lunes, 1 de septiembre de 2025

16. ¿Se pierde la salvación al salir de una congregación?

 

Venimos de aquí: La nueva vida que se abre ante ti tras salir de una iglesia abusadora (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2025/06/1510-la-nueva-vida-que-se-abre-ante-ti.html).

Podríamos escuchar casos donde un líder pentecostal le decía a un miembro que si se marchaba con los bautistas perdería la salvación, y luego oír al bautista transmitirle la misma idea a otro hermano si se iba con los pentecostales. ¡Tremendo! Si el apóstol Pablo viviera en nuestros días, se encolerizaría al oír semejantes aberraciones. Si el destino eterno dependiera de pertenecer a una denominación u otra, ¡ay, no se salvaría nadie! ¿Alguien se imagina el día del Juicio Final a Dios preguntando en qué lugar exacto nos congregábamos? ¿Alguien se lo figura diciendo: “Ah, tú eras de aquella denominación. Y además, tu nombre no estaba anotado en el libro de membresía. Pues lo siento, pero no puedes entrar en el cielo”? ¡Qué ridículo!
Lo mismo sucede con aquellos que han salido de una congregación: la salvación no depende de ello, y menos aún si era una iglesia sectaria.

Volviendo a los orígenes y a la sencillez
Podemos ver el comienzo de la iglesia primitiva tras el primer discurso de Pedro, donde se convirtieron unas 3000 personas. No había decenas de denominaciones con sus distintas ramificaciones como hoy en día. Aquellas personas eran simplemente cristianos, nacidos del Espíritu, redimidos por la sangre del Cordero, sellados por Dios, y cuyos nombres estaban escritos en el Libro de la Vida. Y punto. Tras ello, su estilo de vida era sencillo: “Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hch. 2:42).
Aun así, hay hermanos que salieron tan doloridos de las congregaciones donde se reunían que, en algún momento del camino, perdieron la seguridad de su salvación. Quizás todavía resuenan en sus mentes las palabras de condenación que les “regalaron”:  “has pisoteado la sangre del Hijo de Dios” y demás barbaridades.
Por eso, considero necesario que volvamos al principio de nuestro caminar cristiano para que vuelva a brillar con total claridad en nuestra mente y corazón uno de los conceptos más grande que poseemos, que es la seguridad de nuestra propia salvación.

Pensamientos de temor
¿Cómo puedo saber que si parto ahora mismo estaré instantáneamente en la presencia del Señor? ¿Cómo puedo vivir confiado en que si Jesús vuelve a por los suyos yo seré uno de ellos? Las respuestas correctas estuvieron claramente arraigadas en ti durante mucho tiempo, pero puede que en este periodo de oscuridad la duda se haya instalado. 
Recuerdo una de las primeras preguntas que me formularon sobre mi nueva fe: ¿A dónde irías si murieses en este momento? Respondí que “al cielo de cabeza”. Mi corazón estaba seguro, pero había cierta duda en mi mente. Todavía existía miedo a que el Señor me dijera cuando estuviera en Su presencia: “No te conozco” (Mt. 7:23). Esta incertidumbre venía motivada por mi desconocimiento general de las Escrituras, puesto que únicamente conocía el mensaje de salvación por medio de un libro y poco más.
Hay muchos creyentes que en su día aceptaron a Cristo como su Salvador y Señor al reconocerlo como Dios. Hicieron una sencilla confesión de fe y eso les hizo estar completamente convencidos de que ya eran salvos. Sentían un gozo especial al saber que tras la muerte estarían con Él por toda la eternidad. Sabían que todo era por gracia, y así siguieron escuchándolo por años. Pero, tras oír las palabras que otros le profirieron tras salir de un determinado grupo, entró la duda en sus corazones y comenzaron a preguntarse si era posible aquello que creyeron una vez: que bastaba con aceptar a Cristo como Salvador y Señor para llegar al mismísimo cielo.
A sus oídos seguían llegando exactamente las mismas palabras que al principio: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef. 2:8-9). El problema es que ya no impactaban igualmente en ellos.
La duda comenzó a crecer, y más en este caso si la persona escuchó amenazas. Los pensamientos ya no eran tan claros y la confusión comenzó a acrecentarse: “Esto no puede ser tan sencillo. Tengo que hacer algo para lograr entrar en el cielo. O quizá el pastor llevaba razón y tengo que volver con él”.
Entiendo perfectamente que haya ocasiones en que dudemos de nuestra salvación, no por nuestros pecados, puesto que evidentemente pedimos perdón cuando fallamos, sino porque a veces es difícil creer que no tenemos que hacer nada para ganarnos tal regalo. Eso nos lleva a comenzar una ardua tarea en obras, las cuales queremos sumar a la de Cristo en la cruz para alcanzar la dicha. Y, de manera imperceptible, terminamos concediéndole una mayor importancia a nuestras obras que a la de Jesús en la cruz. Queremos, de alguna manera, ganarnos el favor de Dios: “Señor, mira cuantas obras hay en mi lista. Bendíceme. Tenlas en cuenta cuando me presente delante de ti y que eso compense el hecho de que me fuera de aquel lugar”.
Puede que hayas caído en esta clase de pensamientos. Esto te ha llevado a dejar de disfrutar de la verdadera libertad de la gracia. En el día presente, sigue quedando un resquicio en tu inconsciente, el cual te ´ordena` que debes recuperar lo perdido con anterioridad, como una manera de ´compensarle` a Dios todo el tiempo anterior que le diste de lado, o por lo que hiciste mal u otros te hicieron creer que hiciste mal. Así que, cada cierto tiempo, te viene la misma idea a tu mente: “Tengo que compensar a Dios”. Esto mismo le pasó a los gálatas, quienes querían añadir sus propios esfuerzos a los de Cristo. Pablo se quedó estupefacto: “Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente” (Gá. 1:6). Era incomprensible que una cuestión tan clara y sencilla les hubiera confundido.

Refutando los miedos desde la base
Para solucionar estos miedos y errores debemos retornar a los orígenes. Tenemos que entender nuestro pasado espiritual. Para experimentar esa libertad –o volver a ella- tanto si venías de vivir de espaldas a Dios, muerto en tus pecados y delitos (cf. Ef. 2:1), como si todo se remonta a un sistema religioso que te imponía cargas y más cargas pero del cual escapaste.
Sobre nosotros recaía una maldición. Nos puede sorprender el término, pero literalmente era así. Tratábamos de ganarnos el favor de Dios y su salvación por medio de buenas acciones, pero la Escritura habla claramente de esta maldición: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gá. 3:10).
Verdaderamente era una maldición porque éramos incapaces de cumplir toda la Ley de Dios ni con nuestros mayores esfuerzos. ¡Y queríamos acercarnos al Soberano del Universo con nuestras buenas obras bajo el brazo! ¡Qué ironía, tratar de impresionar al mismísimo Creador! ¡Qué insensatez creer que nuestro buen proceder sería un ´escudo` entre nosotros y Él, el cual impediría que derramara su ira! ¡Qué locura pensar que así estaría obligado a salvarnos! Santiago expresó contundentemente tal imposibilidad: “Porque cualquiera que guardare la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos”  (Stg. 2:10).
Nuestra pregunta sería entonces: ¿De que sirve la Ley de Dios? La Escritura muestra que por medio de ella es el conocimiento del pecado (c.f Ro. 3:20), la cual, a su vez, nos acusa. Jesús dijo: “No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza” (Jn. 5:45). Los judíos creían ser justos delante de Dios porque cumplían la Ley de Moisés. En realidad, por mucho que se esforzaran, era imposible que la cumplieran en su totalidad.
La Ley nos muestra el bien y el mal, todo aquello que agrada y desagrada al Padre. Nos enseña el camino, lo que es de bien para nuestras vidas y las bendiciones presentes y futuras sobre los que guardan Su Palabra. Pero en ningún lugar de las Escrituras se hace ni la más leve insinuación de que podemos acercarnos a Dios, merecernos su Gracia y alcanzar la salvación por nuestros medios. Es un abismo imposible de sortear para nosotros.
Esa maldición, de la que un día te liberaste, puede que se haya vuelto a hacer realidad dentro de tu mente tras tu mala experiencia. Pero ahora debes volver a liberarte de ella: YA NO TIENE PODER SOBRE TU VIDA. Recuerda siempre esta verdad irrefutable: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley” (Gá. 3:13).

Antes y después
La Escritura señala que “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23). Nuestros pecados merecían ese precio (la muerte eterna), pero Cristo, al morir en la cruz, pagó con todos nuestros pecados. Por eso, en nuestro existir, hay un antes y un después, determinado por Dios y no por el hombre. Y esta separación queda determinada en estas palabras: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro. 10:9-10).
Algo tan sencillo como esto fue lo que hizo el etíope eunuco: creyó el mensaje que Felipe le había anunciado dando el paso de fe (Hch. 8:35-38) y así lo confesó con su boca: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios” (Hch. 8:37). Lo mismo se aplica a todos nosotros: “Habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa [...] con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef. 1:13; 4:30). Observa este brutal contraste: 

Antes de la confesión de fe, previo al “nuevo nacimiento”: 

SUCIO; PECADOR; CULPABLE; MUERTO; CONDENADO: CONSECUENCIA = MUERTE ETERNA 

Después de la confesión de fe, por la cual creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios, que murió y pagó en la cruz por nuestros pecados y resucitó de entre los muertos: 

LIMPIO; PERDONADO; INOCENTE; HIJO DE DIOS; SANTO: CONSECUENCIA = VIDA ETERNA 

Por eso Pablo se refiere a todos los creyentes como ´santos`. A nuestros propios ojos y a los de los demás no lo somos, pero, a partir de ese momento, así es ante los de Dios, que ya nos ve sentado en los lugares celestiales (cf Ef. 1:3). Incluso el apóstol usa el verbo en pasado al referirse a nuestro salvación: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tit. 3:5).

Todo está pagado
¿Qué ocurrió entre medio para el cambio tan radical que hemos visto? De nuevo la Escritura nos responde: “A vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Col. 2:13-14).
El acta de los decretos era un documento escrito donde quedaba manifiesto que un deudor había cancelado su deuda con el acreedor. Hoy en día sería el equivalente a un recibo o a una factura pagada. Este escrito quedaba expuesto en un lugar público para que así quedara constancia. Esto es exactamente lo que hizo Cristo respecto a nosotros. Nuestra infinita deuda para con el Padre, fruto del incumplimiento de la Ley y del pecado que mora en nosotros, quedó pagada completamente por Cristo, quién ´publicó` la cancelación en la cruz para que fuera manifiesta a todos.
Podemos entenderlo aun mejor con las palabras que Jesús pronunció en la cruz: “¡Consumado es!” (Jn. 19:30). Es la traducción de la palabra griega ´tetelestai`, la cual tiene diferentes usos:

1. La empleaba un sirviente que regresaba a su amo tras concluir un trabajo. El esclavo estaba diciendo: “Ya he terminado la tarea que me diste a hacer”.

2. Era un término muy común dentro del comercio en Grecia. Y viene a significar: “La deuda está cancelada completamente”.

Justo antes de entregar su espíritu, las palabras de Jesús no fueron de derrota, sino de una grandiosa VICTORIA: “La deuda que el ser humano tenía con Dios ha sido completamente pagada. He acabado el trabajo para el cual mi Padre me envió”.
Es aquí donde se comprueba el verdadero significado de la expresión ´la Gracia de Dios`. La ´justicia` era ´darnos lo que merecemos` (el infierno); la ´misericordia` el equivalente a ´no darnos lo que merecemos` (la condenación); pero la Gracia es ´darnos lo que no merecemos` (la vida eterna y el cielo).

La futura corona 
Ahora, por lo tanto, esta es nuestra nueva realidad: Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Jn. 5:13). No es ´quizá`. No es ´puede ser`. No es ´yo espero`. No es ´si te sometes a la voluntad de un hombre`. Es una certeza, una convicción. Por ello, un cristiano nacido de nuevo debe dejar de dudar de su salvación. Debe de apropiarse de la verdad bíblica y agarrarse a ella con todo su ser, y considerar como necias todas aquellas palabras condenatorias que salen de la boca de algunas personas. Es en la Palabra de Dios donde debes basar tus creencias.
Gózate por ello y deja que la paz vuelva a anidar en tu corazón si alguna vez la perdiste: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Jn. 14:27).
Pablo, cercana su muerte, dejó estas palabras casi a título póstumo: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor” (2 Ti. 4:6-8). Esto no lo escribe alguien que duda de su salvación. Él sabe con certeza que es salvo, que su nombre está en el libro de la vida (cf. Ap. 21:27) y que su ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20). De igual manera se refiere al resto de los hijos de Dios: Asimismo te ruego también a ti, compañero fiel, que ayudes a éstas que combatieron juntamente conmigo en el evangelio, con Clemente también y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida(Fil. 4:3).
Por eso escribió lleno de júbilo (y pienso que con cierta ironía para los que no le comprendían): “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó(Ro. 8:33-34). Sabía que nadie podrá acusarle a pesar de sus faltas, errores y pecados del pasado, ya que no dependía de la Ley ni de las obras para ser justo, sino de la obra consumada de Cristo, el cual le presentaría santo, sin mancha e irreprensible delante del Padre (cf. Col. 1:22).

El reposo en Dios
Con todo lo que hemos analizado, podemos creer, sin ningún género de duda, las palabras de J.C. Ryle: “¿Quiere alguien decir que un hombre que se arrepiente, que cree en Cristo, que es converso y santo, perderá su alma por haber abandonado su iglesia parroquial y haber aprendido su religión en otra parte? Si hay alguien así, que hable en voz alta y nos diga su nombre. Por mi parte, aborrezco semejantes ideas monstruosas y estrafalarias. No veo la más mínima base para ellas en la Palabra de Dios [...] Ni todo el poder de Satanás puede expulsar a un solo creyente de la verdadera Iglesia de Cristo”[1]. Hay argumentos para defender tanto la posibilidad como la imposibilidad de perder la salvación (por apostasía o por el pecado sin arrepentimiento).  Pero, en ningún lugar de la Biblia, absolutamente en ninguno, se deja el menor resquicio a la opción de perderla en caso de abandonar una iglesia local. Ni mucho menos es una u otra congregación la que nos hace hijos de Dios.
Termino con una joya bíblica. Palabras de Jesús en persona. Un ´lema` para refutar las ideas de todos aquellos que tratan de condenarte y hacerte dudar de tu  salvación: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10:27).

Continuará en: Apéndice 1º. 12 hombres sin piedad: cuando se juzga a los hijos de Dios sin seguir los principios bíblicos.


[1] Primer Obispo anglicano (1816-1900). Advertencias a las iglesias. Peregrino.

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