Si la memoria no me falla, y el índice del blog no
yerra, jamás había usado una película española para mostrar un aprendizaje de
ella. Siendo yo español, puede sonar extraño, pero la razón es muy sencilla:
apenas veo cine del que se hace aquí, puesto que no suele gustarme, salvo
contadísimas excepciones que tratan temas que me interesan, como la reciente
“Infiltrada”, donde se nos contaba la historia real de una Policía Nacional que
se infiltró en la organización terrorista ETA.
Respecto a esta, Votemos, me llamó la atención por su
título, y se la comenté a mi hermano para que, si la veía con su familia, me
dijera si merecía la pena verla; su respuesta fue afirmativa. Y aquí estamos.
¿Unos
vecinos “normales”?
Lo que contemplamos sucede en un solo escenario: el
salón de un piso, por lo que más bien parece una obra de teatro, y donde la importancia
reside en los personajes y en sus diálogos e interacciones, llenas de matices.
Todo gira en torno a una pequeña comunidad de vecinos
compuesta por siete personas, tres mujeres y cuatro hombres, de distintas
edades y trasfondos. Se reúnen para votar si están a favor de cambiar el
ascensor, que no para de dar problemas. Unánimemente votan que sí, en un
ambiente de formalidad, cordialidad y entendimiento. La primera impresión es
que, en términos generales, es un colectivo muy sano, donde hay una buena
relación entre sus miembros. Pero esto no ha hecho nada más que empezar.
A punto de irse cada uno para su casa, Alberto les
dice que va a alquilar su piso. Extrañados, puesto que las condiciones en las
que se encuentra no son las mejores, le preguntan a quién. La respuesta les deja en shock: a un compañero de trabajo,
llamado Joaquín, con el que se lleva muy bien y al que considera perfectamente
normal, aunque tiene un problema de salud mental, sin especificar cuál, puesto
que es algo que desconoce.
Ahí todo cambia. Algunos se asustan pensando que si se
le olvida un día tomarse la medicación podría atacarlos o abusar de una
adolescente, mientras que otros temen perder la paz del vecindario, por lo que
comienzan a discutir con Alberto. Finalmente, exaltados, proponen votar si
permitirán que Joaquín alquile el piso. La otra opción es que, para evitarlo,
le pagarán el alquiler a Alberto.
Intentando ver que no hay nada de malo en tener una
enfermedad de salud mental, y que, con el tratamiento adecuado se puede hacer
vida normal, Nuria, una de las vecinas, cuenta un secreto que nadie conocía:
desde hace once años tiene esquizofrenia paranoide, como ella misma dice: “Yo no soy una esquizofrénica: padezco
esquizofrenia y sigo un tratamiento para tener una vida funcional”.
Les explica cuándo fue la primera vez que notó los
síntomas y por qué. Les hace ver que se lleva bien con todos ellos y que no
pasa nada. La noticia cae como una bomba y, en lugar de tranquilizar al resto,
los alborota aún más. Los comentarios y preguntas que hacen mezcla de humor con
drama, puesto que a veces producen risas y en otros momentos la seriedad te
deja de piedra.
Presionan a Alberto para que llame a Joaquín y lo interrogue: qué enfermedad tiene en
concreto, qué medicación toma, si bebe o no, cómo viste, si tiene pareja o no,
si tiene hijos o qué música le gusta, etc. Según ellos, esto les mostrará qué
clase de persona es y así podrán votar en consonancia a los datos aportados.
Finalmente, se descubre el pastel: Joaquín se presenta y se muestra como
alguien sensato, muy inteligente, amable y educado, pero los propietarios están
llenos de prejuicios y son incapaces de aceptarlo. Nuria le describe a Joaquín
toda la verdad, pero ellos la niegan, señalando que “yo no he dicho eso”, “yo no
pienso así”, “¿yo? No, no”, queriendo no quedar mal, por lo que comienzan a
discutir a gritos, siendo el momento cumbre de la película y que te hace
reflexionar, en una clara muestra de quiénes eran los que realmente no estaban
muy cuerdos.
Cómo eran realmente
los vecinos & Cómo eres tú y los que te rodean
Al principio vimos que, con sus diferencias, la
relación entre los vecinos era cordial y que todos ellos eran aparentemente
normales. Lo que se nos muestra durante el desarrollo, y ese es el mensaje (aparte
de los prejuicios que todos tienen hacia las personas con enfermedades
mentales), que los “locos” no eran Nuria o Joaquín, sino, en cierta manera,
ellos. Aunque no tenían problemas mentales diagnosticados, por el carácter que
tenían, sus problemas personales, sus circunstancias, sus vivencias, eran igual
de complejos e inestables que cualquier ser humano. Veamos a sus protagonistas:
- Alberto. Informático que se ha buscado un nuevo
lugar para vivir, bien pequeño, porque el piso actual necesita alquilarlo para
pagarle una pensión a su exmujer que se ha marchado con otro hombre junto a sus
hijos, a los que apenas puede ver.
- Nuria. Una chica de treinta y cinco años que, a
causa de una grave crisis que le hizo sentir una angustia extrema, tuvo que empezar
a medicarse para tratar su problema. Es agradable y no quiere pareja bajo
ningún concepto.
- Lucas. Un chico de veintiún años, muy progre en cuanto a la sexualidad, al que
mantiene su padre, universitario, enganchado al móvil, que viste informal y se
comporta como tal, deslenguado pero cariñoso con Nuria, y que tiene una
relación en ciernes con la hija de Maite.
- Maite. Divorciada, con una relación compleja con su
hija adolescente con la que no logra conectar, y que sube a Instagram fotos y
vídeos subidos de tono sin que su madre lo sepa, cuyas peleas se escuchan en
todo el bloque de pisos.
- Lola. La mayor del grupo y presidenta de la
comunidad desde hace poco. La más graciosa por su acento y sus comentarios
llenos de naturalidad. En el momento más triste de la película, descubrimos que
todos la conocen como “La invisible”, porque no tiene vida y nadie le hace
caso. Ella misma reconoce que se interesa por la vida de los demás porque nadie
se interesa por la suya.
- Fernando. Taxista
desde bien joven, que no soporta a Lucas, y que es acusado por este de ser facha,
racista y homófobo. Además, es aficionado
a los excesos culinarios y a las mujeres de
mala vida.
- Ricardo. Un antiguo
profesor que se considera más de lo que es, que habla con aires de superioridad
por sus conocimientos y cultura, lleno de verborrea, que tuvo un pasado duro,
puesto que tuvo que cuidar de su madre con demencia, y que está resentido
porque eligieron a Lola después de que él ostentará el cargo con anterioridad.
Lo llamativo es que no son ellos mismos quienes se
definen así en primera instancia, sino unos a otros, cuando comienzan a
descalificarse. Por eso, lo que parecía una relación idílica entre vecinos, con
sonrisas, empatía y buenos deseos al compartir ascensor o durante los pocos
segundos donde coincidían en el rellano, escondía lo que pensaban de sus queridos compañeros, mostrando cuán
hipócritas eran. Una clara muestra donde se cumplen las palabras de Santiago: “donde hay celos y contención, allí hay
perturbación y toda obra perversa” (Stg 3:16).
El mundo que
te rodea es igual
De personas así está llena la sociedad. Quizá algunas
de las características señaladas te muestran a ti, o a mí. Quizá es la mezcla
de varias de ellas, u otras diferentes. Vemos casados y solteros felices y
otros amargados, divorciados con una nueva vida y otros sin ella, con hijos o
sin ellos, enfermos o sanos, con trabajo o sin él, con buenas o malas
relaciones familiares, y un sinfín de posibilidades.
La cuestión es que siempre consideramos que los que no
son normales son los demás. Por eso, como he dicho en más de una ocasión, el deporte más practicado por la humanidad
es “hablar de los demás”, y que consiste, básicamente:
- en compararse con ellos.
- en creerse superior o inferior.
- en sentir ira o envidia.
- en mostrar lo mejores o peores que son sus vidas.
- en señalar sus defectos.
- en recalcar una y otra vez los errores que han
cometido o cometen.
- en mostrar cuán equivocados están en diversas áreas.
Esto es algo que se nota inmediatamente en cualquiera
de aquellos que son practicantes de tal deporte.
En lugar de hablar de las cosas buenas de la vida, de sus experiencias, de los
libros que han leído, de sus sanas aficiones, de narrar a qué dedican el tiempo
de forma constructiva, vuelcan la conversación lo antes posible a los
derroteros que les fascinan, centrando la conversación en los otros. Están deseándolo, y se les nota en el rostro cuando
entran en esa especie de éxtasis que delata cuánto disfrutan de hacerlo.
También se da el caso de aquellos que apenas escuchan,
y buscan la mínima oportunidad para pasar al “yo”, y contar cuánto bien hacen o
describir repetidamente sus penurias, para mostrar que las suyas son más graves
que las de sus interlocutores. Recuerdo una mañana, en la sala de espera de un
hospital, mientras que le hacían una prueba a un familiar, la conversación –por
llamarla de alguna manera- de las dos personas que había a mi lado: una señora
de unos sesenta años y un señor de más de setenta: “yo tengo…”, “pues anda que
yo”, “me han dicho que…”, “pues lo mío es más grave”… y así sin descanso. Los
dos subían sin descanso la gravedad respecto a la del otro. No respiraban. No
se preguntaban nada. No había interés real en la persona que tenían enfrente.
Fueron cinco minutos intensos, donde todo se basó en señalar que lo suyo era
“más horrible”. Cuando ya no tenían nada más que contar al respecto, el
silencio cayó de forma abrupta y no intercambiaron una sola palabra más.
Toma
consciencia
Si fuéramos conscientes –y esa es mi intención,
hacernos conscientes- que nadie conoce de forma absolutamente completa al
prójimo, sus vivencias más íntimas, los pensamientos y sentimientos que jamás
ha revelado a nadie, cómo experimentó el pasado y cómo siente el presente, el deporte que he señalado dejaría de tener
tantos practicantes. Se dejarían de desglosar
a los otros como si se tuviera la supuesta habilidad de leer sus mentes y
corazones.
Esto no significa que no se pueda tener opiniones,
sino empezar a “juzgar con juicio justo” (Jn. 7:24), y esto se basa en hacerlo
conforme a toda la verdad. Si esta no
se conoce –lo cual suele suceder en más ocasiones de las que nos creemos-, o
las intenciones no son las adecuadas, lo mejor es callar, ante ti mismo o ante
aquellos con los que sueles reunirte para hablar: “¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena
conducta sus obras en sabia mansedumbre. Pero si tenéis celos amargos y
contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad;
porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal,
diabólica. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda
obra perversa. Pero la sabiduría que es
de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de
misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el
fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Stg.
3:13-18).
Por eso, hace ya varios años, aprendí por las malas
que no puedo cambiar a nadie, por
mucho que muestre y argumente sólidamente mis creencias a lo largo y ancho de estos
escritos. Señalo lo que creo, basándome en la mayor evidencia posible, en todo
lo que observo en el mundo, y cómo esto se alinea o choca con lo que Dios
muestra en Su Palabra. En lugar de compararme con la vida de los demás, de si
son mejores o peores, de si sus circunstancias son positivas o negativas
respecto a las mías, me centro en mirarme
a mí mismo. Lo que hagan o dejen de hacer los demás no está en mi mano. Lanzo la semilla, pero cultivarla está
en sus manos y que crezca en las de Dios (cf. 1 Co. 3:6). Creer lo contrario
solo trae frustración.
Para no caer en ese juego pernicioso de “comparación”,
o no seguir en él si ya eres parte del mismo, la regla es muy sencilla: valora en primer lugar si tu forma de
pensar, sentir y vivir es conforme a la voluntad de Dios, expresada en Su
Palabra, y no tanto en la persona que se te pasa por la mente o que conoces.
Aparte, cuando estés con tus amigos o conocidos, mide
cómo hablas de los demás, y concéntrate más bien en esa breve lista que antes
mencioné: habla de las cosas buenas de la vida, de tus experiencias, aunque
sean de dolor –pero dejando al otro expresarse igualmente-, de los libros que
has leído, de tus sanas aficiones, narrando a qué dedicas el tiempo de forma
constructiva y pregunta sobre los mismos asuntos para conversar.
Si te entrenas
para llevar a cabo estas pautas, aunque te cueste un tiempo convertirlo en un
hábito, te aseguro que no tendrás la necesidad de compararte con nadie.
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