Hace unos meses, una mujer de 42 años, a la que ninguno de mis allegados y lectores conoce, me dijo que la vida ya no tenía nada bueno para ella. Literalmente, afirmó ser una fracasada. Lo había intentado todo y nada le había salido bien. Me confesó que no encontraba trabajo, por lo que vivía con sus padres que la mantenían. Y no tenía amigos. Es más, incluso llegó a expresar que le resultaba aburrida la vida cristiana. El dolor la embargaba profundamente y su desesperación era total.
No me resulta muy díficil detenerme
durante unos minutos y “entrar en la piel del otro” para comprenderlo. En esos
momentos siento ese dolor agrio que todos los seres humanos experimentamos en
diversos momentos de nuestro caminar por
este mundo. Hay ocasiones en que las palabras que buscan consolar no surgen
ningún efecto, e incluso lo mejor es no decir nada, solo expresar con lágrimas
cuán rota está el alma.
Tristemente, este no es un caso aíslado.
El problema se agudiza cuando quienes no experimentan este tipo de situaciones y sentimientos prefieren
mantenerse un tanto al margen, vaya que hablar de las cosas negativas les
traiga una especie de maldición, palabra tan de moda hoy en día en la jerga de
muchos y que está llena de pura superstición disfrazada de cristianismo. Llorar
con los que lloran no va con ellos. Eso en el caso de que no lo acusen de algo
peor: falta de fe.
Preguntas
y más preguntas
Personalmente me afecta en grado sumo cuando
escucho a alguien expresar esta clase de sentimientos. Puede que en demasía.
Quizá sea la edad, la etapa de la vida en la que me encuentro, algunas
cuestiones del presente o las diversas circunstancias a las que me he
enfrentado en los últimos años, algunas de ellas surrealistas. Pero todo esto,
sumado a la contemplación meticulosa del planeta donde vivo, de la vida de
aquellos que conozco de cerca o un poco más lejos (sea o no partícipe de sus
vidas), y de los que se cruzaron conmigo en algún momento del pasado, me ha
hecho especialmente sensible ante el dolor ajeno. Cuando lo percibo me abruma y
lo siento como mío. No creo que esto sea muy sano, puesto que repercute incluso
en mi salud de maneras inesperadas, pero es tal y como experimento la realidad
desde hace tiempo. A día de hoy, no he aprendido a tomarme las cosas de otra
manera. Sinceramente, no sé ni cómo hacerlo. Y ahí me ahogo. Entre risas y
disimulos, mi mente se vuelve obsesiva, como un volcán en plena erupción, tratando
de encontrar soluciones a los problemas que surgen y se mantienen
indefinidamente en el tiempo, tanto los propios como los ajenos.
Hay tantas preguntas que desbordan las
emociones y el raciocinio... ¿Qué se le puede decir a una persona como la mujer
que me abrió su corazón, para la cual la vida es un suplicio y está totalmente
convencida de que estaría mejor “en el otro barrio”? ¿Qué se le dice a un
familiar que se pasa entre hospitales y salas de urgencia horas y tiene que
convivir con la enfermedad día tras día? ¿Qué se le dice a un amigo que vive de
ayudas sociales y familiares? ¿Qué se le dice al que se siente solo porque lo
ha perdido todo, incluso las amistades? ¿Qué se le dice al parado de larga
duración y sin expectativas? ¿Qué se le dice al que ha sufrido una dolorosa
ruptura sentimental? ¿Qué se le dice al que ha sido traicionado y tiene pánico
a abrir nuevamente su corazón por miedo a que se lo vuelvan a partir en mil
pedazos? ¿Qué se le dice a un hombre al que el cáncer está consumiendo? ¿Qué se
le dice a unos padres que han perdido a su hijo en un accidente? ¿Qué se le
dice a quien ha visto sus sueños morir? ¿Qué se dice uno a sí mismo cuando el
dolor emocional te abruma de tal manera que te provoca arritmias, sudores
instantaneos en plena madrugada y un tic nervioso en el ojo? ¿Y en casos
emocionalmente extremos donde se pierde el conocimiento de tal manera que te
lleva a caer a plomo contra el suelo en apenas dos segundos?
El
esquema de la vida
Nuestro cerebro suele ser como el disco
duro de un ordenador: Almacenamos nuestros recuerdos en distintos
compartimentos. En la memoria lo guardamos todo, sea que conscientemente nos
acordemos o no. Mientras más se presta atención con los cinco sentidos a los
detalles, más capaces somos de evocar conversaciones o situaciones intensas que
ocurrieron hace muchos años. Por eso nos encontramos con personas ancianas que
se acuerdan de su propia adolescencia, aunque hayan pasado 80 años, y con la
capacidad de detallarte con todo detalle emociones que sintieron hace décadas.
En esa misma mente tenemos una especie
de esquema de lo que debería ser la vida. O, al menos, lo que esperamos de
ella: una infancia feliz y sin traumas graves, amistades profundas e íntimas,
una buena formación académica, el hallazgo de que algo se te da especialmente
bien y te apasiona junto a ese don con el que servir a Dios para dejar alguna
especie de legado, un trabajo con el que poder sostenerse económicamente y
desarrollar en diversas áreas, terminando con el milagro de encontrar esa persona especial que quiere compartir la
vida contigo porque os amáis y formar una familia.
Evidentemente, nadie desea ser como el
anuncio de las cucarachas, que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero hay
personas que se sienten como estos insectos
cuando se miran a sí mismas y contemplan sus vidas a la luz de las
evidencias, ya que los esquemas que creían no se han cumplido y no tienen viso
de hacerlo.
El
error de los megaespirituales
Hay una corriente muy peligrosa entre
grupos muy determinados de cristianos que se dedican a proclamar “bendición”,
“salud”, “prosperidad” y “éxito” para todo aquel que crea las promesas del
Señor. El problema es que estas personas tienen una guillotina, ya que para
defender sus ideas han tenido previamente que cortar de las Escrituras pasajes
enteros y textos muy claros que enseñan justo lo opuesto a lo que creen. Toman
lo que les gusta y desechan el resto, con lo que la teología que se forman es
monstruosa. No tienen reparo en hablar de “lluvia de bendiciones” y de que todo
les irá bien a partir de ahora. Viven en un mundo irreal donde les han vendido
la euforia como el estado definitivo del cristiano en este mundo. El problema
es que un día sienten que han alcanzado una especie de Nirvana y al siguiente están en alguno de los círculos del Infierno de Dante. Tarde o temprano,
cuando la realidad se hace manifiesta en forma de circunstancia dolorosa, el
“sopapo” que se llevan es de proporciones cósmicas. Un verdadero síncope emocional y espiritual. Y a
muchos les cuesta la misma vida levantarse cuando eso ocurre.
Ser & Estar y sentir
Muchas de las preguntas que realice
líneas atrás tienen una respuesta teológica. En ocasiones las he contestado en
diversos artículos y otras las plantearé en el futuro. En todas ellas, el que
pasa por penurias puede encontrar consuelo y aliento, y hay maneras de animar a
una persona en este tipo de situaciones dolorosas, aunque en muchas ocasiones
lo único que se puede hacer es acompañarla en el sufrimiento con la mera
presencia física para empatizar con ella, simplemente escuchando,
comprendiendo y guardando silencio.
Pero
hoy no es ahí donde quiero centrarme, ni siquiera en las respuestas a estas
cuestiones, sino en aquello que nos sostiene cuando las circunstancias no son
como nos gustaría. La clave está en entender la diferencia
entre dos términos: “Ser” vs “Estar”.
Muchas personas los confunden porque
parecen iguales. Pero la realidad es que son muy diferentes. Y cuando la vida
se tuerce –porque de una manera u otra los esquemas se rompen en algún punto-,
entender la diferencia entre ambos marcará el resto de la vida, tanto de la
tuya como de la mía.
Veamos la diferencia entre “ser” y
“estar” para un cristiano:
- Ser.
Es un estado que es para siempre: soy español; soy hombre; soy alto. Define
nuestra posición y qué/quiénes somos. Aplicando esta definición
al concepto bíblico, podríamos aplicarla directamente a nuestra posición
como hijos de Dios. Esa posición no cambia puesto que es inalterable e
inmutable. ¿Por qué? Porque no depende de nosotros, ni de las circuntancias, ni
de nuestras emociones, ni de nuestro estado anímico, sino de la obra que Dios
ya hizo y hará en la eternidad: Soy
hijo de Dios y soy amado por Él.
Mientras que “permanezcamos” en Él, todo lo demás se puede sobrellevar aunque
nos sintamos hundidos emocionalmente en determinados periodos de tiempo, sean
breves o extensos.
- Estar.
Es un estado que no es permanente sino temporal. Por citar
algunos ejemplos: Estoy jugando al fútbol; Estoy viendo la televisión; Estoy
comiendo; Estoy acostado; Estoy triste; Estoy enfadado; Estoy alegre. En
consecuencia, no siempre estoy jugando al fútbol, no siempre estoy viendo la
televisión, no siempre estoy comiendo, no siempre estoy acostado, no siempre
estoy triste, no siempre estoy enfadado y no siempre estoy alegre.
Este “estar”, en uno de
sus significados (el que expresa sentimientos y emociones), está intrísecamente
unido con el verbo “sentir”. Como lo define la RAE:
“Experimentar sensaciones producidas por causas externas o
internas”.
¿Qué significa esto?:
Que, en función de las circunstancias temporales, de las experiencias que nos
acontezcan en la vida y según el instante, estaremos/nos sentiremos de una
manera u otra. Nuestro estado anímico variará en un sentido u otro. Si las
circunstancias son negativas, las sensaciones que experimentaremos serán
desagradables. Si las circunstancias son positivas, las sensaciones que
experimentaremos serán agradables. Es algo temporal, y tiene un principio y un
fin, porque las emociones son fluctuantes. De ahí que haya días que te levantas
de la cama con energía y te sientes fresco con apenas cinco horas de sueño, y
en otros te hace falta una grua para sacarte de las cuatro mantas en las que
andas liado, y catorce horas durmiendo te parecen pocas porque sigues cansado.
De tener ilusiones y proyectos, a sentirte engullido por un Tsunami.
Somos seres emocionales,
y negar todo esto sería negar nuestra naturaleza.
¿Qué
podría decir según el momento?
Una vez explicada la
diferencia, según el momento en que me encuentre, podría decir: "Me siento animado y con ganas de comerme
el mundo. Disfruto de todo lo que siempre me ha apasionado y siento que puedo
afrontar todo lo que venga contra mí. Así que estoy/me siento genial".
Pero en otras ocasiones, aunque me sienta mal, puedo decir: "Me siento bajo de ánimos y sin ganas de
nada, pero soy hijo de Dios. Me
cuesta hasta comer y no disfruto de algunos placeres sanos que normalmente me
encantan, pero soy amado por Dios
porque así lo dice Su Palabra ya que me lo demostró en la cruz. Siento que no
tengo control sobre muchas circunstancias de la vida que son claramente
injustas y tampoco entiendo la razón de mi situación personal en diversos
aspectos del presente, pero soy
perdonado por el sacrificio expiatorio de Cristo. No me siento bien porque no
tengo trabajo estable, estabilidad económica ni una salud perfecta, pero soy eterno porque Él resucitó de entre
los muertos y me está preparando una morada en los cielos ya que así lo
prometió" (cf. Juan 14:2).
Esa es la fe que describe el
autor de Hebreos, “la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve” (He. 11:1). Podemos ver un claro ejemplo en las palabras de Pablo. Bajo
circunstancias muy adversas, dijo: “Pero
tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de
Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados [sentimientos] en todo [circunstancia negativa], mas no angustiados [fe]; en apuros [circunstancia negativa], mas no desesperados [fe]; perseguidos [circunstancia negativa], mas no desamparados [fe]; derribados [sentimientos], pero no destruidos [fe]” (2 Co.
4:7-9). El ánimo y las circunstancias son variables. La posición no, porque se
basa en los principios de la Palabra de Dios.
Estos son principios
bíblicos inalterables, me sienta bien o me sienta mal, porque Dios no cambia ni
depende de mis emociones: Esta es la base del creyente y su estabilidad en
todos los aspectos: “Porque
todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha
vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo,
sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”
(1 Jn. 5:4-5). Así hizo Moisés, andar por fe, y “se sostuvo
como viendo al Invisible” (He. 11:24.27).
Esto no significa que
no podamos buscar las maneras de “sentirnos bien/mejor” –en otra ocasión
trataremos ese tema puesto que Dios está muy interesado en nuestra salud mental
y emocional-, y Su Palabra está llena de principios que nos hablan de esta
cuestión-, pero lo que aquí y ahora estoy resaltando es que lo que importa en
esencia es el “ser” por encima del “estar/sentir”.
¿Creer
o sentir? ¿Dónde buscarás el sentido a todo?
Por lo que hemos visto,
en lo que respecta a la fe, no confío en los sentimientos. Es más: ante una
crisis personal de cualquier índole (sentimental, emocional, eclesial,
espiritual, etc.), nuestro peor enemigo son las emociones, ya que en esos casos
son predominantemente negativas. Por eso no me baso en ellas, sino que creo en lo que Dios dice. Esa es la fe.
Es lo que me sostiene y no las emociones.
Cuando no asimilamos
estos dos conceptos (normalmente, porque nos han enseñado incorrectamente), nos
sentimos bastante perdidos. Se vive por emociones, por cómo nos sentimos, por
cómo nos va la vida, por nuestras circunstancias. Nos convertimos en personas
de doble ánimo, inconstante en todos los
caminos (cf. Stg. 1:18). Un día nos sentiremos bien y creeremos que todo es
una bendición, que Dios nos ama con locura, que Su presencia nos acompaña en
todo momento y que no habrá nada que nos hará mal. Pero la mañana que nos
levantemos con mal pie, creeremos que hemos sido maldecidos, que Dios
prácticamente nos odia, que se ha apartado de nosotros o, al menos, que está
muy lejos. Los rayos del sol se convierten en rayos destructores. Esta
inestabidad no hay mente ni corazón que la soporte mucho tiempo.
Por todo esto, vemos
que “el justo por la fe vivirá” (Ro.
1:17, Gá. 3:11). Ahí las emociones quedan a un lado. El que vive por fe, se
sienta como se sienta, pase lo que pase, sea su vida como sea, decide creer que
Dios lo ama y camina junto a Él: “El
que anda por fe, aunque no entienda las razones de sus desgracias ni reciba del
cielo explicaciones de las mismas, sabe que
´a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien` (Ro. 8:28). El
que anda por fe, aunque sienta lejos a Dios, sabe que Él está a su lado todos
los días, hasta el fin del mundo (cf.
Mt. 28:20). El que anda por fe, aunque pueda llegar a creer en su noche más
oscura que el Señor no le ama, sabe que ´ni
la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo
presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa
creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro`
(Ro. 8:38-39) y que vino al mundo a rescatarle por amor (cf. Jn. 3:16). El que anda por fe,
pase lo que pase, sabe que ´Jesucristo es
el mismo ayer, y hoy, y por los siglos` (He. 13:8). [...] Por todo esto, y
mucho más, el camino de la fe es un camino muy superior al de los sentimientos”[1].
El que camina por la
vida según sus sentimientos, jamás estará firme en Dios y posiblemente terminará
por alejarse de Él. Buscará llenarse de mil maneras diferentes, para darse
cuenta una y otra vez de que no es posible. Se llevará un batacazo tras otro,
por mucho que trate de engañarse a sí mismo o lo niegue ante los demás. La
“almohada” será su peor enemiga porque la conciencia no se puede acallar.
¿Qué dice Isaías 26:3?:
“Tú guardarás en completa paz a
aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado”.
No dice que guardará en paz a aquel cuyos sentimientos
perseveran en Él, sino a aquel cuyo pensamiento, ya que ha confíado.
Nuestra
fe debe edificarse sobre la roca (Cristo), no sobre las arenas de las
emociones: “Cualquiera, pues, que me oye estas
palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa
sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y
golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca.
Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un
hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y
descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu
contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina”
(Mt. 7:24-27).
Entre otros muchos,
podemos encontrar un ejemplo extraordinario en la vida de Job. Perdió
su salud, su ganado y a todos sus hijos. Su misma esposa le dijo que maldijera
a Dios y que se muriese (cf. Job 2:9). Humanamente hubiera sido lo
lógico, desear la muerte. Sin embargo, él contestó: “¿Recibiremos de Dios el
bien, y el mal no lo recibiremos?” (Job 2:10). No se dejó llevar por el dolor
ni por sus terribles circunstancias personales, sino que caminó por fe, aun sin
saber todas las razones ni los motivos de su sufrimiento.
¿Siempre es fácil
aplicar lo que estamos hablando? ¡No! Como esas emociones desorientan y son tan
traicioneras, en algún momento se puede llegar en pensar que nada merece la
pena, que lo mejor es tirar la toalla y dejarte llevar por la corriente de este
mundo. ¡A vivir que son dos días! Podemos buscar nuevas emociones. Podemos
probar todo tipo de diversiones. Podemos encontrar nuevos estímulos
gratificantes y nuevas personas que toquen nuestro corazón. Podemos tratar de anestesiarnos incluso con el alcohol
para no pensar en nada de esto ni en nuestras verdaderas emociones que nos
recuerdan cómo nos sentimos realmente. Pero al final, como no podemos escapar
de nosotros mismos, cuando nos quedamos solos en la noche o caminando por la calle
envueltos en miles de pensamientos, terminamos por volver al punto de partida:
el vacío sigue ahí. Y éste no se resuelve hasta que encontramos a Dios y
caminamos con Él, entendamos o no Su manera de actuar para con nosotros ni el
por qué de las circunstancias dolorosas de nuestra vida, incluso aunque duren
todo nuestro caminar por este mundo.
Recuerda: la manera de
confrontar estos pensamientos es tomando conciencia de que nada ni nadie llena
el vacío del ser humano sino Dios, y nada ni nadie le da sentido a nuestra
existencia sino Él. Es algo que pude comprobar por mí mismo hace quince años
tras mucho tiempo de búsqueda. Ahora depende de ti decidir qué quieres hacer
con tu vida y en qué basarás tus creencias, en el “ser” o en el “estar”.
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