Hoy partiré de la historia de un amigo
al que quiero poner como un ejemplo a seguir en una cuestión esencial. No es
perfecto, al igual que ningún ser humano, y de la misma manera en que tampoco
lo es ni de lejos el que escribe estas líneas. Pero cuando algo se hace bien, o
muy bien, hay que resaltarlo: “Al que
honra, honra” (Romanos 13:7). El propósito principal y que me motiva a
contarlo es que otros aprendan de este caso.
Alguna vez se lo he dicho, pero lo
repetiré para el que no sepa a qué me refiero: lo admiro por lo que hizo en el
pasado. Me causa mucho respeto cómo actuó. Y esa valoración que hago de él está
motivada porque, cuando era muy joven –apenas un adolescente, y sin que nadie
le dijera nada, tomó una decisión valiente en una situación muy delicada.
Contempló en primera persona una serie de graves errores en la congregación de
la que formaba parte y decidió no ser partícipe ni un día más de todo aquello. Le
tembló el cuerpo pero no su corazón a la hora de tomar tal determinación. Como
si le hubieran dado una bofetada en su alma, despertó de un sueño del que ni
siquiera era consciente que estaba sumido. El precio que tuvo que pagar fue
terrible y lleno de dolor: sus amigos le dieron la espalda –e incluso algunos
de ellos se volvieron en su contra, acusándole de ser “cómplice de la obra de
las tinieblas”. De servir en la iglesia local a encontrarse perdido y sin saber
a dónde ir. En definitiva, su vida se tambaleó por completo. Trataron de amedrentarlo
pero no lo lograron. No es el único caso que conozco, pero sí el que más me
llama la atención por la edad que él tenía por entonces, y que demuestra su
valentía.
El tiempo me ha demostrado que no fue
algo pasajero porque ha permanecido fiel a la verdad. No perdió la nobleza y rehizo
su vida poco a poco, tomando un nuevo rumbo. Con el tiempo, la alegría genuina
volvió a anidar en su corazón. Ha hecho nuevas amistades y tiene una buena
novia cristiana, y ojalá sean el uno para el otro (y sabe de sobra qué quiero
para comer el día que se case...). Me alegro de todo esto porque sé que lo pasó
bastante mal en su momento, aunque lo disimulara a su manera. Y por supuesto,
ha conservado la buena vista y el juicio crítico de lo que no es acorde a las
Escrituras. Mi deseo para él es que siga creciendo, no en altura física (que ya
es alto como la Torre Eiffel), sino en talla espiritual, y que siga aprendiendo
en todos los aspectos: emocional, sentimental e intelectualmente.
Algunos de los que han pasado por
situaciones iguales o parecidas (o han sufrido algún tipo de herida en sus
vidas), han terminado amargados. Otros, la inmensa mayoría, perdidos, renegando
en forma pasiva de Dios y a años luz de Él, convirtiéndole en un recuerdo
lejano, y adoptando el estilo de vida y la ética de la sociedad que nos rodea,
donde el remordimiento y la culpa por el pecado ha terminado por desaparecer de
sus conciencias. Muchas veces me pregunto en qué creyeron realmente. ¿Creían en
el mismo Jesús que resucitó de entre los muertos o lo tenían como una figura
religiosa al que le cantaban coritos? ¿Nacieron de nuevo o fue todo una ilusión
pasajera? ¿Sus vidas estaban afirmadas verdaderamente sobre la Roca, Cristo
mismo, o todo se desmoró cuando vino la tormenta porque sus casas estaban
asentadas sobre la arena? ¿Sintieron realmente el agua viva que el Señor
prometió que correría en todos aquellos que creyeran en Él? Si fue así, ¿por
qué la cambiaron por el agua que vuelve a dar sed y nunca sacia, como es este
mundo? ¿Tan mal se sentían consigo mismos que buscaron fuera de Dios sentirse valorados
por otras personas, cuando en Él está todo lo que necesitaban? ¿Renovaron sus
mentes acorde a Romanos 12:2 y transformaron sus pensamientos por los de Dios? ¿Dónde
quedó para ellos la pregunta retórica que Pedro le hizo a Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Tú
tienes palabras de vida eterna” (cf. Juan 6:68)? ¿Rebelión?
¿Mal uso de la libertad que poseen? Únicamente Dios y ellos saben las
respuestas a todas estas preguntas.
Lo
que me ha enseñado la vida
Esto que he contado afecta a todos por
igual. Como he dicho en más de una ocasión, las actividades “eclesiales” no nos
protegen de nuestras propias decisiones cuando no son conformes a la voluntad
de Dios. Tocar en un coro, predicar, tener un ministerio, ir a diez mil cultos anuales,
participar en vigilias y en campañas de evangelismo, ofrendar hasta el riñón, ser
maestro de escuela dominical y todo lo que nos podamos imaginar, no protege a
nadie de la posibilidad de caer en el pecado y contaminarse por él.
¿Qué me ha enseñado la vida como
cristiano en este aspecto? Que, “si quiere”, la persona seguirá a Dios hasta el
fin de sus días, SIN NECESIDAD DE QUE NADIE LE DIGA NADA, o digan lo que digan
los demás, como el amigo al que he citado. Pasará por todo tipo de
experiencias. En algunos de estos momentos, su rostro se llenará de lágrimas
porque la desgracia y el dolor llamarán a su puerta, y en otros se sentirá contento
porque todo marchará como desea. Pero, pase lo que pase y se sienta como se
sienta, será fiel hasta la muerte. Y, de igual manera, “si quiere”, se alejará
de Dios en el momento en que lo decida, SIN NECESIDAD DE QUE NADIE LE DIGA NADA,
o digan lo que digan los demás. En ocasiones, será de manera abrupta. Pero en
la mayoría de las ocasiones será tras deslizarse paulatinamente. Llegará un
momento en que decidirá hacer su propia vida y dejará todo lo demás atrás. En
lugar de buscar reactivar el calor de la forma correcta, como Dios enseña de
mil maneras en Su Palabra, buscará hacerlo de otras formas. Ahí se perderá entre
la multitud y nadie podrá evitarlo.
Con las “crisis”
personales sucede exactamente igual. En japonés, dicha palabra está formada por
los caracteres “peligro” y “oportunidad”. Ante una crisis, podemos reaccionar
de dos maneras: acercándonos más a Dios (una “oportunidad” de comenzar de nuevo
y de rehacer nuestra vida conforme a Su voluntad), o alejándonos de Él (el
verdadero “peligro”).
¿Qué quiero decir con todo esto? Que la
última palabra la tiene la persona. Depende de ella qué vía del tren tomar. De
ahí los dos caminos que Dios mismo presenta: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la
bendición y la maldición” (Deuteronomio 30:19). Y
su consejo es contundente: “Escoge, pues,
la vida”.
Así que está claro que el que quiere
hacer la voluntad de Dios, la hará; y el que no quiera hacer la voluntad de
Dios, no la hará. Tan sencillo como eso. Siempre tendrá las dos opciones en
todo: Si quiere mentir, mentirá; si quiere decir la verdad, dirá la verdad. Si
quiere guardar su cuerpo para el matrimonio, lo guardará; si quiere tener relaciones
antes o fuera del mismo, las tendrá. Si quiere unirse en yugo desigual, se
unirá. Si quiere odiar a los que le odian, los odiará; si quiere orar por sus
enemigos, orará. Si quiere emborracharse, se emborrachará; si quiere
compartarse de manera íntegra, así será. Si quiere usar todo su tiempo libre
para la ociosidad, encontrará la manera de hacerlo; si quiere dedicar buena
parte de ese tiempo a servir a Dios en algún área, sabrá qué hacer. Si quiere
ser bondadoso, lo será; si no quiere serlo, no lo será. Si quiere la aprobación
de Dios, buscará que así sea; si anhela la aprobación del hombre, buscará cumplir
ese objetivo. Si quiere ser humilde, lo será; si quiere ser prepotente, lo
será. Si quiere usar su lengua de manera obscena, así la usará; si quiere
usarla para bendecir, así la usará. Si quiere alimentar su naturaleza caída, la
alimentará; si quiere que su nueva naturaleza crezca, crecerá: “La fama de dos perros de raza se había
extendido por todo el circuito de carreras. Eran imbatibles. Pero lo que más
llamaba la atención era que el dueño siempre sabía quién iba a vencer de los
dos. Por esto ganaba cuando apostaba. Nadie conocía su secreto, hasta que en su
lecho de muerte confesó: La noche anterior, a uno le alimentaba mejor que al
otro”. Cada persona decide qué parte de su ser alimentar. Ni siquiera Dios
“impone” su amor al que no quiere.
Aquí no hablamos de niños a los que hay
que tomar de la mano para cruzar la calle o de decidir entre ir al Mcdonals o
al Burger King, sino de personas adultas que toman decisiones que afectan a su
vida presente y a la eternidad. Es cierto que en el Nuevo Testamento nos
encontramos exhortaciones repetitivas porque son necesarias que nos sean
recordadas. Pero hay pastores, predicadores y hermanos en general, que enferman
y se hacen daño a sí mismos al esforzarse hasta la extenuación por ayudar a
aquellos que no quieren cambiar porque ya han tomado la decisión de seguir otro
camino. A estos que se desgañitan y se dejan las entrañas, pensando que sus
palabras harán entrar en razón al que “no quiere”, y que se llenan de lágrimas
y ansiedad esperando que algunos no se aparten del Señor, deberían exponer
sencillamente el argumento que presentó Elías ante todo Israel: “Y acercándose Elías a todo
el pueblo, dijo: ¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si
Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió
palabra” (1 Reyes 18:21). Elías confrontó a cientos
de miles de personas. Y el silencio que se hizo fue sepulcral. Se debatían
entre una travesía y otra. O más bien, tenían un pie en cada lado. Este profeta
presentó los dos caminos, pero dejó que fueran sus oyentes los que tomaran la
decisión sobre cuál tomar: el de Dios o el del mundo. Y ya sabemos que es “espacioso el camino que lleva a la
perdición” (Mateo 7:13) y “angosto el
camino que lleva a la vida” (Mateo 7:14).
La
pregunta y los dos caminos
¿Qué es doloroso ver a
una persona que se aleja de Dios? Muchísimo. Puedo decir sin duda alguna que es
uno de las tristezas más desgarradores que puedo experimentar. Me rompe el
alma. Entiendo el sentir de Jesús, que lloró por Jerusalén recordando cuántos
profetas habían sido enviados para que se arrepintieran, pero ellos no
quisieron hacerlo (cf. Mateo 23:37). Aunque me gustaría, no está en mí tomar la
decisión por nadie. El Señor
mismo le preguntó a un ciego: “¿Qué
quieres que te haga?” (Lucas 16:41). El invidente quizá pensó por un
instante cuán absurda era la interrogante que le acababan de plantear. Quizá
pensó: “¿Pero no es evidente? Voy a ti porque haces milagros, me ves ciego y, aún
así, me preguntas qué quiero”. Pues sí, esa fue la cuestión que le planteó
Jesús. ¿Por qué? Porque la respuesta daría a conocer lo que había en el corazón
de este hombre incapacitado. Podría haberle pedido una limosna. Podría haberle
pedido unas monedas. Podría haberle pedido un poco de comida. Pero no: imploró por
misericordia y porque su vida fuera cambiada; en este caso concreto, recibiendo
la vista. Un nuevo comienzo. Una segunda oportunidad. Su respuesta dejó patente
el clamor de su alma. Y Jesús hizo el milagro. ¿La consecuencia?: Se sentía tan agredecido que “le seguía, glorificando a Dios” (Lucas
18:43).
El Creador del universo nos hace a cada uno de nosotros la misma
pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Y buena parte de la respuesta depende de
qué camino queramos tomar. Uno de ellos proporciona todo tipo de placeres
hedonistas, sensoriales, emocionales, sentimentales, etc. Posiblemente, buena
parte de este camino no sea radical (borracheras, sexo desenfrenado, drogas,
etc), al estilo del “hijo pródigo”, pero conduce igualmente lejos de Dios
cuando no se tiene en cuenta Su voluntad y se hace la propia, ya que nada gira
en torno a Él. Quien toma este camino, se acomoda y se adapta a los nuevos amigos,
a los nuevos temas de conversación, al nuevo ambiente y al nuevo ocio. Como la
persona termina disfrutando de esa vida y no le hace daño a nadie, le será muy
difícil cambiar su rumbo a menos que recapacite profundamente. Puede que
experimente cierta sensación de felicidad, pero nunca sentirá la plenitud,
puesto que únicamente es Dios quien la proporciona. Por eso, muchos buscan cada
cierto tiempo algo nuevo (nuevas actividades, nuevas relaciones humanas, nuevas
diversiones y aficiones, etc.), creyendo que algún día encontrarán esa fórmula
mágica que les hará sentir plenos. Así hasta que sus días lleguen a su fin.
El otro camino, aunque no es un camino de rosas en este mundo, proporciona
un nuevo propósito en la vida y un enfoque extraordinario a la existencia, paz como
resultado de la obra de Cristo en la cruz, un gozo que no depende de las
circunstancias ni de las emociones, el amor de Dios que nunca falla (a
diferencia del hombre), ofreciendo consuelo y fortaleza en las tormentas, junto
a multitud de promesas eternas que la otra senda no puede ofrecer, ya que su
final es muy diferente. Y ese camino tiene nombre propio: “Jesús
le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino
por mí” (Juan 14:6).
Ahora depende de ti. ¿Qué camino escogerás? Uno u otro; no hay más. Recuerda:
Si tú quieres...
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