No ha sido el primero y, tristemente, no
será el último. Hace unos días, el actor Philip Seymour Hoffman fue hallado
muerto de una sobredosis; en este caso, de heroína. Nada más y nada menos que
50 bolsas de esta droga se encontraron en su apartamento. Semanas antes había
reconocido que era heroinómano. A este relativamente joven actor (46 años) lo
pude ver en dos de sus últimas películas meses atrás, en el ambiguo papel de
consejero en la extraordinaria segunda parte de “Los Juegos del Hambre” y en
“The Master”, como líder moral e ideólogo de una secta. Eran interpretaciones
de altura donde aportaba todo un despliegue de ingenio a sus personajes. Te
creías que lo que estabas viendo era completamente real. Por eso ganó el Oscar
por su papel en “Capote”. La realidad ha sido muy distinta y ahí donde nos
damos cuenta que todo era una fachada.
No son pocos los que han caído por el
consumo y abuso de esta lacra epidémica. Por citar a dos de ellos: River
Phoenix y Whitney Houston. Todos ellos tenían un denominador común; lo poseían
todo: talento, dinero, popularidad, fama, placeres al alcance de la mano,
personas que las amaban, amigos, familia, etc. El mismo Philip Seymour era
padre. El problema, la raíz del problema, es que nada de eso llena el vacío del
ser humano. Por eso no me extraña que haya aumentado en un 60% el consumo de
esta droga en la última década. Necesitan sentir algo, sea lo que sea. Leonardo
Di Caprio decía hace poco que las drogas se usan “para reprimir el odio que se
siente por uno mismo”.
Sin duda alguna, podemos disfrutar de
muchas cosas, siempre y cuando sean sanas y dentro del orden creado. Dios mismo
le dijo al ser humano que señoreara sobre todo lo que había en la tierra (cf.
Génesis 1:27). Él se gozó en regalarnos este mundo y todo lo que en él hay.
Pero la verdad indubitable es que sin Dios el ser humano se siente perdido, sin
rumbo y atrapado en un cuerpo que día a día va envejeciendo. Y no hace falta
ser famoso para experimentarlo en las propias carnes. Cuando se piensa que la
existencia se limita a todo lo que vemos con nuestros ojos y que todo se acaba
aquí, el drama interno es terrorífico. Por eso me cuesta tanto entender (bueno,
realmente no lo entiendo), a “cristianos” que venden la heredad
que se les regaló por un plato de lentejas (cf.
Génesis 25:30-31). Cambian al Dios que les salvó por la popularidad, por la
aprobación de la mayoría, por la reputación, por un novio o novia inconversa,
por diversiones propias del mundo caído, por sexo fuera del matrimonio,
alcohol, etc. Quieren ser el “dios” de sus vidas y amarse más a sí mismos que a
su Creador. Me resulta inconcebible que transiten por ese camino de perdición.
En el caso de los famosos
fallecidos a pesar de tenerlo todo, me recuerda a las palabras del actor y
director Woody Allen: “Lo cierto es que
me considero una persona increíblemente afortunada. Estoy felizmente casado,
tengo dos niños excelentes, mi salud es buena y espero vivir tanto como mis
padres, disfruto al máximo de mi trabajo [...] vivo cómodamente, pero eso no parece ser suficiente. No me quejo de
nada, pero creo que lo dije hace años en ´Interiores`: nada te salva, nada te
libera. No hay nada que te haga feliz, ni el éxito, ni la fama, ni el dinero
[...] Nada te rescata del drama de la existencia humana”[1]. Allen confiesa ser un ser humano lleno a nivel emocional,
sentimental, sensorial y material, pero al que el vacío de la realidad lo
envuelve. Es difícil encontrar tal grado de sinceridad. Su conclusión es
rotunda. Tratar de llenar nuestro vacío exclusivamente con lo humano es la
mayor necedad que existe. Como le dijo Jesús a la mujer
samaritana, eso es beber del “agua” que vuelve a dar sed (cf. Juan 4:13): “Porque dos males ha
hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí
cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jeremías 2:13).
Los cristianos deberían ser conscientes de esta realidad para no caer en
ella de distintas maneras, más sutiles pero igual de peligrosas. ¿A qué me
refiero exactamente? A olvidar que nuestra fuente de vida es Dios: “mas el que bebiere del agua que yo
le daré, no tendrá sed jamás”
(Juan 4:14). Muchos se centran
tanto en esta vida y en este mundo que se sienten continuamente insatisfechos.
Con el tiempo se convierte en una enfermedad crónica del alma. Siempre están a
la búsqueda de algo más y nunca se conforman con lo que tienen. Me resulta muy interesante
la reflexión de uno de los protagonistas de la película “Contact”: “La pregunta que me hago, ¿somos más
felices los seres humanos? ¿Es este mundo nuestro un lugar mucho mejor debido a
la ciencia y a la tecnología? Compramos desde casa [...] pero al mismo tiempo
nos sentimos más vacíos, más alejados de nuestros semejantes que en cualquier
otro momento de la historia. Nos hemos convertido en una sociedad programada
[...] porque buscamos un sentido a las cosas, ¿cuál es su sentido? Tenemos
trabajos rutinarios, vacaciones frenéticas, hacemos excursiones ruidosas a los
centros comerciales para comprar más cosas con que llenar ese gran vacío que se
abre en nuestras vidas, ¿es de extrañar que estemos desorientados?”.
A pesar de tenerlo “todo”, algunos se sienten tan vacíos que necesitan
llamar continuamente la atención para que los demás se fijen en ellos. Es un
grito ahogado y desesperado que clama: “¡Eh, que estoy aquí, que existo,
hacedme caso, queredme, que me siento muy solo!”. Por eso buscan la plenitud en
una relación, en los amigos, en pasatiempos, en las compras, en diversos
afanes, en aficiones o en las redes sociales. Se convierte en una especie de
“adicción”, una “droga”, un impulso que les controla. Es la manera de escapar
del propio sentimiento de soledad. Muchas de estas cosas pueden ser sanas en su
justa medida y siempre que se tenga claro el orden de prioridades, pero no es
ahí donde se encuentra aquello que satisface nuestras necesidades más
profundas. Los seres humanos no quieren reconocerlo y prefieren no pensar en
este tipo de cuestiones. Otros terminan en la desesperación más absoluta. ¿Cuál es el resultado?: “¿Por
qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no
sacia? [...] Sembráis mucho, y
recogéis poco; coméis, y no os saciáis; bebéis, y no quedáis satisfechos; os
vestís, y no os calentáis; y el que trabaja a jornal recibe su jornal en saco
roto” (Isaías 55:2; Hageo 1:6).
¿Qué podemos hacer los cristianos ante esta realidad que nos rodea, que
trata de envolvernos y atraparnos? Apropiarnos de las palabras del salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos
sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”
(Salmo 73:25). Así podremos vivir en paz toda nuestra vida, independientemente
de las circunstancias. Nuestra sed estará saciada estando en comunión con el
Padre. Y ahí la oración juega un papel fundamental, porque nos hace consciente
de que continuamente Dios está con nosotros: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”
(Mateo 28:20).
¿Dónde está el secreto? O más bien, ¿en Quien? Que sea Jesús mismo quien
responda:“¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos, y te creamos? ¿Qué obra
haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan
del cielo les dio a comer. Y Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: No
os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque
el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo. Le dijeron:
Señor, danos siempre este pan. Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que
en mí cree, no tendrá sed jamás”(Juan
6:30-35).
Aprendemos de aquellos
que lo tienen todo y sin embargo se sienten los seres más desgraciados del
universo, para que no repitamos sus errores a otra escala. Demos gracias por lo
que tenemos a nivel humano y “bebamos” cada día de la fuente inagotable que es
Dios y solo Dios. Recordemos que la plenitud no está en nuestro interior ni a
nuestro alrededor, sino en Dios,
por medio de Cristo y a través del Espíritu que mora en todos los que han
nacido de nuevo. En Cristo estamos completos (Colosenses 2:10). La oferta de Jesús sigue
en pie: “Si alguno tiene sed, venga a mí
y beba”(Juan 7:37).
Vive en comunión con Él
diariamente, en sencillez y conforme a los patrones
establecidos en Su Palabra, descansando en
Su gracia, Su amor y Su paz.
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