Callado. Tímido. Humilde. Silencioso. Inteligente.
Amable. Formal. Educado. Bien vestido. Entregado al Señor. Sirviéndole con su
talento, que era tocar la guitarra. Así lo recuerdo. Y no solo yo, sino todos
aquellos que lo conocieron. No hablé muchas veces con él, ya que era un joven
adolescente de entre las más de cuatrocientas personas que había en aquella
congregación y no me movía en su círculo. A pesar de su corpulencia física, su
personalidad tranquila le hacía pasar desapercibido.
Bastantes años después de mi marcha de aquel lugar,
que terminó siendo un hábitat lúgubre y siniestro, me hablaron de este mismo
chico, que ya había cumplido los treinta años. Me quedé estupefacto: era una
especie de hippie, iba a playas nudistas con su novia, usaba un lenguaje
malsonante, y su nuevo look consistía en llevar la mitad del pelo rapado y la
otra mitad largo. Más allá de sus renovadas aficiones o gustos estéticos, su
nuevo estilo de vida iba aparejado a la actualización
de sus creencias o, más bien, a la ausencia de ellas: dudaba de la propia
existencia de Dios.
Un cambio tan radical es llamativo en grado sumo y, a
la vez, triste de observar. Si fuera el personaje de una novela, nos
descolocaría. Pero, siendo alguien real, de carne y hueso, nos estremece el
alma.
¿Por qué?
¿Qué le sucedió para esa transformación? ¿Qué le llevó
a romper con su pasado de forma tan abrupta? ¿Cómo una persona puede cambiar
tanto, hasta el punto de parecer otra completamente distinta? En el caso que
nos atañe, la respuesta la encontramos en cómo reaccionó ante el abuso
espiritual que padeció y a los sentimientos que esto le provocó, que no supo
gestionar, y que le condujeron a experimentar el odio más absoluto hacia el
causante y otros mandamases. Ardía en
ira, pero se la guardaba. Durante todos los años que estuvo en aquella iglesia, no dijo nada sobre lo que le removía las entrañas. Agachaba la
cabeza, sonreía y obedecía. Ahí no le puedo reprochar nada. Es muy fácil
señalar, a toro pasado, qué podría haber hecho o dicho cuando tocaba. Si, en las pocas ocasiones en que me atreví a
disentir, se me reprendió con toda dureza, donde se me consideraba un desobediente a mis pastores, haciéndome
sentir falsamente culpable, puedo entender que otros prefirieran callar.
Hasta que llegó el día y se desahogó con dicha persona
a la que odiaba: le dijo que ya no quería ser “el bueno”, el que se dejaba
pisotear, el que ponía buenas caras cuando le había hecho alguna jugarreta, el
que saludaba a personas que no quería ni ver y el que se callaba lo que tenía
que decir por miedo a ofender, a quedarse aislado o a ser un incomprendido. No
deseaba volver a experimentar la frustración y la amargura, que le hacían
sentir como un inútil.
Según su opinión, pasar página de todo lo anterior era
cerrar etapas, tomar las riendas de su vida, actuar libremente como quería, sin
ataduras ni opresiones, y alejarse del terror y el miedo. Como punto de partida,
tales intenciones eran válidas, necesarias y sanas. En mi caso, hice lo mismo:
apartarme de la hipocresía, de la doble moral, de la manipulación, del chantaje
emocional y de las falsas praxis eclesiales que formaban parte de un sistema
corrompido por aquellos que jugaban con los cristianos.
El problema vino con la segunda parte: olvidó lo
básico, que es el camino de Dios. Y no solo eso:
dejó que el odio hacia una persona en particular lo consumiera. El individuo en
sí había sido un líder respetado en
la música, al que se le consintió absolutamente todo, incluso el despotismo con
el que hablaba en ocasiones a los miembros del coro. Cuando se descubrió sus
relaciones extramatrimoniales –en plural- y cómo intentaba seducir a otras
mujeres, lo negó rotundamente. Durante ese tiempo, hasta que ya no pudo más
esconder la verdad, el joven del que hablamos lo apoyó y estuvo a su lado, lo
trató bien, le saludaba y le preguntaba cómo le iba todo. Era su manera de
pagar bien por mal. Y es de admirar dicha actitud. Pero se cansó, precisamente
por todo lo que tenía guardado en su foro interno contra dicho personaje. Le
confesó que le había maltratado,
engañado, traicionado, ninguneado, machacado, controlado, utilizado,
desvalorizado. Y que había sido un títere en sus manos durante
muchísimos años, al que manejó como le dio la gana en todos los ámbitos de su
vida.
Errando el tiro
Hasta aquí hizo lo
que tenía que hacer: expresarle sus emociones y hacerle consciente del mal que
le había causado. Salvo por el lenguaje un tanto extremo y no citado,
personalmente, por lo demás, me parece correcto y sano. Pero lo que vino luego
muestra que se pasó de frenada. No tanto por llamarle agresor sexual, mala
persona, hipócrita, aprovechado, oportunista, engañador y abusón, o por decirle
verdades como templos, como que había pisoteado muchísimas vidas y dejado un
montón de cadáveres a su paso, habiendo creado solo odio y destrucción por
donde había pasado, sino por una serie de insultos malsonantes que le dedicó,
que prefiero omitir. Y, por encima de todo, por señalar cuánto lo odiaba, con
todas sus fuerzas, por el mal que había causado.
En un momento de ira,
de desesperación, de desgarro emocional, se puede llegar a entender dicha
reacción a nivel humano. Como ya conté cuando hablé de la iglesia sectaria en
la que estuve, también experimenté ira, así que me puedo poner en su piel. Lo
que vino después, ese giro de ciento ochenta grados en su vida, ya no tiene
justificación alguna. Se puede estar
descolocado un tiempo, desconcertado unos meses, pero no abandonar a Jesús, que
lo ofreció todo por nosotros. La cruz de Cristo
vino a redimir, no a condenar, y si un sitio o una serie de personas logran lo
contrario, uno se aleja lo más posible, pero no del Redentor.
Cuando se asienta la
vida en las emociones, en la fe en
los hombres, en las actividades eclesiales o en cualquier otra cosa, sucede lo
que ya vaticinó Jesús en la parábola de los dos cimientos: “Cualquiera,
pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente,
que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y
soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba
fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las
hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la
arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron
con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mt. 7:24-27).
Reconozco que no es
nada sencillo permanecer de pie en medio de las tinieblas, sean externas o
internas. Las emociones son tan abrumadoras que te pueden llevar a extraviarte
con una facilidad pasmosa. He visto muchos perdiéndose
a mi alrededor, incluso entre aquellos que parecían maduros y firmes en Cristo.
Lo único que lo impide es estar asentado sobre la Roca, que es Cristo.
En el caso de la persona mencionada, creía que,
alejándose de todo aquello, sería libre. Podría haberlo sido, pero, al rechazar
a Dios y odiar, esos fantasmas le acompañaron a todas partes y decidieron por
él, por lo que seguía siendo esclavo, haciéndose el daño a sí mismo.
La
experiencia de El Ahorcado
La historia que acabo de narrar reapareció entre mis
recuerdos mientras veía a Sofía Falcone, el personaje magistralmente
interpretado por la actriz Cristin Milioti en la
serie “El Pingüino”, de la cual ya hemos hablado ampliamente en los dos
artículos que preceden a este.
Nunca la había visto actuar y, si la memoria no me
falla, es la mejor actuación que he visto nunca de una actriz. Se nota que,
principalmente, su carrera se ha desarrollado en el teatro. Lo dicho:
extraordinario su papel.
Al principio parecía una más en la trama y que apenas
sumaba, siendo la hija del mayor mafioso de la ciudad, Carmine Falcone,
asesinado por Enigma, como
vimos en “The Batman.
¿Quieres ser “la venganza” o una bengala que ilumine en la oscuridad?” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2025/01/the-batman-quieres-ser-la-venganza-o.html). Pero cuando llegamos al cuarto y estremecedor
capítulo, nuestra forma de verla cambia por completo. Odiamos cómo actúa a
partir de entonces, pero la comprendemos por completo.
Durante diez años estuvo internada en el asilo de Arkham por múltiples asesinatos. Los llevaba a
cabo ahogando y ahorcando a sus víctimas, de ahí el sobrenombre de “El
ahorcado”. Tras su liberación descubrimos que ella no mató a nadie, sino que
fue su propio padre, que acabó incluso con la vida de la madre de Sofía cuando
esta era una niña. Para no ir a la cárcel, el padre la incriminó, comprando a
la Policía y a los médicos, haciendo que toda la familia testificara por
escrito contra ella, acusándola de tener problemas mentales. Lo que padeció durante
aquella década fue indecible, soportando un ambiente enfermizo, donde fue
sometida en diversas ocasiones a sesiones de electroshock, y donde tuvo que
cambiar su naturaleza pacífica en otra agresiva para defenderse de otras
presas, hasta el punto de que asesinó a una de ellas.
¡Imagínate que algo así te pasara! Para muchos que
pasan por una iglesia sectaria, sin llegar a estos límites, la experiencia
puede ser muy parecida. Desasosiego. Miedo. Culpa. Prohibición de actuar
libremente.
Toda su juventud, Sofía fue una chica encantadora,
que amaba a su padre y a su hermano, noble, de buen corazón, dadivosa y entregada a obras de caridad. Pero el
dolor tan terrible que le causaron la cambió para siempre. Los traumas, que
eran parte de su ser, y de los cuales no logró desembarazarse, la tenían
prisionera, aunque ya no estuviera entre rejas.
¿Qué hizo tras
liberarse? ¿Comenzó de nuevo, lejos de su miserable familia? ¿Buscó la paz? ¿Se
apartó de todo lo malo que la rodeaba? Nada de eso. Para empezar, entró en el negocio delictivo de su difunto padre,
maquinando para hacerse con el control de la organización criminal. Luego le
pegó un tiro a bocajarro a su tío por contradecirla. Secuestró a una anciana
–la madre de Oswald, alias el Pingüino- porque este había asesinado a su
hermano y la traicionó. Le dijo a sus lacayos que pusieran una bomba bajo una
barriada, lo que provocó la muerte de decenas de personas, no solo de mafiosos,
sino también de inocentes.
Aunque aparentaba
tranquilidad, era un torbellino de emociones. ¿No habían maquinado contra ella
para hacer creer a los demás que estaba loca? Pues ahora se comportaba como
tal, de forma díscola. De la Sofía humilde y cariñosa apenas quedaba nada, solo
una mente ansiosa que maquinaba a fuego lento su venganza. Y así lo hizo: tras
cenar con su familia, se puso una máscara para protegerse y los gaseó a todos.
Solo salvó a la hija pequeña de su prima para que le sirviera de coartada.
Aprendiendo
de los errores ajenos
De ambas vivencias –la real, contada al comienzo de
este escrito, y la ficticia, la de Sofía Falcone-, podemos aprender que el
odio, la amargura y el rencor, impiden, siempre, cerrar las heridas del pasado,
imposibilitando una mejor vida y conforme a la verdadera voluntad de Dios. Es
como un cáncer que carcome, sin prisas pero sin pausa. Incluso a las que
consideramos buenas personas, les destruye si no saben qué hacer con dichas
emociones. Es como si se ahorcaran a sí mismos. Por eso Sofía acabó de nuevo
con sus huesos en prisión, y el joven del que hablamos al comienzo en su propia
prisión mental. Ambos se convirtieron en aquello que decían odiar en los demás.
¿De verdad hay ex-cristianos que creen que ahora sí lo están haciendo bien? ¿Creen
que son sus mejores versiones por
usar un vocabulario soez, por despotricar de los que seguimos siendo
cristianos, por tener relaciones sexuales con cualquiera con el que se presente
la ocasión o por haber perdido el pudor sano? ¿Acaso piensan que están
demostrando ser mejores que aquellos que cometieron el atropello contra ellos
al llevar ese estilo de vida, que no incluye a Dios? ¿No proclamaban a los
cuatro vientos que Jesús era el Señor de sus vidas? Vino la tormenta y la barca
se hundió porque, realmente, no lo era.
Al actuar así, estas personas están demostrando que no
aprendieron nada. Escaparon del abuso espiritual para convertirse en un alma fea, independientemente de cómo fueran
físicamente, de lo bien que les fuera
todo o del éxito social que alcanzaran.
¿La lección? Está muy clara. Ya tienes el testimonio
de otras personas para no seguirlos y no conducirte por la misma senda oscura.
No vayas de víctima, pero tampoco de verdugo. Que tu mirada y tu fe estén
puestas en Jesús (cf. He. 12:2), no en el hombre, ni en lo que hagan o dejen de
hacer los demás.
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