jueves, 18 de septiembre de 2025

Votemos. ¿Tú eres mejor que yo, o yo mejor que tú? & Qué vida es mejor, ¿la tuya o la mía? & ¿Tus circunstancias son peores que las mías, o las mías que las tuyas?

 

Si la memoria no me falla, y el índice del blog no yerra, jamás había usado una película española para mostrar un aprendizaje de ella. Siendo yo español, puede sonar extraño, pero la razón es muy sencilla: apenas veo cine del que se hace aquí, puesto que no suele gustarme, salvo contadísimas excepciones que tratan temas que me interesan, como la reciente “Infiltrada”, donde se nos contaba la historia real de una Policía Nacional que se infiltró en la organización terrorista ETA.
Respecto a esta, Votemos, me llamó la atención por su título, y se la comenté a mi hermano para que, si la veía con su familia, me dijera si merecía la pena verla; su respuesta fue afirmativa. Y aquí estamos.
 
 ¿Unos vecinos “normales”?
Lo que contemplamos sucede en un solo escenario: el salón de un piso, por lo que más bien parece una obra de teatro, y donde la importancia reside en los personajes y en sus diálogos e interacciones, llenas de matices.
Todo gira en torno a una pequeña comunidad de vecinos compuesta por siete personas, tres mujeres y cuatro hombres, de distintas edades y trasfondos. Se reúnen para votar si están a favor de cambiar el ascensor, que no para de dar problemas. Unánimemente votan que sí, en un ambiente de formalidad, cordialidad y entendimiento. La primera impresión es que, en términos generales, es un colectivo muy sano, donde hay una buena relación entre sus miembros. Pero esto no ha hecho nada más que empezar.
A punto de irse cada uno para su casa, Alberto les dice que va a alquilar su piso. Extrañados, puesto que las condiciones en las que se encuentra no son las mejores, le preguntan a quién. La respuesta les deja en shock: a un compañero de trabajo, llamado Joaquín, con el que se lleva muy bien y al que considera perfectamente normal, aunque tiene un problema de salud mental, sin especificar cuál, puesto que es algo que desconoce.
Ahí todo cambia. Algunos se asustan pensando que si se le olvida un día tomarse la medicación podría atacarlos o abusar de una adolescente, mientras que otros temen perder la paz del vecindario, por lo que comienzan a discutir con Alberto. Finalmente, exaltados, proponen votar si permitirán que Joaquín alquile el piso. La otra opción es que, para evitarlo, le pagarán el alquiler a Alberto.
Intentando ver que no hay nada de malo en tener una enfermedad de salud mental, y que, con el tratamiento adecuado se puede hacer vida normal, Nuria, una de las vecinas, cuenta un secreto que nadie conocía: desde hace once años tiene esquizofrenia paranoide, como ella misma dice: “Yo no soy una esquizofrénica: padezco esquizofrenia y sigo un tratamiento para tener una vida funcional”.
Les explica cuándo fue la primera vez que notó los síntomas y por qué. Les hace ver que se lleva bien con todos ellos y que no pasa nada. La noticia cae como una bomba y, en lugar de tranquilizar al resto, los alborota aún más. Los comentarios y preguntas que hacen mezcla de humor con drama, puesto que a veces producen risas y en otros momentos la seriedad te deja de piedra.
Presionan a Alberto para que llame a Joaquín y lo interrogue: qué enfermedad tiene en concreto, qué medicación toma, si bebe o no, cómo viste, si tiene pareja o no, si tiene hijos o qué música le gusta, etc. Según ellos, esto les mostrará qué clase de persona es y así podrán votar en consonancia a los datos aportados. Finalmente, se descubre el pastel: Joaquín se presenta y se muestra como alguien sensato, muy inteligente, amable y educado, pero los propietarios están llenos de prejuicios y son incapaces de aceptarlo. Nuria le describe a Joaquín toda la verdad, pero ellos la niegan, señalando que “yo no he dicho eso”, “yo no pienso así”, “¿yo? No, no”, queriendo no quedar mal, por lo que comienzan a discutir a gritos, siendo el momento cumbre de la película y que te hace reflexionar, en una clara muestra de quiénes eran los que realmente no estaban muy cuerdos.
 
Cómo eran realmente los vecinos & Cómo eres tú y los que te rodean
Al principio vimos que, con sus diferencias, la relación entre los vecinos era cordial y que todos ellos eran aparentemente normales. Lo que se nos muestra durante el desarrollo, y ese es el mensaje (aparte de los prejuicios que todos tienen hacia las personas con enfermedades mentales), que los “locos” no eran Nuria o Joaquín, sino, en cierta manera, ellos. Aunque no tenían problemas mentales diagnosticados, por el carácter que tenían, sus problemas personales, sus circunstancias, sus vivencias, eran igual de complejos e inestables que cualquier ser humano. Veamos a sus protagonistas:
 
- Alberto. Informático que se ha buscado un nuevo lugar para vivir, bien pequeño, porque el piso actual necesita alquilarlo para pagarle una pensión a su exmujer que se ha marchado con otro hombre junto a sus hijos, a los que apenas puede ver.
 
- Nuria. Una chica de treinta y cinco años que, a causa de una grave crisis que le hizo sentir una angustia extrema, tuvo que empezar a medicarse para tratar su problema. Es agradable y no quiere pareja bajo ningún concepto.
 
- Lucas. Un chico de veintiún años, muy progre en cuanto a la sexualidad, al que mantiene su padre, universitario, enganchado al móvil, que viste informal y se comporta como tal, deslenguado pero cariñoso con Nuria, y que tiene una relación en ciernes con la hija de Maite.
 
- Maite. Divorciada, con una relación compleja con su hija adolescente con la que no logra conectar, y que sube a Instagram fotos y vídeos subidos de tono sin que su madre lo sepa, cuyas peleas se escuchan en todo el bloque de pisos.
 
- Lola. La mayor del grupo y presidenta de la comunidad desde hace poco. La más graciosa por su acento y sus comentarios llenos de naturalidad. En el momento más triste de la película, descubrimos que todos la conocen como “La invisible”, porque no tiene vida y nadie le hace caso. Ella misma reconoce que se interesa por la vida de los demás porque nadie se interesa por la suya.
 
- Fernando. Taxista desde bien joven, que no soporta a Lucas, y que es acusado por este de ser facha, racista y homófobo. Además, es aficionado a los excesos culinarios y a las mujeres de mala vida.
 
- Ricardo. Un antiguo profesor que se considera más de lo que es, que habla con aires de superioridad por sus conocimientos y cultura, lleno de verborrea, que tuvo un pasado duro, puesto que tuvo que cuidar de su madre con demencia, y que está resentido porque eligieron a Lola después de que él ostentará el cargo con anterioridad.
 
Lo llamativo es que no son ellos mismos quienes se definen así en primera instancia, sino unos a otros, cuando comienzan a descalificarse. Por eso, lo que parecía una relación idílica entre vecinos, con sonrisas, empatía y buenos deseos al compartir ascensor o durante los pocos segundos donde coincidían en el rellano, escondía lo que pensaban de sus queridos compañeros, mostrando cuán hipócritas eran. Una clara muestra donde se cumplen las palabras de Santiago: “donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” (Stg 3:16).
 
El mundo que te rodea es igual
De personas así está llena la sociedad. Quizá algunas de las características señaladas te muestran a ti, o a mí. Quizá es la mezcla de varias de ellas, u otras diferentes. Vemos casados y solteros felices y otros amargados, divorciados con una nueva vida y otros sin ella, con hijos o sin ellos, enfermos o sanos, con trabajo o sin él, con buenas o malas relaciones familiares, y un sinfín de posibilidades.
La cuestión es que siempre consideramos que los que no son normales son los demás. Por eso, como he dicho en más de una ocasión, el deporte más practicado por la humanidad es “hablar de los demás”, y que consiste, básicamente:
 
- en compararse con ellos.
 
- en creerse superior o inferior.
 
- en sentir ira o envidia.
 
- en mostrar lo mejores o peores que son sus vidas.
 
- en señalar sus defectos.
 
- en recalcar una y otra vez los errores que han cometido o cometen.
 
- en mostrar cuán equivocados están en diversas áreas.
 
Esto es algo que se nota inmediatamente en cualquiera de aquellos que son practicantes de tal deporte. En lugar de hablar de las cosas buenas de la vida, de sus experiencias, de los libros que han leído, de sus sanas aficiones, de narrar a qué dedican el tiempo de forma constructiva, vuelcan la conversación lo antes posible a los derroteros que les fascinan, centrando la conversación en los otros. Están deseándolo, y se les nota en el rostro cuando entran en esa especie de éxtasis que delata cuánto disfrutan de hacerlo.
También se da el caso de aquellos que apenas escuchan, y buscan la mínima oportunidad para pasar al “yo”, y contar cuánto bien hacen o describir repetidamente sus penurias, para mostrar que las suyas son más graves que las de sus interlocutores. Recuerdo una mañana, en la sala de espera de un hospital, mientras que le hacían una prueba a un familiar, la conversación –por llamarla de alguna manera- de las dos personas que había a mi lado: una señora de unos sesenta años y un señor de más de setenta: “yo tengo…”, “pues anda que yo”, “me han dicho que…”, “pues lo mío es más grave”… y así sin descanso. Los dos subían sin descanso la gravedad respecto a la del otro. No respiraban. No se preguntaban nada. No había interés real en la persona que tenían enfrente. Fueron cinco minutos intensos, donde todo se basó en señalar que lo suyo era “más horrible”. Cuando ya no tenían nada más que contar al respecto, el silencio cayó de forma abrupta y no intercambiaron una sola palabra más.
 
Toma consciencia
Si fuéramos conscientes –y esa es mi intención, hacernos conscientes- que nadie conoce de forma absolutamente completa al prójimo, sus vivencias más íntimas, los pensamientos y sentimientos que jamás ha revelado a nadie, cómo experimentó el pasado y cómo siente el presente, el deporte que he señalado dejaría de tener tantos practicantes. Se dejarían de desglosar a los otros como si se tuviera la supuesta habilidad de leer sus mentes y corazones.
Esto no significa que no se pueda tener opiniones, sino empezar a “juzgar con juicio justo” (Jn. 7:24), y esto se basa en hacerlo conforme a toda la verdad. Si esta no se conoce –lo cual suele suceder en más ocasiones de las que nos creemos-, o las intenciones no son las adecuadas, lo mejor es callar, ante ti mismo o ante aquellos con los que sueles reunirte para hablar: “¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre. Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa. Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Stg. 3:13-18).
Por eso, hace ya varios años, aprendí por las malas que no puedo cambiar a nadie, por mucho que muestre y argumente sólidamente mis creencias a lo largo y ancho de estos escritos. Señalo lo que creo, basándome en la mayor evidencia posible, en todo lo que observo en el mundo, y cómo esto se alinea o choca con lo que Dios muestra en Su Palabra. En lugar de compararme con la vida de los demás, de si son mejores o peores, de si sus circunstancias son positivas o negativas respecto a las mías, me centro en mirarme a mí mismo. Lo que hagan o dejen de hacer los demás no está en mi mano. Lanzo la semilla, pero cultivarla está en sus manos y que crezca en las de Dios (cf. 1 Co. 3:6). Creer lo contrario solo trae frustración.
Para no caer en ese juego pernicioso de “comparación”, o no seguir en él si ya eres parte del mismo, la regla es muy sencilla: valora en primer lugar si tu forma de pensar, sentir y vivir es conforme a la voluntad de Dios, expresada en Su Palabra, y no tanto en la persona que se te pasa por la mente o que conoces.
Aparte, cuando estés con tus amigos o conocidos, mide cómo hablas de los demás, y concéntrate más bien en esa breve lista que antes mencioné: habla de las cosas buenas de la vida, de tus experiencias, aunque sean de dolor –pero dejando al otro expresarse igualmente-, de los libros que has leído, de tus sanas aficiones, narrando a qué dedicas el tiempo de forma constructiva y pregunta sobre los mismos asuntos para conversar.
Si te entrenas para llevar a cabo estas pautas, aunque te cueste un tiempo convertirlo en un hábito, te aseguro que no tendrás la necesidad de compararte con nadie.

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