Venimos de aquí: ¿Qué puedes aprender de la crisis del coronavirus? Que debes elegir VIVIR en lugar de dejarte consumir por el
dolor (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/06/9-que-puedes-aprender-de-la-crisis-del.html).
Aunque, sin duda alguna, esta décima y antepenúltima
lección es la más importante de todas y debería haber ocupado el primer lugar
en cuanto a su publicación, no he querido hacerlo antes por una razón muy
sencilla: al principio de declararse el Estado de Alarma y el confinamiento en
España (que es de donde escribo), cuando todo estaba en su apogeo y el número de
fallecidos diarios era tremebundo –lo cual no quiere decir que los que siguen
muriendo a día de hoy tengan menos relevancia por ser menor el número- la
inmensa mayoría de las personas estaban experimentando unas elevadísimas dosis
de tensión, miedo y ansiedad, y en esas circunstancias es muy difícil pensar y
reflexionar. Y lo que voy a exponer hoy, la decisión que cada individuo debe
tomar, tiene que basarse en la reflexión y en la convicción, no en el miedo.
Es cierto que Jesús expuso de manera clara y contundente
las consecuencias de rechazarle de plano, y que dicha verdad es parte de Su
mensaje. Dicha parte que a muchos no les agrada la expresó de manera magistral
C. S. Lewis, el autor de Las Crónicas de
Narnia: “En última instancia sólo hay
dos tipos de personas: los que dicen a Dios ‘hágase tu voluntad’ y aquellos a quienes Dios dirá, al fin (de
la historia), ‘hágase tu voluntad’.
Todos los que están en el infierno lo han elegido. Sin esta opción personal no
habría infierno”.
Ahora bien, basarse exclusivamente como hacen muchos
en el miedo o en el infierno para “inducir” y “empujar” a alguien a tomar una
decisión del calibre que voy a presentar lo considero bastante desacertado, y
yo no respondo por lo que otros hagan. Bien dijo Carlos Martínez García en un
reciente escrito que “pretender que la gente sea receptiva del Evangelio de
Jesús atemorizándola, ejercer chantaje diseminando pavor y asegurar que
solamente unos pocos iluminados tienen la capacidad para entender los designios
de Dios (los gnósticos avezados en el ´dominó bíblico`), es simple y llanamente
una tergiversación del fondo y forma en que Jesús el Cristo desarrolló su
ministerio y, en consecuencia, la misión que asignó a sus seguidores y
seguidoras”[1].
Además, según mi punto de vista, toda fe que nace y se
sustenta en el miedo, más temprano que tarde desaparece, en cuanto las
circunstancias son más positivas a las que vivimos actualmente en estos tiempos
oscuros.
Por todo lo reseñado, creo que ahora es un momento más
propicio, aunque la situación siga sin ser de absoluta normalidad y sin que
podamos saber con seguridad qué nos deparará el futuro en los próximos meses y
años.
Una mentira
que todos citan y que es falsa: “La muerte es lo único que no tiene solución”
Sé que la siguiente
frase nadie quiere oírla, y que si alguien la cita le suelen decir que “es un
cenizo” o “negativo”, e incluso algunos se marchan cuando surge la
conversación. Pero la diré, guste o no: todos vamos a morir. Sea por el
Covid-19, por un accidente casero o laboral, por cualquier tipo de enfermedad o
sencillamente por la propia vejez: “Todo
tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo
de nacer, y tiempo de morir” (Ec. 3:1-2). A todos nos va a llegar la hora y, en la
inmensa mayoría de las ocasiones, sin previo aviso ni tiempo para pensar. En
cualquier momento pueden venir a pedirnos nuestra alma (cf. Lc. 12:20).
Nuestros días están
contados. Lo fácil para muchos, para no pensar en ello, es evadir el tema. Sin
embargo, es necesario hacerlo sí o sí. Y para esto no encuentro mejor manera a
día de hoy que prestar atención a la conversación que tuvieron Jesús y Marta
(cf. Jn. 11:21-27). La hermana de Lázaro vino corriendo a Jesús a echarle en
cara que no hubiera venido antes a sanar a su hermano Lázaro, cuando sabía que
estaba enfermo y que por eso había muerto:
-
Y Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría
muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará.
-
Jesús le dijo: Tu hermano resucitará.
-
Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero.
-
Le dijo Jesús: Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.
¿Crees esto?
-
Le dijo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.
Yo
voy a morir. Tú vas a morir. Ni asistir a ceremonias religiosas, pertenecer a
una religión u otra o pensar en positivo lo impedirá. Y tampoco hará que
“resucitemos”. Lo única opción está en el que resucitó de entre los muertos,
que es el Dios de la vida.
Por
lo tanto, la muerte sí tiene solución. Ahora eres tú el que tiene que responder
a la pregunta que Él hizo, puesto que de ello depende todo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Jn. 11:25-26). ¿Qué
tienes que decir al respecto? Creer es dar un paso de fe basándose en una
verdadera creencia interna bien meditada. Al igual que nadie en su sano juicio
dice en su boda “sí quiero” cuando realmente “no quiere”, la fe requiere saber
lo que se está haciendo. Lo que es contrario a esto, será temporal y vacío.
¿Basta con “creer” o es necesario asumir
las consecuencias del peor virus que existe?
Muchos
dirán, dependiendo de si son católicos o evangélicos: “Yo creo mucho en Dios”,
“voy a misa”, “voy al culto”, “participo de la semana santa”, “le rezo a la
virgen, a los santos y a los ángeles” o “yo obedezco a mi pastor y soy fiel”.
Otros se expresan de esta manera: “No he hecho grandes cosas malas”, “todos
cometemos errores y tenemos fallos”, “nadie es perfecto”, “me he ganado el
cielo y descansar eternamente”. Frases llenas de estereotipos y prejuicios que
no se basan en lo que Jesús enseñó durante su ministerio. En definitiva, todos
se creen “justos” o lo suficientemente buenos para entrar por las puertas del
cielo con total tranquilidad. La realidad es otra: “Jesús no viene a un mundo lleno de hombres
que son conscientes de su necesidad. La mayoría confía en su propia luz que,
obviamente, es inadecuada... son demasiado orgullosos, y no quieren renunciar a
su luz para cambiarla por la luz verdadera, que es la única que ilumina. El
efecto de esa luz verdadera es que muchos hombres siguen estando ciegos, ya que
ellos por voluntad propia se niegan a mirarla”[2].
No
pienses en esa persona que crees que es mucho peor que tú. Tampoco pienses en
ese pobrecito que vive en una selva perdida y que nunca ha oído hablar de Jesús.
Olvida ambas ideas puesto que son la excusa perfecta que muchos presentan para
eludir responsabilidades personales. Esto es algo que te concierne a ti y así
tienes que planteártelo, con tu nombre y apellidos. La realidad es que ninguna
de estas “creencias” y “acciones” salvan a nadie aunque sean con buenas
intenciones o con piedad. Y la razón está muy clara: hay un virus infinitamente
peor que el Covid-19 y del que nada salva, y que se llama “pecado”.
Repitiendo
lo que he dicho en incontables ocasiones en todos estos años de blog, lo
explicaré de nuevo de la forma más sencilla posible: Incluso aunque hacemos
cosas “buenas”, todos nosotros nacemos con una naturaleza inclinada al mal, al pecado,
que literalmente significa ni más ni menos que “errar el blanco”. Erramos el
blanco en el sentido de que fallamos en cumplir la voluntad de Dios y Su Ley. Por
eso, en muchas ocasiones, aunque sepamos qué es lo bueno, hacemos lo malo, como
dijo Pablo de sí mismo: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero, eso hago. [...] Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley:
que el mal está en mí” (Ro. 7:19,
21).
¿Consecuencias?: “No hay justo, ni aun uno [...] Por cuanto todos pecaron, y están
destituidos de la gloria de Dios [...] la paga del pecado es muerte” (Ro.
3:23; 6:23a). Y esa muerte no se refiere únicamente a la muerte física, sino a
la condenación eterna. Aunque redujéramos/resumiéramos toda la Ley como hizo
Jesús a dos mandamientos principales (“Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.
Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”), no creo que nadie fuera capaz de decir que
cumple esos dos mandamientos en todo momento y en todo lugar.
Muchos creen –fruto
del folclore popular- que, tomando una balanza, Dios tendrá en cuenta que sus
obras buenas “pesan” más que las malas, y que así les dejará entrar a Su
presencia. Nada más lejos de la realidad. Como dijo Jesús, en términos
absolutos, “bueno” solo es Dios (cf. Mr. 10:18). En nuestro caso, la naturaleza
malvada –el pecado- impregna y mancha todo nuestro ser. Un Dios santo no puede
permitir que un pecador esté ante Él. Pero, por puro amor, Él mismo diseñó un
plan para revertir esa situación. Se hizo hombre y decidió pagar por nuestros
pecados al morir en la cruz en lugar de nosotros. Allí todos los pecados de la
humanidad (los tuyos y los míos) fueron “volcados” sobre Jesucristo. Él pagó el
precio de nuestra salvación. Allí, la deuda que teníamos quedó cancelada para siempre
(Col. 2:14) y se nos regaló la salvación eterna (Ro. 6:23b). ESE ES EL
SIGNIFICADO Y EL PROPÓSITO DE LA MUERTE DE CRISTO EN LA CRUZ y que tantos
desconocen. Este es el mensaje que Jesús le dijo a los apóstoles que predicaran
(cf. Mr. 16:15).
Te toca decidir
El mensaje es claro
como el agua. No hace falta ser un erudito para entenderlo. Ahora eres tú el
que debe decidir qué hacer con ese mensaje: aceptarlo, rechazarlo o ignorarlo,
que viene a ser lo mismo que rehusarlo. No hay más. O dices “sí creo” o “no
creo” y sigues viviendo como hasta ahora. ¿Que prefieres seguir tu propio
camino? Entonces no tengo nada más que decirte. Ya eres mayorcito. ¿Qué aceptas
esta verdad? Entonces te diré qué hacer: En un momento de inflexión, al igual
que las palabras que se pronuncian en los votos matrimoniales y que determinan
que una pareja ya está casada, puedes decir con tus propias palabras: “Señor, soy pecador y he vivido de espaldas
a ti. Creo que moriste en la cruz por mí y que resucitaste para regalarme la
vida eterna. Me vuelvo a ti y a partir de ahora te pido que seas el dueño de mi
vida”.
Si tus palabras han
sido realmente sinceras, a partir de ese momento, y como enseña el Nuevo
Testamento de principio a fin, tu nombre ya está escrito en el Libro de la Vida
puesto que ante los ojos de Dios ya eres considerado perfecto, aunque ante ti y
los demás no lo seas. Por eso Pablo llama “santos” a los cristianos, a todos
los cristianos que han dado ese paso, y no como hoy en día, que se cree que un
santo es aquel que ha llevado una vida casi perfecta y ha hecho milagros
después de muerto.
A partir de ahí, si
lo has hecho de corazón, tu vida cambiará. Es una consecuencia natural.
Desearás saber más y más del Dios que te ha salvado. Él te hablará por medio de
su Palabra a tu mente y a tu corazón, y por medio de ella te hará ver qué
tienes que cambiar. Aquellas cuestiones que te parecían buenas, si son pecado
lo descubrirás y así podrás abandonarlas. Querrás agradarle en todo lo que esté
en tu mano en gratitud a lo que ha hecho por ti. Le hablarás para abrirle tu
corazón, con tus miedos, alegrías y tristezas. Tu mente irá cambiando a medida
que conozcas sus promesas que te proporcionarán paz en las tormentas de la
vida. Tus valores serán transformados. Y descansarás sabiendo que Él te
perdonará y te levantará siempre que “yerres el blanco” y le pidas perdón. Así
de grande es Dios: “Porque de tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en
él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
Conclusión
Como dice Morris, “en el mundo antiguo, todas las
civilizaciones le tenían un miedo atroz a la muerte. Se trataba de un
adversario cruel al que todo el mundo temía, y al que nadie podía vencer. Pero la resurrección de Jesús supuso que
sus seguidores ya no tendrían nada que temer. Para ellos, la muerte ya no
sería un aterrador enemigo al que no se podía hacer frente. La muerte ya no
contaba con su aguijón, ya no iba a ver la victoria (1 Co. 15:55). [...] Los
que confían en Jesús, aunque van a morir, vivirán. Esta paradoja saca a la luz
la gran verdad de que la muerte física no importa demasiado. Puede que los
paganos o los no creyentes vean la muerte como el final de todo, pero no es así
para los que creen en Cristo. Morirán, en el sentido de que pasarán por lo que
llamamos la muerte física, pero no morirán en un sentido pleno. Para ellos, la
muerte es la puerta para pasar a una vida de perfecta comunión con Dios”[3].
Nuestras creencias se
sustentan en un Ser vivo y eterno, que murió voluntariamente por nuestros
pecados y por amor, y que resucitó de entre los muertos para darnos vida eterna
a todos los que creyeran en Él y en lo que hizo en la cruz: “Que Cristo murió por
nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que
resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Co. 15:3-4).
“¿Qué pasará un solo instante después de morir? La
respuesta para los que se han reconciliado con Dios, a través de Jesucristo, es
que instantáneamente pasarán a la misma presencia del Señor, aunque aquí en la
tierra se estén produciendo todo tipo de lamentos, de gestiones burocráticas
para el sepelio y el duelo que resultará tras la desaparición del finado,
pero quienes ´mueren en el Señor`, cuando exhalen su último aliento aquí
en la tierra, estarán insuflando en su plenitud la vida eterna”[4].
Por eso, cuando la muerte física se manifieste –dando
paso a la verdadera VIDA- podríamos decir que la “persona no ´experimentará` la muerte
porque, aunque le llegará, no la notará más de lo que notaría la caída de una
hoja del árbol bajo el cual está sentado, leyendo un libro. La muerte le llega,
pero él ni la ve ni la nota”. Esa debe ser la actitud de todo aquel que ha
puesto su confianza en Cristo y ante la perspectiva de la eternidad”[5].
En breve continuará.
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