Temáticamente, este
libro puede considerarse la continuación directa de “Herejías por Doquier” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/08/normal-0-21-false-false-false-es-x-none_21.html), publicado también
por la editorial Logos. En el primero traté herejías que se han infiltrado
sutilmente en el cristianismo en las últimas décadas y que muchos han aceptado
como doctrinas verdaderas porque no se han tomado la molestia de estudiarlas
por sí mismos. Estas son, entre otras: La Teología de la Prosperidad, la
Confesión Positiva, las maldiciones generacionales, la cartografía espiritual y
diversos aspectos de la demonología.
Por todo esto, me
causa tristeza la “ley del mínimo esfuerzo” que observo a nivel mundial entre
demasiados cristianos: escuchan una predicación por aquí, leen un libro por
allá y, como parece que tiene sentido y lógica, se creen sin más los que otros
enseñan. Y si está dicho por un pastor o un famoso escritor (como si ambos
fueran infalibles), no dudan lo más mínimo. Asimilan las ideas recibidas y las
hacen propias. Esto es sumamente grave puesto que conduce a muchos a vivir instalados
en el error. Por eso muchos se llenan de expresiones antibíblicas, “decretando”
y “declarando” todo tipo de bendiciones como si fueran “pequeños dioses”. Otros
prefieren mirar para otro lado o taparse los oídos, puesto que lo contrario
sería ir contracorriente y buscarse problemas. Prefieren no dudar de nada. Se
escudan en la multitud y ante la “doctrina oficial”.
En este segundo libro
vuelvo a hacer énfasis en la imperiosa necesidad de ser como los de Berea, que
escudriñaban cada día las Escrituras para ver si las palabras de Pablo
coincidían con las de Dios (cf. Hechos 17:11). En lugar de usar este pasaje
para exhortar a otros, tomémoslo para nosotros. Ni los estudios, ni los años
transcurridos desde la conversión, ni la inteligencia, ni el ministerio, ni las
buenas intenciones, ni el conocimiento acumulado, son garantía de nada. Todos
podemos errar. Por eso no hay mayor grado de humildad que rectificar cuando sea
necesario, aunque esto suponga agachar la cabeza y rehacer buena parte de
nuestras creencias.
Los temas que trato
en esta segunda parte de la trilogía son difíciles de detectar a simple vista,
puesto que la línea que separa el acierto del error es muy delgada. Aquí os
dejo el índice para que sepáis qué os vais a encontrar y algunos de los pasajes
que deberíamos volver a analizar. Después de hacerlo, dependerá de cada uno
seguir creyendo como hasta ahora o llegar a la conclusión de que ha estado
creyendo determinadas mentiras:
INTRODUCCIÓN
EL PORQUÉ DE
LOS ERRORES TRANSMITIDOS Y CREÍDOS
1.- “No dejando de
congregarnos, como algunos tienen por costumbre” (He. 10:25).
2.- “Si fuéremos infieles, él permanece fiel” (2 Ti. 2:13).
3.- “La
letra mata” (2 Co. 3:6).
4.- “El
conocimiento envanece” (1 Co. 8:1).
¿LUCHAR POR
EL ÉXITO?
Los extremos negativos y el punto intermedio
El éxito ajeno a las Escrituras
El verdadero éxito
¿VIVIENDO
POR FE?
¿Circunstancias que cambian la fe o fe que transforma
la visión?
¿Sentir o no sentir a Dios?
EL
SENSACIONALISMO DEL GOZO
La realidad del gozo y la tristeza
Un gozo abierto a creyentes e incrédulos
Un gozo propiedad en exclusiva de los
hijos de Dios
LA
CONTROVERSIA DEL DIEZMO
¿Qué entienden los cristianos por diezmo?
¿Para quién era el diezmo y cómo lo entregaba el
pueblo hebreo?
Malaquías: El pasaje que muchos temen.
¿Fue el diezmo instituido antes de la Ley?
¿El diezmo en el
Nuevo Testamento?
Sin dejar de hacer aquello
¿Cómo se sostiene a los obreros desde el Nuevo Pacto?
INTRODUCCIÓN
A lo largo de mi caminar como hijo de Dios, he
visto —una y otra vez— a muchos creyentes marcharse de sus respectivas
congregaciones. Lamentablemente, es una situación que se repite a nivel
mundial, lo que debería hacernos reflexionar, en lugar de mirar para otro lado
como si nada sucediera, o de culparlos continuamente de ser siempre el
verdadero problema. Las razones de que esto acontezca son múltiples.
Personalmente, la que más me preocupa, es aquella causada por determinadas
creencias erróneas que se están transmitiendo de generación a generación, sea
desde el púlpito —por medio de predicaciones, estudios y conferencias—, o a
través de cierta literatura cristiana que emplea defectuosamente las
Escrituras, amoldándolas a ideas ajenas a los autores bíblicos. En cierto modo,
es una forma de empujar fuera de la iglesia local a aquellos que llegan a
observar tales desaciertos.
Es evidente que los errores doctrinales no siempre
concluyen con la marcha de un hermano del lugar donde se reúne —puesto que en
la mayoría de ocasiones ignora la mentira en la que está instalado—, pero sí le
conducen a vivir un cristianismo poco saludable; en casos extremos, incluso
enfermizo. Aun cuando no sea plenamente consciente de esto, las creencias
distorsionadas —que forman parte de él y que ha asimilado a lo largo de los
años— afectan negativamente a su vida en todos los sentidos: a nivel racional,
emocional y espiritual. Incluso amando a Dios con todas sus fuerzas, ciertas
conductas que manifiesta están alejadas de los conceptos reflejados en el Nuevo
Testamento. Como dijo Martin Luther King: “Nada en el mundo es más peligroso
que la ignorancia sincera”.
Aún es más grave el caso de aquellos que se han
apartado del sendero de Cristo influenciados por tales prácticas eclesiales.
Los que permanecen, dan varias razones para explicar dichas deserciones, según
la teología a la cual se adhieren: los calvinistas señalan que realmente no
eran hijos de Dios; los arminianos subrayan que, por cuanto cayeron en un
estilo de vida en el que la práctica del pecado sin arrepentimiento se volvió
habitual, finalmente el Espíritu Santo se apartó de ellos.
Creo que, independientemente de nuestra posición en
determinadas doctrinas, tenemos el deber de reexaminar ciertas nociones que
damos por sentadas, que forman parte de nuestra cultura cristiana contemporánea
y que ni siquiera nos hemos molestado en analizar por propia iniciativa.
Decimos “amén” rutinariamente y nos quedamos tan tranquilos, sin verificar lo
que acabamos de oír o de leer, incluso cuando Pablo le advirtió a Timoteo sobre
el cuidado que debía tener de sí mismo y de la doctrina (cf. 1 Ti.
4:16).
Citamos una y otra vez las palabras referidas a los
habitantes de Berea: “Y éstos eran más nobles que los que estaban en
Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada
día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch. 17:11). Por
norma general, usamos parte de dicho texto como exhortación a nuestro prójimo
para que estudie la Palabra de Dios. El problema es que nunca nos lo aplicamos
a nosotros mismos. Estudiamos determinados temas llenos de prejuicios y de
preconceptos, cuando somos llamados justo a lo contrario: a no hacer juicios de
valor. Sin embargo, acudimos a las Escrituras en busca de frases que respalden
nuestros pensamientos, en lugar de investigar profundamente qué dice realmente
la Biblia. Empleamos una mala hermenéutica actuando de tal modo.
Ni siquiera nos preocupamos en analizar las razones
por las cuales otros piensan de forma opuesta a la nuestra. No los escuchamos,
y les soltamos nuestro batallón de versículos memorizados, que pocas veces nos
hemos molestado en examinar genuina e imparcialmente, y que conforman una mera
tradición aprendida en nuestra denominación: “Nosotros pensamos así y eso es lo
que hay. Si quieres lo tomas y si no lo dejas”. En el mejor de los casos, nos
mostramos intolerantes con quienes difieren de nuestras ideas; en el peor, los
señalamos como falsos maestros y los acusamos de enseñar doctrinas de demonios,
desprestigiándolos por completo. Llamar hereje a un hermano, sin escuchar sus
argumentos, es el camino fácil. En una ocasión, oí esta breve conversación
entre dos creyentes: “Te voy a pasar un estudio que he hecho de...” y la
respuesta fue contundente: “No, a mí no me tienes que enseñar nada” —con gesto
torcido y de desprecio.
José M. Martínez apunta a este problema:
“En las iglesias evangélicas hay quienes se aferran
a sus ideas sobre el significado del texto bíblico con tal seguridad que ni por
un momento admiten la posibilidad de que otras interpretaciones sean más correctas.
A veces ese aferramiento va acompañado de una fuerte dosis de emotividad y no
poca intolerancia, características poco recomendables en quien practica la
exégesis bíblica. [...] Con frecuencia, las interpretaciones que a muchos
textos bíblicos se dan y las posiciones doctrinales que se mantienen se deben
más a tradiciones del correspondiente círculo eclesiástico que a un estudio
serio, imparcial y perseverante de la Escritura en el que constantemente la
dogmática es sometida a revisión. [...] Revisar nuestra teología es siempre un
imperativo que debe cumplirse supeditando toda especulación y sus conclusiones
a los resultados de una exégesis seria”[1].
Recuerdo que una vez le pregunté a una hermana
sobre su razón para creer en una doctrina claramente herética. Lo único que
alcanzó a señalarme fue que lo había leído en un libro. Por eso considero que
hay una generación sin rumbo que no posee una recta dirección bíblica y que,
por lo tanto, deberíamos preguntarnos si estamos creyendo mentiras.
El propósito de este libro no está limitado al
reflejo de tales líneas desfiguradas como
simple estudio sociológico. Dada la gravedad del tema, deseo enfocarlo
hacia dos aspectos concretos: por un lado, la prevención, que consiste
sencillamente en la sana educación bíblica para que, aquellos que acaban de
conocer al Señor, no cometan los mismos errores que la generación que les
precede; y por otro, el rescate, basado en este caso en la reeducación, sea que
el creyente permanezca aún en su congregación o se haya apartado de la misma.
Así se podrá reflexionar sobre qué hacer al respecto.
Me eduqué en un colegio católico, y fui practicante
en esta primera etapa de mi vida. Todos aquellos ritos solo servían para
acallar mi conciencia otorgándome una falsa sensación de paz. Únicamente
después de leer la Biblia tras mi conversión, tuve conocimiento de hasta qué
punto eran erróneas aquellas doctrinas e ideas que me habían inculcado sin mala
fe. Años después, volví a cometer el mismo fallo: di por hecho que todo lo que
me enseñaban era correcto y que era imposible que se equivocaran aquellos que
me instruían. Pensaba que todos los argumentos que se me ofrecían tenían un
respaldo bíblico contextualizado, y hasta que no me enfrenté a un problema
irresoluble no se abrieron nuevamente mis ojos. Así que deberíamos ser
sumamente prudentes y analizar cada enseñanza con esmero, no dando nada por
hecho hasta entonces. La trascendencia de tal decisión es mayor de lo que
imaginamos.
Soy plenamente consciente de la dificultad de mi
cometido. Sé cuán complicado es que un cristiano que lleva varias décadas en el
Señor se replantee ciertos temas y pueda reconocer que está equivocado. Supone
cambiar muchos aspectos, lo que no todos están dispuestos a asumir. Ya señaló
Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Pero, ¿por qué
tenemos que rechazar de plano debatir? ¿Qué perdemos por volver a inquirir una
vez más en las Escrituras? ¿Acaso no es lo que ha hecho la Iglesia a lo largo
de toda su historia? Y no me refiero a cuestionar las grandes verdades de la fe
cristiana, que son irrefutables, sino planteamientos sobre los que se sustentan
determinadas actitudes eclesiales que afectan a la vida del creyente en
general. En lugar de defender nuestros postulados con uñas y dientes, quizá
tendríamos que analizar, una vez más, determinados principios que damos por
ciertos. Algunos dirán: “Con la de problemas que hay ya en el cristianismo...
¡como para ponernos ahora a debatir!”. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Guardamos
silencio, pagando un alto precio por ello? No fue precisamente lo que hizo la
iglesia en Jerusalén (cf. Hch. 15). Como señala Walter Martin: “La
controversia por causa de la verdad es un mandato divino”. No puede ser que las
diversas iglesias locales enseñen ideas completamente opuestas entre sí en los
temas que vamos a mostrar, con la consecuente confusión del creyente.
Pedro, que aprendió directamente de Jesús sobre el
amor a los enemigos, le cortó la oreja a un soldado romano en el tiempo que
dura un parpadeo. El mismo apóstol, que escuchó al Maestro hablar durante tres
años acerca de la gracia de Dios, se equivocó al consentir a los judaizantes.
Observando estos dos simples ejemplos, ¿por qué no podríamos nosotros errar
igualmente en otras cuestiones? ¿Puede ser que estemos creyendo falacias, es
decir, falsos argumentos con apariencia de verdad que nos inducen al error?
Si llegamos a las mismas conclusiones que ya
sosteníamos, sigamos adelante con ellas. Pero en caso de nuevos resultados,
únicamente nos quedarán dos caminos: aferrarnos a las antiguas ideas contra
viento y marea; o, por el contrario, cambiar progresivamente y con sencillez.
Siendo humildes y teniendo una correcta disposición de corazón, reconoceremos
que el abundante conocimiento bíblico, la experiencia acumulada y los años en
el Evangelio no garantizan la infalibilidad. Tampoco la sinceridad con la
propia conciencia será la prueba irrebatible de que se contempla la verdad,
puesto que aquélla siempre debe estar sujeta al análisis de la Palabra de Dios.
El hecho de que una mayoría de personas crea en algo no significa que lleve
razón. Como dijo Winston Smith, protagonista de la novela 1984 de George
Orwell, encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significa
estar loco.
Dada la complejidad de los temas que vamos a
tratar, y de que algunos de ellos son espinosos, este tipo de literatura suele
ser tachada de subjetiva, subversiva, divisoria y peligrosa por muchos pastores
que suelen advertir a las ovejas contra tales amenazas, acusando a sus autores de un grave
resentimiento, cuyo propósito es la revancha, e incluso la venganza. Para ello
se recordarán los errores que pudieron cometer en el pasado para así
estigmatizarlos y desacreditar sus argumentos: el llamado ataque ad hominem.
En lo que respecta a mis intenciones, nada más lejos de la realidad. No es
justo que por discrepar se nos considere arrogantes,
soberbios, amargados, envidiosos, histéricos, murmuradores, rebeldes, enemigos
del Reino de Dios y partícipes de las obras de las tinieblas. Aun así, no tengo el deseo de convencer a nadie
de mis verdaderas motivaciones, por lo que no me esforzaré en demostrar nada,
ya que escapa a mi control. Habrá quienes me crean, y otros que no lo harán,
diga lo que diga; y sacarán mis propias frases del contexto general de la obra.
Por ello, no descanso en la opinión del hombre sino en el juicio de Dios —el
único completamente neutral— ante el cual todos tendremos que rendir cuentas.
¿Qué pido? Que nadie acepte ni siquiera lo dicho por
mí. Ni mucho menos estoy exento de equivocarme. Soy tan humano y tan falible
como tú, amado lector. Por todo esto, te suplico que escudriñes profundamente y
por ti mismo cada uno de los temas que propongo a continuación. Que el Señor te
guíe en esa apasionante tarea.
*Entre otras librerías, está disponible en:
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