Nota aclaratoria:
1) Ninguna de las sílabas vertidas en este
escrito expresan sentimiento alguno de animadversión, sino la exposición de una
serie de acontecimientos que, en su mayoría, son de dominio público desde hace
bastantes años, y cómo los viví.
2) No deseo absolutamente ningún tipo de mal
a las personas que aludo. Lo que tengo “en contra” no es “contra ellos”, sino
“contra lo que enseñan” y “su discurso”, tanto a nivel doctrinal, como en
cuanto a praxis eclesial, dadas las nefastas consecuencias que han conllevado
en la vida de muchas personas.
Dicho esto, añadir que cualquier otra
interpretación ajena a las intenciones ya expresadas, será una distorsión de
las mismas, donde no me corresponderá a mí responder de lo que otros puedan o
quieran entender de mis palabras.
En primera instancia,
puede parecer que, lo que voy a contar en este escrito, “rompe” con la línea
argumental mostrada en la primera parte, cuando analicé la película “Jesús
Revolution”. Nada más lejos de la realidad: tiene un claro propósito y, cuando
se lea el tercer artículo, todo cobrará sentido.
Un ejemplo
de legalismo & Sentimientos de culpa
Mi intención no es
caer en el morbo per se y narrar algo
porque me apetezca, que no es el caso. Además, es una historia más, entre
muchas; ni más ni menos importante. De esta manera, mostraré cuánto mal puede
hacerle a una persona cuando el cristianismo genuino se deforma. Y esto sucede
a la par que entra en acción lo que se conoce como “legalismo”.
Más que una herejía
en sí, es una idea que te transmiten, directa o sutilmente: mientras asistas a
un mayor número de cultos, de reuniones, de retiros, de oraciones, de vigilias,
de conferencias, de talleres, de congresos, entre decenas de quehaceres, te
enseñan que “más consagrado estás” y “mejor cristiano eres”. Esto lleva a que
valoren tu persona, tu carácter, tu fe y tu espiritualidad por el número de
actividades que lleves a cabo. ¡Ojo! No estamos hablando de cumplir
mandamientos específicamente ordenados por Dios, lo cual es lo que realmente
determinada si Él es nuestro Señor (cf. Lc. 6:46). Me refiero a llevar a cabo
el programa que cada iglesia local establece sin falta, donde muchas de las
tareas que se llevan a cabo, y el número de ellas, son extra-bíblicas –es
decir, no ordenadas por Dios-, cayendo así en el legalismo. Esa es la
diferencia y el matiz.
¿Cómo padecí ese legalismo,
que otros muchos sufren de múltiples maneras, y que me ha dejado una huella
imborrable en mi alma, para mal? Mi padre y yo compartíamos varias aficiones,
que disfrutábamos juntos desde que yo era crío. Una de ellas, como el de casi
todos los hijos de este país, era el fútbol, siendo ambos seguidores del Real Madrid. El
22 de junio de 2003 se celebraba el último partido de Liga contra el Athletic de Bilbao. Si ganaban los nuestros, seríamos campeones. ¿Dónde
estaba el conflicto? Que caía en domingo por la tarde, momento en que había
culto, puesto que la iglesia a la que asistía por entonces tenía establecidos
un par en ese día. Sabía que, si contaba mis intenciones –quedarme con mi padre
en casa por el fútbol-, la charla estaba garantizada. Solo se lo
conté a un amigo, puesto que él iba a hacer lo mismo. Fui al culto de la mañana,
como siempre, y me despedí de la pastora.
A la hora del partido, disfruté como un niño la victoria blanca con mi padre,
hasta la mañana siguiente que sonó el teléfono...
Sabía que era ella. Cuando me preguntó por mi ausencia
y se la expliqué, montó en cólera. Me dijo que se había sentido como Jesús con
Judas: como si la hubiera traicionado. Parafraseó Isaías 58:13, para decirme que “había
profanado el día del Señor”. Y terminó con un Uppercut, directo al mentón: “Has demostrado que amas más a tu
padre que a Dios”. Traté de explicarle que otras iglesias tenían solo un culto
los domingos, y que no pasaba nada. A lo que replicó: “Bueno, pero nosotros lo
tenemos establecido así”.
¡Qué
barbaridad que no supe ver! ¡Ay, si yo no hubiera sido un neófito en ese
momento y sobre mi mente no hubiera pesado el llamado a la sumisión a “los pastores”, algo que no dejaban de repetir en sus
predicaciones y exhortaciones!
Me
exigió llamar al otro amigo que no había asistido, para decirle que, los dos,
lo habíamos hecho mal y teníamos que disculparnos, algo que hice, con apenas
fuerza en la voz. Mientras hablaba con él, sentía una dicotomía: como un loro,
yo repetía las palabras que me habían dicho, porque me sentía mal, pero en mi
mente había una especie de runrún, una parte que no estaba conforme. Al
contrario de lo que yo sentía –o, más
bien, me habían hecho sentir-, él me dijo que no había hecho nada malo:
demostró ser más sabio que yo. Días después, redacté una carta pidiendo perdón por
mi “desobediencia”, por haber desilusionado y
defraudado a los que confiaban en mí, al ser de mal ejemplo, llegando a la
conclusión de que me exhortaron como me merecía. Me sentía tan deficiente para conmigo
mismo que, como le dije a un pastor, pensaba que “Dios ya no quería ni verme”.
¿Cuál
fue el resultado de dicha llamada? Que nunca más volví a quedarme un domingo
con mi padre a ver un partido, para su sorpresa e incomprensión, hasta que
falleció en agosto de 2006. Esa decisión –el no haberme quedado más con él-,
completamente desacertada por mi parte, es una culpa que viene y va cada cierto
tiempo. Una marca que no sé cómo borrar. En esos momentos, solo puedo aferrarme
al recuerdo de los buenos momentos que pasé en su compañía, en lugar de los que dejé de vivir.
Daría
mi vida, lo que fuera, por volver atrás a aquel día y haber reaccionado de otra
manera: me habría ido al instante de dicha iglesia, la cual acabó convertida en
una secta, por razones que muchos saben de sobra. ¡Como si no se pudiera amar a
Dios y a tus padres al mismo tiempo! ¡Como si profanar el día del Señor fuera
no ir a dos cultos en dicho día! ¡Como si honrar a Dios fuera estar en un local
de cuatro paredes, cantando y escuchando a otros predicar buena parte del
domingo! ¡Como si el hombre hubiera sido hecho para el día de reposo, y no al
revés! ¡Qué terrible y espantosa exégesis, y que uso torticero y sesgado se
hace de las palabras de Jesús: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno
de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que
no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su
vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará”!
Un
año después, me quedé de nuevo en casa, un miércoles, por la misma razón;
repito: un miércoles. Había culto en otra iglesia local, pero no pensé que
fuera a pasar nada, aunque estaba intranquilo por el antecedente.
Efectivamente: esa misma noche, otro pastor me llamó para darme un toque de
atención, y decirme que “debería haber ido a apoyar”.
La misma pastora, citada en párrafos atrás, cuando ya alcé mi voz, cansado de que
siempre se me señalaran supuestos errores –que no los eran-, me contestó,
diciendo que “yo no había vivido oprimido, sino que se me había dado libertad
para todo”. ¡Ay, ay, ay! Si tu libertad depende de que obedezcas, entonces no
es libertad, ni es nada; solo pura esclavitud. Dentro de la ley de Dios somos
libres, y fuera de ella somos esclavos del pecado. De igual manera, toda aquella
imposición que no procede de Dios es, empleando todos los sinónimos del
término, “sumisión, servidumbre,
sometimiento, yugo, sujeción, dominio, opresión, explotación, tiranía,
despotismo, abuso, vejación”.
El precio de vender un falso cristianismo
Fue ese
sistema legalista el que me robó ese tiempo en general, y con mi padre en
particular. La pastora era solo una
parte más del engranaje, perfectamente engrasado, que ella, y otros, defendían
con uñas y dientes, como si fuera la verdad absoluta.
Cuando
la
tradición y las leyes humanas se convierten en teología, sucede lo inevitable:
que se cometen todo tipo de atrocidades y se cae en el abuso espiritual; y lo
que es peor: usando el nombre de Dios.
La
misma persona, cuando me fui de allí, de nuevo telefónicamente, me echó en cara
“todo lo que habían hecho por mí”, como “hacerme obrero” o “haberme dado la oportunidad de
desarrollarme como en ningún otro sitio hubiera sido posible”. ¡Y yo que
pensaba que es Dios el que hace y levanta! De nuevo, el hombre se cree a la par
de su Creador. Jamás se puede aceptar lo inaceptable, como si fuera el precio a
pagar en gratitud, por el hecho de
que “te pongan a predicar”.
Ante sus
aseveraciones, le dije que el servicio había sido mutuo, a lo que contestó: “Lo dudo”. Como
con este escrito no tengo ninguna intención de vindicarme a mí mismo, sino
exponer unos hechos y mi reacción ante los mismos, estaría de más que enumerara
las actividades que llevaba a cabo, aparte de que podría sonar grandilocuente.
Los que me conocen de aquellos años, saben si hubo o no servicio por mi parte
–tanto eclesial como extra eclesial-, y si son ciertas o falsas esas palabras
de “lo dudo”, que me soltó acusatoriamente. Y luego, si quieren, que les
pregunten a mis familiares, y cómo los desatendí por estar en mil cultos, reuniones, actividades u
otras parafernalias de su propia invención. ¿Fui voluntariamente a muchas de ellas? Sí. ¿Fui voluntariamente a otras muchas? No. Sabía perfectamente la diferencia en el trato en función de lo que hacías o dejabas de hacer.
Nada de eso tiene arreglo. Nada de
eso lo puedo recuperar. Y todo, por cómo me dejé atrapar en una tela de araña.
Quien sabe de mí, tiene
la certeza de que, a pesar del dolor de ese pasado, que ya no existe en mi corazón, no escribo desde el rencor. Y si alguno
lo piensa, es su problema. Si he descrito esta experiencia es, por un lado,
para explicar un aspecto –tanto para cristianos, no cristianos, enfriados o
apartados-, que reflejaré en el tercer escrito. Y, por otro, desde el deseo de
que nadie más caiga en esta calamidad llamada “legalismo”, sea en una iglesia u
otra, porque eso es lo que hace: te carga, te
obliga, te aprisiona, te ahoga y te ata unas pesadas cadenas, cuando Jesús
dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras
almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt. 11:28-30).
Lo que podría haber sido...
¿Qué los pastores de
esa iglesia tuvieron buenas intenciones al comienzo? Puede ser; es lo que me
gustaría creer. Por eso es una pena que, tanto esfuerzo y tiempo dedicado, haya
terminado trayéndoles una mala reputación, ganada con creces. La única
esperanza que finalmente regalaron fue
la de descomponer almas, de todas las edades, y estigmatizarlas hasta
fracturarlas. Y todo por adoptar doctrinas extrañas y una mala praxis eclesial,
dejando que la carnalidad tomara su lugar.
¿Pienso entonces que
comenzaron siendo una iglesia y terminaron pareciendo otra cosa muy distinta? Sí, lo creo. Por diversas razones: aunque
muchas de sus doctrinas eran ortodoxas, y que comparto (la Trinidad, la
salvación por gracia, la resurrección de Cristo, la Segunda Venida, etc.), se
sirvieron de un sistema eclesial putrefacto –cuya raíz estaba en la herejía de
“los Ungidos de Jehová”, que analizaré en el futuro-, para hacer de ello un
estilo de vida eclesial, que caía en un control malsano.
Frases como “qué
desilusión nos hemos llevado”, “con todo lo que hicimos por él” o “nos han
fallado”, eran repetidas hasta la extenuación para describir a los que salían.
El extremo era tal que, a la inmensa mayoría de los que se marchaban, por no
compartir su forma de gobierno, eran tachados de “hijos de las tinieblas”,
“rebeldes”, “resentidos”, “hacedores de las obras de la oscuridad” o “enemigos
del Reino de Dios”, extensa lista en la que me incluyeron tras mi salida. Eso
cuando no teníamos algún tipo de demonio controlándonos... Tenían ideas tan asombrosas que llegaban a proclamar –y
siguen haciéndolo- que, cuando tal o cual persona, que ellos consideraban
“divisoria”, se alejaba de allí, la iglesia crecía, puesto que Dios estaba
haciendo “limpieza”. Dichas palabras superan ampliamente lo enfermizo.
Si una ínfima parte
del tiempo que dedicaron a convertir en parias a sus “enemigos” lo hubieran
invertido en estudiar sana teología, sin los prejuicios y sin la influencia
doctrinal a la denominación que pertenecían, y en pasajes muy concretos sobre
la autoridad, la historia habría sido muy distinta. Lo que un día fue una
hermosa iglesia de más de trescientos miembros, posiblemente hoy sería de miles
y, sobre todo, madura en el Señor.
Para ellos, sus
propias desgracias, los malos momentos que les llegaron, y les siguen
sobreviniendo, e incluso problemas de salud puntuales, fueron provocados por
los que no seguían su misma línea. La verdad es que todo lo que les aconteció,
junto al desprestigio y el deshonor, se lo causaron ellos mismos, por cómo
actuaron durante décadas –que se dice pronto-, y no por lo que dijeron, digan o
dejen de decir los demás, que nos limitamos a contar hechos que se repiten sin
cesar, variando únicamente los matices de cada historia personal. Son tantos
los testimonios, que la lista no tiene fin, aunque no me corresponde a mí
contarlos, sino a ellos, si quisieran.
No son las víctimas,
como tienden a presentarse, puesto que sus escándalos no fueron nunca por
predicar el Evangelio –lo cual sería parte del precio por seguir a Dios-, sino
por sus malas acciones, que partían de una base doctrinal desatinada. Como dijo Abraham Lincoln: “Se puede engañar a todo el mundo algún
tiempo... se puede engañar a algunos todo el tiempo... pero no se puede engañar
a todo el mundo todo el tiempo”.
A pesar del buen
trabajo que pudieron hacer en algunas áreas, terminaron manifestando
absolutamente todas las obras de la carne: “enemistades, pleitos, celos, iras,
contiendas, disensiones, herejías, envidia” (Gá. 5:20-21). Algunos se alegrarán de su caída –la cual es parte de
la justicia divina-, pero a mí me causa profunda tristeza, sabiendo lo
extraordinario que podría haber sido, si lo hubieran hecho en la forma
correcta, y no hubieran dejado tantos cadáveres por el camino.
Un precio inasumible
¿Pasé buenos
momentos? Sin duda. ¿Vi buenas obras? Claro: predicaban el mensaje de salvación,
por el cual muchos se conviertieron por la gracia de Dios, y no hay mejor obra
que ella, y que es INSUPERABLE. ¿Me ayudaron en diversas ocasiones? No lo niego
en absoluto; al que honra, honra. ¿Aprendí? Una barbaridad, tanto de lo
positivo (ciertas amistades y de las clases del seminario), como de lo negativo
(mis propios errores y los ajenos, de cómo actuar y cómo no, de lo que es
verdaderamente importante como cristiano y lo que no lo es). ¿Me sentí amado? Durante bastantes momentos, también. Y,
estoy seguro de que muchos de los que me están leyendo y pasaron por allí,
afirmarán lo mismo. Por lo tanto, no renuncio a esa etapa de mi vida, puesto que Dios la permitió para pulirme. ¿Dónde estaba entonces el problema? Resumiendo:
- En descubrir que se
te valoraba por lo que hacías. Cuando llevabas a cabo sus indicaciones, se te
consideraba “un sol” y “alguien entregado al servicio del Señor”. Cuando decías
que no, fuera en temas eclesiales o personales, te acusaban de “no estar
cargando la cruz de Cristo”, “de no ser de ejemplo”, “de no estar entregado por
completo” o “de no aceptar la autoridad del pastor”.
- En que cualquier
tipo de desavenencia la achacaban a problemas personales o familiares, y nunca
a sus faltas, como si fueras tan inútil que no supieras separar lo uno de lo
otro.
- En comprobar, una y
otra vez, que se sentían en la libertad de contarse entre ellos –o a otros-
intimidades ajenas, sin pedir permiso, algo que, en sentido inverso, no podía
hacerse bajo ningún concepto. Como una vez me dijeron: “Las cosas se pueden
saber de arriba abajo, pero no de abajo arriba”. Esa forma de pensar es muy
habitual entre aquellos que han caído en la errada creencia de que en la
iglesia existe una Jerarquía piramidal: los pastores arriba, y el resto del
pueblo abajo, y que nace, nuevamente, de la herejía de los Ungidos.
- Intrínsecamente
relacionado con el punto anterior, en ver que no vivían lo que predicaban en lo
que concierne a las críticas. Los
demás no podían decir nada de ellos, pero ellos sí podían decir cualquier cosa
de los demás.
- En constatar que,
si opinabas de otra manera a la oficial en temas doctrinales o personales, no
tardaban en sacar a colación la palabra “rebelde”.
- En tomar conciencia
de que, las dos expresiones que más empleaban para guiarte (realmente, controlarte), –“siento de parte de Dios”
y “Dios me ha dicho”-, tenía su verdadero origen en la información que terceras
personas les habían descubierto.
Podría seguir, seguir
y seguir. Cuando llega el día en que tus ojos son realmente abiertos a este
panorama, que ese amor que te ofrecían conllevaba una servidumbre absoluta,
basada en un errado concepto de la obediencia y la autoridad, que incluía
designios caprichosos, al final te dabas cuenta de que no merecía la pena el
esfuerzo; ni por asomo. Terminabas por no desear esa clase de cariño; ni por
todo el oro del mundo.
Manifestarán que lo
dieron todo por todos. Y puedo llegar a creer que lo vieran así. Pero el precio que
exigían a cambio era inasumible, e iba más allá de lo que Dios mismo demanda de
sus hijos.
¿Es el final de la película?
Por todo lo descrito, a los quince años de mi marcha,
los expulsaron. Aunque
humanamente considero tardó en demasía, finalmente aconteció lo que un
Proverbio bíblico anuncia: “Antes del
quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de
espíritu” (16:18).
La tristeza es que, los que los echaron, por no haber
actuado antes, ya no pudieron evitar el destrozo que se causó en tantísimos
cristianos. A mis ojos, esa es la gran tragedia; ese es el
gran drama.
Cada uno tiene sus
propias teorías sobre ellos: unos piensan que creían estar en lo correcto y por
eso actuaban como lo hacían. Y la prueba es que no han cambiado. Otros opinan
que sí lo sabían, pero que reconocer públicamente que estaban equivocados sería
una humillación, desmoronándose todo el castillo del pasado. Por último, están
los que llegan a la conclusión de que, algunas de estas personas, no habían nacido de nuevo, que no tenían corazones
regenerados, sino que vivían una religiosidad que camuflaban bajo una supuesta
“vocación cristiana”, que la evidencia empírica y objetiva no respaldaba.
¿Mi opinión?
Evidentemente, la tengo, según mi propia observación, y que es una mezcla de
las tres, según cada caso e individuo. Si a eso le sumamos una deficiente
educación teológica, un modelo errado de pastoreado y la naturaleza caída que
todos traemos de serie, pues ya está el puzle completo. Dicho eso, añado que,
ante el que me pregunta, siempre afirmo lo mismo: será Dios quien diga la
última palabra cuando llegue el momento.
Estarán aquellos que
no entenderán por qué no se ha buscado la reunificación
y la restauración para estos
“jefes” (en plural), como enseña el mismo sentir del Señor. Mi respuesta ante
tal dilema es muy clara: han tenido tiempo de sobra y oportunidades por doquier
para arrepentirse –algo que algunos de los de su círculo cercano sí han hecho-,
puesto que han sido confrontados en muchas ocasiones. Pero, en lugar de
rectificar...
NO
LO
HAN
HECHO
Es más, han seguido
aferrándose a sus preceptos. Por eso lo pregunto al aire sin acritud, sino
desde la incredulidad continua y la incomprensión más absoluta: ¿es que no son
conscientes de cuánta desolación han provocado a su paso con sus enseñanzas y
la aplicación de las mismas? Es como si se hubiesen autocegados voluntariamente
y vivieran dentro de una burbuja, en una realidad paralela. Es algo que cuesta entender, como le
resulta a otros muchos que se plantean lo mismo.
Sabiendo que algunos
no estarán de acuerdo con estas palabras, tengo que decirlas, o más bien
repetirlas, puesto que ya las dejé por escrito en “Cuando la iglesia falla en proteger a una víctima de abuso sexual &
¿Qué debería hacer la Iglesia y el afectado en esos casos?” (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2023/08/cuando-la-iglesia-falla-en-proteger-una.html), porque de lo
contrario iría en contra de lo que creo: sigo esperando a que suceda algo, no
sé el qué, que les lleve a una catarsis, de tales dimensiones, que lleguen al
quebrantamiento, al arrepentimiento que produce “vida”, y así puedan ver, por
sí mismos, cuánto mal han hecho, a cuántas ovejas del rebaño de Dios han
destruido y dispersado, para pedir perdón de puro corazón. Esta película aún no
ha concluido, puesto que siguen por otros lares. Ojalá hayan aprendido de sus
errores, recapaciten y deshagan todo lo que deban deshacer. Pero, incluso
aunque cambiaran, moralmente están desautorizados para todo lo que tenga que
ver con “pastorear”, “predicar” o “liderar”, y deberían apartarse de todo ello.
En lugar de camuflarse bajo versículos bíblicos, mostrando una apariencia de “felicidad”
de cara a los que todavía les siguen y no han sufrido en sus carnes todo lo
descrito, el arrepentimiento sería el vehículo por el cual dedicarían el resto
de sus vidas a reparar, desde un segundo plano, el estropicio que han causado, y a obrar para el Señor de otras maneras, alejadas de los focos y de la primera plana.
A pesar de que alguna
vez escuché que ellos iban declarando que yo seguía en la sombra, moviendo hilos
para derrocarlos, “haciendo la obra
de las tinieblas” –como decían de mí-, nada más lejos de la realidad. Me
mantengo completamente al margen de todo desde que me evaporé de dicho lugar, en el ya lejano 2008. Por suerte, ni
siquiera vivo en la misma ciudad. Pero los que siguen al tanto de la noticias,
de sus aventuras y desventuras, me comentan que no ven posible que ese cambio
suceda. Conociendo las dificultades, es bien conocido ese refrán sobre la
esperanza y lo último que se pierde. La obra es de Dios y es el Espíritu Santo el que convence de pecado
(cf. Jn. 16:8). Así que, quién sabe.
Por mi parte, y por
todo lo expuesto –que solo es una pequeña porción del pastel-, salí de allí. Lo
decidí después de escuchar las vivencias de otros hermanos hasta altas horas de
la madrugada, y que iban en consonancia con mi propia experiencia y sentir. Iba
caminando por la calle en dirección a mi coche y, por primera vez en varios
años, sentí paz. No podía seguir, ni quería, ni un segundo más. Quitarme esa
carga de encima fue una liberación inenarrable.
Ahora bien, antes de
mi marcha, traté de inducir un cambio radical, pero los hermanos afectados
decidieron no tomar partido y dar al frente el paso necesario, por unas razones
u otras; algunas comprensibles y otras no tanto, así que, viéndome solo, desistí.
En perspectiva, ahora está claro que todavía no había llegado el momento.
El infierno que se
desató después, es otro relato que, sin se dan las condiciones adecuadas y es
de utilidad, dejo para otra ocasión, puesto que no tengo nada que ocultar, ni siquiera mis faltas. Pero hoy no es el momento, ya que sería desviarme en exceso del tema que he
tratado –el legalismo-, y a la enseñanza vital que quiero
exponer en la tercera parte.
Continuará en Si
eras cristiano, ¿tienes razones para alejarte de Dios? Y, si no lo eres,
¿tienes razones para no buscarlo?