por “favorito”, y al que ama más que a los demás. Eso
es algo que, a veces, sucede. Es lo que leemos en la familia de Jacob: para él,
su predilecto era José, al que amaba “más que a todos sus hijos” (Gn. 37:3). La razón estaba bien clara: “porque lo había tenido en su vejez”. Sus hermanos lo aborrecían
por ello (vr. 4) y por la túnica especial que le hizo de colores, sentimiento
que fue a más cuando José se mostró un tanto fanfarrón por una serie de sueños
que tuvo, donde él se veía señoreando sobre su familia y era servido.
La mayoría de las túnicas eran sencillas,
llegaban hasta la rodilla y tenían mangas cortas. La de José era probablemente
del tipo que usaban los nobles de manga larga, llegaba hasta el tobilo y tenía
muchos colores
(Biblia del diario vivir. Editorial Caribe.
Pág. 63-64)
Aunque un padre o una madre ame a todos sus hijos y le
dé lo mejor que tenga a todos, puede darse, de forma más o menos visible, que
su amor hacia uno en concreto sea mayor. Hay infinidad de causas que lo pueden
motivar:
- el tenerlo a cierta edad o cuando ya no lo esperaba.
- el carácter del jovencito, que los puede revitalizar
y hacerlos sentir rejuvenecidos.
- el tener más tiempo para disfrutarlo, ya con la
experiencia del pasado y sin tantas preocupaciones.
- poseer afinidad en el carácter o los gustos; etc.
Una historia bien conocida y de la que
podemos aprender
Cuando vemos a
ciertos personajes bíblicos con hermanos, siempre nos ponemos de parte de uno
de ellos –“el bueno”- e, inmediatamente, desechamos al resto. Pero, si eres de
los que sientes la clase de emoción que hemos descrito en párrafos anteriores,
este es el momento ideal para hablar de ellos. Puede que, ahora sí, los
comprendas y veas qué lecciones puedes extraer de ellos para ti mismo. Esto te
llevará a empatizar –que no justificar- y, a la vez, a no caer en sus errores.
Esto podemos verlo en
un caso concreto: el de David. Puesto que hay similitudes entre los casos de
José y David, para no hacerlo repetitivo me centraré en este último.
Deja a un lado, por
ahora, lo que pensaron e hicieron sus hermanos y ponte en la piel de ellos, al comienzo de todo. Es humano que,
como vamos a ver, en su sano orgullo, en su estima propia, se sintieran heridos
y desplazados.
Ninguno de sus siete
hermanos mayores fue elegido por Dios para ser rey de Israel, sino el más
pequeño, el simple que apacentaba las ovejas y que tocaba el arpa. La Escritura
describe a David como “rubio, hermoso de
ojos, y de buen parecer” (1 S 16:12).
Puede que algunos de sus hermanos también fueran agraciados, pero, como sucede
en muchas ocasiones, el más
joven de la familia suele ser el que más brilla entre el resto, por esa mezcla
de inocencia, dulzura y bisoñez.
No solo era el más guapo, sino que, encima, lo
eligieron como el especial, el que
gobernaría, incluso sobre ellos. Es
fácil imaginar que esto no le sentó nada bien al resto. Creo que a nadie, ni a
ti ni a mí, nos hubiera hecho sentir bien. Más apuesto, más talentoso, tan
valiente que ya de mozuelo mataba leones y osos, y seleccionado para una misión
divina. Hasta tuvieron que sentirse humillados cuando aquel imberbe
derrotó a Goliat con una mera onda.
Mientras sus hazañas
quedaron escritas para la posteridad y la eternidad, apenas hay unas líneas
sobre sus hermanos. Si algo así nos hubiera acontecido –y si estás leyendo
estas líneas es porque, en otras circunstancias, así lo experimentas- nos
veríamos como segundones.
Con todo esto,
podemos llegar a entender –aunque no estemos de acuerdo- con el trato
despectivo que recibió de su hermano Eliab,
el primogénito. David, por orden de su padre, fue a llevarle comida a él y
otros dos hermanos en medio de la guerra en la que Israel estaba enfrascada
contra los filisteos. Al ver la situación, que todos los soldados estaban
aterrados y ningún hebreo se atrevía a luchar contra el gigante, habló a los
que estaban a su alrededor: “¿Qué harán
al hombre que venciere a este filisteo, y quitare el oprobio de Israel? Porque
¿quién es este filisteo incircunciso, para que provoque a los escuadrones del
Dios viviente?” (1 S. 17:26). A pesar de su ser, servicial y amable, de que
sus intenciones eran nobles, Eliab no lo soportó más y sacó todo lo que tenía
acumulado en su interior: “Y oyéndole
hablar Eliab su hermano mayor con aquellos hombres, se encendió en ira contra
David y dijo: ¿Para qué has descendido acá? ¿y a quién has dejado aquellas
pocas ovejas en el desierto? Yo conozco tu soberbia y la malicia de tu corazón,
que para ver la batalla has venido” (vr. 28).
Posiblemente, nosotros habríamos reaccionado de la
misma manera. Puede que ya lo hayamos hecho en nuestra vida, fuera en el pasado
o en el presente, y nuestra reacción, como la de Eliab, sea impropia, fruto de
sentirse desplazado, superado o
infravalorado.
¿Qué puedes hacer?
Lo que voy a citar es
muy básico, pero luego aplicarlo no le resulta fácil a todos, y más si, en tu
caso, has luchado contra sentimientos de inferioridad, de incomprensión por
parte de tus padres o de desarraigo hacia tus hermanos.
1) No te compares con
ellos. Sean como sean, mejores en algunos aspectos respecto a ti y peores en
otros, no entre en ese juego pernicioso. No ganas nada con ello.
2) Deja la envidia a
un lado. Si cumples el primer punto, este segundo vendrá como consecuencia de
manera natural.
3) Desarrolla y usa
tus talentos y dones, sin pensar en los suyos, sean cristianos o no. No olvides
que es el Espíritu el que reparte los dones como quiere (cf. 1 Co. 12:11).
4) Cuando te fijes en
ellos, que sea para ver qué puedes aprender, tanto de sus aciertos, para
imitarlos, como de sus errores, para no repetirlos.
5) No hagas como los
hermanos de José: no aborrezcas a ninguno de ellos, ni aunque tus padres ame
más a alguno o tenga un estatus o posición socioeconómica superior a la tuya.
6) Que tus padres te
hayan tratado de una forma u otra no quitan lo que debes recordar siempre: lo
que el Padre, Dios, aprecia, por encima de todo, es el corazón (cf. 1. S. 16:7)
y la fe (cf. Mt. 8:10).
Aprende a llevar a
cabo estos puntos tras reflexionar sobre ellos, y verás cómo todo cambia en tu
interior.
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