Venimos
de aquí: ¿El perdón es gratuito para quien no se arrepiente? (1ª Parte):
En esta segunda parte comprobaremos que
no perdonar no es sinónimo de rencor, veremos cuál debe ser nuestra actitud mientras
la concesión del perdón sea imposible por falta de arrepentimiento, y
terminaremos analizando cuáles son los mecanismos de control que se deben dar
en cada iglesia local para solucionar actitudes pecaminosas.
¿A qué nos llama la Palabra de Dios?
Cuando un creyente no perdona a alguien
que no le ha pedido perdón ni se ha arrepentido, suele llenarse de sentimientos
neuróticos de culpa por la enseñanza que ha recibido respecto al perdón. Se
siente un mal cristiano. Y esto es consecuencia de que se le ha hecho creer que
tiene que perdonar incondicionalmente, cuando la enseñanza global de la
Escritura no muestra tal instrucción. Olvidamos que los principios que se
requieren para que Dios conceda el perdón son aplicables por igual en las
relaciones interpersonales, y los textos son contundentes al respecto, como ya
vimos en la primera parte.
No perdonar a quien no se arrepiente de
un mal que ha cometido y que persiste en su actitud contra nosotros no es falta
de amor ni resentimiento. Ni siquiera como conceptos son sinónimos, a pesar de que muchos usan ambas ideas
como si fueran una sola. Y esto es un grave error. Es simplemente el ajuste a los patrones bíblicos por la parte
que nos toca. Es el método que Dios ha establecido (no el del hombre), el que
debemos de seguir. No es que no queramos perdonar al que no se arrepiente, sino
que no podemos hacerlo en los términos que Dios mismo ha impuesto. Flaco favor hacemos cuando perdonamos sin
arrepentimiento. Si lo hacemos, en algunos casos, estaremos rebajando la
justicia; en otras, directamente la anularemos. Lo mismo sucede cuando nos
perdonan sin que nos hayamos arrepentido.
También es cierto que debemos buscar la
reconciliación en humildad, poniendo sobre la mesa todas las cartas de la
discordia, señalando cuáles deben cambiar y eliminarse de la baraja. El fin último de todo problema que surge entre dos
seres humanos es la paz (y más entre cristianos), aunque hay ocasiones en que
esto es imposible por la negativa del ofensor a reconocer su culpa (fruto de la
soberbia, de su empecinamiento en el error, o de la propia ceguera), por la
terquedad que muestra en su actitud, y por su falta de arrepentimiento genuino.
Por eso Pablo dijo: “Si
es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres”
(Ro.
12:18). Nuevamente observamos cuándo es unilateral y cuándo bilateral en
determinados aspectos de las relaciones con nuestros semejantes, qué parte
depende de nosotros y cuál no. De ahí que haya ocasiones en que, aun siendo
triste, no nos quede más remedio que poner tierra de por medio con algunas
personas.
La pregunta que tenemos que plantearnos
entonces es la siguiente: si no podemos conceder la “absolución” por falta de
arrepentimiento de la parte ofensora ni podemos tener comunión con ella, ¿a qué
nos llama entonces la Palabra de Dios?:
- A no permitir que el enojo se instale
en nosotros: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef. 4:26). Hay un enojo justo, como por ejemplo el
que sentimos al ser gravemente ofendidos, pero éste no debe “guardarse”
eternamente como si fuera un preciado tesoro.
- A
orar y a bendecir al ofensor para que el Señor toque su corazón: “Bendecid a los que os maldicen, haced bien
a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mt.
5:44). Estas palabras son una clara advertencia contra la indiferencia. Es un
llamamiento a ser pro-activos en lo que respecta a la oración y a las acciones.
- A
no pagar con la misma moneda: “No paguéis
a nadie mal por mal” (Ro. 12:17). Esto implica no insultar aunque nos
insulten; a no condenar aunque nos condenen; a no ser agresivos aunque lo sean
con nosotros; a no injuriar aunque nos injurien; etc. Es una renuncia
voluntaria a devolver la moneda, tomando el ejemplo de Jesús, cuya actitud
contemplamos en todo su esplendor en el capítulo 53 de Isaías, y más
concretamente en el versículo 7: “Angustiado
él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como
oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”.
- A no tomar venganza por nuestra cuenta:
“No os venguéis vosotros mismos, amados
míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la
venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:19). Para esto es fundamental
el espíritu de dominio propio que Dios nos ha dado (cf. 2 Timoteo 1:7). Por venganza no nos referimos únicamente a la violencia
física, sino a cualquier tipo de “ajuste de cuentas”, como los ejemplos citados
en el punto anterior. Si hemos sido dañados, tendremos que dejar que Él sane
nuestro corazón quebrantado, y vende las heridas (cf. Salmos 147:3).
- A procurarle el bien si está en
nuestra mano: “Así
que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de
beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (Ro.
12:20). Amar al enemigo es parte del fruto del Espíritu
(Gá. 5:22).
- Y por último: A quitar de nosotros “toda amargura, enojo,
ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” (Ef. 4:31).
Estas acciones son para nosotros, y no
dependen de lo que haga o deje de hacer el responsable del mal causado. De lo
contrario, nos pondremos a su misma altura.
Dar por hecho que vamos a odiar, a
llenarnos de amargura, a enfermar o a tomar venganza por el hecho de no
perdonar al que no se arrepiente es una idea que parte de una base errada. Se
puede amar al culpable sin perdonarlo, y al mismo tiempo no tener comunión con
él.
Por todo esto, quiero
incidir en este aspecto: la clave en todo proceso ofensivo donde somos gravemente
dañados, donde no nos han pedido perdón ni ha habido muestras de
arrepentimiento, es guardar nuestro corazón. Como señala el conocido proverbio,
“de él mana la vida” (Pr. 4:23). Así
evitaremos que la amargura y el resentimiento aniden en nosotros, permitiendo
que la paz del Señor esté en nosotros y podamos mantener una actitud sana,
acorde a los deseos divinos.
¿Verdaderamente se ha arrepentido?
Quizá la parte más
compleja es saber cuándo las disculpas son sinceras. En este aspecto, hay algo
que debe estar claro: cuando la persona toma consciencia de que ha pecado
contra alguien, se siente consternado y busca con prontitud pedir perdón,
restaurar en la medida de lo posible el mal causado y cambiar su conducta de
manera clara.
El
primer paso que debe llevar a cabo la parte ofensora es pedir perdón de forma
verbal (o escrita, si las las circunstancias no permiten la primera opción),
reconociendo sus actos, y siendo consciente del dolor ocasionado. Pero
recordemos que “pedir perdón” no es sinónimo de arrepentimiento. El
arrepentimiento no es ni más ni menos que el cambio radical en la actitud. Esto
conlleva implícitamente reparar el mal causado, siempre que sea posible. Un
ejemplo claro sería una infidelidad: el culpable deberá abandonar por completo
a la “tercera” persona y dar pasos concretos para restablecer con el tiempo la
confianza con su cónyuge (en el supuesto de que le ofrezca esa oportunidad).
Por citar otro caso: cuando se mancilla el honor de una persona. Se tendrá que
restituir de forma clara y evidente la reputación que se dañó. Sea cual sea el pecado
cometido, el arrepentimiento debe ser evidente.
Zaqueo
mostró el significado del verdadero arrepentimiento: “Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que
había entrado a posar con un hombre pecador. Entonces Zaqueo, puesto en pie,
dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en
algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy
ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham.
Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc. 19:7-10). Fuera o no consciente, estaba cumpliendo las
exigencias de Cristo: “Haced, pues,
frutos dignos de arrepentimiento” (Mt. 3:8). Manifestó claramente que su
vida había cambiado y así se ganó la confianza del Señor.
Todos estos pasos los observamos en la
historia de José, hijo de Jacob. No otorgó su confianza a sus hermanos de
manera inmediata. Incluso en primera instancia fue áspero con ellos (cf. Gn. 42:7). Su actitud fue una mezcla de
severidad y bondad. Los probó duramente para comprobar si habían cambiado. Todos
conocemos la historia: sus hermanos quisieron matarlo. Uno de ellos, Judá,
quiso venderlo. Sin embargo, años después, aceptaron toda la culpa que sus
acciones desencadenaron. Aquí nos encontramos a grupo de hombres transformados
que imploraron misericordia. José la concedió. Se conmovió y depositó
nuevamente su amor sobre Judá y el resto de sus hermanos arrepentidos: “Viendo los hermanos de José que su padre era
muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal
que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte,
diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus
hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que
perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras
hablaban. Vinieron también sus hermanos y se postraron delante de él, y
dijeron: Henos aquí por siervos tuyos. Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy
yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a
bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora,
pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los
consoló, y les habló al corazón” (Gn. 50:15-21).
Las
palabras sin acciones concretas no sirven absolutamente de nada. Podemos
perdonar, pero hay ocasiones en que es imposible volver a confiar en personas
que repiten sin cesar sus malas acciones y que viven bajo una continua
hipocresía. Las supuestas promesas de cambio se las lleva el viento ya que que
sus actos demuestran que sus palabras carecen de valor alguno. Son situaciones
en que el individuo cree sus propias mentiras, o silencia las señales de alarma
de su propia conciencia. Termina por ser incapaz de reconocer la propia culpa y
de sentir remordimiento. Para esto no tiene ningún inconveniente en justificar
sus actos tergiversando los hechos o contando medias verdades (lo que, al fin y
al cabo, son mentiras). Ante hechos así no hay nada que hacer; lo mejor es
alejarse por completo y dejarlo en las manos de Dios.
Estemos siempre dispuestos a perdonar
pero tengamos cuidado de no ser ingenuos. No se trata de ser desconfiados per se, sino prudentes como serpientes (cf.
Mt. 10:16). Recordemos que el propósito final del
arrepentimiento y el perdón es el reestablecimiento de la comunión, pero bajo
unos patrones de conducta muy diferentes a los que se dieron lugar al pecado.
Mecanismos de control
Aquí no estamos hablando de ofensas
menores que pueden ser pasadas por alto, puesto que, como dice en Proverbios
19:11: “La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto
la ofensa”. Estamos
haciendo alusión a faltas graves que han sido cometidas contra nuestra persona
(o que nosotros hemos cometido contra otros): injurias, calumnias, burlas,
menosprecios, insultos, muestras severas de soberbia, mentiras continuas,
infidelidad, cualquier tipo de abuso (físico, emocional o espiritual), traición,
etc. En este tipo de situaciones, es completamente imposible estar en paz con otra
persona (cf. Romanos 12:18).
También podríamos citar muchas de las obras de la carne a las que hace alusión
Pablo en Gálatas 5:19-21: “adulterio,
fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades,
pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios,
borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os
amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no
heredarán el reino de Dios”.
Para este tipo de cuestiones, Jesús en
persona mostró claramente qué mecanismos de control tendría que llevar a cabo
cada iglesia local cuando un hermano pecara contra otro: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y
él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún
contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda
palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la
iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mt. 18:15-17). Si estos mecanismos
de control se llevaran correctamente en cada congregación, la vida entre
cristianos sería más saludable de lo que suele ser. Tenemos un ejemplo con los
corintios, que no estaban llevando estas medidas a cabo, y Pablo tuvo que
reprenderlos por permitir a un incestuoso anidar a sus anchas entre ellos (cf. 1
Co. 5:1-5).
Como ya dije sobre este texto en “Cuando
el pecado entra en la iglesia”: Si el pecado ha quedado solucionado tras una
conversación cara a cara, ahí debe quedar el asunto. Ni el pastor ni nadie debe
saberlo. Si se arregla tras tomar dos o tres testigos, exactamente igual.
Muchas veces se ignora por completo este principio divino y se camufla bajo “la
necesidad de informar”, eufemismo de “murmurar”. Es trágico cuando, a pesar de
que muchos asuntos se resuelven en primera instancia, hasta el último miembro
de la congregación termina por saber aquello de lo cual jamás debería haberse
enterado: “La confesión de un pecado es
siempre un secreto, algo estrictamente confidencial. Parece muy sencillo: un
secreto es un secreto, pero ¡cuántos problemas, cuántas relaciones rotas,
cuántas tensiones en la vida de una iglesia, de una familia, se han producido
por no saber guardar algo tan elemental! Ante una confidencia, ni siquiera las
personas mas allegadas, esposo o esposa, deben tener conocimiento de ello. La
única excepción es cuando tenemos la autorización del interesado.
Si vemos la necesidad de compartir este secreto con el cónyuge, quizás para
descargarnos nosotros mismos, podemos hacerlo siempre y cuando el interesado
nos haya dado su consentimiento”[1].
Cuando nada de esto se pone en práctica, y la mayoría
guarda silencio (especialmente los ancianos), se dan situaciones surrealistas
donde es el hermano contra el que se ha pecado quien se tiene que marchar de la
congregación, profundamente herido, cuando la Escritura es contundente sobre
qué hacer con el pecador que no se arrepiente: tenerlo por gentil y publicano (cf. Mt. 18:17). Como señala
William Macdonald al respecto: “El
significado más evidente de esta expresión es que debería ser considerado como
fuera de la esfera de la iglesia. Aunque puede que sea un verdadero creyente,
no está viviendo como tal y no debería ser tratado como uno. Aunque siga
perteneciendo a la iglesia universal, debería ser privado de los privilegios de
la iglesia local. [...] El propósito de esto es hacerlo consciente y llevarlo a
confesar su pecado. Mientras no se consiga este objetivo, los creyentes
deberían tratarle con cortesía pero también deberían mostrarle, con su actitud,
que no aprueban su pecado y que no pueden tener comunión con él como hermano en
la fe. La asamblea debería estar bien dispuesta a recibirlo de nuevo en cuanto haya
evidencia de un arrepentimiento genuino”.
En algunos casos concretos, puede darse
la situación donde el ofensor no sea consciente de la afrenta que ha cometido.
Si es así, es nuestra obligación y deber moral decírselo. Exactamente igual si
es el caso contrario: es su responsabilidad para con nosotros.
Para terminar con este
estudio, recordemos que, sea cual sea el caso, tenemos que tener siempre
presente las palabras de Pablo: “Hermanos,
si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales,
restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que
tú también seas tentado” (Gá. 6:1). Es este espíritu el que debe
predominar, sabiendo que nosotros mismos podemos caer. En lugar de dejar que
caiga la ira sobre el culpable (que solo termina por hundir aún más al creyente
que ha pecado), recordemos que el propósito principal es su restauración. En
caso de que no sea posible, vivamos en paz.
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