Por mi mente pasan de manera
prácticamente continua temas de los que me gustaría escribir tarde o temprano.
Como no puedo dividirme en cien personas, tengo que ir seleccionando según creo
conveniente; así hago planes a corto, medio y largo plazo. Pero hay ocasiones en
que Dios altera estos planes por alguna circunstancia. Como dice el refrán: El
hombre propone y Dios dispone[1].
En este caso, no iba a tratar esta cuestión hasta dentro de dos o tres años,
siendo un apartado más dentro de una extensa serie que estoy preparando sobre estereotipos del cristianismo (ideas
erradas del mismo). Pero hace unas semanas sucedió un evento que adelantó este
punto en concreto.
Vergüenza
ajena
Si algo me hace sentir vergüenza ajena
es cuando contemplo a personas adultas comportarse como niños; o, lo que es
peor, como animales. Me encontraba en la azotea de mi casa haciendo gimnasia
cuando comencé a escuchar gritos demenciales. Me imaginaba de quiénes
procedían, ya que mis vecinos son una familia generacionalmente muy
problemática: abuelos, padres e hijos. Parece que han heredado unos de otros la
violencia verbal, las amenazas de agresión entre ellos, los sentimientos
de puro odio, el lenguaje vulgar, las rupturas matrimoniales que acaban como el
rosario de la aurora, etc. Hasta el perro que tenían cuando yo era pequeño
(parecido a Cerbero, el monstruo de
tres cabezas de la mitología griega), era agresivo y me infundía terror. Al
verlo asomar por la calle, el que escribe estas líneas salía corriendo a
esconderse a la velocidad del rayo en su propia casa. En otras ocasiones no me
daba tiempo a entrar y, a pesar de que el vecino decía que “no hacía nada”, se
me ponían los vellos como escarpias y tiraba el balón en dirección opuesta a la
mía para que se alejara.
Sorprendentemente, en esta ocasión los aullidos no venían de mis vecinos, sino
del ex marido de mi vecina, un hombre de unos cuarenta años de edad y que se
había acercado por la casa. No sé la razón exacta, pero la discusión tenía que
ver con los hijos pequeños que tenían en común. Él le espetó a ella todos los
insultos que aparecen en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Entonces
salieron a la calle los hijastros de ella junto a su nueva pareja, mi vecino de
toda la vida y también divorciado: un antiguo guardia de seguridad al que le
retiraron la licencia de armas... Las amenazas de muerte entre ambos subieron
de tono, hasta que el ex sacó del
coche un palo de golf. Como puedes imaginar, no era para jugar el torneo del
Abierto Británico. Como réplica, mi vecino agarró una cadena del estilo del
personaje de cómic Ghost Rider (El
motorista fantasma). Como dos boxeadores esperando a ver quién se lanzaba
primero al ataque, se mantuvieron a dos metros de distancia. Finalmente, y
cuando algunos vecinos estábamos a punto de llamar a la policía, el ex se marchó en su coche avisando de
futuras acciones funestas.
Esperemos que la sangre no llegue al
río, pero la realidad es que nadie sabe cómo acabará esta historia. Ya hemos
sido prevenidos seriamente para que nadie se vea salpicado en un posible acto
de violencia entre familias ajenas.
El problema, como cristiano que me
considero, va un paso más allá del descrito: cuando entraron en su casa, y como
nuestros patios dan el uno al otro, escuché como ella decía todo tipo de
improperios contra su ex. Lo llamativo en este caso es que dice ser cristiana,
e incluso se reúne con otros...
¿Juzgar
o no juzgar?
Antes de proseguir, y para que nadie me
acuse de “juzgar” a esta mujer, quiero hacer una matización importante que ya
he hecho en más de una ocasión. Tanto los que no son cristianos como muchos que
sí lo son, creen que un creyente no puede juzgar. Para argumentarlo citan las
palabras de Jesús: “No
juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mt. 7:1).
Pero cuando dijo
esto lo hizo con un doble sentido:
a)
En el sentido de juzgar condenando y maldiciendo como si el Juicio Divino nos perteneciera a nosotros. Ni siquiera
el arcángel Miguel tuvo tal atrevimiento, ni siquiera contra el diablo: “No
se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te
reprenda” (Judas 8-9). Las intenciones del corazón únicamente las
conoce Dios y Él en exclusiva las juzgará (cf. 1 Co. 4:5).
b) En el sentido de no hacer juicios con
ligereza como los que llevaban a cabo los hipócritas fariseos, que se
consideraban superiores al resto de la sociedad.
Teniendo estos dos aspectos claros,
tenemos que saber que sí podemos juzgar. Es más, debemos hacerlo. De ahí las
otras palabras de Jesús:“No juzguéis
según la apariencia, sino juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Se nos
exhorta a juzgar toda enseñanza (cf. Hch. 17:11), todo espíritu (cf. 1 Jn. 4:1), toda profecía (cf.
1 Co. 14:29) y a todo aquel que se hace llamar “apóstol” (cf. Ap. 2:2)[2].
Por
lo tanto, en el sentido que hemos visto, no puedo juzgar a esta señora como
persona, pero sí sus acciones, al igual que muchas historias bíblicas exponen
el pecado. Esto nos servirá como punto de partida para tratar el peliagudo
asunto que voy a exponer.
¿La
hipocresía de los cristianos?
He aprendido muchísimo a lo largo de mi
vida escuchando a las personas. Les hago preguntas, guardo silencio, miro sus
gestos faciales, sus ojos, la postura del cuerpo, etc. Es la mejor manera de
hacer empatía. Al final puedes ver su
interior sin necesidad de ser muy listo. Basta con observar atentamente, aunque
sea con disimulo. De esta manera, terminas deduciendo incluso cuándo te mienten
o te ocultan parte de la verdad. El agresivo, el tímido, el extrovertido, el huraño,
el compasivo, el pasivo, el nervioso, el pacífico, el de doble vida, etc., se
delatan a sí mismos. Al igual que “de la
abundancia del corazón habla la boca” (Mt. 12:34), las expresiones
corporales manifiestan en muchas ocasiones lo que esconde el alma.
Al escuchar y entrar en la piel de
aquellos que no son cristianos he descubierto que muchos piensan que los
cristianos son unos hipócritas, una de las acusaciones principales que hacen
contra ellos (entre otras muchas que analizaré en el futuro). Algunos lo
expresan abiertamente. Otros callan para no ofender, pero sus gestos de
desaprobación son inequívocos. Sencillamente, ellos observan la realidad, el
día a día, y ven que los que se dicen seguidores de Jesús viven como si no lo
fueran. Por seguir el ejemplo de mi vecina (aunque luego hablaré directamente
de mí): dice ser cristiana y se reúne en una congregación con otros creyentes
donde escucha la Biblia. ¿Cuál es la otra cara de la moneda?: vive con un
hombre con el que no está casado, que no profesa ni de lejos la misma fe; es
más, blasfema cuando lo considera conveniente y más de una vez le ha prohibido
a su “novia” mentar a Dios en su casa. Por lo tanto, ella está en “yugo desigual” (algo que no oculta a
nadie), lo cual está terminantemente prohibido en las Escrituras (cf. 2 Co.
6:14). Aparte, su vocabulario no está precisamente santificado.
Este es un caso extremo, aunque no tan
inusual como se cree. Por eso me quiero dirigir a aquellos que no comparten mi
misma fe y acusan a los que dicen ser cristianos pero viven de manera opuesta a
las enseñanzas de la Biblia. Como os entiendo perfectamente, es hora de hablar
con total claridad.
Falsos
cristianos
Tenemos que empezar por hacer una
distinción importante: no todo el que dice ser cristiano lo es verdaderamente.
Que una persona afirme creer no significa absolutamente nada. Hasta los demonios
creen pero no viven como Dios enseña, sino que tiemblan (cf. Stg. 2:19). Jesús
fue muy claro al respecto: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo? [...]
No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino
el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en
aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos
fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les
declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Lc. 6:46; Mt. 7:21-23).
Los que no son
creyentes tienen que aprender a no encasillar por igual a todos aquellos que
dicen serlos. Si alguien me dice que el mejor jugador del Real Madrid es Messi,
tendré muy claro que no tiene ni idea de fútbol. Llevando al terreno de la fe
la misma idea, la persona que no lleva a cabo en su vida principios básicos que
se encuentran en las Escrituras probablemente no será cristiana por mucho que
afirme que lo es. El individuo que vive en adulterio, que es un mentiroso
crónico, que está lleno de rencor, que
paga mal por mal, que odia a los enemigos, que no ora exclusivamente a Dios en
el nombre de Jesús sino también a figuras religiosas, que manipula a las masas
para enriquecerse y vivir en prosperidad, etc., con total seguridad no es
cristiano en el sentido bíblico del
término. A causa de estos falsos creyentes, “el nombre de Dios es blasfemado
entre los gentiles” (Ro. 2:24).
Por mucho que tenga por costumbre llevar
a cabo algunas prácticas cristianas o tradiciones de su rama confesional, es
alguien que adopta lo que le gusta de ellas pero tolera todos aquellos pecados
que le gustan o le atraen: el vocabulario vulgar, las borracheras, las
relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio, la pornografía, la soberbia,
la consulta al horóscopo y demás instrumentos
adivinatorios, etc. Estos, que mezclan algo
de cristianismo con una vida pecaminosa, son los que se toman la fe como si
fuera una especie de escudo ante el juicio divino, creyendo erróneamente que
así alcanzarán la salvación cuando les llegue el momento de la muerte. Aunque
tienen apariencia de piedad, están en tinieblas. Son
“aquellos cuyas vidas y palabras no
representan adecuadamente un Dios santo, justo, compasivo y amoroso”[3].
Con todo esto no quiero decir que sean
malas personas per se (como tampoco
lo es mi vecina), sino que se han creado una religión a su propia medida, muy
lejana a la fe descrita en la Biblia. Por eso, recuerda: al igual que los ultras de un equipo de fútbol no
representan a todos los seguidores de ese club, no todo el que se hace llamar
cristiano tiene que serlo.
Los
pecados de los cristianos verdaderos
Si aquellos
de los que hemos hablado fueron en algún momento del pasado cristianos o no, es
un debate teológico en el que no entraré aquí. Pero, ¿y qué de los que a día de
hoy son verdaderos cristianos? ¿Qué de aquellos que tienen a Jesús como Señor y
Salvador? ¿Qué ocurre cuando, a pesar de todo, se observa que fallan?
Lo que
convierte a una persona en un verdadero cristiano lo expliqué en No soy religioso, ni católico, ni
protestante: Simplemente cristiano: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html. Pero, una vez dado ese paso, Jesús
especificó cuál era la señal distintiva del creyente: “Por sus frutos los conoceréis”
(Mt. 7:20). Y estos
frutos abarcan las buenas obras por
un lado (p.ej: ayudar a los pobres, visitar a los huérfanos, ser dadivoso,
servicial, etc.), y el fruto del Espíritu por otro: “ Mas el fruto del
Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza” (Gá. 5:22-23). Todo
esto tiene un propósito, que no es la gloria personal sino la de Dios: “Así alumbre vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielo” (Mt. 5:16).
Ahora bien, ¿siempre
exteriorizan este tipo de frutos los cristianos? No, y el que diga lo contrario
miente o se engaña a sí mismo. En lugar de glorificar el nombre de Dios, se le
trae deshonra. En ocasiones, lo que se observa es el fruto de la carne (el pecado):
“enemistades, pleitos, celos, iras,
contiendas, disensiones, herejías, envidias, ...” (Gá.
5:20-21). Por causa del pecado, hay cristianos verdaderos que cayeron en
adulterio (aunque luego se arrepintieron). Por causa del pecado, hay cristianos
verdaderos que dividieron familias e iglesias por su incapacidad de reconocer
sus errores. Y la lista es bien larga, como detallé en Cuando el pecado entra en la
iglesia (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/03/cuando-el-pecado-entra-en-la-iglesia.html).
Los cristianos no
siempre están a la altura de las circunstancias. A lo largo de la historia de
la humanidad han cometido multitud de errores. La misma Biblia está llena de
historias de muchos creyentes que fallaron estrepitosamente. En el presente,
los cristianos yerran igualmente: a veces carecen de humildad y se muestran
soberbios, orgullosos y prepotentes; a veces no distinguen entre juzgar las acciones y juzgar a las personas; a veces muestran
una doble cara; no
siempre ofrecen ayuda cuando se les pide ni son serviciales en todo momento; no
siempre aman a Dios con toda su mente y corazón, ni a su prójimo como a sí
mismos; en ocasiones el amor del que predican brilla por ausencia en sus
propias vidas; algunas veces no muestran bondad, misericordia y compasión por
el que ha pecado; no siempre están junto al que lo necesita en momentos
determinados; no siempre tienen contentamiento con lo que poseen a pesar de que
suelen tener lo suficiente para vivir; no siempre son agradecidos ni valoran
las virtudes ajenas; no siempre se interesan por el estado emocional y
espiritual de sus hermanos; en ocasiones se muestran envidiosos; de vez en
cuando hieren con sus palabras y son chismosos; no siempre ayudan
económicamente aunque puedan hacerlo; no siempre comparten sus posesiones materiales ni abren
las puertas de sus casas; no siempre muestran empatía; etc. En definitiva: no
siempre predican con el ejemplo.
Aquí cabrían las
palabras que Ghandi le dijo a un misionero: “Me gusta tu Cristo, pero no me gustan tus
cristianos. Tus cristianos son tan diferentes de tu Cristo”. La acumulación de ciertos elementos como los citados ha llevado a muchas personas a no querer
saber nada del cristianismo ni a desear escuchar lo que el cristiano tiene que
decir. ¿Por qué? Como respondería alguien que no es cristiano: “Sus
acciones hablan tan fuerte
que no oigo sus palabras”.
Mis
propios pecados
No soy
responsable de muchas cuestiones que no comparto dentro del cristianismo
institucional ni tengo culpa de los pecados ajenos. Ahora bien, sí lo soy de
mis propias acciones. Esto incluye algunas de las que he citado de manera
genérica en el párrafo anterior. Y es de eso de lo que quiero hablar ahora, especificando
un poco más, porque no soy ni me siento superior a nadie. Así también le
quitaré a más de uno la sensación de que estoy apedreando como un fariseo a todos los demás mientras que yo me
escapo de rositas.
No hace
falta ser un Sherlock Holmes para descubrir que no tengo nada de perfecto.
Bastaría que pasaras conmigo un día llevando papel y bolígrafo para anotar
todos mis fallos. Para poner un ejemplo claro y centrarme en un único aspecto
del fruto del Espíritu (la señal del creyente), diré que no siempre
manifiesto “paciencia” (Gá. 5:22). Hay circunstancias que sacan a relucir la
versión menos amable de mí mismo. Aunque Dios me ha enseñado muchísimo al
respecto en los últimos años, internamente suelo ser impaciente con aquellos
que levantan la voz a la mínima ocasión. También me hierve la sangre cuando
escucho a otros cristianos tratando de imponer su opiniones en diversos temas no-esenciales
sin respetar que otros puedan pensar de manera diferente. Me conducen al hastío
los que se quejan de todo en la vida. Me cansan aquellos que piensan que mis
palabras están dichas o escritas con dobles intenciones. Me fatigan los que
únicamente se centran en lo malo o en lo que no les gusta de mí. Me indigna que
me mientan en la cara y que crean que no me doy cuenta (es como si te
consideraran “tonto”). Me pone nervioso hasta el extremo cuando alguien me
señala defectos que él mismo tiene. Me crispo cuando me miran con desprecio (creyendo
que no soy consciente de ello porque me hago el despistado), o cuando me entero
por terceras personas que alguien despotrica a mis espaldas y sin embargo luego
me trata en persona como si fuera mi amigo. Y por último: me desespero cuando
animo a una persona no creyente a buscar a Dios (sabiendo lo que hay en juego)
o a rectificar sus errores doctrinales si afirma creer y no mueve ni un dedo en
estudiar por sí mismo.
Aunque
no les pago mal por mal y procuro lo bueno (cf.
Ro. 12:17), por
norma general suelo alejarme emocionalmente de estas personas.
Visto
lo visto, y aunque como persona soy muy tranquilo y es muy difícil sacarme de
mis casillas (aunque no imposible), ante este tipo de circunstancias siento ira
e impaciencia (obras de la carne). Aunque
no lo exprese externamente, lo siento en mi interior. Sé perfectamente en mi
foro personal cuándo fallo y peco en diversos aspectos, como algunos de los descritos.
Puedo afirmar como aquella oración con la que terminaba muchos de sus discursos
Martin Luther King: “Señor, no soy lo que
debo ser ni lo que un día seré, pero te doy gracias porque no soy lo que era”,
y aún así escribir unas cuantas decenas de páginas sobre los errores que he
cometido en mis treinta y ocho años de vida. Como todo ser humano, “en
maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”
(Sal. 51:5).
Perfectos
o imperfectos
Si los cristianos fallamos, si los
cristianos caemos, si los cristianos pecamos, si los cristianos somos
imperfectos, ¿qué marca la diferencia entre ser cristiano o no serlo? ¿Somos
los cristianos perfectos o imperfectos? Es aquí donde hay que cambiar el
enfoque y dirigirlo al problema principal: no
todos los cristianos son hipócritas, ni mucho menos. Sencillamente, y aunque
parezca toda una paradoja (y verdaderamente lo es), somos seres humanos imperfectos ante los ojos humanos y ante nosotros
mismos, pero que, al mismo tiempo, somos vistos como perfectos ante los ojos de
Dios: “No que lo
haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto [...] Así que, todos los que somos
perfectos” (Fil. 3:12, 15). Si ante
Dios somos perfectos es porque Cristo pagó en la cruz por todos nuestros pecados
(cf. Col. 2:14), no por
nuestros méritos o deméritos. Ese es Su regalo. Ese es el significado de la
gracia de Dios.
Mientras
que llega el día de nuestra plena redención, nos esforzamos en llevar a cabo la voluntad del creador expresada en Su
Palabra, trabajando en diversas áreas de nuestra personalidad para correguir
imperfecciones y seguir creciendo.
Que fallemos y caigamos no nos convierte
en hipócritas. Es más, sentimos cada uno de nuestros errores. Aunque son más
llamativos los pecados de los cristianos que los que no lo son –porque se
supone que tienen un alto sentido de la moral-, “la iglesia de Dios
siempre va a recibir una mayor crítica por sus errores que la que recibirá un
mundo que de vez en cuando acierta en reconocer su hipocresía”[4].
Aún así, a todos los que no sois
cristianos, y en la parte que me toca: os pido perdón por cada pecado y fallo
personal que hayáis podido observar en mí (y los que veréis en el futuro),
siendo plenamente consciente de la necesidad imperiosa que tenéis de buscar a Dios para que limpie también vuestros pecados.
Teniendo en cuenta todo esto y que el
único perfecto en el sentido pleno del término, el único Santo, el único sin
falta alguna, es Dios, el argumento “no quiero saber nada de los cristianos
porque son imperfectos, e incluso a veces actúan de manera hipócrita” es,
simplemente, la mayor de las excusas para no querer saber nada de Dios: el
justificante más sencillo de todos.
Jesús le dijo a Pedro que iba a morir
mártir. Y éste le preguntó al Maestro qué iba a pasar con su amigo Juan.
Haciendo una paráfrasis, Jesús vino a decirle: “¿Y a ti qué te importa? Tú sígueme”
(cf. Jn. 21:22). Ese es el ejemplo de conducta que debes seguir.
¿Seguirás viendo personas que se hagan
llamar cristianas y no lo sean? Sin duda. Esos “no heredarán el reino de Dios” (Gá.
5:22). ¿Seguirás viendo a cristianos cometer errores y
caer? Sin duda. ¿Seguirás viendo actos de hipocresía e imperfección? Sin duda.
¿Puede que algún día me veas caer hasta el abismo más profundo? No es
descartable ni mucho menos. Pero debes aprender a dejar de usar todo esto como
argumento para no querer saber nada de Dios. Tu mirada deberás ponerla en
Jesús, “el autor y consumador de la fe”
(He. 12:2).
Termino con las palabras
de Josh Mcdowell: “El cristianismo no se apoya
ni se derrumba por la manera en que los cristianos se han comportado a través
de la historia o por la manera en que actúan en la actualidad. El cristianismo
se apoya o cae en la persona de Jesús, y Jesús no fue un hipócrita. Él vivió
consistentemente con lo que enseñó, y al final de su vida desafió a aquellos
que habían vivido con el noche y día, durante más de 3 años, para que señalaran
cualquier hipocresía en Él. Sus discípulos se quedaron callados, porque no
había nada que pudieran decir”[5].
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