martes, 10 de junio de 2014

Mentiras que creemos

Temáticamente, este libro puede considerarse la continuación directa de “Herejías por Doquier” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/08/normal-0-21-false-false-false-es-x-none_21.html), publicado también por la editorial Logos. En el primero traté herejías que se han infiltrado sutilmente en el cristianismo en las últimas décadas y que muchos han aceptado como doctrinas verdaderas porque no se han tomado la molestia de estudiarlas por sí mismos. Estas son, entre otras: La Teología de la Prosperidad, la Confesión Positiva, las maldiciones generacionales, la cartografía espiritual y diversos aspectos de la demonología.
Por todo esto, me causa tristeza la “ley del mínimo esfuerzo” que observo a nivel mundial entre demasiados cristianos: escuchan una predicación por aquí, leen un libro por allá y, como parece que tiene sentido y lógica, se creen sin más los que otros enseñan. Y si está dicho por un pastor o un famoso escritor (como si ambos fueran infalibles), no dudan lo más mínimo. Asimilan las ideas recibidas y las hacen propias. Esto es sumamente grave puesto que conduce a muchos a vivir instalados en el error. Por eso muchos se llenan de expresiones antibíblicas, “decretando” y “declarando” todo tipo de bendiciones como si fueran “pequeños dioses”. Otros prefieren mirar para otro lado o taparse los oídos, puesto que lo contrario sería ir contracorriente y buscarse problemas. Prefieren no dudar de nada. Se escudan en la multitud y ante la “doctrina oficial”.
En este segundo libro vuelvo a hacer énfasis en la imperiosa necesidad de ser como los de Berea, que escudriñaban cada día las Escrituras para ver si las palabras de Pablo coincidían con las de Dios (cf. Hechos 17:11). En lugar de usar este pasaje para exhortar a otros, tomémoslo para nosotros. Ni los estudios, ni los años transcurridos desde la conversión, ni la inteligencia, ni el ministerio, ni las buenas intenciones, ni el conocimiento acumulado, son garantía de nada. Todos podemos errar. Por eso no hay mayor grado de humildad que rectificar cuando sea necesario, aunque esto suponga agachar la cabeza y rehacer buena parte de nuestras creencias.
Los temas que trato en esta segunda parte de la trilogía son difíciles de detectar a simple vista, puesto que la línea que separa el acierto del error es muy delgada. Aquí os dejo el índice para que sepáis qué os vais a encontrar y algunos de los pasajes que deberíamos volver a analizar. Después de hacerlo, dependerá de cada uno seguir creyendo como hasta ahora o llegar a la conclusión de que ha estado creyendo determinadas mentiras:

INTRODUCCIÓN

EL PORQUÉ DE LOS ERRORES TRANSMITIDOS Y CREÍDOS
1.- “No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre” (He. 10:25).
2.- Si fuéremos infieles, él permanece fiel” (2 Ti. 2:13).
3.- “La letra mata” (2 Co. 3:6).
4.- “El conocimiento envanece” (1 Co. 8:1).

¿LUCHAR POR EL ÉXITO?
Los extremos negativos y el punto intermedio
El éxito ajeno a las Escrituras
El verdadero éxito

¿VIVIENDO POR FE?
¿Circunstancias que cambian la fe o fe que transforma la visión?
¿Sentir o no sentir a Dios?

EL SENSACIONALISMO DEL GOZO
La realidad del gozo y la tristeza
Un gozo abierto a creyentes e incrédulos
Un gozo propiedad en exclusiva de los hijos de Dios

LA CONTROVERSIA DEL DIEZMO
¿Qué entienden los cristianos por diezmo?
¿Para quién era el diezmo y cómo lo entregaba el pueblo hebreo?
Malaquías: El pasaje que muchos temen.
¿Fue el diezmo instituido antes de la Ley?
¿El diezmo en el Nuevo Testamento?
Sin dejar de hacer aquello
¿Cómo se sostiene a los obreros desde el Nuevo Pacto?

INTRODUCCIÓN

A lo largo de mi caminar como hijo de Dios, he visto —una y otra vez— a muchos creyentes marcharse de sus respectivas congregaciones. Lamentablemente, es una situación que se repite a nivel mundial, lo que debería hacernos reflexionar, en lugar de mirar para otro lado como si nada sucediera, o de culparlos continuamente de ser siempre el verdadero problema. Las razones de que esto acontezca son múltiples. Personalmente, la que más me preocupa, es aquella causada por determinadas creencias erróneas que se están transmitiendo de generación a generación, sea desde el púlpito —por medio de predicaciones, estudios y conferencias—, o a través de cierta literatura cristiana que emplea defectuosamente las Escrituras, amoldándolas a ideas ajenas a los autores bíblicos. En cierto modo, es una forma de empujar fuera de la iglesia local a aquellos que llegan a observar tales desaciertos.
Es evidente que los errores doctrinales no siempre concluyen con la marcha de un hermano del lugar donde se reúne —puesto que en la mayoría de ocasiones ignora la mentira en la que está instalado—, pero sí le conducen a vivir un cristianismo poco saludable; en casos extremos, incluso enfermizo. Aun cuando no sea plenamente consciente de esto, las creencias distorsionadas —que forman parte de él y que ha asimilado a lo largo de los años— afectan negativamente a su vida en todos los sentidos: a nivel racional, emocional y espiritual. Incluso amando a Dios con todas sus fuerzas, ciertas conductas que manifiesta están alejadas de los conceptos reflejados en el Nuevo Testamento. Como dijo Martin Luther King: “Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera”.
Aún es más grave el caso de aquellos que se han apartado del sendero de Cristo influenciados por tales prácticas eclesiales. Los que permanecen, dan varias razones para explicar dichas deserciones, según la teología a la cual se adhieren: los calvinistas señalan que realmente no eran hijos de Dios; los arminianos subrayan que, por cuanto cayeron en un estilo de vida en el que la práctica del pecado sin arrepentimiento se volvió habitual, finalmente el Espíritu Santo se apartó de ellos.
Creo que, independientemente de nuestra posición en determinadas doctrinas, tenemos el deber de reexaminar ciertas nociones que damos por sentadas, que forman parte de nuestra cultura cristiana contemporánea y que ni siquiera nos hemos molestado en analizar por propia iniciativa. Decimos “amén” rutinariamente y nos quedamos tan tranquilos, sin verificar lo que acabamos de oír o de leer, incluso cuando Pablo le advirtió a Timoteo sobre el cuidado que debía tener de sí mismo y de la doctrina (cf. 1 Ti. 4:16).
Citamos una y otra vez las palabras referidas a los habitantes de Berea: “Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch. 17:11). Por norma general, usamos parte de dicho texto como exhortación a nuestro prójimo para que estudie la Palabra de Dios. El problema es que nunca nos lo aplicamos a nosotros mismos. Estudiamos determinados temas llenos de prejuicios y de preconceptos, cuando somos llamados justo a lo contrario: a no hacer juicios de valor. Sin embargo, acudimos a las Escrituras en busca de frases que respalden nuestros pensamientos, en lugar de investigar profundamente qué dice realmente la Biblia. Empleamos una mala hermenéutica actuando de tal modo.
Ni siquiera nos preocupamos en analizar las razones por las cuales otros piensan de forma opuesta a la nuestra. No los escuchamos, y les soltamos nuestro batallón de versículos memorizados, que pocas veces nos hemos molestado en examinar genuina e imparcialmente, y que conforman una mera tradición aprendida en nuestra denominación: “Nosotros pensamos así y eso es lo que hay. Si quieres lo tomas y si no lo dejas”. En el mejor de los casos, nos mostramos intolerantes con quienes difieren de nuestras ideas; en el peor, los señalamos como falsos maestros y los acusamos de enseñar doctrinas de demonios, desprestigiándolos por completo. Llamar hereje a un hermano, sin escuchar sus argumentos, es el camino fácil. En una ocasión, oí esta breve conversación entre dos creyentes: “Te voy a pasar un estudio que he hecho de...” y la respuesta fue contundente: “No, a mí no me tienes que enseñar nada” —con gesto torcido y de desprecio.
José M. Martínez apunta a este problema:

“En las iglesias evangélicas hay quienes se aferran a sus ideas sobre el significado del texto bíblico con tal seguridad que ni por un momento admiten la posibilidad de que otras interpretaciones sean más correctas. A veces ese aferramiento va acompañado de una fuerte dosis de emotividad y no poca intolerancia, características poco recomendables en quien practica la exégesis bíblica. [...] Con frecuencia, las interpretaciones que a muchos textos bíblicos se dan y las posiciones doctrinales que se mantienen se deben más a tradiciones del correspondiente círculo eclesiástico que a un estudio serio, imparcial y perseverante de la Escritura en el que constantemente la dogmática es sometida a revisión. [...] Revisar nuestra teología es siempre un imperativo que debe cumplirse supeditando toda especulación y sus conclusiones a los resultados de una exégesis seria”[1].

Recuerdo que una vez le pregunté a una hermana sobre su razón para creer en una doctrina claramente herética. Lo único que alcanzó a señalarme fue que lo había leído en un libro. Por eso considero que hay una generación sin rumbo que no posee una recta dirección bíblica y que, por lo tanto, deberíamos preguntarnos si estamos creyendo mentiras.  
El propósito de este libro no está limitado al reflejo de tales líneas desfiguradas como  simple estudio sociológico. Dada la gravedad del tema, deseo enfocarlo hacia dos aspectos concretos: por un lado, la prevención, que consiste sencillamente en la sana educación bíblica para que, aquellos que acaban de conocer al Señor, no cometan los mismos errores que la generación que les precede; y por otro, el rescate, basado en este caso en la reeducación, sea que el creyente permanezca aún en su congregación o se haya apartado de la misma. Así se podrá reflexionar sobre qué hacer al respecto.
Me eduqué en un colegio católico, y fui practicante en esta primera etapa de mi vida. Todos aquellos ritos solo servían para acallar mi conciencia otorgándome una falsa sensación de paz. Únicamente después de leer la Biblia tras mi conversión, tuve conocimiento de hasta qué punto eran erróneas aquellas doctrinas e ideas que me habían inculcado sin mala fe. Años después, volví a cometer el mismo fallo: di por hecho que todo lo que me enseñaban era correcto y que era imposible que se equivocaran aquellos que me instruían. Pensaba que todos los argumentos que se me ofrecían tenían un respaldo bíblico contextualizado, y hasta que no me enfrenté a un problema irresoluble no se abrieron nuevamente mis ojos. Así que deberíamos ser sumamente prudentes y analizar cada enseñanza con esmero, no dando nada por hecho hasta entonces. La trascendencia de tal decisión es mayor de lo que imaginamos.
Soy plenamente consciente de la dificultad de mi cometido. Sé cuán complicado es que un cristiano que lleva varias décadas en el Señor se replantee ciertos temas y pueda reconocer que está equivocado. Supone cambiar muchos aspectos, lo que no todos están dispuestos a asumir. Ya señaló Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Pero, ¿por qué tenemos que rechazar de plano debatir? ¿Qué perdemos por volver a inquirir una vez más en las Escrituras? ¿Acaso no es lo que ha hecho la Iglesia a lo largo de toda su historia? Y no me refiero a cuestionar las grandes verdades de la fe cristiana, que son irrefutables, sino planteamientos sobre los que se sustentan determinadas actitudes eclesiales que afectan a la vida del creyente en general. En lugar de defender nuestros postulados con uñas y dientes, quizá tendríamos que analizar, una vez más, determinados principios que damos por ciertos. Algunos dirán: “Con la de problemas que hay ya en el cristianismo... ¡como para ponernos ahora a debatir!”. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Guardamos silencio, pagando un alto precio por ello? No fue precisamente lo que hizo la iglesia en Jerusalén (cf. Hch. 15). Como señala Walter Martin: “La controversia por causa de la verdad es un mandato divino”. No puede ser que las diversas iglesias locales enseñen ideas completamente opuestas entre sí en los temas que vamos a mostrar, con la consecuente confusión del creyente.
Pedro, que aprendió directamente de Jesús sobre el amor a los enemigos, le cortó la oreja a un soldado romano en el tiempo que dura un parpadeo. El mismo apóstol, que escuchó al Maestro hablar durante tres años acerca de la gracia de Dios, se equivocó al consentir a los judaizantes. Observando estos dos simples ejemplos, ¿por qué no podríamos nosotros errar igualmente en otras cuestiones? ¿Puede ser que estemos creyendo falacias, es decir, falsos argumentos con apariencia de verdad que nos inducen al error?
Si llegamos a las mismas conclusiones que ya sosteníamos, sigamos adelante con ellas. Pero en caso de nuevos resultados, únicamente nos quedarán dos caminos: aferrarnos a las antiguas ideas contra viento y marea; o, por el contrario, cambiar progresivamente y con sencillez. Siendo humildes y teniendo una correcta disposición de corazón, reconoceremos que el abundante conocimiento bíblico, la experiencia acumulada y los años en el Evangelio no garantizan la infalibilidad. Tampoco la sinceridad con la propia conciencia será la prueba irrebatible de que se contempla la verdad, puesto que aquélla siempre debe estar sujeta al análisis de la Palabra de Dios. El hecho de que una mayoría de personas crea en algo no significa que lleve razón. Como dijo Winston Smith, protagonista de la novela 1984 de George Orwell, encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significa estar loco.
Dada la complejidad de los temas que vamos a tratar, y de que algunos de ellos son espinosos, este tipo de literatura suele ser tachada de subjetiva, subversiva, divisoria y peligrosa por muchos pastores que suelen advertir a las ovejas contra tales amenazas,  acusando a sus autores de un grave resentimiento, cuyo propósito es la revancha, e incluso la venganza. Para ello se recordarán los errores que pudieron cometer en el pasado para así estigmatizarlos y desacreditar sus argumentos: el llamado ataque ad hominem. En lo que respecta a mis intenciones, nada más lejos de la realidad. No es justo que por discrepar se nos considere arrogantes, soberbios, amargados, envidiosos, histéricos, murmuradores, rebeldes, enemigos del Reino de Dios y partícipes de las obras de las tinieblas. Aun así, no tengo el deseo de convencer a nadie de mis verdaderas motivaciones, por lo que no me esforzaré en demostrar nada, ya que escapa a mi control. Habrá quienes me crean, y otros que no lo harán, diga lo que diga; y sacarán mis propias frases del contexto general de la obra. Por ello, no descanso en la opinión del hombre sino en el juicio de Dios —el único completamente neutral— ante el cual todos tendremos que rendir cuentas.
¿Qué pido? Que nadie acepte ni siquiera lo dicho por mí. Ni mucho menos estoy exento de equivocarme. Soy tan humano y tan falible como tú, amado lector. Por todo esto, te suplico que escudriñes profundamente y por ti mismo cada uno de los temas que propongo a continuación. Que el Señor te guíe en esa apasionante tarea.

*Entre otras librerías, está disponible en:
-Librería ABBA:
-Librería Proteo:
-Todostuslibros.com:



[1] Martínez, José M: Hermenéutica bíblica [Viladecavalls: Clie], 1984, págs. 30-31, 222.




No hay comentarios:

Publicar un comentario