Si visitáramos cada uno de los países
que componen este mundo y preguntáramos cuál es el deporte más popular,
escucharíamos todo tipo de respuestas: fútbol, baloncesto, hockey, béisbol,
rugby, tenis, natación, atletismo, boxeo, artes marciales, y así una lista
prácticamente interminable. Si me preguntaran a mí cuál es el deporte más
practicado por la humanidad en su conjunto no citaría ninguno de los nombrados,
puesto que creo que es uno llamado la
caza. Y no, que nadie se altere, no me refiero a esa práctica de ir detrás
de un conejo, un ciervo u otro animal hasta matarlo con una escopeta. Mi
alusión hace una referencia metafórica a esa afición/hobbie/deporte/entretenimiento
que consiste en cazar a todo aquel
que comete un error y que no es perfecto.
Siento decirte que tanto tú como yo
somos profesionales de este deporte
puesto que llevamos practicándolo desde que aprendimos a hablar. Nos reunimos
alrededor de una taza de café, sacamos las cartas con las caras de las personas
conocidas y desconocidas, y las analizamos escrupulosamente, al contrario de lo
que solemos hacer con nosotros mismos.
Dije que lo sentía, pero más bien me
alegro de decirlo, porque al hacerlo podemos reflexionar al respecto y buscarle
una solución para pensar, corregirnos y seguir madurando.
La caza
No
somos conscientes de cuánto daño podemos hacer cuando nos dedicamos a practicar
ese deporte al que denominé la caza. Este
no es un nombre que haya surgido de mi imaginación, sino de una desgarradora,
incómoda y opresiva película danesa de dicho título (Jagten en el original) que ganó multitud de premios internacionales
en 2012, destacando la soberbia actuación de Mads Mikkelsen, elegido por este
papel como mejor actor en el festival de cine en Cannes. Fue esta obra la que
me llevó a reflexionar sobre el tema y que debería ser de obligado visionado
para todo el mundo ya que remueve por dentro a todo el que la visualiza. La
manera de juzgar y criticar cambiaría por completo. Nos daríamos cuenta de
cuánto daño podemos hacer si no actuamos bajo unos parámetros de rectitud. Así
que voy a meter el dedo en la llaga hasta el fondo.
Lucas
–el protagonista- vive en un pequeño pueblo donde trabaja en una guardería.
Tiene un grupo de amigos maravillosos a los que está especialmente unido,
aparte de ser querido por todos, incluyendo a los más pequeños, destacando
especialmente Klara, la hija de tres años de su mejor amigo llamado Theo. Ante
la falta de atención de su padre, ella se siente muy unida a Lucas, con el que
juega y habla de todo. A pesar de ser una cría, surge en su interior una
especie de enamoramiento infantil, regalándole a Lucas un dibujo de amor y
dándole un beso en los labios a su maestro mientras estaban jugando. Él se
queda desconcertado, así que habla con ella para decirle que eso no está bien y
que no tiene que volver a hacerlo. Klara se siente tan dolida ante el rechazo
que acusa a su profesor de abuso sexual. Se limita a repetir unas palabras
obscenas que había oído de su propio hermano que no entendía y sin saber el
daño que iba a causar. Todo es mentira, pero la creen, según ese dicho que dice
que “los niños y los borrachos siempre dicen la verdad”, y eso que no hay
ni una sola prueba que lo demuestre, solo el testimonio de la niña. Antes de
ser juzgado por un tribunal, la vida de Lucas se convierte a partir de entonces
en un verdadero infierno con una atmósfera irrespirable. El único que permanece a su lado es
su propio hijo. Aunque es exonerado, el pueblo entero ya ha dictado
sentencia y se levanta contra él en una verdadera caza, convirtiéndolo en la presa. Le detienen, le agreden en varias
ocasiones (terrible la secuencia del supermercado), apedrean su casa y sus
amigos le dan de lado. De la noche a la mañana, el admirado profesor pasa a ser
considerado lo peor de la especie humana.
La
escena cumbre sucede en una ceremonia religiosa de Navidad. Todo el pueblo se reúne para escuchar a los
más pequeños cantar villancicos. Allí se presenta nuestro protagonista. Las
miradas de odio y de falta de misericordia son evidentes, a pesar de que se
supone que son cristianos. En un momento dado, Lucas se derrumba y comienza a
llorar lleno de rabia, volviéndose una y otra vez para mirar a Theo, el padre
de Klara. Lucas se acerca a él, lo agarra fuertemente, y le pide que le mire a
los ojos y compruebe en ellos que lo único que hay es “inocencia”.
Una noche, Klara le confiesa a su padre
que Lucas no hizo nada, que ella se lo inventó. A pesar de todo y de ser
absuelto, el daño ya estaba hecho y la duda de sus amigos siempre pesará sobre
él, como vemos en la escena final que transcurre tiempo después. Nunca podrá
vivir tranquilo. Los que le rodean nunca olvidarán. En cualquier momento, alguien
le cazará.
Lo increíble es que todo aquello
sucedió porque no le juzgaron de la manera en que enseñó Jesús: “No juzguéis según la apariencia, sino
juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Puede ser que no lleguemos a los
extremos que se muestran en la citada película, pero a una escala menor nos
mostramos muy severos con los cristianos que no piensan como nosotros,
magnificando sus errores y pecados, como si nosotros ya fuéramos perfectos,
santos y moralmente excelentes. Lo que el director muestra es un puro reflejo
de la sociedad actual y de nosotros mismos, de cuánta hipocresía existe.
¿Dónde queda la presunción de inocencia?
Algo
que desgraciadamente abunda en la humanidad es que no permitimos a las personas
defenderse cuando se les acusa de algo. Nos olvidamos de un principio jurídico
que la misma ley tiene muy presente: la presunción de inocencia, que establece
que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestra lo contrario. Eso dice
la justicia, pero los seres humanos –y los cristianos también- la pasamos por
alto en demasiadas ocasiones.
Solemos
caer en el prejuicio con una facilidad pasmosa, nos dejamos contaminar por las
opiniones de terceras personas sin oír al que se critica y, por último, nos
olvidamos que un día podemos ser nosotros los que pasemos de cazadores a presas, de ajusticiadores a ajusticiados, de linchadores a linchados,
de estigmatizadores a estigmatizados.
Pienso que no hay conversación mas baja
donde la misma gira en torno a la crítica despiadada hacia un cristiano o donde
nos comportamos como Klara, inventándonos falsas acusaciones o magnificando la
realidad para quitarnos el aburrimiento, como si fuera una diversión más en un
parque de atracciones. Es algo que se comprueba día tras día en las calles, en
los trabajos, en los institutos, en las universidades, en los locales de las iglesias,
en la prensa, en los programas de televisión y en las redes sociales.
Si a todo esto le añadimos nuestra
propia naturaleza caída, resulta complicado no contaminarse. Es una
verdadera plaga que termina asqueando y de la que somos partícipes en mayor o
en menor medida. Y es algo que tenemos que desterrar de nuestro interior.
¿Y
si fuera culpable?
Imaginemos por un momento que se
hubiera demostrado que Lucas sí había hecho lo que decía la pequeña. Hubiera
sido algo terrible y la justicia habría tenido que actuar con todo el peso de
la ley. Las siguientes décadas las pasaría en la cárcel. Junto al dolor causado
y sus propios remordimientos de conciencia, ese sería el precio a pagar. Ahora bien,
aunque esas hubieran sido las consecuencias, ¿ya estaría muerto para Dios? ¿Le
concedería una nueva oportunidad? ¿Le habría perdonado si se arrepintiera? Creo
que todo cristiano que tiene un mínimo de conocimiento bíblico conoce las
respuestas. El rey David cometió adulterio y trazó un plan para que el marido
de Betsabé muriera en combate. Cuando el profeta Natán abrió sus ojos ante lo
que había hecho, David se desmoronó y pidió entre clamores el perdón del
Altísimo, como vemos reflejado en el conocido Salmo 51. Las consecuencias
siguieron su curso y Dios no las evitó (hijos que se levantaron contra él,
etc.), pero lo perdonó. Si no se hubiera arrepentido, el Señor habría actuado
de otra manera, lo cual es un matiz muy importante a tener en cuenta en nuestras
relaciones personales con aquellos que no se arrepienten ni cambian.
Tenemos
que preguntarnos cómo actuamos nosotros con la persona que peca. ¡¡¡Ojo!!! Aquí
estoy hablando de un cristiano que cae coyunturalmente en un pecado, no al que
tiene por estilo de vida un pecado grave y concreto. Si es este segundo caso, ese
individuo, aunque pueda formar parte de una congregación, tener apariencia de
cristiano, supuestos dones y algún ministerio público, sencillamente, y como
Juan deja bien claro, no ha conocido a Dios y “es del diablo” (1 Jn. 3:6, 8). Él mismo ofrece la explicación ante
tal conclusión: “Todo aquel que es nacido de Dios, no
practica el pecado” (1 Jn. 3:9). En el término “practica”
está la clave. Así
que lo primero que debería hacer una persona como esta es convertirse, porque
realmente no ha nacido de nuevo.
Ahora
bien, si es un verdadero cristiano que ha caído de forma circunstancial y se
arrepiente de corazón, ¿le perdonamos? Si decide cambiar de vida, ¿le tendemos
la mano o destruimos su reputación para siempre? ¿Le permitimos explicarse y
decir los porqué? ¿No será que en la mayoría de las ocasiones nos comportamos
como aquellos que querían apedrear a la mujer adúltera, olvidando que ninguno
de nosotros está libre de pecado? ¿No será que disfrutamos demasiado con la
caza de brujas? Y no me refiero a pasar por alto los actos de alguien que
persiste en su actitud y rebeldía, sino al que da un giro completo a su forma
de ser y actuar, independientemente de lo que haya hecho (puesto que Dios no
hace distinción entre pecados). ¿Cómo nos gustaría que nos trataran si fuéramos
nosotros los que cayéramos, y más teniendo en cuenta que pecamos “todos los
días”? Que sea Pablo el que nos guíe en las respuestas: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta,
vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre,
considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gá. 6:1). El cómo lo hagamos determinará,
como el mismo texto dice implícitamente, si somos espirituales o carnales,
obedientes o desobedientes a la voluntad de Dios.
¿Podemos
criticar y juzgar?
Quien
sigue este blog desde hace tiempo, sabrá perfectamente la respuesta a esta
pregunta. A riesgo de ser pesado para ellos, pero necesario para los “novatos”
por estos lares, expondré una vez más brevemente lo que ya he dicho en más de
una ocasión.
Junto
a la creencia errónea que tienen tanto cristianas como los que no lo son de que
el perdón es algo que se debe conceder incondicionalmente
(¿El perdón es gratuito para quien no
se arrepiente? (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/09/el-perdon-es-gratuito-para-quien-no-se.html), pensar que no podemos juzgar es
otro desliz teológico que muchos tienen en sus mentes, que les provoca temor y
que domina sus conciencias. Por eso se les escucha decir: “yo no juzgo”, y no
ofrecen su opinión sobre muchas cuestiones porque no es positiva, como si estuviera mal posicionarse.
Hasta
que llegue el día en que trate este tema con amplitud, citaré lo que ya dije en
David Yonggi Cho: Hablemos claro sin
hacer leña (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2014/02/david-yonggi-cho-hablemos-claro-sin.html)
y en Cuando los cristianos ofrecemos un mal
ejemplo y se nos acusa con razón de hipócritas
(http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2015/09/1-cuando-los-cristianos-ofrecemos-un.html):
Cuando Jesús se refería a no juzgar (Mateo 7:1-5),
lo hacía con un doble sentido:
a)
En el sentido de juzgar condenando y maldiciendo como si el Juicio Divino nos perteneciera a nosotros. Ni siquiera
el arcángel Miguel tuvo tal atrevimiento, ni aun contra el diablo: “No se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino
que dijo: El Señor te reprenda” (Judas 8-9). Solo Dios
conocen las intenciones del corazón y Él las juzgará en exclusiva (cf. 1 Co.
4:5).
b) En el sentido de no hacer juicios
con ligereza como los que llevaban a cabo los hipócritas fariseos, que se
consideraban superiores al resto de la sociedad.
Teniendo estos dos aspectos claros,
tenemos que saber que sí podemos
juzgar. Es más, debemos hacerlo. De ahí las otras palabras de Jesús:“No juzguéis según la apariencia, sino
juzgad con justo juicio” (Jn. 7:24). Es la otra cara de la misma moneda. De
ahí que se nos exhorte a juzgar:
- Toda enseñanza (cf. Hch. 17:11).
- Todo espíritu (cf. 1 Jn. 4:1).
-
Toda profecía (cf. 1 Co. 14:29).
- A todo aquel que se hace llamar “apóstol” (cf. Ap. 2:2).
Por
lo tanto, en el significado que hemos visto, no podemos juzgar el corazón de
una persona en términos condenatorios, pero sí sus acciones y palabras, al
igual que muchas historias bíblicas exponen el pecado. Sabiendo esto, podemos
juzgar como pecaminosa la actitud de un hermano que está en yugo desigual, que
ha caído en adulterio, que ha mentido una y otra vez o que está enseñando una
herejía, entre otras muchas cosas; no con la intención de condenarle, sino de
corregirle.
Es un
gravísimo error “juzgar” a un hermano por su mayor o menor asistencia a las
reuniones eclesiales o por el número de actividades o ministerios en los que
participa. Y lo que es peor: muchas veces se hace sin conocer realmente a esas
personas, como sus circunstancias, su día a día, su verdadero carácter y sin saber
las obras bíblicas que lleva a cabo sin llamar la atención. Esta manera de
enjuiciar es legalismo puro y duro, y hay que evitarlo a toda costa.
Las maneras y las formas a la hora de juzgar
La
línea que separa juzgar y juzgar en términos condenatorios es muy
fina, pero si la conocemos será muy fácil juzgar correctamente. Uno de los
errores más habituales a la hora de hacerlo es usar el menosprecio, la burla o
el sarcasmo. No es lo mismo “reírse con” que “reírse de”. Estas actitudes sí
son pecaminosas y un área que todos tenemos que revisar en nuestras propias
vidas. Para que una crítica sea noble hay que eliminar todo componente
peyorativo. De lo contrario, estaremos en la misma categoría de lo que estamos
juzgando. Por citar algunos ejemplos muy sencillos y humanos de la vida
cotidiana: podemos juzgar sobre la comida de un restaurante, sobre el servicio
ofrecido, sobre deportes, sobre un libro, una película, una canción, sobre un
traje de boda y mil asuntos más. Un juicio de valor negativo no conlleva per se nada malo, por la sencilla razón de
que tenemos derecho a estar en desacuerdo. El problema reside cuando
vilipendiamos al cocinero, al camarero, al deportista, al escritor, al actor,
al cantante o a la novia. Eso es lo que se debe evitar y cambiar.
Teniendo en mente la película de la que hemos hablado y todo lo que hemos analizado, empecemos a cambiar nuestra manera de juzgar. Hagámoslo correctamente usando la objetividad, la razón y la justicia, en lugar de dejarnos llevar por nuestra impulsividad. De lo contrario, mejor será que guardemos silencio. Dejemos ya de ir de cacería de cristianos.