Cuando vemos una película, tenemos la
costumbre de opinar sobre si nos ha gustado la trama, los actores, los efectos
visuales, los diálogos, la banda sonora, etc. Pero, de vez en cuando, nos
encontramos con un film que esconde un matiz diferente como una crítica social,
aunque sea camuflada bajo explosiones e increíbles escenas de acción, y que nos
lleva a pensar más allá de lo superficial que observamos a primera vista. Elysium es una de ellas. La premisa es
sencilla: El título hace mención al nombre que recibe una estación orbital
donde vive la clase social más privilegiada del mundo, rodeada de todo tipo de
confort y tranquilidad, junto a los mejores avances médicos que prácticamente
sanan cualquier enfermedad. Mientras tanto, el resto de la humanidad que sigue
viviendo en la Tierra –donde imperan las guerras y el sufrimiento- se esfuerza
por sobrevivir, sobreexplotados laboralmente, viviendo día a día para poder
llevarse un plato de comida a la boca y, si es posible, ahorrar con el
propósito de comprar un billete ilegal que los lleve a la susodicha estación.
Lo que no saben es que serán aniquilados antes de llegar.
Ambientada en el año 2154, se nos
muestra una ficción que se asemeja en exceso a nuestra realidad presente, e
incluso se queda corta. Y aquí surge el dilema: acaba el espectáculo y nada
cambia en nuestro interior. Comentamos qué nos ha parecido, la puntuación que
le concedemos y si nos hemos divertido. Y eso está bien, y más en buena compañía.
El problema reside cuando no nos toca la fibra sensible más allá de las dos
horas que dura la proyección. Esto ocurre porque no nos gusta mirar de frente a
la verdad que anida en nuestro planeta: multinacionales sin escrúpulos que
emplean mano de obra barata, miles de muertos en guerras financiadas con armas
proporcionadas por países ricos, millones de desplazados a causa de estos
conflictos bélicos, niños que son usados como soldados, niñas explotadas como
mercancía, dictadores que viven impunemente y en la opulencia mientras sus
pueblos viven en la miseria, millones de personas que carecen de agua potable y
de medicamentos, cientos de inmigrantes que se ahogan buscando la libertad y
una vida mejor pero que son deportados de nuevo al mundo de sus pesadillas,
fanáticos religiosos que se inmolan y asesinan a decenas de personas buscando
un paraíso que solo existe en sus mentes enfermizas, políticos corruptos, etc.
Así podríamos seguir citando eternamente todo tipo de mal. Preferimos cerrar
nuestra mente en una pequeña burbuja.
Cualquiera que observe a su alrededor
mínimamente, será consciente de que no hay una voluntad política global para
revertir la espiral en la que se encuentra este mundo. Los que tienen mucho
siempre querrán más. Los ricos seguirán manteniendo su estilo de vida. Los que
se benefician a costa de los demás no cambiarán. Los empresarios y Jeques
seguirán despilfarrando fortunas en sus caprichos. Las mafias, bandas y
cárteles continuarán delinquiendo, traficando con armas, con drogas y abusando
de los débiles. Los gobiernos proseguirán gastándose billones en armamento que
revenderán con el paso de los años a países tercermundistas cuando la industria
armamentística fabrique nuevos “juguetes” y los antiguos queden desfasados.
Quien piense que esto va a cambiar –aunque en la Parusía cambiará radicalmente-
no conoce el corazón humano y peca de ingenuo. Pero, ¿qué hacemos nosotros?
¿Hablar sin más? ¿Poner mensajes de denuncias en nuestras redes sociales?
¿Criticar la inmoralidad de aquellos que pagan millones de euros por un
futbolista? ¿Sentir vergüenza ajena escuchando el presupuesto que
maneja una parte privilegiada del mundo? ¿Indignarnos ante el estilo de vida de
esa “élite” que posee más que el resto de la humanidad? Sentir rabia debería
ser lo lógico, y si no experimentamos esta clase de emociones es que hay una
parte en nuestro ser que está adormecida y hay que despertarla.
El problema reside en que, a fuerza de
verlo, escucharlo y leerlo cada día, todo esto lo vemos con tanta naturalidad
que podemos estar delante del televisor impasibles mientras nos llevamos a la
boca nuestra comida favorita. Nos hemos insensibilizados y cegados hasta el
extremo que ni vemos ni oímos el clamor de los que gritan sin palabras y
lloran sin lágrimas. Y esto no puede ser...
Cara
a cara con la miseria
Si mal no recuerdo, fue en
el año 2006 cuando fui a Madrid con unos amigos a pasar unos días. Nos
hospedamos en un Hostal de bajo coste, situado en una
calle contigua a la Gran Vía, donde se alojan algunos de los establecimientos
más opulentos de toda la ciudad. Una noche, paseando por aquella zona y
entrando en algunas tiendas, nos fuimos cruzando con todo tipo de personas de
distintas razas y clases sociales. Cuando estábamos cerca de nuestro
alojamiento, me crucé con alguien cuya actitud jamás había observado en
directo. Me dí cuenta hasta qué extremo la televisión te aleja de la realidad,
pero aquello era innegable y me lo encontré de frente. En medio de toda aquella
multitud –donde muchos tenían sus manos llenas de bolsas con las compras
realizadas y otros que simplemente paseaban tranquilamente- pasé al lado de una
mujer encorvada, con su ropa completamente andrajosa, aparentemente invisible
para toda la humanidad, comiendo una patata podrida de un contenedor de basura.
Me quedé totalmente bloqueado. El contraste era brutal entre aquella persona y
el resto. No me lo creía. Hasta entonces, jamás había visto algo así en mi
vida. Mi mente no era capaz de asimilarlo. No podía ser. Pero era real,
demasiado real. Seguí andando unos veinte metros, con la mente literalmente en
blanco, únicamente sintiendo un millón de emociones, hasta que me detuve en un
paso de peatones. Un coche pasó por delante y yo me di la vuelta alejándome de
mis compañeros. Me dirigí directamente hacia ella. En mi interior se hizo el
silencio: dejé de escuchar cualquier sonido que había a mi alrededor. En
aquellos instantes, el resto del mundo no existía para mí. Una sensación muy
extraña. No puedo explicar lo que sentí mientras recorría la distancia que nos
separaba. Saqué lo que llevaba encima, cinco miserables euros. Apoyé mi mano
con la mayor delicadeza que pude en su hombro para no asustarla. Ahora estaba
buscando restos de pizza en una caja con sus manos sucias como el carbón. Me
miró con ojos vacíos. Le dije: “Señora, tome”. Sus gestos, sus expresiones
faciales y su forma de hablar daban a entender algún tipo de enfermedad mental:
“!No, no, no, no quiero, no!”, fue su agitada respuesta. Insistí. Replicó de
igual manera pero con mayor desdén. Toda su concentración estaba en aquel
contenedor que apestaba. En ese momento, pasaron varias chicas jóvenes por mi
lado quienes me dijeron que ella nunca quería nada. Por lo visto, era una
indigente del barrio. Hice una última intentona. No logré nada, así que me
marché conmocionado, en puro estado de shock. Mis amigos me preguntaron qué
había pasado y apenas pude responder. Me acosté sobre mi costado alejando mi
mirada de ellos para que no supieran de mi estado de ánimo. Quería llorar pero
me reprimí. No quería montar un espectáculo. Un par de horas después me quedé
dormido. Nadie se enteró de lo que estaba experimentando en mi interior. Mejor
así, aunque es evidente que desde entonces no fui la mejor compañía.
Al día siguiente, las emociones no se
aplacaron como creía que sucedería sino que multiplicaron su intensidad. Dejé
de hablar y me volví “autista”. Me sentía vacío. No tenía ganas de reír ni de
nada en absoluto. Llegó la tarde y con ella el propósito principal del viaje,
que no era otro sino asistir a un partido de fútbol del Real Madrid. Asistí sin
ganas aunque externamente aparenté disfrutar. Una farsa. ¿Y qué contemplé? Un
estadio repleto con miles de personas odiando y amando por igual a deportistas
a los que insultaban, aplaudían y vitoreaban según sus colores. Años atrás yo
era uno de los que adoraba a esos
semidioses que ganan millones de euros y cuyos vestuarios ocupan decenas de
metros cuadrados con jacuzzi y un sinfín de comodidades. Finalizado el
espectáculo, los observé en sus flamantes coches deportivos. Fue curioso verlos
como humanos, pero de mi mente no desaparecía la imagen de aquella mendiga, si
esa es la palabra correcta para definirla.
No por esta experiencia ha dejado de
gustarme el fútbol como juego (aunque mucho de lo que le rodea me asquea) y lo
fácil sería limitarme a críticar ese “circo romano”. Entiendo que las
personas necesiten ilusionarse con algo (y más aquellos que están
desilusionados con muchos aspectos de la vida). Y comprendo que son los más
jóvenes los que más disfrutan; por eso sienten ese fervor ante sus nuevos
ídolos a los que tienen en “altares”. Pero centrarme en juzgar esto me
desviaría del tema principal y sería un error por mi parte. Recordemos que esta
élite social es lo extremo y no la norma. Pero, y es aquí donde quiero llegar:
¿Y el resto de la sociedad? ¿Y los que andaban despreocupados disfrutando de un
sano paseo por el centro de Madrid aquella noche? ¿Y los que tiraban de cartera
y tarjeta para adquirir nuevos artículos? ¿Y qué hay de mí? ¿Hasta que punto
soy parte de esa masa social despreocupada y ajena a la realidad que me rodea?
¿Y tú? ¿No somos en parte iguales a aquellos a quienes criticamos? ¿No vivimos
en un Elysium de clase media donde
compramos y consumimos prácticamente todo lo que queremos? ¿Y nuestra parte de
responsabilidad?
El
contentamiento: Transformando nuestro interior
Con todas esas cuestiones en el aire, y
que comenzaron a rondar por mi mente en las siguientes semanas, es hora de
preguntar: ¿Es necesario que tengamos una experiencia personal que nos
transforme? No, aunque es evidente que “una imagen vale más que mil palabras”.
Aquella escena de hace muchos años que viví en Madrid ya no es tan inusual hoy
en día, en medio de la crisis económica en la que nos encontramos y nunca acaba,
donde padres de familia se ven forzados a rebuscar entre la comida que tiran
muchos supermercados.
¿Qué tiene que ver todo esto con
nosotros? Gandhi dijo: “Si quieres cambiar al mundo, empieza por cambiarte a ti
mismo”. Su idea era excelente (y lo sigue siendo), pero no se va a cumplir en
términos globales. Que nosotros cambiemos no significa que el mundo vaya a
hacerlo mientras esté organizado de la actual manera: surgirán nuevas guerras,
los gobiernos se seguirán moviendo por los intereses de las grandes
corporativas, seguiremos siendo testigos por los medios digitales de los
diversos males de nuestra sociedad, las televisiones seguirán alimentando a su
audiencia con las aventuras y desventuras amorosas de aquellos que son famosos
por el simple hecho de ser guapos y ricos, se nos seguirá vendiendo el
materialismo y el hedonismo como fuente de felicidad, etc. Eso no va a cambiar.
Pero si esperamos a que el mundo cambie para hacerlos nosotros, podemos
morirnos esperando sentados. Por eso CREO que nuestro interior y el microcosmos
que nos rodea será afectado positivamente si cambiamos determinados aspectos. Y
para saber cómo hacerlo tenemos buenas herramientas. El Nuevo Testamento –sí,
el mismo, porque no existe ni existirá una ética superior a la que ahí se
encuentra- nos insta a transformarnos por medio de la renovación de nuestros
pensamientos (cf. Ro. 12:2). Ahí empieza todo: en la mente. Si REALMENTE
estamos convencidos de lo que pensamos, viviremos en consecuencia.
No creo que muchos de mis lectores
pertenezca a la clase pudiente de la sociedad, pero tenemos que reconocer que
casi todos vivimos en un Elysium de
clase media; y es a esta clase a quien le escribo, aunque la clase baja comete
los mismos errores si logran llegar a la media. Seamos o no cristianos, muchas
veces caemos en lo mismo que criticamos, y nos volvemos incoherentes: hacemos
lo mismo que señalamos con el dedo y no vivimos ni llevamos a la práctica lo
que decimos creer. Nuestra vida suele girar en torno al “tener y poseer”, hasta
el extremo de que nos valoramos, valoramos a los demás, y los demás nos valoran
a nosotros en función de lo que tenemos: buena ropa, casa, coche, trabajo,
belleza e inteligencia. En definitiva, estatus social. Con lo material en
concreto actuamos siempre de la misma manera: “Esto me gusta y lo quiero, así
que me lo compro porque tengo dinero que he ganado con mi esfuerzo y me lo
merezco. Y si soy joven y no lo tengo, se lo pido a mis padres”. Y nunca,
jamás, nos saciamos. Así funcionamos básicamente. Esa es la espiral social que
nos engulle a menudo y de la que formamos parte por pura inercia. Unos más y
otros menos.
Tampoco quiero irme al otro extremo.
Podríamos perder la cordura y el gusto por la vida. No consiste en amargarnos.
No es decir: “Jamás volveré a disfrutar de los sanos placeres de este mundo.
Nunca volveré a cenar y a reír con mis amigos. Dormiré en un colchón de clavos.
No pisaré nuevamente una playa y comenzaré a vestir como un mendigo. Si tengo
la espalda llena de contracturas no gastaré el dinero en un fisioterapeuta,
sino que me aguantaré el resto de mi vida. Si mi casa está negra de la humedad
la dejaré tal y como está”. Por ahí no va el asunto. Mi pensamiento va mucho
más allá. ¿A qué estoy haciendo alusión? Conversando con una compañera de
trabajo hace poco tiempo me dijo: “Con tener un plato de comida, mi cama
limpita y mi ropa planchada, soy feliz”. Palabras sabias y maduras de una
persona muy joven, y que me encantaron porque expresan mi sentir. ¿Conformismo?
¡No! ¿Contentamiento? ¡Sí! Es un concepto que coincide plenamente con el
principio bíblico: “Teniendo sustento y
abrigo, estemos contentos con esto” (1 Ti. 6:8).
Entiendo las necesidades (comida, ropa y
casa), pero ¿y muchos “accesorios” más que tenemos? Cuando vayamos a hacer y a
comprar algo, hagámonos estas preguntas y respondamos CON SINCERIDAD:
¿Realmente lo necesito? ¿Realmente me hace falta? Y con todo lo demás que tengo
acumulado, ¿podría vivir sin tener buena parte de esto?
¡Ojo! Que todas estas cuestiones me
incluyen también a mí. El que escribe es el primero que se lamenta de tantas
cosas innecesarias que ha adquirido a lo largo de su vida, pero que llegó un
momento que comprobó de lo absurdo de muchas cosas y se cansó de “comprar sin
reflexionar”. Me prohibí a mí mismo “no pensar”. Y aun así, aun me queda camino
por recorrer.
¿Y qué hacemos ahora? El pasado es el
pasado y no tiene ninguna
utilidad práctica lamentarse de él, pero sí podemos aprender del mismo. Hoy
es un nuevo día para empezar de cero. Cada uno sabe lo que gasta y en qué lo
hace. Quizá necesitamos un móvil y un ordenador, pero ¿es necesario tener
siempre el último modelo con la última tecnología y pagar en consecuencia lo
que cuesta? Quizá necesitemos un coche, pero ¿“ese” automóvil en concreto?
Quizá necesitemos muebles en la casa, pero ¿todos esos muebles y de ese precio?
Quizá necesitamos ropa, pero ¿hay que renovar el armario cada poco tiempo y
gastarnos esa cantidad concreta de dinero? “Bueno, como todo lo pago a plazo no es para tanto”. ¿Seguro? ¿Y todo esto para qué? ¿Para sentirnos bien con
nosotros mismos? ¿Para que los demás nos miren con buenos ojos? Si es así,
tenemos un serio problema de perspectiva. ¿Acaso no te das cuenta de la
estupidez tan grande que es valorar/valorarnos/que nos valoren por la ropa que usamos, por el perfume
que llevamos, por los lugares de vacaciones a los que vamos o por los
restaurantes donde cenamos?
Podrías hacer un inventario
de todo lo que tienes y deshacerte de lo que no te sirve (que conste que no me
refiero a recuerdos como fotos y demás, o a libros que vas a releer una y otra
vez a lo largo de tu vida), regalarlo a personas que lo necesiten de verdad o
venderlo e invertir lo ganado en ayudar a otros. Y si eres un joven sin independencia
económica, puede que sea el momento de dejar de pedir caprichos y artilugios
artificiales, y usar sabiamente el dinero que tus padres te dan.
No se
trata de que nadie deje vacía su casa (el ropero, la cocina, el garaje, etc.)
para volver a llenarla de cosas nuevas (que es lo que solemos hacer), ni de
volverse “loco” y tirar por tirar de manera irrefrenable, sino de comenzar a
administrarte de otra forma distinta, tengas la edad que tengas.
En
definitiva, es el momento de dejar de comprar cosas inútiles o innecesarias, y
de aquellas sin las cuales puedes vivir perfectamente. Seas quién seas, quizá
sea época de hacer cambios en tu vida. ¿Que no cambiarás el mundo como dijo
Gandhi? Eso ya lo sabemos, y de mí no depende en qué se gaste el dinero mi
vecino, pero nos cambiaremos a nosotros mismos. ¡Aprendamos a vivir con
sencillez y en contentamiento!: “He aprendido a contentarme,
cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia”
(Fil. 4:11-12). Es relativamente sencillo –y obligado- vivir de esta manera
cuando estamos en medio de una crisis económica, pero, tanto si las cosas nos
van bien en el presente o nos van en el futuro, recordemos todo lo que hemos
visto para que podamos decir como Pablo: “Sé
tener abundancia” (Fil. 4:12). Y no, no es tan fácil “saber” tener
abundancia.
Esta es
la primera parte que nos toca. La segunda llega más lejos.
Un
pasito más, un pasito más
No tengo el propósito de hundir nuestra
conciencia en la miseria pero sí de removerla desde sus cimientos para que
decidamos cambiar algunas áreas de nuestra vida. Y para esto no es necesario
que tengamos algún tipo de experiencia como la que narré. Entonces, ¿a qué me
refiero con el título, un pasito más?
Sencillo (aunque no por ello del agrado de muchos): Podemos hacer más que
cambiar algunos aspectos de nosotros, y esto implica que también podemos ir más
allá; en esto caso ayudar a aquellos que no tienen nada, que se levantan cada
día sin saber si tendrán comida, ropa o medicinas para ellos mismos y para sus
hijos. Tenemos esa opción... o mirar para otro lado.
Basta mirar un informativo en televisión
o leer un periódico para comprobar que el mundo es como es sin necesidad de
encontrarnos cara a cara con él. El problema reside en que nos hemos
insensibilizado en ese aspecto ante el bombardeo continuo de estas imágenes. Es
algo cotidiano a lo que nuestra mente se ha acostumbrado y vemos prácticamente
normal, como una parte más del paisaje de este mundo. Y cuando eso ocurre, ya
no nos movilizamos. Y, como dijo Edmund Burke, “lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan
nada”. Algunos
cambian de canal o pasan la página del periódico sin detenerse un solo instante
cuando aparecen este tipo de desgracias extremas. Descansamos nuestras
conciencias en un sencillo argumento: no es culpa nuestra que haya miseria en
el mundo ya que no tenemos control sobre muchos acontecimientos ni somos responsables
de que las 300 mayores fortunas del mundo acumulen más riqueza que 3000
millones de pobres. La primera parte del razonamiento lleva su parte de verdad;
pero la segunda no, ni de lejos: Es completamente falso que no podamos hacer
nada. ¡Claro que podemos! Otra cosa es que queramos y cómo enfoquemos ese
“algo”. El mismo Burke señaló que “el mayor error lo comete quien no hace nada porque sólo podría hacer un
poco”. Si creo que lo poco
que haga no va a servir de nada, ¡apaga y vámonos!
Por todo esto es más fácil “despertar a
quien está dormido que a quien se hace el dormido”. A mí me despertó una
experiencia personal, pero deberían bastarnos las palabras de Jesús para
hacerlo. En una ocasión, una mujer derramó sobre él un vaso de alabastro de
perfume de gran precio. Los discípulos del Maestro “se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio? Porque esto podía
haberse vendido a gran precio, y haberse dado a los pobres. Y entendiéndolo
Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho conmigo una
buena obra. Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre
me tendréis. Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin
de prepararme para la sepultura” (Mt. 26:8-12). Hubo un momento para derramar
el perfume sobre él y hacer aquel gasto. Pero no podemos obviar la realidad que
nos muestra: “Porque siempre tendréis
pobres con vosotros”. Jesús preguntó por qué le llamaban “Señor, Señor” si
no hacían lo que Él decía. Hoy en día contestamos: “Yo sí hago lo que me dice:
soy fiel a mi esposa, soy honrado en mi trabajo, no miento y, a pesar de mis
fallos, soy una persona íntegra”. Deseo que así sea. Pero siempre podemos dar
un pasito más, un pasito más, un pasito más... que implique ayudar al que no tiene
nada o muy poco y que no vive ni siquiera en la clase media de Elysium.
Para muchos
será extremo lo que voy a decir y sé que no les gustará porque es antipopular,
pero es lo que pienso: a mí me hiere la sensibilidad en grado extremo cuando
veo a alguien, sea un adolescente, un joven o un adulto, gastarse trescientos
euros en una consola y sesenta en un videojuego, cuando con ese dinero puede
alimentarse y medicarse a un niño de otro país durante tres meses. Pero, más
lejos de esto, siento vergüenza ajena cuando las congregaciones se gastan miles
de euros en instrumentos musicales y en la logística de “conciertos
cristianos”. Hoy en día las ofrendas son para pagar alquileres o hipotecas
descomunales por un local, para los predicadores internacionales que nos visitan,
para los “artistas” que van de gira mundial, para fiestas juveniles y para
múltiples actividades que no sirven para nada y sí para la galería. Y encima
creemos que esos son los “frutos de justicia” y que así “alabamos” a Dios. No
encuentro nada de esto en ningún lugar del Nuevo Testamento. Eso sí, asignamos
un porcentaje pequeño (o lo que sobra) para los desamparados y la obra social.
Es la mejor manera de limpiar nuestra conciencia. Y encima tenemos la
desfachatez de anunciarlo a bombo y platillo como “la obra de Dios”. ¡Qué forma
de errar!
Quiero pensar que tú eres uno de los que
quiere ayudar de verdad. No para “acallar” tu conciencia o algunos sentimientos
de culpa que te puedan embargar por todo lo que estamos viendo, sino porque
realmente deseas el bien de otras personas. Así de simple. No basta con
indignarnos y mirar para otro lado sin mover un dedo pensando que no nos
incumbe ayudar a los que lo necesitan. Si esperamos a que otros lo hagan por
nosotros, nos moriremos sentados. Tampoco podemos hacerlo por medio de la
violencia destruyendo el sistema, como se propone en la película Elysium, pero sí podemos impactar
positivamente la vida de otros seres humanos. Se trata ni más ni menos que de
ayudar al que lo necesita en la medida de nuestras posibilidades y en el ámbito
que podamos hacerlo. Es nuestro deber moral.
* Una manera concreta de ayudar la podemos ver aquí: http://usatumenteparapensar.blogspot.com.es/2013/09/cadena-de-favores-marcando-la-diferencia.html).
Tu capacidad de ayudar dependerá más o
menos de cómo administres tu vida, tu dinero y tus posesiones, como ya vimos
anteriormente. En definitiva, todo dependerá de cómo pienses, de tus valores y principios.