Como un fantasma que se pasea cada noche
en un lúgubre castillo arrastrando sus pesadas cadenas, así reaparece cada
cierto tiempo en mí el sentimiento de frustración. Me embarga de tal manera que
por momentos me desalienta por completo. Me roba el sueño y se apodera de mis
pensamientos. Y ahora estoy pasando por una de esas etapas. El origen de tal
emoción me resulta fácil de describir. Para que lo entiendas, te haré una
sencilla pregunta para que ejercites un poco la empatía hacia mí: ¿Cómo te
sentirías si tu profesor de Matemáticas comenzara a enseñar que 2 x 2 = 5, y
toda la clase le creyera? Dependiendo del carácter de cada persona, algunos se
callarían para no meterse en problemas. Otros levantarían la mano, protestarían
y dejarían al descubierto la mentira. Ahí cabrían dos opciones: el maestro se
bajaría del burro y rectificaría o, por el contrario, se empecinaría en su
idea. Si se diera el segundo caso, el resto de los alumnos comenzarían a mirar
con recelo al que se atrevió a contradecir al “pedagogo”. Finalmente, harto y
abrumado, el jovencito se levantaría para marcharse y no volver más, ante el
jolgorio de los presentes.
Para alegría o desgracia personal, soy
de los que no puede callar ante el error. Por eso he escrito dos libros y tengo
otros esperando ser publicados, aparte de los diversos artículos que publico en
este blog, aunque eso me suponga tener una mala imagen ante personas que me estigmatizan.
Mi problema, y ahí está la raíz de mi frustración, es que sigo pecando de
ingenuo al creer que tengo el “poder” de cambiar las ideas de las personas.
Sigo pensando que cuando les demuestre que sus argumentos cojean sin remedio,
modificarán su manera de pensar. Y no, no tengo esa potestad. Es más: nadie la
tiene. Pero no termino de aprender y no paro de chocarme contra muros de
hormigón.
Como cristiano, me ilusiono al mostrar
ciertas verdades ante otros creyentes, esperando que así rectifiquen si están
errados. No lo hago con el ánimo de jactarme o porque me considere superior. A
mis amigos ya no tengo nada que demostrarles al respecto porque saben mis
intenciones y cómo soy realmente. Y los que me consideran enemigo, nada de lo
que haga o diga les hará cambiar de opinión, así que no me esfuerzo en
intentarlo ya que siempre señalarán mis errores y defectos. Si escribo y confronto
es porque, como dijo Jesús, conocer la verdad nos hace libres (cf. Jn. 8:32). Y
a medida que se profundiza más y más en las evidencias, mayor es la libertad. Es
como respirar aire puro del campo y sin contaminación. Esa es la libertad que
no me canso en dar a conocer.
Muros
contra los que no tengo poder
Como he comentado líneas atrás, hay asuntos
(muros) con los que me topo continuamente, concretamente dentro de las dos
ramas principales del cristianismo: la católica romana y la protestante. Por un
lado, la católica: si sus seguidores quieren aceptar la interpretación que hace
el Magisterio, ¿quién soy yo para cambiarles? Si quieren rezar por los difuntos
y por las almas del purgatorio, que recen. Si quieren creer que el Papa es el
representante de Cristo en la tierra, que lo crean. Si creen que los “santos”
son aquellos que han hecho varios milagros, que los declaren como tales. Si
quieren llenar sus templos de imágenes, que los llenen. Si quieren confesar sus
pecados ante los curas, que los confiesen. Si no quieren que los sacerdotes se
casen, que continúen como hasta ahora. Si aceptan que María es mediadora ante Dios,
que sigan aceptándolo. Si quieren bautizar a los niños, que los bauticen.
La otra rama, la conocida como “Protestante”: dentro de amplios sectores de la llamada “iglesia evangélica” (gracias a Dios,
no toda), se han infiltrado en los últimos cincuenta años tantas herejías,
legalismos y praxis eclesiales deformadas que para encontrar al Cristo del
Nuevo Testamento hay que hacer malabares. Si miles de personas quieren creer en
la terrible “Teología de la prosperidad”, yo no puedo impedirlo. Si quieren pactar,
proclamar y decretar bendiciones, que lo hagan. Si quieren cambiarse el nombre
porque creen que el original tiene una maldición, que se lo cambien. Si quieren
culpar a los espíritus de sus propios pecados, que los culpen. Si quieren atar y
reprender al demonio, que aten y reprendan todo lo que quieran. Si quieren obedecer
a los pastores que llaman “los ungidos de Jehová” o “apóstoles”, que los
obedezcan sin rodeos. Si quieren creer que juzgar los errores es pecado, que lo
crean. Si arminianos y calvinistas se llaman unos a otros falsos maestros, que
sigan haciéndolo. Si quieren seguir llamando “iglesia” y poniéndole nombre al
lugar donde se reúnen, que sigan así. Si quieren diezmar, que diezmen. Si
quieren valorar la espiritualidad de los creyentes por la asistencía a las
reuniones y demás actividades, que sigan evaluándose de la misma manera. Si
quieren que sus vidas giren en torno a las cuatro paredes del local, que sigan
girando. Si quieren beber gasolina “ungida”, que la beban. Si quieren hacer
cultos especiales para echar a los espíritus malignos que habitan en los mismos
cristianos, que hagan todos los rituales que quieran. Si quieren seguir
admirando a los Benny Hinn, Joyce Meyer, Cash Luna, Joel Osteen y compañia, que
los admiren.
Tanto católicos y protestantes, si
quieren creer todas esas mentiras, que las sigan creyendo. Y no lo digo con
acritud, sino con sosiego. La culpa es mía por creer que van a cambiar así como
así. Tengo presente las palabras de Judas sobre las falsas doctrinas: “A algunos que dudan, convencedlos”
(Jud. 1:22). Pero yo no puedo convencer a nadie que no quiere oír, y menos
cuando ni siquiera se plantea la posibilidad de que puede estar equivocado. Todo
esto no quita que me llene de tristeza. Salvando las distancias y sin ninguna
intención de compararme, puedo entender las lágrimas que Jesús derramó por
Jerusalén: “!!Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!
!!Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos
debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt. 23:37).
Si algo he comprobado día tras día en
estos últimos quince años es que nadie cambia de opinión porque otros intenten
que lo haga, aunque los argumentos que se le presenten sean irrebatibles.
Siempre encontrará la manera de defender o justificar lo que cree. Por ejemplo,
le puedo mostrar que en ningún lugar de la Biblia indica que Pablo se cayó de
un caballo, pero si quiere creerlo no voy a obligarle a puñetazos a que modifique
su idea. Y si en algo sin importancia muestra esta actitud, cuánto más en temas
importantes. Los seres humanos somos así: nos cuesta la misma vida reconocer
que podemos estar equivocados. A muchos les da pánico. Aceptar el error hiere
el orgullo propio. Y eso duele. Por eso me he dado cuenta de que, en la mayoría
de las ocasiones, la única manera de que un cristiano rectifique es que pase
por una mala experiencia y Dios la use para abrirle los ojos.
La
parte que me toca
¿La verdad? Estoy cansado de ser el niño
que levanta la mano para decirle al “profe” que, por favor, lea nuevamente el
libro de cálculo para que compruebe la tabla de multiplicar. Estoy aburrido de
pedirle a esos alumnos que lean por sí mismos antes de dar por hecho lo que
otros les enseñan. Estoy apesadumbrado de ver a tantos creyentes genuinos
desilusionados y desencantados por el cristianismo que les han vendido. Estoy
fatigado de ver que no hay verdadero crecimiento en la Iglesia (porque la
multiplicación no es sinónimo de desarrollo), aunque los números y las masas se
vendan como “avivamientos”. Estoy hastiado de las barbaridades que se dicen y
se hacen “en el nombre de Dios”. Estoy roto por las falsas conversiones y la
doble ética. No es negatividad por mi parte, sino una bofetada de realidad. Ante
todo lo que he expresado, lo fácil es caer en la amargura. Y he tenido que
poner medidas para que no me ocurra.
Nada de esto significa que me vaya a
detener o a callar. Tarde o temprano, volveré a sentirme como ahora. Olvidaré nuevamente
mi incapacidad de lograr que cambien aquellos que no quieren hacerlo y caeré otra
vez en la frustración. ¿El lado positivo? Que termina por redundar para bien en
mi alma. Es como una descarga de electricidad que me reactiva. Mi celo por la
verdad aumenta cada vez que me sucede. Aún así, tengo que apropiarme en su
totalidad de las palabras de Pablo: “Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que
ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Co. 3:6-7). La obra no es mía, sino de Dios.
No creo en los grandes
cambios de grupos ni colectivos, porque las estructuras son iguales en todas
las partes del mundo y resultan intocables. Pero sí creo en las
transformaciones individuales. He visto ambas actitudes una y otra vez. Creo
que sigue existiendo un remanente noble que quiere aprender, que no se conforma
y que escudriña las Escrituras como los de Berea (cf. Hch. 17:11). Creo que
quedan hombres como David, que cuando son confrontados por algún Natán reconocen
sus errores (cf. 2 S. 12). Creo que quedan mujeres como María, que guardan
las palabras de Dios en el corazón (cf. Lc. 2:19). Creo que hay hermanos
fieles como lo había en Colosas (cf. Col. 1:2). Creo que aún quedan
personas como el etíope eunuco que buscan a Dios y aceptan su mensaje de
salvación tras comprenderlo y sin poner excusas (cf. Hch. 8:26-39). Creo que
quedan verdaderos cristianos que no doblan su rodilla ante el pecado que se ha infiltrado en la Iglesia, junto al humanismo y el
hedonismo imperante de esta sociedad (cf. 1 R. 19:18). Creo que hay personas
que entienden que la verdadera Iglesia no es el lugar donde asisten ni que
pertenecen a ella por haber sido bautizados, sino que solo la conforman aquellos
que han sido redimidos por el sacrificio expiatorio de Cristo que pagó por
nuestros pecados (cf. Ro. 4:25).
A todos ellos les
seguiré dedicando mi esfuerzo porque merece la pena. Es el ejemplo que
encuentro en Jesús, aunque en ocasiones me pueda sentir “frustrado”.
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