De principio a fin, desoladora; profundamente
desoladora. Así definiría rpidamente la serie de anime japonés “Ataque a los
Titanes” (Shingeki no Kyojin), basada en la obra homónima del autor Hajime
Isayama. A pesar de haber visto y leído otras, como la maravillosa “Monster”, “Barrio Lejano” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2023/06/barrio-lejano-si-pudieras-viajar-al.html) o “El recuerdo de Marnie” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2020/10/1-jovenes-y-adolescentes-perdidos-que.html), entre otras muchas, a día de hoy, puedo afirmar que
es la mejor serie de animación que nunca he visto. Es más, después de pensarlo
durante varios días, me atrevería a decir que, en un top donde incluyera a las
de actores reales, estaría arriba del todo.
La historia en sí desborda imaginación y originalidad.
Épica, dramas familiares y
generacionales, intrigas palaciegas, misterios, thriller, terror, violencia
inusitada y un tipo de acción jamás vista, conforman una mezcla de géneros
apabullantes y grandiosos. Si a eso le
sumamos la soberbia construcción y evolución constante de los personajes –donde
todos importan, desde los principales hasta cualquier secundario, sea niño,
adolescente o adulto-, y una banda sonora impactante, hacen que sea una
verdadera obra maestra. Lo que, en sus primeros compases, podría parecer un
relato más de aventuras con tintes terroríficos y apocalípticos, termina por
convertirse en una joya transcendente, con muchas capas de lectura, digna de
reflexión, y que reflejan nuestro mundo y el corazón humano.
Su único pero ha sido la inusual tardanza en
completar los ochenta y nueve capítulos que la componen. Por diversas razones,
comenzó a adaptarse en 2013 y acabó a finales de 2023, con parones que duraban
años. En mi caso, la abandoné hacia la mitad y decidí verla desde el comienzo
cuando estuviera concluida, algo que he podido hacer hace escasas fechas.
¿Bélica o antibélica?
Antes de explicar brevemente su trama y analizar la
brutal crítica que hace del ser humano como especie –y que extenderé a ciertos
cristianos-, haré un conciso: si te preguntaran sobre la película “Salvar al
soldado Ryan”, ¿la considerarías como “bélica” o “antibélica”? La respuesta
correcta sería la segunda. Mientras que muchos largometrajes de acción escenifican
y coreografían la violencia de tal manera que parecen glorificarla, hay otras como la obra de Steven Spielberg – o “Hasta
el último hombre” (http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2017/03/hasta-el-ultimo-hombre-despreciando-los.html) y “La tumba de las luciérnagas”-, que muestra el
horror de la guerra para que sintamos verdaderas nauseas y la rechacemos por
completo.
Es la misma estrategia que lleva a cabo Hajime
Isayama: siendo extremadamente violenta y explícita –no apta, ni mucho menos,
para todos los estómagos y paladares-, nos ofrece la realidad de este planeta
donde vivimos, tanto pasado como presente, que es como es por la locura de la
violencia, el odio y la venganza que anida en el corazón de toda persona, en
mayor o en menor grado, por unas causas u otras.
Una ucronía oscura y dramática
La humanidad fue atacada hace cien años por unos seres
gigantes, con forma humanoide, aunque deformes en mayor o menor grado, a los
que llamaron Titanes. Su altura oscilaba entre los tres y los quince metros, y
su único objetivo era la aniquilación. La forma en que lo hacían era,
literalmente, comiéndoselos –de ahí su crudeza-, a pesar de que no tenían
necesidad de alimentarse. Eran invencibles, ya que las armas no les hacían
efecto alguno, ni siquiera los cañones, puesto que sus cuerpos terminaban por
regenerarse. Nadie conocía su procedencia ni la razón de su comportamiento, ya
que era imposible comunicarse con ellos, al carecer de inteligencia. Sus
sonrisas macabras y, al mismo tiempo, infantiles y grotescas, creaban verdadero
pavor.
Finalmente, el millón de supervivientes se parapetaron
tras tres murallas de enormes proporciones, separadas cada una de ellas por
varios cientos de kilómetros, donde vivían recluidos, pero seguros, puesto que
impedían a los Titanes superar dichos obstáculos. Nadie, en teoría, sabía qué
había más allá, el propio origen de los muros y de aquellos seres monstruosos.
Esta es la historia que los actuales descendientes
saben por los libros, pero, por alguna razón, la verdad les es oculta. Todo cambia cuando un Titán
colosal, completamente diferentes al resto, de sesenta metros de altura, e
inteligente, destruye uno de los muros... Y ahí comienza la serie: el drama, el
terror, la esperanza, la desesperanza, la muerte y la destrucción... junto con
la revelación de la cruda realidad.
Con el tiempo, se descubrió que tenían un punto débil:
una zona en la nuca de apenas unos centímetros. Para enfrentarse a ellos y
descubrir qué había más allá de los muros, se creó un cuerpo de caballería,
armados con dos espadas afiladas para golpear a los titanes en el cuello. Aun
así, resultaba casi imposible matarlos, por la dificultad que entrañaba
golpearlos en dicho lugar, y el número de bajas en cada expedición era dantesca
e inasumible.
Sin explicar el sobrecogedor momento en que se
explican quiénes son los titanes “puros” (“no inteligentes”), y sin entrar en
mil detalles que darían para decenas de páginas, diré que la evidencia no se
conoce hasta bien avanzada la trama; incluso, en algunos aspectos, en el
capítulo final (a partir de aquí, todo son spoilers): hará dos mil años, una
aldea fue quemada y arrasada por Fritz,
el jefe de Eldia, una tribu de guerreros que mataban a diestro y siniestro. Una
niña superviviente, de nombre Ymir, fue tomada como esclava por los eldianos.
Tiempo después, tras ser acusada de haber dejado escapar a unos cerdos que
servían como alimento, llevaron a cabo un juego enfermizo con ella: la dejaron
escapar, para luego cazarla y matarla, por parte de un grupo de soldados que la
perseguía a caballo y con perros. Herida por varias flechas, agotada,
acorralada y malherida, observó un árbol enorme con una gran abertura. Allí
entró para esconderse y, nada más hacerlo, cayó a una profundidad incalculable.
En dicho lugar, entró en contacto con un extraño ser orgánico, con forma de
ciempiés transparente, procedente del espacio exterior y cuya antigüedad era
indeterminada, y que se adherió al cuerpo de Ymir.
Desde entonces, ella
podía transformarse en un ser gigante: un Titán, con una fuerza
inconmensurable. Fritz le perdonó la vida, la convirtió en su concubina y la
usó para hacer de Eldia en un imperio mundial: cultivó tierras y construyó
puentes, mientras que expandía sus dominios, atacando y sometiendo a otras
naciones, como la de Marley. Tras la muerte de Ymir, las tres hijas que tuvo
con el malvado Fritz, consumieron el líquido de su médula espinal, ya que así
se heredaba el poder del Titán. Pero el rey número 145 de Eldia, se sintió
terriblemente culpable por los crímenes que había cometido su nación en el
pasado, por lo que renunció a la guerra y decidió exiliarse voluntariamente en
una isla, Paradis, junto con la mayoría de los eldianos. Usando sus poderes,
levantó los tres muros antes mencionados y le borró la memoria a sus
habitantes. Y eso es lo que vemos al comienzo de toda la serie: los eldianos
viviendo tras unas murallas, creyendo ser los únicos humanos del mundo, y sin
saber las razones de todo ello.
Desde entonces, la
nación de Marley, que se había hecho con los descendientes de los titanes,
enviaban a Paradis a titanes “puros” para matar a los eldianos, en venganza por
los que sus antepasados les habían hecho, y los de Eldía asesinaban a los de
Marley porque les enviaban Titanes para matarlos. Como ambos bandos
reconocieron más adelante, se había convertido en una rueda de odio y violencia, que se repetía generación tras
generación, entre descendientes de un lado y de otro, entre padres y padres,
entre hijos e hijos. Hasta los propios progenitores reconocían que enviaban a
la guerra a sus primogénitos para que vengaran a sus predecesores.
Venganza y
más venganza & Odio y más odio
Lo que se muestra en
esta serie es lo mismo que vemos día tras día en nuestro planeta desde que Caín
mató a Abel. Un hombre mata al miembro de otra familia, y esa familia se venga
asesinando a su esposa e hijos. Igual entre las pandillas juveniles, siendo las
maras de las más conocidas.
Las invasiones
bárbaras, vikingas y musulmanas en los llamados “años oscuros” (aproximadamente
entre el 476 d. C y el 1000 d. C.), lo atestiguan en el pasado. Y en el
presente todo sigue igual: los soldados nazis mataban a la población civil sin
hacer discriminación y violaban a las mujeres europeas. Como respuesta, los
soldados rusos, durante la reconquista del continente, hicieron lo mismo. Así
fue también en la guerra civil de Yugoslavia, a finales del siglo pasado, o
durante el genocidio de los hutus a los tutsis en Ruanda, donde no quiero
nombrar las barbaridades que se cometieron, con un millón de muertos y medio
millón de mujeres violadas. Sus atrocidades y actos violentos fueron conocidos,
y pocos hicieron algo para evitarlo o detenerlo.
Por la masacre que
perpetraron unos hombres el 11-S, una Alianza, encabezada por Estados Unidos,
atacó Afganistán e Irak, donde fueron incontables las víctimas civiles. Como
consecuencia, unos hombres se organizaron para vengarse y fundaron el llamado
Estado Islámico, donde asesinaban y torturaban a los que consideran sus
enemigos. Así podría seguir y no acabar nunca. La lista de ejemplos es
infinita.
La violencia verbal de la que muchos son partícipes
Casos como los
citados los hay por millares. La humanidad tiene las manos manchadas de sangre.
Y no solo en el sentido literal y físico, sino también en el figurado, que
destruye voluntades, estados de ánimo y autoestimas.
Los otros tres casos,
donde predomina la violencia verbal, suele verse en:
1) Las redes sociales,
que son un vertedero, donde se vomita el odio que el anonimato y una pantalla
permiten impunemente, por absolutamente cualquier tema (política, deportes,
cómics, comidas, televisión, cine, música, etc.). Conozco personas que,
externamente, se muestran educadas, formales y amables, pero cuando toman un
móvil entre sus manos y escriben... y todo por el simple hecho de que otros les
llevan la contraria. No es que expresen que están en desacuerdo con lo que el
otro expone, sino que derrochan un desprecio absoluto con palabras, muchas de
ellas malsonantes, hasta el punto de desearles lo más desagradable que se
puedan imaginar.
2) El día a día,
donde personas adultas, pero con faltas en el carácter, con la mecha muy corta,
con la escopeta de la lengua siempre cargada, y que saltan a la mínima. Basta
cualquier circunstancia en la que se sientan contrariados para explotar,
gritando y dejándose llevar por la ira, sin pensar en el efecto que provocan
sus palabras y el tono empleado en los demás. No se preocupan en corregir sus
defectos, pero disfrutan señalando los ajenos. Cuando alguien de su alrededor
está mal de ánimo, en lugar de alentar, la desalienta todavía más con sus
reproches. Ven la paja en el ojo del otro, pero no la viga en el propio. Muchos
de ellos son incapaces de ver las virtudes en los que no piensan como ellos.
Convierten cualquier minucia en un problema. La suma de los aspectos reseñados,
les lleva a convertirse en ladrones de la paz.
En todo esto, se hace
real lo dicho por Santiago: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La
lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e
inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (Stg. 3:6).
El problema es que
las palabras vertidas nunca se olvidan y quedan en el recuerdo para siempre. Si
quien las pronuncia tomara conciencia de esta verdad, posiblemente cambiaría.
3) Como cristiano, me
apena sobremanera decir esto, pero es lo que observo en las mismas redes, y a
veces hasta en persona: calvinistas que menosprecian a arminianos, arminianos
burlándose de calvinistas, premilenaristas y postmilenaristas arrojándose
versículos bíblicos con aires de superioridad. No es que debatan o disientan
como hermanos en la fe, sino que se muestran arrogantes. Y no me refiero a
herejías que hay que denunciar, sino a todo aspecto bíblico abierto a
interpretación, y que ni los grandes teólogos de la historia han sabido
resolver. Sobre este asunto, hablé largo y tendido aquí, mostrando un caso
terrible: “El trol cristiano:
burlador, desalentador profesional y juez
implacable” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/09/el-trol-cristiano-burlador-desalentador.html).
Cómo se logra matar,
física o verbalmente, al que no es
como tú?
La respuesta es
simple: de la misma manera en que hacían los marlyanos: considerando a los
eldianos como si fueran demonios. Es lo mismo que hacemos nosotros con los contrarios: los
despersonalizamos, los caricaturizamos, los consideramos grotescos, indignos,
inferiores, como si fueran sabandijas. Y todo ello por no empatizar, por no
conocerlos personalmente, por no esforzarnos en conocer sus trayectorias
vitales y sus circunstancias. Olvidamos que, al igual que nosotros, son padres,
son hijos, son tíos y sobrinos, son abuelos y abuelas, y que TODOS ellos fueron
una vez bebés y niños pequeños. Cada uno con virtudes, anhelos, y donde la
mayoría desearía vivir en paz.
Si fuéramos capaces
de ver esta realidad, todo el mundo dejaría de luchar, de pelearse y de
guerrear. En este anime, un pequeño grupo de eldianos y marlyanos no se
entendieron hasta que se sentaron alrededor de una fogata a hablar de sus
propias vidas: sus familias, sus sueños, sus pensamientos y todo aquello que
les hacía iguales; en definitiva: humanos. Allí, lo que comenzó con todo tipo de reproches y acusaciones
mutuas, termina con llantos, remordimientos y profundos sentimientos de culpa
por el dolor que han causado a familias enteras. ¡Ay, si los soldados de cada
país hicieran lo mismo! A menos que fueran psicópatas, las lágrimas, la
pesadumbre y el arrepentimiento no tardarían en hacer acto de aparición.
El problema es que
unos, por causa directa de la naturaleza
caída que anida en nosotros, y otros, porque
la sociedad les ha instrumentalizado, para ser herramientas de odio, terminamos matándonos. De ahí que sea
tan cierta esa frase del difunto fotógrafo Erich
Hartmann (1922-1999): “La guerra es un
lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la
decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”. Todos los
políticos, a través de los siglos, hayan sido
dictadores o elegidos democráticamente, han mandado matar a otras personas
desde un cómodo despacho. El último caso llamativo es del ruso Putin, que usa a
sus compatriotas como carne de cañón mientras se le llena la boca hablando de
gloria y honor. He citado uno reciente, pero siempre es igual, sea en una época
u otra. Al final, todos estos políticos son unos canallas en cuerpos adultos,
pero irresponsables, inmaduros y moralmente enfermizos.
¿Alguien se imagina que todos los soldados
(americanos, coreanos, venezolanos, cubanos, españoles, marroquís,
absolutamente todos, de cualquier lugar), se negaran a obedecer, reunieran en
un mismo lugar todas las armas existentes, desde balas, proyectiles y misiles,
hasta tanques, aviones, helicópteros, barcos, portaviones y submarinos, y los
quemaran? Luego, se irían a sus casas a vivir en paz, y ya no matarían más por una bandera, un trozo de tierra, el color de la
piel, una religión o la lengua que se habla.
¿Se cerraría
así el círculo, acabándose el odio y la venganza?
Sí y no. Dicen que, a las personas de este mundo, les
mueve el poder, el dinero y el sexo. Pueden ser las tres cosas, pero basta con
que sea una de ellas. La historia demuestra que siempre hay grupos que
necesitan quedar por encima de los demás en un aspecto u otro. Es lo que hace
el ego. Esto los conduce a que no puedan vivir en armonía. Por eso, aunque
todas las armas del mundo desaparecieran, seguirían matando a los que no son
como ellos, aunque fuera usando puñetazos, palos, piedras, lanzas de madera con
puntas afiladas, aceite hirviendo, pólvora o cualquier otro objeto para lograr
sus fines, como hacían en la antigüedad. Es la consecuencia directa de
corazones no regenerados, muertos en sus delitos y pecados (cf. Ef. 2:1). La raíz de todo mal está en el
corazón, de donde, como dijo Jesús mismo, “salen
los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los
hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt. 15:19).
Mientras eso no cambie, a través del nuevo
nacimiento (cf. Ez. 11:19-20; Jn
3), todo seguirá igual. El odio seguirá siendo odio, y no se sustituirá
por el amor, el arrepentimiento y el perdón.
Conclusión
El final de la serie es el más amargo que jamás he
visto, tanto que me generó ansiedad y desasosiego, y no solo por el desenlace
de muchos de sus protagonistas, que también, sino por la crónica en general, ya
que, una vez más, refleja la condición humana: a pesar de que los titanes se
extinguieron, quedando como una leyenda del pasado, las guerras volvieron
siglos después, con todo tipo de armas sofisticadas, hasta que una nueva guerra
puso punto y final, con apenas un puñado de seres vivos entre las ruinas de la
civilización. Incluso así, en el epílogo, un niño se encuentra con el mismo
árbol gigantesco donde entró Ymir, y se dispone a entrar, dando a entender que
todo volverá a empezar. Como ya dije, nuestra historia humana es semejante:
cíclica, y que se repite a lo largo de los siglos.
¿Qué avances científicos y médicos se darían si todo
el dinero que se han gastado todos los países en armas desde la 2ª Guerra
Mundial hasta el presente? ¿Si se hubiera invertido en hacer, de este, otro
mundo, infinitamente mejor? Conociendo la respuesta, por momentos me angustio y
desespero. Me hace sentir rabia.
Por eso, esperar que la paz venga de nosotros mismos,
es una quimera: es como creer que ya nadie le será infiel a su cónyuge o que no
se verán como trozos de carne de los que servirse para el propio placer. La paz
solo vendrá de arriba cuando el Rey de Reyes regrese. Entonces: “Juzgará entre las naciones, y reprenderá a
muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en
hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la
guerra” (Miq. 4:3). Ahí se acabará todo mal; para siempre.