Venimos de aquí: ¿Logrará la biotecnología que seamos
inmortales? (https://usatumenteparapensar.blogspot.com/2022/10/3-lograra-la-biotecnologia-que-seamos.html).
Sea por medio de la
biotecnología o del transhumanismo –como analizamos en profundidad en los
capítulos anteriores,- supongamos por un momento cómo sería nuestro mundo y qué
sucedería si alcanzáramos la llamada longevidad
indefinida, donde pudiéramos vivir desde 150 a 1000 años, como se propone
la ciencia.
Imposibilidad de proveer indefinidamente a miles de
millones de personas
En una de las novelas
que citamos de Isaac Asimov –concretamente, El
sol desnudo-, leemos que en el planeta Solaria el promedio de vida era de
300 años. La cuestión es que había solamente 20.000 habitantes y la natalidad
estaba estrictamente controlada, por lo que buena parte de la tierra estaba
deshabitada y los recursos naturales iban dirigidos exclusivamente a proveer
las necesidades de esa reducida población. En el planeta Aurora –donde se
desarrolla la historia de Los robots del
amanecer- la población es mayor: 200 millones, y así se ha mantenido a lo
largo de los siglos. Como dice el doctor Fastolfe, uno de los protagonistas y
ciudadanos de dicho lugar: “Eso nos
proporciona a cada uno amplios terrenos, amplio espacio, amplia intimidad y una
amplia parte de los recursos mundiales”[1].
A diferencia de esos mundos imaginarios, en nuestro planeta viven 8000 millones de personas, cantidad que sigue
aumentando a pasos agigantados a cada año que transcurre. Si ya hay
considerables problemas de abastecimiento en diversos lugares del globo
terráqueo para seres humanos que viven varias décadas, ¿cómo se surtiría de lo
necesario si viviéramos centenares de años? Puesto que, en contraste a las
novelas de ciencia ficción, no tenemos los medios para viajar a planetas
teóricamente habitables, no habría recursos para mantenernos a todos. Habría
hambrunas, guerras y caos. Lo mismo que ya vemos, pero sucedería en un grado
todavía mayor.
Por otro lado,
hablamos del número de habitantes actual, que ya de por sí es una barbaridad.
En el caso de que viviéramos tres o cuatro siglos, algo tendríamos que hacer
para que no se quintuplicara la población mundial en pocas décadas. Si esto
llegara a ocurrir, provocaríamos un desastre mayor. Así que habría que
controlar de forma extrema la natalidad, fuera por esterilizaciones en masa,
abortos masivos –lo cual, en parte, ya sucede de forma programada por los
gobiernos y auspiciado por la ONU, aunque la población no sea consciente de
ello-, o por la prohibición de tener hijos, donde los embarazos estarían
penados por la ley. En ese caso, la cuestión sería: ¿nos imaginamos lo horrible
que sería un mundo sin apenas niños? Este mundo no está diseñado para que
tengamos una vida de centenares de años y con un crecimiento exponencial de sus
habitantes de forma indefinida.
Hartazgo de la vida
El concepto humanista
de inmortalidad es vivir para siempre, siendo jóvenes y completamente
saludables. Ante este planteamiento, me
llamó mucho la atención la respuesta que ofrecieron en el programa “2045: la muerte de la muerte”[2] –que dió
origen a estos escritos-, un grupo de alumnos de bachillerato sobre si querrían ser inmortales: solo tres
dijeron que sí; los nueve restantes que no. Incluso entre los científicos y
médicos que entrevistaron en el programa, había división de opiniones.
Volviendo a estos
muchachos, la cara que pusieron era todo un poema. Hablaban de viajar, de
probarlo todo, de estudiar muchas carreras, y donde el ocio –tanto el sano como
el que no- se dispararía exponencialmente. Pero, entre los comentarios, hubo
uno que expresaba el sentir general: “Lo
peor de todo al final sería la monotonía. No apreciarías las cosas. Llegaría un
momento en que te aburrirías y tú mismo pedirías morir”. Esta reflexión debería dar que pensar a
muchos que ponen sus miras en la “inmortalidad en este mundo y bajo este
cuerpo”, por muchos inventos tecnológicos que se hagan realidad, por muchos
hobbies nuevos que surjan y por muchas comodidades que nos hagan todo más fácil.
Los científicos nos
presentan un mundo futuro donde seremos inmortales llenos de robots con
inteligencia artificial que trabajarán en nuestro lugar, mientras que nosotros
nos dedicaremos a la investigación, a viajar por el espacio, a filosofar y a
disfrutar de todo lo que esté a nuestro alcance. Pero todos ellos se olvidan de
que, incluso si se alcanzará todo lo que citado, esa vida –aparentemente
perfecta e ideal-, llegaría a hastiar. Cuando se les ha planteado este
problema, la respuesta que han ofrecido es tétrica: el que no quiera seguir
viviendo, siempre tendrá la opción de la eutanasia activa.
Gladia, una de las
protagonistas principales de las novelas de Isaac Asimov, tenía 233 años
–aunque aparentaba cuarenta, y le quedaban, al menos, diez décadas más de vida-
cuando dijo con amargura estas palabras: ¿Quiere
que les haga un discurso y les cuente exactamente lo que significan cuarenta
décadas? ¿Quiere que les diga cuántos años sobrevive uno la primavera de la
esperanza, por no decir nada de los amigos y conocidos? Les hablaré del vacío
de hijos y familia, del interminable ir y venir de un marido tras otro, el
recuerdo borroso de los acoplamientos entre uno y otro; del momento en que uno
ha visto todo lo que quería ver, y oído todo lo quería oír, y encontrar
imposible pensar un nuevo pensamiento, y olvidar lo que la excitación y el
descubrimiento representan, y aprender, año tras año, cuán intenso puede
hacerse el aburrimiento”[3].
A pesar de haber
visto otros planetas, a pesar de haber viajado por el espacio, a pesar de haber
conocido a seres humanos con culturas muy distintas, a pesar de que vivía
plácidamente servida por robots, a pesar de que había experimentado todo tipo
de ocio y placeres, a pesar de que amó y fue amada, a pesar de que tuvo hijos y
nietos, llegó a estar hastiada de todo. Ya nada le hacía sentirse viva: “Comida tras comida, día tras día, estación
tras estación, había ido pasando y la tranquilidad casi la había aislado de la
tediosa espera por la única aventura que le quedaba, la aventura final de la
muerte”[4].
Es cierto que Gladia
terminó encontrando un propósito a su vida (evitar la guerra entre terráqueos y
espaciales), pero ni siquiera hallar una aspiración quita el hastío ni resuelve
el problema final del ser humano, que es la muerte.
Siendo ficción lo
narrado por Asimov, lo dicho por Gladia coincide con la idea expresada en la
Biblia: “Todas las cosas son fatigosas
más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el
oído de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido
hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol” (Ecl. 1:8-9).
La “felicidad” química
Tratemos de imaginar
durante unos segundos un mundo donde no hubiera enfermedades, todos tuviéramos comida
en abundancia, dinero para adquirir y poseer lo que quisiéramos, junto a todas las
comodidades materiales que deseáramos, terminando por robots que trabajaran por
nosotros. Algunos pensarán que sería como estar continuamente en un parque de
atracciones.
Ante este panorama, la pregunta sería: ¿de verdad alguien cree que
alcanzariamos la verdadera FELICIDAD –así, en mayúsculas- viviendo eternamente
en este plano de la existencia, fuera en sucesivos cuerpos reemplazables o con
nuestra mente en una red neuronal, sea en este planeta o después de haber
colonizado otros? ¿De verdad habría una ausencia total de conflictos
personales, tanto con nosotros mismos como con el prójimo? ¿De verdad nos
embargaría un sentimiento constante de autorrealización personal? ¿De verdad experimentaríamos una quietud
absoluta en nuestro espíritu?
Los mismos científicos saben que nada de esto es
posible. ¿Cuál es entonces la solución que ofrecen?: inducir químicamente en el
cerebro la “felicidad” por medio de drogas sin efectos secundarios. Ellos lo
llama “bienestar emocional a través del control de los centros del placer”, y
lo dicen completamente en serio: “Al
contrario que los narcóticos que producen un caos en la química cerebral,
causando un corto período de euforia seguido de un período de depresión, estas
nuevas drogas de uso clínico tienen una alta especificidad en cuanto a la
actuación sobre un neurotransmisor determinado o algún subtipo de receptor,
evitando los efectos negativos sobre la conciencia del sujeto; él o ella no se
sentirán drogados y ayudará a mantener constante un alto nivel anímico sin
provocar adicción. Davis Pearce adhiere a esta nueva era y predica una era
post-Darwinista en la cual toda experiencia adversa pueda ser reemplazada por
niveles de placer más allá de la experiencia humana normal. A medida que se
desarrollen estas nuevas drogas más seguras, combinadas con terapias que actúen
sobre nuestros genes, será posible la realidad de construir un paraíso terrenal”[5].
Incluso creen posible modificar nuestra personalidad: “Estas nuevas drogas, con el apoyo de la
terapia genética, pueden modificar la personalidad y ayudar a superar la
timidez, eliminar los celos, incrementar la creatividad y aumentar la capacidad
emocional. Piense en todo el sermoneo, abstinencia y autodisciplina que tenemos
que pasar para intentar templar nuestra personalidad. Dentro de no mucho tiempo
será posible obtener los mismos objetivos en forma completa solamente
ingiriendo una píldora a diario”[6].
Estos investigadores quieren que desemboquemos en una
sociedad formada por individuos alterados y remodelados genética y
químicamente, y con implantes robóticos en diversas partes del cuerpo,
incluyendo el cerebro. Desean que llegue el momento en que nos liberemos de
todas nuestras ataduras que nos impiden actualmente ser dueños de nuestro
propio destino. Si esto sucediera, llegaría el momento en que ni las propias
personas sabrían que han perdido su esencia como individuos, ya que lo
aceptarían como algo normal, especialmente las nuevas generaciones.
Si esa es la meta, lamentable y penosa, a la que
quieren conducirnos los científicos y a la que aspira la humanidad, conmigo que
no cuenten.
Continuará en El
falso mundo feliz que nos quieren vender los humanistas.
[1] Asimov, Isaac. Los robots del amanecer. Debolsillo. Pág. 113
[2] 2045: la muerte de la muerte (http://www.atresplayer.com/television/programas/lasexta-columna/temporada-1/capitulo-177-2045-muerte-muerte_2017030900090.html).
[3] Asimov, Isaac. Robots e Imperio. Pág. 204. Debolsillo.
[4] Ibid. Pág. 205.
[6] Ibid.
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