Ayer me levanté en Sevilla en el piso
universitario de mi sobrino con la noticia de la muerte del joven actor Paul
Walker en un accidente de tráfico. No tiene nada de particular oír del
fallecimiento de personas de más de ochenta años, pero todavía nos resulta
sorprendente cuando el difunto apenas sobrepasa los cuarenta años de edad.
Teóricamente, le quedaba la mitad de su vida o más. Aunque es cierto que todos
las semanas mueren miles de personas jóvenes en todo el mundo tanto por
accidentes como por enfermedades, en casos como este parece que el impacto es
bastante mayor al ser un personaje público. Lo mismo ocurrió con el excepcional
baloncestista Drazen Petrovic (29 años), el español Fernando Martín (27 años),
el piloto de Fórmula 1 Ayrton Senna (34 años) y recientemente María de Villota
(33 años), que estaban en el esplendor de sus vidas.
A Walker lo he disfrutado como actor en
la saga de películas de acción “A todo gas” (Fast and Furious en el original, “Fuerza y Furia”), pero no puedo
opinar a nivel personal porque apenas conocía nada de él, aunque sé que estaba
comprometido con acciones humanitarias, lo cual es digno de resaltar. Y sé que puede parecer oportunista por mi parte
usar una desgracia para tratar un tema en concreto, pero no es mi intención
ignorar el dolor ajeno y familiar, que respeto y lamento profundamente. Si
escribo es porque busco un bien mayor. Y para esto quiere reproducir parte de
un artículo que escribió en 2002 el conferenciante cristiano Wenceslao
Calvo, titulado “Carne de cañón”. El mismo debería llevar a todo el mundo a
concluir que la juventud no nos salvaguarda de nada, que no entiende de edades
y que hay que estar preparado para ese momento donde el velo de esta vida caerá
dando paso a un escenario completamente nuevo. A los seres humanos no les gusta
pensar en la muerte, creyendo que así la ahuyentan. Todos dicen: “No, a mí no
me toca”. Esto es una forma de negación y de evadir el miedo que infunde. Esa
no es la solución.
“Veinte
años. Toda una vida por delante. Estaba parado en la puerta de un centro
comercial de mi ciudad. Durante unos minutos le hicimos la encuesta y al final
le expuse el evangelio. Sus respuestas a las preguntas eran o teóricamente
correctas o típicas de la salvación por obras. Al finalizar la encuesta le
expuse el evangelio y le insté a buscar a Dios. Sin embargo, su reacción
también fue típica: demasiado ocupado para pensar en esas cosas. Me llamó la
atención su nombre: se llamaba Saúl y me dijo que era el nombre del primer rey
de Israel. Le dejé un evangelio y me despedí de él. Regresamos para
encontrarnos con los otros equipos de evangelismo que habían salido por el
barrio. Compartimos nuestras experiencias y yo hablé de mi encuentro con Saúl y
de su respuesta de indiferencia. Oramos por él. Al volver a casa supe que Saúl
había sido por varios años compañero de clase de algunas de mis hijas.
Una
semana más tarde leí la trágica noticia. Saúl había perdido la vida en un
accidente de coche en la madrugada del sábado al domingo. Iba al volante y
embistió contra una valla de protección cayendo a la calzada del nivel
inferior. Murió en el acto. Él pensaba que tenía toda una vida y no sabía que
le quedaban pocos días de existencia. Me quedé parado, impactado; aunque la
lista de muertes de jóvenes cada fin de semana es un goteo incesante, esta
muerte tenía algo de particular, supongo que por el hecho de haber hablado con
él sólo unos días antes del asunto más trascendental que existe. Pero sí, no
era un sueño, no era una pesadilla, no había vuelta de hoja. Es más, no había a
quien reclamar ni a quien pedir cuentas. La muerte, una vez más, se había
mostrado como es en realidad: terrible e implacable. [...] La muerte esperaba
agazapada [...] en un instante se quitó su máscara y mostró su gélido rostro
[...]
Dicen
que ya no somos los bárbaros de antaño; hemos avanzado, hemos progresado, hemos
erradicado la tortura, hemos abolido la pena de muerte, hemos humanizado la sociedad
y vamos de peor a mejor. Pero parece que alguien no se da por aludido de estas
mejoras, parece que alguien no ha suavizado sus procedimientos, parece que
alguien sigue empeñada en destrozar nuestras mejores aspiraciones, parece que
alguien no se entera de nada. Hemos logrado domesticar al salvaje que llevamos
dentro, hemos conseguido clonar embriones para mejorar la especie.
Pero
parece que hay alguien que está de espaldas a toda esta realidad. No atiende a
razones, ni se le puede llevar ante tribunales, no entiende de piedad, ni edad,
ni condición. No ha cambiado su esencia, ni métodos, ni voracidad. Es el mismo
rostro, la misma guadaña y el mismo rictus de siempre. Todos nuestros logros se
estrellan en su presencia; es el muro infranqueable, el jinete de El Bosco. La
civilización occidental ahora quiere domeñarla, dulcificarla, hacerla entrar
por el aro por el que hasta los más obstinados han entrado y se habla, se
exige, se legisla para tener una muerte digna; de esta manera, piensan, hemos
humanizado hasta la misma muerte. Este sería nuestro ´triunfo` sobre este
personaje siniestro: Quitarle la posibilidad de que nos tienda una emboscada,
de que nos sorprenda con su horror; en lugar de eso, nosotros le dictaremos el
cómo y el cuándo. El hecho no podemos eludirlo; despojémosla, al menos, de las
terribles componentes que la acompañan.
Pero
los datos son obstinados: riadas y riadas de jóvenes occidentales pastoreados
por la muerte pasando a la eternidad con ese pastor cruel. Sin Cristo.
Éste
sí es el pastor, el buen pastor, el pastor que guía a buenos pastos, el pastor
que cuando pasamos por valle de sombra de muerte está con nosotros, el pastor
que nos lleva por sendas de justicia y de paz, el pastor que da su vida por las
ovejas, el pastor que las defiende del lobo, el pastor que conoce a sus ovejas,
el gran pastor al que Dios resucitó de los muertos. El único por medio del cual
podemos alcanzar el verdadero triunfo sobre la muerte. ¿Con qué pastor vas a
cruzar el umbral? Ven a Cristo y deja que él te pastoree para siempre”.
Aunque lleves una vida lo más sana
posible tanto interior como exteriormente, eso no basta, y si hay una decisión
que no hay que retardar es esta. Es la única manera de vivir realmente confiado
y en paz, independientemente de las circunstancias. Nunca sabemos qué nos
deparará el mañana. Esto no
consiste en lo que hagamos o dejemos de hacer, sino lo que decidamos respecto a
Jesús: creer en Él y en lo que hizo en la cruz o no hacerlo. A eso se resume
todo.
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