Nacemos
ciegos. ¿Ciegos? Efectivamente. Aunque nuestros ojos físicos comienzan desde el
momento del parto a contemplar muy lentamente una nueva realidad, somos ciegos
durante muchos años al mundo que nos rodea y a las personas que habitan en él.
Es una ceguera emocional.
A esas
edades tempranas, nuestra mayor preocupación era conseguir la pegatina que nos
faltaba para completar el álbum de cromos. Y todos nuestros esfuerzos estaban
centrados en hallar nuevas maneras de divertirnos con aquellos que eran iguales de
enanos que nosotros. Imaginábamos con nuestros muñecos grandes batallas contra ladrones,
piratas, indios y romanos, que representaban a “los malos” (los clásicos
estereotipos). En ese enfrentamiento usábamos para vencerlos a todo el ejército
de playmobil, junto a incontables refuerzos: aviones, portaaviones,
helicópteros, misiles, coches de policía y de bomberos, dragones y superhéroes.
Todo muy surrealista pero fantasiosamente real en nuestras mentes. Pasaron los
primeros años y todo seguía igual: deseando que llegara el fin de semana para
escaparnos con nuestros amigos a jugar al escondite, a saltar como canguros, a correr
detrás de un balón como un enjambre de abejas, a montar en bicicleta y a
perdernos en bosques misteriosos. Todo lo vivíamos como una aventura
fascinante.
Es
cierto que no todo era maravilloso. En muchas ocasiones nos sentíamos
incomprendidos por los adultos al creer que no nos tomaban en serio. No
comprendíamos las razones por las cuales nos decían “no” ante nuestros deseos.
También nos afectaban a nuestra frágil autoestima las críticas, independientemente
de las intenciones con las que fueras realizadas. Y que te pusieran un negativo con
un bolígrafo rojo en el cuadernillo se vivía como el fin del mundo. Pero aunque
no todo era perfecto, nos sentíamos como los pasajeros de un transalántico de
lujo, disfrutando de una fiesta continua. Pero, en algún momento del viaje, nos
aconteció como en la película “La aventura del Poseidón” (1972): un Tsunami lo
volcó todo. Lo que estaba arriba, ahora estaba abajo. Nuestros pies no eran
capaces de sostener el equilibrio. El salón de baile se hundía. Las lámparas ya
no brillaban. Las luces se apagaron y todo se volvió oscuridad. Los platos volaban y los cristales
nos provocaban multitud de cortes. El agua comenzó a llegarnos al cuello y nos
costaba la misma vida respirar. El cuerpo se adormecía y perdía sensibilidad. Así
que comenzamos a sangrar y a gritar desesperados. Aunque nos manteníamos a
flote, tomamos conciencia de la realidad: el mundo no era un parque de
atracciones. En ese momento, perdimos la inocencia.
El Tsunami
Esa ola
gigantesca que nos despierta violamente a la realidad y nos muestra la
fragilidad que nos envuelve está llena de matices dependiendo de la persona que
la sufre: para unos es el fallecimiento de sus padres de la manera más inesperada.
O no sentirse querido por ellos. Para otros es una tragedia familiar, la
ruptura de una relación de pareja o la violencia de género, incluso los abusos
psíquicos y sexuales. Puede que una enfermedad. O no encontrar trabajo por mucho
que se intenta.
Vivimos
en un mundo a todas luces imperfecto, pero muchas de las tormentas que
experimentamos en nuestro foro interno como consecuencia de factores externos son
provocadas por el concepto que tenemos de lo que debería ser este planeta en el
que habitamos. De pequeños creíamos que el tiempo estaba congelado. Aunque nos
viéramos más altos, nuestra idea era que lo que nos rodeaba era inalterable y
que no habría desengaños. Nos daba igual que los coches no tuvieran dirección
asistida ni tampoco pensábamos en cosas que ni existían, como los móviles o las
tablets. Con volar en nuestra imaginación a esa Luna descrita por Julio Verne
nos bastaba. Pero, de manera repetida, nuevos “Tsunamis” se apoderaban de
nosotros y nos convertían en títeres sin control alguno de las circunstancias.
Creíamos
que nuestros familiares (padres, tíos, hijos, etc.) serían inmortales y la
muerte no los tocaría jamás. Estábamos firmemente convencidos de que nuestros
cuerpos siempre estarían robustos, no envejecerían y no enfermarían. Pensábamos que nuestros
amigos y nuestra esposa lo serían para toda la vida. Dábamos por hecho que nuestros
jefes reconocerían los esfuerzos que hicimos por la empresa y nos harían fijos.
Lo que nunca imaginé
Cuando
era un nene, jamás imaginé que existiera algo como el “aborto” o los llamados
“países del tercer mundo”. Nunca pude creer que hubiera familias que comieran
de un contenedor de basura. Pensaba que todas los hombres y mujeres solo hacían
“cositas de mayores” cuando se casaban, que eran fieles y que permanecían
juntas para toda la vida. No sabía que tener esas ideas eran consideradas
antiguas y de carca. ¿El divorcio? No habría sabido ni buscar esa palabra en el
diccionario. ¿Miles de jóvenes bebiendo alcohol en las llamadas “botellonas”?
Ni la más remota idea de qué era eso. ¿Seres humanos que ofrecían sus cuerpos
por dinero? Era una broma de mal gusto. Tampoco aparecían en mis peores
pesadillas personas matándose unas a otras por una bandera, por pedazos de
tierra, por ideologías, por una religión o por el color de la piel. La Guerra
Civil y la dictura que asoló mi país era como un cuento lejano de la que no fui
partícipe ni me afectó. Hitler y Stalin eran leyendas urbanas. ETA, las FARC, el
IRA y Hezbolá solo se veían en televisión como si fueran los malvados de una
película que tarde o temprano serían derrotados y donde la sangre de los
inocentes era irreal. La primera guerra que contemplé fue la del Golfo Pérsico,
y parecía un videojuego.
Aunque
los detalles y las historias personales varíen, la inmensa mayoría de nosotros éramos
inconcientes de la realidad, fruto de la edad. Vivíamos en otro mundo “mental”.
En mi caso, con tener 100 pesetas (0,60€) para una partida de billar la tarde
de los viernes, jugar al ping-pong y tomar polo-flash entre partidos, hacer
deporte con los amigos, ir al Restaurante de mi padre a comer ortigas fritas, cenar
en el Bar “del sordo” huevos fritos con patatas, ver al Real Madrid por
televisión e ir a la piscina, a los “cochecitos de choque” y al Mcdonals una
vez al año cuando iba a casa de mis hermanos, era más que suficiente para
seguir en mi Disneylandia particular. El mejor selfie era el que guardaba en mi memoria y en la retina del corazón
de todos esos momentos.
De
igual manera –y tras un largo periodo de oscuridad que duró buena parte de la
adolescencia y de mi primera juventud, donde la vida no tenía propósito ni la
existencia sentido alguno-, me convertí en cristiano con 23 años y todo cobró
sentido (aunque los detalles personales no los narré, aquí expliqué en que
consiste eso de ser “cristiano”: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/no-soy-religioso-ni-catolico-ni.html).
Entonces
di por seguro que “to er mundo é güeno”. Pensaba que todos los que estaban a mi
lado eran también creyentes que habían “nacido de nuevo”. Pensaba que todos enseñaban
la pura verdad y que no existían falsas doctrinas. Pensaba que no existía el
orgullo, la hipocresía, la altivez, la mentira ni la arrogancia. Pensaba que el
interés hacía mí se basaba en el amor genuino que me profesaban y no buscando
un interés personal que me convirtiera en un número más dentro de la cadena de
montaje de una empresa multinacional. Al tener esas ideas erróneas, pequé de ingenuo.
Pero al reincidir una y otra vez en la misma idea en todos estos años, se puede
considerar que pequé de tonto.
¿Existen
verdaderos cristianos? ¡Por supuesto que sí! Algunos maravillosos, pero no es
oro todo lo que reluce. Aun así, hay una parte de mí que quiere creer lo
contrario: que todo es oro. Me
gustaría creer que no existe la malicia ni las dobles intenciones. Me gustaría
creer que todos los creyentes son capaces de reconocer que están equivocados cuando lo están.
Me gustaría creer que no existen aquellos que usan a los demás para lograr la
fama. Me gustaría creer que no hay personas que se llaman a sí mismas
cristianas y te sacan el dinero para cumplir sueños que no proceden de Dios. Hay
una parte de mi “niño interior” que anhela con toda su alma sentirse como me
sentía en el patio de la guardería: tranquilo, disfrutando de la compañía,
riendo, compartiendo sobre nuestros sueños y esperanzas, en paz y con libertad
para tener opiniones diferentes. Pero ahora siento como en su día
experimentamos la adolescencia: con ese miedo que teníamos al rechazo de la
chica que nos gustaba, a los complejos por el físico, a ser objeto de burlas
maliciosas por ese compañero de clase que disfrutaba con ello, a fallar la
ocasión que decide el partido o a quedarse en blanco cuando el profesor nos
hacía una pregunta.
Cuando la visión idealista se desmorona hay
que empezar de nuevo
Con el
paso del tiempo, tanto en el plano personal como en el de la fe, te das cuenta
de que esta era la visión idealista que muchos teníamos (y yo no era una
excepción), hasta que la realidad nos abrió los ojos. Dicen que “ver” es fruto
de la madurez, pero en ocasiones me gustaría volver a ser ciego porque la
realidad duele. ¿Por qué es desolador? Porque se ven las tinieblas. Y ahí se
pierde la inocencia.
En
estas condiciones, es fácil, muy fácil, que esos Tsunamis, que el salmista
llama “valle de sombra de muerte”, nos arrastren sin remedio al desaliento, a
la apatía, al desconsuelo y al hastio de la vida. Es fácil, muy fácil,
desconfiar de todo el mundo. Es fácil, muy fácil, perdernos en ese camino de
desolación. Es fácil, muy fácil, quedarse anclado en el pasado y en el dolor. Es
fácil, muy fácil, perder la sonrisa y el buen ánimo. Es fácil, muy fácil,
descuidarse físicamente. Es fácil, muy fácil, volverse un cínico. Es fácil, muy
fácil, encerrarse en uno mismo y recluirse de todo. Es fácil, muy fácil,
sentirse solo, lo estés o no realmente. Es fácil, muy fácil, caer en la
conmiseración y perder de vista que hay millones de personas en todo el mundo
cuyos situaciones personales son realmente dramáticas a causa del hambre, la
falta de medicinas básicas, la guerra, la ausencia de derechos humanos y de
libertades sociales por la represión de sus gobiernos, y donde el arco iris
rara vez asoma para ellos. Sinceramente, no quiero dejarme dominar por esa
manera de pensar y de sentir.
El
problema surge cuando buscamos soluciones y respuestas de maneras erradas.
Algunos buscan en múltiples compañeros sentimentales lo que les falta. Otros
creen que una relación de pareja será la panacea. O sencillamente se han
incorporado al mundo de los adultos sin ninguna dificultad y les basta con sus
actividades de ocio, sus trabajos y sus amigos. Y por último están los que terminan
por perderse y se vuelcan en alguna clase de hedonismo. Hay tantos que para qué
enumerarlos.
Ante
todo esto, y aunque hayamos perdido la inocencia de la infancia, es necesario
desintoxicarse y desembarazarse de muchos conceptos. Quizá sea necesario
rehacerse y reinventarse como seres humanos. Quizá tengamos que recuperar la
capacidad de disfrutar en el corazón de los pequeños detalles de la vida. Quizá
tengamos que rendirnos sin demora a dejar que Dios haga Su obra en nosotros en
medio del dolor y de las circunstancias incomprensibles. Quizá tengamos que
aprender a descansar en Él. Quizá debamos dejar una vez más que nos renueve y
nos refresque, en lugar de dejarnos contaminar por el salistre del mar que nos
oxida al contemplar las tinieblas que nos rodean. Puede ser el tiempo de crear
nuevos hábitos y rutinas. Es hora de que todo vuelva a girar en torno a Jesús,
la luz del mundo, y de guiarnos en medio de la niebla por su faro, que es Su
Palabra. Es el momento de tomar nuevamente la actitud de Samuel: “Habla, porque tu siervo oye”
(cf. S. 3:10). Es hoy cuando hay que comenzar a cambiar actitudes viciadas.
Es el momento de pararse a reflexionar cómo servir a Dios de manera sencilla
según los principios escriturales y no por los shows mediaticos que solo mueven
nuestras emociones y nos terminan desencantando.
Tenemos que recordar
que fuimos redimidos a precio de sangre (cf. Ef. 1:7), que teniendo
sustento y abrigo tenemos que estar contentos (cf. 1 Ti. 6:8), que el
Reino de Dios no es de este mundo (cf. Juan
18:36) y que nuestra ciudadanía está en los cielos (cf. Fil. 3:20). Así
pondremos nuestra vida en la perspectiva correcta y comenzará una nueva etapa.
Y aunque todo lo digo en plural, mi intención está en el singular: no esperes a
que otros cambien; hazlo tú, independientemente de lo que hagan o dejen de
hacer los demás.
Sería conveniente que
guardaras estas palabras en tu mesita de noche para volver a ellas cada cierto
tiempo y refrescarlas. Dar un paso atrás nos sirve en muchas ocasiones para
seguir avanzando y crear una nueva inocencia. Mirar a los ojos de los niños
ayuda.
El naufragio de Pablo
He
escuchado multitud de veces a cristianos narrar la historia de Jesús durmiendo
plácidamente en medio de una tormenta, y también cuando caminó sobre las aguas
embravecidas. He oído en decenas de ocasiones cómo Pedro comenzó a hundirse
cuando dejó de mirarle y la manera en que fue rescatado por Él. Yo mismo he
usado esos pasajes para compartirlos y he aprendido mucho de ellos. Están
grabados en mi corazón y son de ánimo en muchas ocasiones. Pero, personalmente,
nunca he oído a nadie compartir sobre el naufragio de Pablo. Y esta es la
historia que ahora necesito, en primer lugar para mí mismo, y en segundo para
el que desee tomar de ella en el presente si se encuentra arrastrado por un
Tsunami o para el futuro si acontece.
Pablo,
como ciudadano romano de pleno derecho, solicitó que se le juzgara en Roma ante
las acusaciones de los judíos por anunciar a Jesús como Mesías. A pesar de no
ser hallado culpable de nada, su deseo fue concedido. Lo entregaron junto a
otros presos a un centurión llamado Julio y embarcó en una nave adramitena
rumbo a Italia, donde sufrieron vientos contrarios cerca de Chipre. En otra
embarcación, en este caso alejandrina, llegaron a duras penas a Gnido porque
nuevamente lo impedía el viento, y costearon Creta con dificultad. Pablo
comenzó a tomar conciencia de lo que iba a acontecer si no detenían su marcha
en algún puerto: “Varones, veo que la
navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no sólo del cargamento y de
la nave, sino también de nuestras personas” (Hch. 17:10).
Como no tuvieron en cuenta sus palabras, lo
vaticinado no tardó en hacerse realidad. Si ya de por sí las condiciones eran
complejas, se complicaron aun más: dieron contra un viento huracanado llamado Euroclidón:
“Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner
proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar” (Hch. 17:15). Quedaron
a la deriva y al día siguiente fueron combatidos por una furiosa tempestad, por
lo que finalmente quedaron a la deriva: “Y
no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una
tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos”
(Hch. 17:20). Tras el amanecer de la decimocuarta noche, encallaron definitivamente
cerca de la isla de Malta. La popa comenzó a rajarse y no les quedó más remedio
que lanzarse al mar para llegar a la playa, unos nadando y otros encima de algunas
tablas.
Nuestro
naufragio
Oscuridad absoluta.
Vientos huracanados. Dos semanas perdidos en medio del mar. Aunque el pánico
que tuvieron que experimentar es difícilmente imaginable para nosotros, sí
podemos sentir las mismas tinieblas cuando una ola nos golpea en nuestra vida y
perdemos el control de la situación. En ocasiones no cambiamos el rumbo a
tiempo por falta de sabiduría, afectados también por nuestra propia naturaleza
caída. En otras, no hay manera de esquivar el oleaje. Ya hemos visto, que hay
multitud de “Tsunamis” que se pueden originar en el momento más inesperado. Y
tenemos la certeza por la Biblia y la propia experiencia de que van a venir,
aunque no nos gusten. Mientras pisemos este mundo, habrá ocasiones en que
encallaremos y sintamos que nos hundimos. Cada cual sabe en qué situación se
encuentra a día de hoy. También desconocemos qué nos deparará exactamente el futuro a nivel
individual y colectivo, como enfermedades propias o de seres queridos,
fallecimientos, rupturas sentimentales, viudez, desempleo, exclusión social, decepciones
personales, persecución, la degeneración moral de la sociedad, crisis
económicas, guerras, catástrofes naturales y medioambientales, desastres
provocados por la mano del hombre, violencia, terrorismo, etc. Todo ello es
posible que suceda.
Habrá
épocas que nos sentiremos como náufragos en una isla perdida. Allí no habrá
hoteles de cinco estrellas ni playas paradisiacas, sino insectos y una humedad
que nos calará hasta los huesos. Tendremos ganas de escondernos en medio de la
selva, como el japonés Hiroo Onoda, que durante 29 años creyó que la Segunda
Guerra Mundial no había finalizado. Por eso tenemos que aferrarnos a varios
conceptos para construir la casa sobre la roca (la cual es Cristo) y sostenernos
en esos tiempos oscuros, sean breves, largos o de por vida. Y para eso vuelvo
al relato del naufragio de Pablo y lo que aconteció a posteriori:
1. Se
puso en pie en medio de la embarcación y dijo: “Esta
noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo,
diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí,
Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que
será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna
isla” (Hch. 17:23-26). Y
así fue. La voluntad de Dios se cumplió a pesar de que naufragaron. En nosotros
acontecerá de la misma manera: aunque naufraguemos en multitud de ocasiones,
vivamos más o menos, sea cual sea nuestra salud, nuestra economía, pasemos por
más o menos sufrimientos, descansemos en saber que la voluntad perfecta de Dios
para nuestra vida se cumplirá y que llegaremos a la tierra celestial con
cuerpos glorificados. En Él confiamos.
2. En aquella época no
existía la brújula ni el sextante, por lo que ante la oscuridad y las nubes que
ocultaban el sol y las estrellas no tenían manera de saber dónde estaban.
Gracias a Dios, nosotros sí tenemos una LAMPARA que nos guía, nos trae consuelo
y esperanza en el desfallecimiento, aun en medio de la peor tormenta: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro
pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra
sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; Aunque bramen y se
turben sus aguas, y tiembles los montes a causa del mar” (Sal. 46:1-3).
3. Me resulta muy
llamativo que los nativos de la isla, sin conocerlos de nada, trataran a los náufragos
cordialmente con todo tipo de atenciones, e incluso los invitaran a acercarse a
una fogata que encendieron a causa del frío (cf. Hch. 28:2). Esto me recuerda
que el Señor no nos ha dejado solos y que hay otros que están dispuestos a
compartir la vida con nosotros, tanto las alegrías como las cargas. Puede que
pocos, incluso contados con los dedos de una mano. Pero es suficiente. A veces
seremos nosotros los que nos tengamos que acercar a ellos y en otras ocasiones
serán ellos los que tendrán que hacerlo. No podemos enclaustrarnos, que es lo
que solemos hacer cuando el dolor se hace presente. Cada uno tendrá que poner
su granito de arena para ser de bendición y aportar una pequeña llama.
Pase lo que pase, venga lo que venga, prosigamos
“a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). El Señor prometió
estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt. 28:21). Que
al final del camino (que es el comienzo de uno completamente nuevo), a pesar de
haber sido revolcados por multitud de olas, podamos decir como Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la
carrera, he guardado la fe” (2 Ti. 4:7).
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